jueves, 16 de abril de 2009

Hábito y clerman




Por Pbro. JOSE MARIA IRABURU, doctor en Teología

–I–

El hábito religioso y el traje eclesiástico, que corresponde a los sacerdotes, aunque no son temas idénticos, son semejantes, y los trataré aquí conjuntamente.

El hábito religioso

Por lo que al hábito religioso se refiere, entre otros documentos de la Autoridad apostólica, y además de la norma del Derecho Canónico (canon 669), recordaré solamente, porque su formulación me parece muy precisa, la exhortación apostólica Evangelica testificatio, de Pablo VI (1971), sobre la renovación de la vida religiosa. En el número 22, al dar doctrina y normas sobre el hábito religioso, el Papa centra la cuestión no tanto en cuestiones prácticas discutibles, sino en razones profundas acerca de la significación teológica de lo especialmente sagrado:

«Aun reconociendo que ciertas situaciones pueden justificar el quitar un tipo de hábito, no podemos silenciar la conveniencia de que el hábito de los religiosos y religiosas siga siendo, como quiere el Concilio, signo de su consagración (Perfectæ caritatis 17), y se distinga, de alguna manera, de las formas abiertamente seglares».

El traje eclesiástico


En lo que se refiere al vestir de los sacerdotes, será suficiente recordar un documento-síntesis, publicado en 1994 por la Congregación del Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros. En el número 66, con el título «Obligación del traje eclesiástico», dice lo que sigue:

«En una sociedad secularizada y tendencialmente materialista, donde tienden a desaparecer incluso los signos externos de las realidades sagradas y sobrenaturales, se siente particularmente la necesidad de que el presbítero –hombre de Dios, dispensador de Sus misterios– sea reconocible a los ojos de la comunidad, también por el vestido que lleva, como signo inequívoco de su dedicación y de la identidad del que desempeña un ministerio público (211). El presbítero debe ser reconocible sobre todo, por su comportamiento, pero también por un modo de vestir, que ponga de manifiesto de modo inmediatamente perceptible por todo fiel –más aún, por todo hombre– (212) su identidad y su pertenencia a Dios y a la Iglesia.

«Por esta razón, el clérigo debe llevar “un traje eclesiástico decoroso, según las normas establecidas por la Conferencia Episcopal y según las legítimas costumbres locales” (213). El traje, cuando es distinto del talar [la sotana], debe ser diverso de la manera de vestir de los laicos y conforme a la dignidad y sacralidad de su ministerio. La forma y el color deben ser establecidos por la Conferencia Episcopal, siempre en armonía con las disposiciones de derecho universal.

«Por su incoherencia con el espíritu de tal disciplina, las praxis contrarias no se pueden considerar legítimas costumbres y deben ser removidas por la autoridad competente (214).

«Exceptuando las situaciones del todo excepcionales, el no usar el traje eclesiástico por parte del clérigo puede manifestar un escaso sentido de la propia identidad de pastor, enteramente dedicado al servicio de la Iglesia» (215).

(210) Cfr. S. Congregación para el Clero, Carta circular Omnis Christifideles (23 enero 1973), 9.

(211) Cfr. Juan Pablo II, Carta al Card. Vicario de Roma (8 septiembre 1982): «L’Osservatore Romano», 18-19 octubre 1982.

(212) Cfr. Pablo VI, Alocuciones al clero (17 febrero 1972; 10 febrero 1978): AAS 61(1969), 190; 64 (1972), 223; 70 (1978), 191; Juan Pablo II, Carta a todos los sacerdotes en ocasión del Jueves Santo de 1979 Novo incipiente (7 abril 1979), 7: AAS 71, 403-405; Alocuciones al clero (9 noviembre 1978; 19 abril 1979): Insegnamenti I (1978), 116; II (1979), 929.

(213) Codex Iuris Canonici, can. 284.

(214) Cfr. Pablo VI, Motu Proprio Ecclesiae Sanctae, I, 25 § 2d: AAS 58 (1966), 770; S. Congregación para los Obispos, Carta circular a todos los representantes pontificios Per venire incontro (27 enero 1976); S. Congregación para la Educación Católica, Carta circular The document (6 enero 1980): «L’Osservatore Romano» supl., 12 de abril de 1980.

(215) Cfr. Pablo VI, Catequesis en la Audiencia general del 17 de septiembre de 1969; Alocución al clero (1 marzo 1973): Insegnamenti, VII (1969), 1065; XI (1973), 176.



Al final del Directorio se lee:

Su Santidad el papa Juan Pablo II, el 31 de enero de 1994, ha aprobado el presente Directorio y ha autorizado la publicación.

José T. Card. Sánchez, Prefecto

+Crescenzio Sepe, Arzob. tit. de Grado, Secretario.

–II–

Importancia del tema


Ortega y Gasset decía que «las modas en los asuntos de menor calibre aparente –trajes, usos sociales, etc.– tiene siempre un sentido mucho más hondo y serio del que ligeramente se les atribuye, y, en consecuencia, tacharlas de superficialidad, como es sólito, equivale a confesar la propia y nada más» (Historia del amor).

Y Miguel de Unamuno estimaba que «jamás se ha dicho un disparate mayor que aquel [...] de que el hábito no hace al monje. Sí, el hábito hace al monje» (La selección de los Fulánez).

Hasta en los mismos enemigos de la Iglesia encontramos el reconocimiento de la importancia del hábito. Julio Garrido, en su artículo El hábito no hace al monje (Rev. «Roma» nº 48, mayo 1977), citaba un interesante discurso parlamentario que en la Cámara de Diputados de Francia, según consta en su Boletín Oficial, hizo el 4 de marzo de 1904 el diputado Ferdinand Buisson, un distinguido comecuras, defendiendo su proyecto contra las Órdenes religiosas.

