martes, 25 de agosto de 2009

“El Temor de Servir”

“El Temor de Servir”


Desde el Pecado de Adán y Eva el temor de servir es una constante. Así como en las mediciones de la física o de la química se dan efectos constantes, sucede de manera similar en la conducta moral de los hombres. Digo conducta moral porque de eso se trata. Cuando los actos de un hombre no son automáticos, inconscientes o indeliberados, son entonces lo contrario, aquí son actos humanos, actos morales, actos buenos o malos, meritorios o nó, dignos de premio o de castigo.

Antes del Pecado Original el hombre no calculaba. Era feliz y dichoso haciendo la voluntad de Dios, por eso básicamente su paraíso era un paraíso de delicias, porque todo era bueno, bueno él y sus acciones, buenísimo Dios quien era Autor de toda esa bondad y que se complacía en el hombre a quien había creado.

El Pecado Original modificó esta honda disposición del alma del hombre y con ella la de todas las almas. Si el hombre antes era todo inocencia, con aquella falta primigenia generáronse en él las disposiciones contrarias, el ojo puro conoció la picardía, la curiosidad y la lascivia; el corazón recto concibió el doblez y el engaño; el valor ensayó sus primeras cobardías; el tesón, el esfuerzo, la virilidad y la reciedumbre claudicaron, a veces mucho, a veces poco, ante la pereza, la blandura y la comodidad.

Desde el Pecado Original nada grande puede hacerse sin esfuerzos, porque el pecado, revolviéndolo todo, lo apartó de su meta originaria. Si todo debía dirigirse a Dios, al apartarse de Dios por el pecado, ya no supo a dónde dirigirse y en su marcha errante fueron las creaturas proponiendo sus convites, sus atractivos, sus aparentes felicidades y aún lo siguen haciendo no permitiendo al hombre que vea a su Creador. Así cobra pleno entendimiento aquella frase divina del Salvador “Quien quiera venir en pos de Mi niéguese a si mismo” (S. Mateo XVI, 24). Si miramos bien la frase ella tiene dos partes. La segunda “niéguese”, que es un imperativo, una orden del Salvador y, por lo mismo, algo ineluctable, inevitable, necesario si hemos de seguirle. La primera “quien quiera venir…”, que a todas luces parece considerar la voluntad del hombre, la libertad de la creatura, la grandeza de alma del alma que la escucha.

Salvarse es un imperativo (“Quien no creyere ni se bautizare se condenará”, S. Marcos XVI, 16).

Seguir a Dios de más cerca, breve, servirlo, no siempre es una orden sinó que, las más de las veces es una invitación.

Dirán algunos: - Si es invitación, la invitación no es obligación.

Contestemos con una frase del Divino Salvador. Cuando Nuestro Señor terminó su sermón sobre el Pan Vivo bajado del Cielo (S. Juan VI, 58) muchísimos de sus oyentes le dejaron, tanto es así que vuelto a sus discípulos les dijo estas palabras: “¿Acaso también vosotros queréis iros?” (S. Juan VI, 67). La pregunta del Rey de los Mártires no expresaba una orden pero ¿Acaso no expresaba su voluntad, lo que Él quería y ansiaba, la más ardorosa voluntad de que sus discípulos no le fallaran? Que lo niegue quien quiera ser blasfemo.

Cuando los hijos del Zebedeo fueron con su madre a pedir a Nuestro Señor sentarse cerca suyo en su reino, Cristo les mandó algo o sólo preguntó: “¿Podéis beber el Cáliz que Yo he de beber?” (S. Mateo XX, 22).

¿Qué contestaron ellos?: “Possumus!” “¡Podemos!”.

No es lo mismo que decir ¿Os atrevéis, y esperar justamente ese atrevimiento, ese valor y esa entrega?

Con ese argumento falacioso de que la invitación no obliga, más de uno faltó a las Bodas del Cordero.

Si la Patria estuviera en guerra, (y quizás lo está) y una guerra terrible, cruenta, generalizada ¿Podría decirse “si me convocan voy”?

Es cierto que Dios invita “He aquí que estoy a la puerta y golpeo, si alguien quisiera abrirme la puerta entraré a él y cenaré con él” (Apoc. III, 20); “Si quieres ser perfecto, va vende lo que tienes dalo a los pobres y sígueme” (S. Mateo XIX, 21); pero igual o más cierto es también que está esperando que lo sigan y que el convite se haga realidad sinó no hubiera puesto aquel detalle el Evangelista: “Jesús, pues, mirándole quedó prendado de él y le dijo una cosa te falta, va vende lo que tienes y dalo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo, y ven y sígueme” (S. Marcos X, 21).