«...Conozco el proverbio que dice: “el hábito no hace el monje”. Pues bien, yo sostengo que es el hábito el que hace al monje. El hábito es, en efecto, para el monje y para los demás, el signo, el símbolo perpetuo de su separación, el símbolo de que no es un hombre como todos los demás...

«Este hábito es una fuerza... es la fuerza del dominio de un amo que no suelta nunca a su esclavo. Y nuestra finalidad es arrancarle su presa.

«Cuando el hombre haya abandonado este uniforme de la milicia en la que está alistado, encontrará la libertad de ser su propio amo; no tendrá ya una Regla que le oprima todo el tiempo, toda su vida; no sentirá ya la presencia de un superior al que tiene que pedir órdenes... ya no será el hombre de una Congregación, se convertirá tarde o temprano en el hombre de la familia, el hombre de la ciudad, el hombre de la humanidad.

«Será necesario que el religioso secularizado se dedique a ganar su vida como todo el mundo. No pidamos más, así será libre.

«Quizás durante algún tiempo permanecerá fiel a sus ideas religiosas. No nos preocupemos, dejémosle laicizarse él mismo solo; la vida le ayudará».

¿Será posible que lo que acerca del hábito saben los enemigos de la Iglesia no lo sepan, incluso lo nieguen, algunos que están dentro de la misma? No. Es un grueso error considerar el vestir de religiosos y sacerdotes como una cuestioncilla meramente accidental: «cuestión de trapos». Más aún, creo que es un grueso error voluntario, ideológico, y de graves consecuencias. Si en el fondo viene a «dar lo mismo» vestir de un modo u otro, si tan poca importancia tiene esta cuestión, ¿por qué muchos sacerdotes y religiosos, a veces tan buenas personas, no se deciden a obedecer lo que la Iglesia ha mandado reiteradas veces en este tema? No. Ya se ve que el asunto tiene mucha importancia, tanto para la vida personal de religiosos y sacerdotes, como para su presencia y ministerio entre los hombres.

La Iglesia, al mandar con tan determinada determinación el uso del hábito y del clerman, se fundamenta no solo en una tradición que tiene ya muchos siglos, sino en sólidas razones teológicas y prácticas. Comienzo por fijarme en las razones prácticas, considerando ahora solo tres: la pobreza, la identificación social y el voto de los jóvenes. En un tercer artículo recordaré los motivos teológicos, sin duda los más importantes.

Pobreza

Cuando la Iglesia trata del vestir de sacerdotes y religiosos, suele aludir al «testimonio de pobreza» (p.ej., canon 669), y lo hace con toda razón. En comparación con el hábito o el clerman, vestir como seglar implica mucho

–más gasto de dinero. Una religiosa, por ejemplo, con dos o tres hábitos, muchas veces de confección casera, tiene resuelta de una vez la cuestión de la vestimenta para, supongamos, unos diez años. Vestir de seglar, por el contrario, exige un número de prendas relativamente alto, pues no se pueden llevar siempre las mismas. Además, cada una de ellas tiene una expresividad social distinta, adecuada o no a tales o cuáles circunstancias.

–más gasto de tiempo. Tiempo para confeccionar la prenda. O tiempo para adquirirla: es sabido cuántas horas se lleva el ir a buscar en los comercios una cierta prenda, de tal forma, color y calidad, que a veces se resiste denodadamente a ser encontrada. Habrá que buscar en tal otra tienda. «Es que ya hemos mirado en cinco». «Pues lo dejamos para otro día».

–y más gasto de atención: «¿qué me pongo hoy?». Los vestidos diversos tienen inevitablemente un lenguaje no-verbal de gran elocuencia. Eligiendo éste o el otro modo de vestir para tal ocasión, no convendrá llamar la atención por algo, pero tampoco presentarse como un adefesio. Conseguir este objetivo no siempre es tan sencillo, porque los lugares, ocasiones y circunstancias cambian mucho. Y todavía cambia más la moda, cuya íntima ley es precisamente el cambio permanente. Pero un cierto respeto por la moda, aunque sea muy relativo, viene a ser obligado en quien vista de seglar.

Estas no pequeñas inversiones de dinero, tiempo y atención se ven casi totalmente eliminadas cuando religiosos, religiosas y sacerdotes usamos el hábito o el clerman.

Por otra parte, no parece realista oponerse al hábito religioso o eclesiástico alegando que resulta más caro que el vestir secular. Si, por ejemplo, a unas religiosas Misioneras de la Caridad, de la M. Teresa de Calcuta, les objetáramos que con sus hábitos desentonan de los medios tan pobres y miserables en los que habitualmente se mueven, probablemente reaccionarían sonriendo, pero se abstendrían de argumentar nada. Y es que son muy buenas.

Los religiosos y religiosas, y de modo semejante los sacerdotes, con sus hábitos o su clerman, ofrecen una presencia visual perfectamente adaptada a un medio pobre o a uno rico. Apenas tienen que pensar cada día en qué ponerse. A lo más podrán tener «un» hábito más nuevo o un traje algo más elegante para algunos acontecimientos señalados. Y basta.

Ciertamente, no todo «hábito» ha de ser una túnica que vaya del cuello a los talones (usque ad talos; de ahí lo de «hábito talar»). Hay hábitos, por supuesto, más cortos. Y en los hombres, religiosos o clérigos, siempre será posible el clerman. Pero pensando en el hábito más tradicional, el hábito talar, será también difícil argumentar que va contra la pobreza o que es insoportablemente incómodo, si tenemos en cuenta que lo usan normalmente, y no por mortificación, cientos y quizá miles de millones de seres humanos, sobre todo en Asia y África. Quizá una cuarta parte de la humanidad, y precisamente la parte más pobre, la más dedicada a trabajos físicos y la que habita en los países más calurosos. Tampoco hay razón para pensar que tantos millones de personas –en su mayoría, como digo, de países pobres–, vayan «sobre-vestidos», como a veces se alega objetando el hábito religioso. Las prendas que vistan interiormente serán, por supuesto, muy elementales.

Identificación social

El vestir religioso o sacerdotal identifica de modo claro y permanente a la persona especialmente consagrada al servicio de Dios y de los hombres. Esto es evidente. Pero lo que importa afirmar es que esa identificación es sin duda positiva y valiosa. No solo la experiencia de la Iglesia así lo afirma, sino también los estudios modernos de psicología social. La bata blanca, por ejemplo, no dificulta la relación del médico con sus pacientes, sino que la facilita. Analizaré más este punto al tratar de la teología del signo. Pasemos, pues, ya a una tercera razón práctica.

El voto de la juventud

A comienzos del siglo XXI, sabemos con certeza que los Institutos religiosos y los Seminarios que mantienen el hábito y el clerman tienen muchísimas más vocaciones que aquellos otros que los han eliminado, secularizando deliberadamente su imagen en el vestir. Si nos asomamos a los ámbitos de Iglesia que tienen más vocaciones, comprobamos que, siendo a veces entre sí muy diferentes, todos coinciden en que de un modo u otro identifican de modo evidente por el vestir a sus miembros religiosos o sacerdotes. Esto podrá alegrar a unos y entristecer a otros; pero lo que es evidente es que es así.

También viene a ser, simétricamente, una regla general significativa que entre los institutos religiosos que caminan aceleradamente hacia su extinción o los Seminarios diocesanos que no tienen vocaciones, suele ser norma común la secularización completa del vestir. El dato, sin duda, es elocuente. Aunque también haya, es cierto, religiosos y Seminarios que conservan el hábito o el clerman y que no tienen vocaciones. Pero no es frecuente, al menos, no es una norma.

Dicho lo mismo en otras palabras: el voto de los jóvenes que aspiran a la vida sacerdotal o religiosa, masculina o femenina, actualmente se vuelca indudablemente en favor de los Seminarios y de los Institutos religiosos que mantienen la identificación social en el vestir. En las Iglesias diocesanas, por ejemplo, cada vez es más frecuente comprobar que son los sacerdotes jóvenes los más adictos al clerman.

También conviene señalar, en ese mismo sentido, que los Obispos, sobre todo los más jóvenes, van nombrando cada vez más para las funciones principales de la diócesis –Curia, Seminario, Delegaciones, etc.– a sacerdotes que no solamente en lo fundamental, doctrina y vida, sino también en su vestimenta, se ajustan a la enseñanza y a la disciplina de la Iglesia.

El voto del Espíritu Santo

Acabo de aludir, entre las razones prácticas, al voto de los jóvenes de hoy. Y es un argumento que no debe ser ignorado. Pero ese mismo dato ha de ser considerado en una significación infinitamente más profunda. Siendo el Espíritu Santo el único que puede suscitar vocaciones, y mantenerlas en la fidelidad perseverante, puede conocerse por datos ciertos que Él prefiere suscitar vocaciones religiosas y sacerdotales allí donde se guarda la disciplina de la Iglesia en lo relativo al vestir de sacerdotes y religiosos.

En un tercer artículo, con el favor de Dios, he de tratar de las razones más profundas del hábito en el sacerdote y el religioso.

–III–


Al examinar algunos puntos de la doctrina y normativa de la Iglesia sobre el hábito y el clerman, conviene que recordemos algunas categorías teológicas importantes.

Santo y sagrado

En la Biblia y en la tradición teológica de la Iglesia, «Dios» es el Santo. Y son sagradas aquellas «criaturas» que en modo manifiesto han sido especialmente elegidas por el Santo para santificar a los hombres. Ese modo, según digo, es manifiesto para los creyentes, ciertamente, pero en alguna medida, también para los paganos.

Nuestro Señor Jesucristo, por tanto, es el único que une absolutamente santidad y sacralidad: es santo por su divinidad y perfectamente sagrado por su encarnación. Más aún, Él es la fuente de toda sacralidad cristiana.

En efecto, sagrado es el cuerpo místico de Cristo, la Iglesia («sacramento universal de salvación», Vat.II: Lumen gentium 48; Ad gentes 1). Sagrado es el pan eucarístico. Los cristianos (su mismo nombre lo expresa), ya por el bautismo, son sagrados, ungidos, consagrados por Dios en Cristo. Y así tantas otras sacralidades cristianas: sagradas Escrituras, sacramentos, sagrados Concilios, vírgenes consagradas, templos, lugares sagrados, etc.

Ciertamente, la especial sacralidad está exigiendo especial santidad, por ejemplo, en los sacerdotes. Pero no la implica de modo necesario: un ministro sagrado no deja de serlo si es un gran pecador. Eso sí, la Iglesia podrá suspenderle en el ejercicio de sus funciones sagradas.

El Vaticano II y lo sagrado

Dentro de la Iglesia, donde todo es sagrado (sacramento universal), se distinguen diversos grados de sacralidad, y se reserva habitualmente el término sagrado a aquellas criaturas más directamente dedicadas por Dios a la santificación. Habiendo en los religiosos, por ejemplo, una sacralidad especialmente intensa, la Iglesia habla de vida consagrada para designar la vida religiosa, cuando en realidad, obviamente, toda vida cristiana es sagrada y consagrada. Por tanto, el uso tradicional que la Iglesia hace de la terminología de lo sagrado tiene un fundamento real. En este caso, la especial consagración de los religiosos.

El Concilio Vaticano II, que emplea con frecuencia el lenguaje de lo sagrado, puede servirnos de modelo. Fijándonos solo, por ejemplo, en la constitución Lumen gentium, comprobamos que el Concilio habla de la sagrada Escritura (14, 15, 24, 55), de la sagrada liturgia (50), del sagrado Concilio (1, 18, 20, 54, 67). Califica de sagrado el culto (50), el bautismo (42), la unción (7), la eucaristía (11), la comunión (11), la asamblea eucarística (15, 33), la comunidad cristiana sacerdotal (11), los religiosos y sus votos (44). Para el Concilio es especialmente sagrado todo lo referente al sacerdocio: el orden sacramental (11, 20, 26, 28, 31), el carácter (21), los Obispos, los pastores sagrados (30, 37), el ministerio (13, 21, 26, 31, 32), los ministros (32, 35), la potestad pastoral de regir (10, 18, 27, 28, 35, 37).

Lo sagrado tiende de suyo a ser visible

Lo sagrado participa de la economía sacramental de la gracia cristiana. Y el sacramento es signo visible de la gracia invisible que santifica a los hombres. Esta visibilidad sensible pertenece, pues, a la naturaleza misma de lo sagrado, y por eso la Iglesia acentúa tanto este aspecto en su doctrina y en su disciplina (cf. Vaticano II, Sacrosanctum Concilium 7c, 33b, 59).

Así pues, lo sagrado existe en la Iglesia porque quiso Dios, el Santo, comunicarse a los hombres en modos manifiestos y sensibles, es decir, empleando la mediación de criaturas (sagradas Escrituras, sacramentos, sagrada liturgia, Obispos, pastores sagrados, sagrados Concilios, etc.). Podría Dios haber organizado la economía de la gracia y de la salvación de otro modo. Pero quiso santificar a los hombres empleando ese conjunto de mediaciones visibles que forman «el sacramento admirable de la Iglesia entera» (Sacr. Conc. 5b).

Secularización y secularismo

Cuando los Padres del Concilio Vaticano II empleaban con tanta frecuencia y naturalidad el vocabulario de lo sagrado, usaban simplemente el lenguaje católico de la Iglesia, y no imaginaban probablemente que el huracán secularizante de los años postconciliares iba incluso a arrasar y proscribir toda la terminología de lo sagrado, como si esta categoría teológica, bíblica y tradicional, fuera completamente ajena al cristianismo, y como si toda sacralidad cristiana implicara una judaización, o más aún, una paganización del cristianismo. Los teólogos secularizantes y desacralizantes conceden a lo más –y no todos– una existencia cristiana de lo sagrado, pero siempre que sea exclusivamente interior, puramente invisible. Falsifican, pues, totalmente la teología natural y cristiana de lo sagrado.

Sus tesis, sin duda, contrarían tanto la religiosidad natural de los pueblos, como la religiosidad sobrenatural cristiana instituida por nuestro Señor Jesucristo y sus Apóstoles. Sin embargo, esta falsa teología ha conseguido secularizar en no pocas partes de la Iglesia las misiones, la beneficencia, la misma liturgia, los templos, la moral, los colegios y Universidades, etc. Y por supuesto, ha procurado con especial interés y eficacia secularizar completamente la imagen del sacerdote y del religioso.

Especial sacralidad del sacerdote y del religioso


Todos los cristianos, ya lo hemos dicho, son sagrados, es decir, consagrados por el bautismo, y forman un pueblo sagrado, un Templo de piedras vivas, que es en medio de las naciones sacramento universal de salvación. Y dentro de ese pueblo, ha querido Dios intensificar de un modo especial la condición sagrada –es decir, la especial potencia y dedicación para la santificación– tanto de los sacerdotes, como de los religiosos, aunque en modos diversos. En efecto, como enseña el Vaticano II, los sacerdotes ministros han sido «consagrados de un modo nuevo» por el sacramento del Orden («novo modo consecrati», Presbyterorum ordinis 12a). Y también los religiosos, por la profesión de sus sagrados votos, han recibido de Dios una nueva consagración («novo et peculiari titulo... intimius consecratur», Lumen gentium 44a).

El hábito religioso y el traje eclesiástico

Pues bien, la Iglesia, al establecer sus normas sobre el vestir de religiosos y sacerdotes, considerándolos como personas especialmente consagradas a Dios, se fundamenta muy principalmente –casi exclusivamente– en la gran conveniencia de significar sensiblemente su condición sagrada invisible. Por esa razón teológica, verdadera, profunda, importante, la Iglesia, fiel a la tradición de ya muchos siglos, quiere y manda con autoridad apostólica que por la misma vestimenta «se vea», se haga visible de modo patente, la condición especialmente sagrada de sacerdotes y de religiosos. La Iglesia quiere que el signo sagrado en sacerdotes y religiosos signifique visiblemente y cause lo que significa. Y esto lo quiere y ordena con tanto mayor empeño cuanto que advierte con todo realismo que estamos «en una sociedad secularizada, donde tienden a desaparecer los signos externos de la realidades sagradas y sobrenaturales» (Direct. 66). Comprobemos esta voluntad de la Iglesia en los dos documentos ya aludidos.

Religiosos.– La Iglesia afirma «la conveniencia de que el hábito de los religiosos y religiosas siga siendo, como quiere el Concilio, signo de su consagración (Perfectæ caritatis 17), y se distinga de alguna manera de las formas abiertamente seglares» (Evang. Test. 22). Lo mismo dice el Código: sea «signo de su consagración» (c. 669). Ahora bien, el signo, para ser significante, ha de ser visible. Si es invisible, si apenas se distingue, se hace in-significante, y no causa los efectos que debería producir.

Sacerdotes.– De modo semejante, la Iglesia quiere que «el presbítero, hombre de Dios, dispensador de Sus misterios, sea reconocible a los ojos de la comunidad, también por el vestido que lleva, como signo inequívoco de su dedicación y de la identidad del que desempeña un ministerio público. El presbítero debe ser reconocible sobre todo por su comportamiento, pero también por un modo de vestir, que ponga de manifiesto de modo inmediatamente perceptible por todo fiel –más aún, por todo hombre– su identidad y su pertenencia a Dios y a la Iglesia». Para ello, su modo de vestir «debe ser diverso de la manera de vestir de los laicos y conforme a la dignidad y sacralidad de su ministerio» (Direct. 66).

Aversión al hábito y al clerman

Por el contrario, aborrecen lógicamente la identificación visible de sacerdotes y religiosos todos aquellos que rechazan la enseñanza de la Iglesia Católica sobre la teología y la disciplina de lo sagrado; quienes estiman que el sagrado cristiano no debe tener –debe no tener– visibilidad sensible; quienes no aceptan que entre el «sacerdocio ministerial» y el «sacerdocio común de los fieles» haya una diferencia esencial, y no solo de grado (Lumen gentium 10); quienes niegan que, sobre la consagración bautismal de todo cristiano, haya en sacerdotes y religiosos una nueva consagración. Todos ellos –que normalmente son los mismos– aborrecen visceralmente el hábito o el clerman. Se oponen a ello por principio, por principio doctrinal, teológico; falso, por supuesto. Incluso no raras veces marginan y descalifican a quienes se atienen en el vestir a las normas de la Iglesia, y aún llegan en ocasiones a palabras y actitudes agresivas. Ellos, en cambio –merece la pena señalarlo–, no suelen recibir ataque alguno, ni dentro ni fuera de la Iglesia, a causa de la secularización completa o casi total de su apariencia.

Atención verdadera a los signos de los tiempos

Entre la aversión al hábito y al clerman y la tendencia secularizadora o incluso secularista hay una relación que no podemos ignorar. Que religiosos y sacerdotes vistan como seglares, sin distinguirse en nada de ellos, no es en modo alguno una exigencia de los hombres de nuestro tiempo; y mucho menos en países de misión, a veces pobres y de antiguas culturas muy sensibles al signo, también al signo del vestido.

¿Procede de un sincero afán inculturador del cristianismo que, por ejemplo, las religiosas prescindan de su hábito, allí donde la inmensa mayoría de la población viste túnicas? No. Los sacerdotes y religiosos que prefieren vestir como laicos, tanto en las naciones ricas como en las pobres, tanto en países de antigua tradición cristiana como en países de misión, lo hacen simplemente, al menos en muchos casos, por una exigencia ideológica, disconforme con la realidad, ajena a los signos de los tiempos.

Así lo explicaba Mons. Albert Malcolm Ranjith, secretario de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, en una entrevista (Radice cristiane nº 38, octubre 2008):

«En el Concilio Vaticano II nos hemos preguntado con frecuencia cómo estar atentos para leer los signos de los tiempos. Por lo demás, una bellísima expresión. Pero entramos en contradicción con nosotros mismos cuando cerramos nuestros ojos y nuestros oídos a lo que ocurre en torno a nosotros. Existe hoy una gran demanda de espiritualidad, de coherencia, de sinceridad, de una fe no sólo proclamada sino también vivida. Esto lo vemos sobre todo en las jóvenes generaciones. Me gusta encontrar a veces jóvenes sacerdotes y seminaristas que quieren ir en una dirección de búsqueda del Eterno. Nosotros, que somos de la generación del Concilio Vaticano II, que ha proclamado siempre el deber de estar siempre atentos a los signos de los tiempos, no debemos justo ahora volvernos ciegos y sordos. Los signos de los tiempos cambian con la historia. Si estamos no sólo atentos a los signos de los tiempos del sesenta y ocho, sino también a los de hoy, entonces tendremos que abrirnos a este fenómeno, reflexionarlo, examinarlo.

«Es extraño que en algunos países de Europa las religiosas vistan como mujeres comunes y abandonen el velo. El velo es un símbolo de algo eterno, algo de “un ya y todavía no”. De aquel sentido escatológico predicado por el Señor mismo: aunque ahora estemos en la tierra, pertenecemos a una realidad distinta.

«Por eso ¿qué sentido tiene abandonar todo esto para integrarnos en una cultura moribunda? He visto tantos jóvenes sacerdotes y religiosas que son fieles a sus signos de consagración. No es que el hábito sea todo, pero también él tiene un sentido. Me acuerdo de un día que viajaba en tren desde París a Lyon, vestido de sacerdote, con el cuello, etc. En un determinado momento un señor se me acerca y me pregunta si soy un sacerdote católico. Respondí que sí y él me pidió que lo confesara [...]. Decía estar contento de haberme encontrado, porque veía que soy un sacerdote. Pero ¿habría tenido él esta ocasión si yo hubiese estado vestido de chaqueta y corbata?

«Repito, es extraño y triste que en un mundo con tantos jóvenes desilusionados de las trivialidades, hartos de superficialidad, del materialismo consumista, muchos sacerdotes y religiosas vayan vestidos de civil, abandonando su signo de pertenencia a una realidad diversa. Leer los signos de los tiempos significa discernir que ahora los jóvenes buscan al Eterno, buscan un objetivo por el cual sacrificarse, que están listos y generosos. Y donde hay estas disposiciones debemos estar presentes».

La obediencia a las normas disciplinares de la Iglesia

Pero recordemos ya otra verdad muy importante, hoy excesivamente silenciada.

La disciplina canónica de la Iglesia se ha formado a lo largo de los siglos fundamentándose sobre todo en los cánones de los Concilios. Estos cánones, que la Iglesia reúne en el Derecho Canónico, establecen con autoridad apostólica normas disciplinares eclesiales, que han de ser obedecidas y cumplidas. No son meras orientaciones sujetas a libre opinión, discutibles y devaluables en público por cualquiera. En el primer Concilio de Jerusalén, dicen los Apóstoles: «nos ha parecido al Espíritu Santo y a nosotros» (Hch 15,28). Y veinte siglos después estamos en las mismas: las normas disciplinares de la Iglesia expresan ciertamente la benéfica autoridad del Señor y de la autoridad apostólica sobre el pueblo cristiano. En consecuencia, deben ser obedecidas en conciencia.

Algunos dirán que tratándose de leyes positivas de la Iglesia pueden ser objeto de críticas y de discusiones públicas. Pero esto, al menos en las cuestiones más graves, no es verdad. Hay en la Iglesia leyes positivas de gran importancia, como las que se refieren al celibato eclesiástico, la comunión ordinaria bajo solo una especie, la comunión frecuente, la confesión al menos anual de los pecados graves, etc., y también las referentes al vestir de sacerdotes y religiosos, que más que discusión, piden obediencia.

Todas esas leyes, y otras semejantes, son, efectivamente, leyes positivas, y por tanto de suyo podrían ser cambiadas. Pero no sin grave escándalo y daño para los fieles –laicos, sacerdotes, religiosos– pueden ser discutidas en público, criticadas y desprestigiadas, sobre todo cuando se trata de cuestiones en las que la Iglesia se ha pronunciado con gran fuerza y reiteración. En el tema del vestir que nos ocupa, la Iglesia establece sus normas con tanta firmeza que dispone que «las praxis contrarias no se pueden considerar legítimas costumbres y deben ser removidas por la autoridad competente» (Direct. 66).

Tengámoslo claro: una de las maneras principales de «hacerse como niño» para poder entrar en el Reino es aceptar y obedecer las enseñanzas y mandatos de la Iglesia, Esposa de Cristo, nuestra Madre y Maestra –la Mater et Magistra, del Beato Juan XXIII–. Aquel que prefiere su propio juicio y discernimiento al de la Iglesia, al menos en algunas cuestiones, no sabe hacerse como niño, no sabe asumir una actitud discipular. Y las consecuencias son previsibles.

Otras consideraciones

En favor del vestir propio de religiosos y sacerdotes hay muchas otros argumentos

apostólicos: el hábito y el clerman son con mucha mayor frecuencia una ayuda que una dificultad para establecer una relación religiosa con los hombres.

psicológicos: ayudan al sacerdote y al religioso a mantener actualizada la conciencia de la propia identidad personal y ministerial.

ascéticos: implican un cierto sacrificio, evitan tentaciones, eliminan vanidades seculares, dificultan asistir a lugares o espectáculos inconvenientes. El hábito y el clerman son continuos, profundos y positivos condicionantes identificadores tanto para el propio sacerdote y religioso, como para las demás personas.

estéticos: libran a religiosos, religiosas y sacerdotes de cuestiones de vestimenta que, por razones obvias, resultan no pocas veces lamentables.

testimoniales: el hábito y el clerman están «confesando a Cristo» ante el mundo secular, y vienen a ser entre los hombres como una iglesia, digna y bien visible, que se alza entre las casas de un pueblo o una ciudad.

En uno de los comentarios a uno de mis artículos, un sacerdote, capellán de un hospital, añadía: «¿Se imagina en un hospital la confusión que se produciría si el personal sanitario no fuera vestido de modo que se les pueda indentificar y reconocer fácilmente? La bata y el uniforme ayuda a saber quién soy, lo que soy y para quién soy.

«Yo soy capellán de hospital y voy siempre vestido con clergyman, bata, identificación y cruz. Otro compañero capellán va de paisano, solo con bata, sin identificación. A mí me paran en los pasillos para pedir atención sacerdotal, porque me reconocen como capellán; a él no. A mí me conoce el personal, a él no tanto. A mí me toca algún desprecio y algún rechazo; a él ninguno.

«Éste es un aspecto esencial de la cuestión: el bien que los otros merecen y al que tienen derecho a recibir de mí. Soy sacerdote para ellos. Porque no lo soy sólo en las horas de hospital, sino siempre, y siempre voy vestido visiblemente como sacerdote. Tras el ocultamiento y disimulo hay mucho concepto funcionarial del sacerdocio, mucha injusticia contra el derecho de los hombres a conocer a Cristo.

«Si los sacerdotes ocultamos que lo somos, ¿cómo pediremos a los laicos que fermenten de Evangelio el mundo secular, que vivan su índole secular, su vocación propia? Mucha falta de fortaleza es lo que hay, mucha cobardía».

Pero además de éstas y de tantas otras razones prácticas y teológicas, ya suficientemente expuestas, el vestir propio de religiosos y sacerdotes se fundamenta sobre todo en la gran conveniencia de significar la consagración de las personas y en la obligación de obedecer a la Iglesia.

«Quien pueda oir, que oiga».

–IV–

Los tres artículos precedentes han dado ocasión a un gran número de comentarios en la web. Se hace, pues, necesario otro artículo más, en el que doy las gracias a los comentaristas laudatorios, y trato de responder las objeciones principales de los contradictores.

El incumplimiento de una ley no exige sin más su retirada

Uno de los comentaristas arguye que las leyes positivas de la Iglesia, como las que se han dado sobre el vestir de los sacerdotes, pueden ser cambiadas. Y que «ya que hay tantos clérigos que no lo utilizan igual habría que replantearse algún cambio jurídico como por ejemplo liberalizar el uso».

No convence el argumento. Tantas leyes positivas de la Iglesia son masivamente incumplidas, y no por eso son cambiadas o retiradas por la Iglesia. Por ejemplo, manda la Iglesia que «el domingo y los demás días de precepto los fieles tienen obligación de participar en la Misa» (Código c. 1247). ¿Habrá de retirar la Iglesia esa norma secular fundamentalísima por el hecho de que en muchas regiones la incumpla un 80 o un 90 por ciento de los cristianos? El hecho de que en una parte de la Iglesia, y en un tiempo determinado, una gran mayoría de sacerdotes y religiosos vista como los laicos no exige quitar las normas sobre su vestimenta. Y menos si se ve que cada vez son más los sacerdotes y religiosos jóvenes que cumplen en su modo de vestir las normas de la Iglesia.

La tolerancia de un abuso no significa su aprobación

Otro comentarista argumenta que si la Iglesia de hecho permite que tantos sacerdotes vayan de paisano, será que no obliga realmente a llevar el traje eclesiástico: «Si Roma lo tiene bien claro y no mueve ficha es señal de que de claro no lo tiene tanto y más bien lo ve borroso».

Como ya recordé en mi primer artículo, el Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, al tratar de la norma del traje eclesiástico (n.66), llega a afirmar que «por su incoherencia con el espíritu de tal disciplina, las práxis contrarias [vestir de laico] no se pueden considerar legítimas costumbres, y deben ser removidas por la autoridad competente». La Iglesia, pues, da sobre el tema normas con absoluta firmeza y claridad.

Las leyes positivas de la Iglesia obligan en conciencia

Dice uno: «Yo soy obediente como un niño para el Credo (que es lo que exige la Iglesia al cristiano), ¿en el Credo se habla del traje eclesiástico? pues eso». Y unas horas antes él mismo había escrito: «la lealtad que tengo en relación con el depósito de la Fe, no tengo porque tenerla con las leyes positivas, es más no me da la gana. Hay leyes que me parecen buenas y otras no, concretamente la obligación de portar el traje eclesiástico pues no la acepto».

Aquel cristiano que en cuestiones disciplinares, que afectan a veces gravemente a la vida del pueblo creyente –como el precepto dominical–, solo acepta «las leyes que le parecen buenas», y en caso contrario prefiere atenerse a su conciencia, resiste la Autoridad apostólica. No se hace como niño, para entrar en el Reino. No reconoce a la Iglesia como Mater et Magistra. Se fía más de su juicio personal que de las normas acordadas, muchas veces en Concilios, por los Pastores sagrados. No reconoce la autoridad de atar y desatar dada por Cristo a los Apóstoles, y especialmente a Pedro y a sus sucesores. No admite que el Orden sacramental comunica a los Pastores sagrados una especial autoridad para enseñar, santificar y regir al pueblo cristiano: para regir y dar leyes (Vaticano II, Lumen gentium 18, 27; Christus Dominus 16; Presbyterorum ordinis 2,6-7).

No pocas comunidades protestantes aceptan con fe el Credo, pero en temas doctrinales o disciplinares no aceptan la Autoridad apostólica, tal como está constituida en la Iglesia católica. Por eso no son católicos. Son protestantes.

La crítica de leyes católicas hecha por no católicos

No es fácil entender por qué se molesta un cristiano en rechazar una norma de la Iglesia católica –en este caso, el vestir de sacerdotes y religiosos– si no reconoce la autoridad de los Pastores católicos para darla. Supongamos que en un blog islámico se está tratando si es conforme con la ley islámica, la sharia, una cierta fatwa acerca del velo femenino, emitida por un muftí chiíta. ¿Siendo yo católico, no obraría en forma insensata entrando en ese blog para discutir la conveniencia, la licitud, la validez de esa norma, si desde un principio dejo claro que no creo ni en la sharia, ni en las fatwas, ni en los muftíes, ni en los chiítas? ¿Qué pintaría yo en ese foro de discusión? Sería un troll; dicho en castellano, un reventador.

La Iglesia debe dar leyes positivas

Lo ha hecho siempre, ya desde el Concilio apostólico de Jerusalén: «Nos ha parecido al Espíritu Santo y a nosotros»... (Hch 15,28). Los acuerdos tomados entonces, como es sabido, se referían a cuestiones prácticas bien concretas, que los Apóstoles estimaban no debían quedar atenidas solamente a la conciencia de cada uno. Y San Pablo, en sus viajes misioneros, comunicaba a los neo-cristianos «los decretos dados por los apóstoles y presbíteros de Jerusalén, encargándoles que los guardasen» (16,4).

A partir del siglo IV, una vez lograda la libertad civil de la Iglesia, cesadas las persecuciones, nacen los monjes, con sus modos peculiares de vestir, y también se inicia en el clero su diferenciación visual de los laicos. Ya en el siglo V y VI se establecen normas referentes a la identificación externa de los sacerdotes, tanto por la tonsura como por el modo de vestir. «Clericus professionem suam etiam habitu et incessu probet» (Statuta Ecclesiæ Antiqua, sigloV).

Y posteriormente son muy numerosos los Concilios que dan normas de vita et disciplina clericorum, en las que se regulan ciertos modos concretos de la vida de los clérigos, en referencia al vestido, a la costumbre de llevar armas, a la práctica de ciertos juegos, negocios y variantes de la caza, etc., tratando siempre de que la fisonomía social de los clérigos se diferencie claramente de los laicos (cf. concilio de Agda 506, Maçon 581, Narbona 589, Liptines 742, Roma 743, Soisson 744, Nicea 787, Maguncia 813, Aquisgrán 816, Metz 888, Aviñón 1209, Rávena 1314, Trento 1551, Milán 1565, etc.). Estas normas canónicas se siguen dando, en disposiciones análogas, hasta nuestros días (Conferencia Episcopal Española 14-VII-1966; Código de Derecho Canónico 1983, cc. 284, 669; Directorio para la vida y el ministerio de los presbíteros, 1994, n.66).

Teniendo, pues, en cuenta esta unánime actitud de la Iglesia durante tantos siglos, en Oriente y Occidente, se ve claro que aquellos comentaristas que exigen que «la cuestión del hábito ha de ser algo limitado a la conciencia del religioso o clérigo», alegando que «en temas de conciencia la Iglesia no puede meterse», ya que «ante la conciencia no podemos nada», etc., están gravemente errados. Con esa actitud se marginan de la tradición católica, se enfrentan a ella, y estiman una intromisión abusiva de la Iglesia toda normativa sobre el vestir de sacerdotes y religiosos. Y eso no está nada bien.

Jesús no usó hábito especial

Un comentarista arguye: «¿Cómo no se le ocurrió a Jesús utilizar un hábito que le hiciera evidentemente sagrado a los ojos del mundo?»

La objeción ya está respondida al exponer la teología de lo sagrado. Recuerdo ésta aquí y la aplico. El Hijo eterno de Dios, nuestro Señor Jesucristo, es la realidad divino-humana que se presenta ante los hombres por la epifanía de su encarnación. Los sacerdotes y religiosos han de ser signos de esa realidad, que están llamados a representar en formas especialmente visibles, por su condición especialmente sagrada. Cristo no necesita de ningún signo en el vestir para re-presentarse a sí mismo. Quienes necesitan de esos signos sagrados son los religiosos y los sacerdotes, que han de actuar frecuentemente «in persona Christi» (Presbyterorum ordinis 2). Y esos signos ayudan también no poco a los laicos para mirar al sacerdote como «alter Christus».

A lo que ya en mi artículo III expuse sobre este tema añado ahora solamente una cita del Sínodo de los Obispos dedicado en 1971 al sacerdocio presbiteral: «El sacerdote es signo del plan previo de Dios, proclamado y hecho eficaz hoy en la Iglesia. Él mismo hace sacramentalmente presente a Cristo, Salvador de todo el hombre, entre los hermanos» (I,4). Ahora bien, los sacramentos son signos visibles de la gracia invisible. Por eso la Iglesia ha querido que el sacerdote, y más aún hoy, en «una sociedad secularizada y tendencialmente materialista», sea un signo bien patente, que también «por un modo de vestir ponga de manifiesto de modo inmediatamente perceptible por todo fiel –más aún, por todo hombre– su identidad y su pertenencia a Dios y a la Iglesia» (Directorio 66; cf. Vaticano II, Perfectæ caritatis 17) .

Tiempos de persecución

A veces, ciertamente, en tiempos de grave persecución, convendrá que religiosos y sacerdotes prescindan del hábito y del clerman. También Jesús hubo de andar escondido. En su vida pública fue cada vez más perseguido –sufrió varios atentados–, y al final era tal el peligro que corría, que tenía que mantenerse oculto, y «ya no andaba en público entre los judíos, sino que se fue a una región próxima al desierto, y allí moraba con los discípulos» (Jn 11,54). Cuando vuelve a presentarse en público –Betania, Jerusalén–, lo matan.

Ya sabemos que, en tiempos de persecución, como en la guerra civil de 1936-1939 en España, lógicamente, Obispos, sacerdotes y religiosos visten de laicos para evitar el encarcelamiento e incluso la muerte. Es lo mismo que hicieron los cristianos de los tres primeros siglos.

Otras objeciones

Algunas objeciones de otros comentarios no requieren respuesta, pues se oponen frontalmente a la doctrina de la Iglesia. Por ejemplo, aquellos que niegan que haya en sacerdotes y religiosos una especial sacralidad o consagración se oponen abiertamente a la doctrina católica de siempre, actualizada en el Vaticano II (cf. p. ej., Presbyterorum ordinis 12a; Lumen gentium 44a).

Tampoco es oportuno responder a otros comentarios tan precarios como: «Vamos... creo que tus argumentos son penosos». En tal frase no hay pensamiento, no hay argumento, carece de logos: no puede haber dia-logo sobre esa afirmación. Aunque sí conviene precisarle algo a quien la dice. Y es que esos argumentos «penosos» no son propiamente míos; son, como lo he mostrado ya sobradamente, doctrina teológica y disciplina de la Iglesia.

Termino, pues, como terminaba mi tercer artículo:

«Quien pueda oir, que oiga».

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