¿Qué lo prendó? ¿No está Dios prendado de todos?

Dos cosas lo prendaron:

- La virtud “guardé todo eso desde mi juventud” (San Marcos X, 20).

- El deseo “¿Qué he de hacer para alcanzar la vida eterna?” (S. Marcos X, 17).

“¿Qué he de hacer? Dime qué haga.” Aquí no es la virtud sinó la generosidad. Eso prenda a Dios, la grandeza de darse que ciertamente nó todos tienen, que también ciertamente fue Dios quien la puso en las almas y que espera Dios que los hombres que la tienen la usen. Por eso aquél “¿Podéis?” (S. Mateo XX, 22) a San Juan y Santiago que contestó el viril “¡Podemos!” de los Santos.

El servicio de Dios no depende de lo que cada quien necesita sinó de lo que Dios quiere y necesita para las almas. Si uno piensa en si mismo nunca se le hará atractiva la guerra. Es más, la guerra no es atractiva ni lo será nunca. Pero cuando ella es una necesidad imperiosa, cuando principios superiores están en juego, cuando los intereses propios son nada comparados a los de la Patria o los de la Santa Iglesia, entonces sería mezquindad y mezquindad grave el querer ocuparse sólo de lo propio esperando que aparezcan valientes desde otra parte para defender lo nuestro. Nada es tan nuestro como nuestra Fe, nuestra Religión o nuestra Patria.

La gente piensa que no es grave que destruyan la Fe, la Iglesia, la Religión. Fe, Iglesia y Religión no son conceptos sinó realidades que sí expresan los conceptos y los términos que usamos; Jesucristo nuestro Señor fundó a la Santa Iglesia, estableció nuestra Religión, nos enseñó la Fe, murió para refrendar todo eso con su Sangre de valor infinito. ¿Estimaríamos poca cosa lo que Él valuó al precio de su Vida? Malos negociantes seríamos pagando mucho lo poco y poco lo mucho, estimando lo que Dios desprecia y despreciando lo que Él quiere y espera. Sin embargo, así van los hombres desde la expulsión del Paraíso Terrenal con sus cortejos de ambiciones y placeres. Pareciera como si Dios y su Hijo y el Cielo todo no merecieran lo que una esposa, aún buena, o una meretriz barata. Todos quieren para si el amor que sienten merecer y que no son capaces de brindar a Dios.

¿Por qué los hombres no dan la vida a Dios?

Ya lo contestó nuestro Señor (S. Lucas XIV, 15 y ss.) en aquella parábola de los fallidos invitados a la gran Cena. Tres fueron las razones para no asistir, tres las que esgrimen los hombres para no servir a Dios: “Villam emi, juga boum emi quinque, uxorem duxi”, a saber “compré un terreno (un lugar, una casa), compré cinco yuntas de bueyes, me casé o voy a casarme”.

O son las propiedades; o lo que uno pone en ellas (desde el auto hasta el título profesional; las comodidades, lo placentero, el dinero y lo que él consigue); o las mujeres, y esto, desde un dignísimo matrimonio cristiano hasta las peores infamias.

Lo mismo entendió San Juan, el discípulo que más conoció el Corazón de Cristo, al decir con toda claridad (I S. Juan II, 16): “Todo lo que está en el mundo es concupiscencia de la carne (los placeres), concupiscencia de los ojos (las vanidades) y soberbia de la vida (el afán de poder, de mandar, de decidir) que no es del Padre sinó del mundo. El mundo pasa y su concupiscencia. Quien hace, en cambio, la voluntad de Dios permanece para siempre”.

Van corriendo los hombres en pos de lo que pasa y abandonando lo que permanece. ¿Por qué? Por el atractivo de los bienes inmediatos reales o aparentes. No mira el hombre la eternidad sinó la temporalidad en la que parece sumergido, por eso prefiere el placer cercano o el goce contemporáneo; por eso mira la belleza que se le cruza en el camino y no piensa en la esposa o en los hijos que le aguardan; por eso las cautiva más la vanidad de querer ser siempre jóvenes y atractivas en vez de pensar en ser buenas y salvarse.

Faltan todavía un par de razones que antes no valían mucho porque el mundo era cristiano: El respeto humano y las ideas falaces.

El respeto humano.


Antes la gente miraba bien que alguien fuera Monje, Sacerdote o Religioso. Es más, en una época fue ideal de las familias patricias tener un hijo militar y uno sacerdote. Hoy la gente, al menos muchos, miran al sacerdote y al hombre de armas con desdén, con desprecio o con indiferencia, fruto sin duda de una propaganda irreligiosa y antipatriótica que ya es de vieja data; y de tantos escándalos y malos ejemplos que el clero viene dando desde hace varias décadas. El clero quiso casarse con el mundo, con sus ideas y costumbres y lo logró pero al precio de los desórdenes y las inmoralidades y sin lograr convertirlo. El clero se hizo mundano sin que el mundo fuera cristiano. Era evidentísimo, no se es sacerdote para hablar, vivir y vestir como lo hacen los hombres del mundo; se es sacerdote para enseñar virtudes, erradicar vicios, señalar errores, enseñar la verdad, dar, y esto sobre todo, el ejemplo de una vida íntegra que plasma en la conducta lo que enseñan los sermones. “Todo el mundo está asentado en el Maligno” (I San Juan V, 19); “No queráis amar al mundo ni aquellas cosas que hay en el mundo” (I San Juan II, 15). ¿No merecería un tal clero aquel apóstrofe del Apóstol Santiago? “Adúlteros, no sabéis que la amistad de este mundo es enemiga de Dios. Quien quiera hacerse amigo de este mundo se constituye enemigo de Dios” (Santiago IV, 4).


Las ideas falaces.


Digo yo las ideas que alguien pone en boga, que repiten otros hasta el cansancio, o las canciones, o los medios de difusión, o los malos educadores y que la gente, a veces los mismos cristianos, dicen y dicen como si fueran verdades innegables y hechos irreversibles.

“Tengo derecho a ser feliz”; “Casarse no es pecado”; Dios no pide a todos lo mismo”; “No se puede ir contra la corriente”; “La crisis es demasiado grande”; y cuántas más.

Uno no es feliz haciendo lo que quiere sinó lo que Dios quiere, sería absurdo que Dios, Sumo Bien, quisiera algo que no fuera bueno para nosotros; es más, que definitivamente debe ser lo mejor. Si la vida corta que hemos de vivir ha de juzgarse por la eternidad a alcanzar seríamos soberanamente felices haciendo lo que más nos allane el camino para el Cielo. Por cierto que casarse no es pecado sinó Nuestro Señor no hubiera bendecido con su presencia y su milagro aquella Boda de Caná, pero también es ciertísimo aquello de San Pablo: “Bien quisiera que todos fueseis como Yo” (I Cor. VII, 7).

No sólo sí se puede sinó que se debe ir contra la corriente. Las cosas no han de ser necesariamente como las quiere el mundo sinó como Dios las quiso y las pensó al crearlas, sinó todos los Mártires hubieran incensado a los dioses de aquellos Imperios moribundos.

La crisis es grande. Justamente por la maldad de algunos, por la ignorancia de muchos, por la cobardía generalizada de los que no quieren pelear un combate visiblemente desigual como el de David y Goliat o aquél de Teodosio Emperador que contestó virilmente ante la amenaza de un enemigo mucho más numeroso y antes de triunfar: “Prefiero creer en la debilidad de Cristo antes que en la fuerza de Hércules”.

Los hombres se han apocado en su Fe, al hacerlo diluyeron su vida cristiana y por eso languidecen de cobardía y comodidad.

Sobre esta tierra no hay Iglesia Católica que no sea militante. Combatir es ley cristiana en este tiempo efímero que nos toca vivir.

Piensen los hombres lo que hacen. El argumento es fácil para excusarse pero ¿Dice lo mismo la conciencia en la soledad y en el silencio? ¿Mirarán sin temor al Cristo que los juzgará los que no tuvieron tiempo para Dios?

Debe el hombre sobrepujarse a si mismo. Muchas veces el valor no es optativo sinó necesario y en estas épocas resuenan clarinadas que llaman al heroísmo ante las vejaciones que sufre la Iglesia, ante las almas que languidecen sin sacerdotes ejemplares, ante un clero mediocre y vergonzoso en el mejor de los casos.

Parece difícil. Claro que lo es, sinó no hablaríamos de valores y de entregas. Cerremos nuestros labios y detengamos nuestra pluma con aquella frase de un gran hombre y de un gran Santo: “Pudeat sub spinato capite membrum fieri delicatum” “Avergüéncese bajo una Cabeza coronada de espinas un miembro que se hace delicado” (San Bernardo).

Agosto 18 del 2009.

+ Mons. Andrés Morello.

No hay comentarios: