miércoles, 5 de enero de 2011

VIDA, PENSAMIENTO Y OBRA DEL REV.P. JOAQUÍN SÁENZ Y ARRIAGA SJ ( 1 )





Ave María Inviolata

Respondo de buena voluntad a la amable invitación que me dirigen los discípulos y amigos del querido padre Joaquín Sáenz Arriaga. Yo debo, por otra parte, pagar una deuda de reconocimiento respecto a un clarividente precursor, que fue un gran testigo de la muy Santa Fe.

Volví a encontrar al padre Sáenz en Roma, en el curso de los años 1970-1972, en las reuniones internacionales que inspiraban el común y vehemente deseo de "salvar" la MISA Yo vuelvo a ver y revivo evocando la mirada ardiente y los vehementes acentos por los cuales el padre Sáenz quería compartir su fervor y comunicar sus convicciones.

Los contactos que yo tuve con el padre Sáenz fueron, sin embargo, bastante escasos.

Algunos otros expresarán mejor que yo al respecto lo que sólo llegué a entrever.

Pero hay un punto sobre el cual debo insistir, ya que queda envuelto en la oscura certidumbre del Misterio de la Fe.

El padre Sáenz era tenido, entre los medios de fieles a la Tradición, por un "extremista". Pues se distinguía de entre los participantes a esas reuniones de la primera hora que se resistían por instinto a la "autoridad" y además estaban conscientes del deber de resistir, el padre Sáenz y el profesor Reinhard Lauth fueron entonces, que yo recuerde, los primeros y por lo tanto los únicos que planteaban la cuestión de saber si la "autoridad" era todavía la Autoridad. En este asunto el padre Sáenz (y además, igualmente, el doctor Lauth) respondió NO. Asimismo, a ejemplo de Jesús que clamaba la Verdad, el padre Sáenz clamó ese ¡NO! Aquello le valdría el honor de la excomunión.

Yo ignoro cuáles fueron los sentimientos que despertó en él esta severa "sanción". De lo que estoy seguro es ante todo del dogma de la comunión de los Santos. Es igualmente que el padre Sáenz que se ha vuelto, nosotros lo esperamos, un "vidente", ha obtenido y continúa obteniendo la luz y la fuerza para que sus hermanos de combate que aspiran a ver, pero a quienes Dios ordena quedarse en la tierra y ahí ser de los creyentes.

Defuntus adhue loguitur.

Pongámonos en comunión con el padre Sáenz y por su intercesión seamos dóciles al Espíritu y testigos de la Verdad.

M. I. G. des Lauriers, O. P.*

En la fiesta de la Inmaculada Concepción
Sábado 8 de diciembre 1979


* El R. P. Guérard des Lauriers, O. P. ha consagrado su vida al servicio de la Verdad dentro de la hondura e inteligibidad de la Fe, según la más pura tradición de la Orden de Predicadores.

Antiguo alumno de la Escuela Normal Superior, recibió el doctorado en matemáticas cuando ya era religioso.

Durante mucho tiempo fue profesor de Teología en Saulchoir, el Escolasticado de los dominicos en Francia, y después en la Universidad Pontificia de Letrán, en Roma.

Poseyó el grado excepcional de Maestro Laureado en Sagrada Teología.


ORÍGENES DEL NEOMODERNISMO

La crisis por la que atraviesa la Iglesia postconciliar tiene múltiples facetas que han sido expuestas en diversas formas por sin número de escritores eclesiásticos y laicos, haciendo más confuso el conocimiento de sus orígenes y su real significado. Ocurre ahora algo similar a lo sucedido hace cuatro siglos, cuando se consumó el cisma de la Reforma, al que está ligado el cisma actual, con la agravante de que no es la Sede Apostólica la que, como en aquella época, pudo permanecer incontaminada de todo error doctrinal, sino que, dando un giro de 180°, se ha convertido en el principal impulsor del neoprotestantismo, tratando reunir las fuerzas dispersas del cristianismo en una nueva concepción religiosa que dé cabida a todas las sectas anteriormente condenadas por el magisterio pontificio y ahora, paso a paso, reconocidas como iguales a la Iglesia Católica.

Para adaptar esta disforme teología a los ritos católicos, se hizo necesario una profunda transformación litúrgica que afectó los sacramentos y el sacrificio eucarístico. Como es fácil advertir, existe un largo proceso que es necesario estudiar desde sus remotos orígenes y así poder arribar a la plena comprensión del problema relacionado con la aparición y desarrollo del protestantismo. La Reforma en el siglo XVI resultó factor decisivo en la historia de la humanidad, ya que interrumpió el proceso religioso, cultural y social de Occidente. Sufrimos las consecuencias y habremos de padecerlas durante un tiempo cuyo fin no se avizora.

La inició Martín Lutero en Alemania con su protesta, hasta cierto punto justificada, contra las exenciones establecidas por la corte pontificia para cubrir el crecido gasto que significaba la construcción del templo mayor de la cristiandad. Su reto a la autoridad eclesiástica posibilitó el latrocinio de los bienes y las rentas: de la Iglesia. Las clases poderosas, movidas por la ambición, se rebelaron contra la autoridad pontificia, y su contagiosa actitud degeneró en un sentimiento anticatólico hasta culminar con el rechazo de la Misa y el misterio de la Encarnación.

El más lejano antecedente del protestantismo se encuentra en los comienzos del Cristianismo. Existen lazos sutiles que dan continuidad a todos los cismas. A principios del siglo IV, cuando se desarrolla el gran movimiento de conversión del Imperio Romano, aparece la herejía arriana; esta era, en esencia, racionalista. No rechazaba abiertamente al catolicismo sino que lo cuestionaba ante la razón que excluye toda causa no natural de la existencia, tal y como ocurre, en buena medida, con el progresismo religioso de nuestros días.

No fue un fenómeno aislado; tuvo sus obispos, su propia organización y gran influencia sobre las clases dirigentes durante trescientos años.

Dominada esta escisión surgió, en el siglo VII, una nueva herejía que adquirió dimensiones insospechadas y permanentes: el islamismo. Se extendió, por razones políticas y raciales, a los pueblos de Asia menor, Egipto, África del Norte y, en el siglo IX, se aventuró a conquistar España.

No es posible advertir cuan terrible fue el asalto musulmán y las brechas que abrió en las filas cristianas hasta que España pudo realizar la reconquista. Sin embargo, quedó sólidamente establecido en una parte de Asia, en el Medio Oriente y en vastas naciones africanas.

Los ataques a la religión católica han resultado prueba de fuego a su divinidad. No han cesado desde el día en que Cristo murió en la cruz para resucitar triunfal y definitivamente el tercer día de su inmolación.

El movimiento albiguense aparecido en Albí, Francia, a principios del siglo VII, alcanzó poderosa organización. Contaba con numerosos obispos, sacerdotes y capacidad para realizar concilios. Condenaba el uso de los sacramentos, el culto externo y la jerarquía eclesiástica. Fue una perversión puritana que rechazaba la belleza exterior y arruinaba la bondad interior en aras de una supuesta vuelta a la sencillez evangélica.

La Reforma en el siglo XVI, impulsada por la avaricia de los príncipes del Renacimiento y sostenida por mercaderes y hacendados, algunos de origen nebuloso, constituyó exteriormente un movimiento doctrinal, que pudo ser realizado gracias al debilitamiento de la autoridad temporal de la Santa Sede, debilitamiento originado al instalarse en Aviñón, desde 1305 a 1377, en la corte pontificia bajo la hegemonía del rey de Francia. Entonces sucedió lo que se conoce como el Gran Cisma de Occidente: dos papas que se enfrentan, uno en Roma, otro en Aviñón, contando ambos con la lealtad de distintos sectores de influencia política en Europa, hasta que Santa Catalina de Sena hizo que el papado volviese a Roma. Cuarenta años duró este enredo antes que hubiese un solo jefe supremo de la Iglesia.

Cuando en 1517 se inició el quebranto de la unidad católica, la nueva comunidad religiosa adquirió dimensiones insospechadas de odio contra la común, la antigua y única religión cristiana, odio que se manifestaba en insultos abominables contra la Eucaristía, los santos, la Madre de Dios, y alentaba la vileza del hombre que lo degenera en anarquista y en iconoclasta.

A los treinta y cinco años de edad, Martín Lutero había alcanzado cierto renombre local. Distaba de ser un humanista, aunque poseía ciertos conocimientos de teología. Le fue confiada la dirección activa de su monasterio agustiniano y realizó algunos trabajos en la Universidad de Wittenberg.

Cuando León X subió al solio pontificio continuó el mismo sistema de su antecesor, Julio II, para allegarse fondos destinados a la construcción de la grandiosa Basílica de San Pedro.

Más por negligencia que por falla doctrinal perpetráronse abusos con la venta de indulgencias. El dogma de la Iglesia no había cambiado, no podía cambiar: los méritos de los santos pueden sernos aplicados para la remisión del castigo, no para el perdón del pecado. Sin embargo, los hombres de aquella época, mal informados, se sintieron cómodamente dispuestos a comprar la remisión del pecado en lugar de ofrecer una limosna, como sacrificio, para merecer la disminución del castigo.

Este error de interpretación no era general. El otorgamiento de indulgencias, desvirtuado por el abuso, fue rechazado por el cardenal arzobispo de Toledo, jefe de la Iglesia en España, sin que su actitud pudiese ser considerada como desafío a Roma. Martín Lutero hizo lo mismo y, según costumbre de la época, compuso noventa y cinco tesis y las pegó en la puerta de la iglesia del castillo de Wittenberg. Hasta aquí su actitud no se apartaba de las reglas establecidas: sus tesis podían ser libremente discutidas, aprobadas o rechazadas según fuese el caso, sin poner en peligro la autoridad del papado y la ortodoxia de la Iglesia. Pero la reacción popular sobrepasó los límites del propósito inicial y degeneró en abierto desafío a la autoridad pontificia. Lutero fue, sin duda, el primer sorprendido de la importancia que alcanzó, en poco tiempo, su protesta, pues no pudo prever la reacción que producirían los distintos factores que, como mezcla explosiva, se activaron para producir ese terrible cisma.

Lutero experimentó vertiginoso encumbramiento; en dos años se vio arrastrado por fuerzas extrañas que modificaron sustancialmente su pensamiento. Era el héroe de una insurrección religiosa y afrontó con soberbia la excomunión contenida en la bula Exurge Domine, expedida en 1520.

Para entonces, en el cantón suizo de Zurich, un sacerdote que gozaba de crédito científico y disfrutaba de una dote papal, se unió a Lutero, convirtiéndose en un decidido revolucionario doctrinal, muy semejante a esa infinidad de eclesiásticos contemporáneos al servicio de la anti-Iglesia. Su desafío a Roma propició la expropiación de los bienes eclesiásticos y la derogación del celibato sacerdotal.

Zwinglio avanzó rápidamente; estableció el principio de la libre interpretación de la Biblia y negó todo misterio a la Eucaristía. Entonces se inició en Zurich violenta inconoclasia que destruyó la belleza de los templos católicos y su simbolismo teológico.

El virus de la herejía saltó de un pueblo a otro, como peste mortal. En Inglaterra se incubó en un rey muy católico, casi fanático, devoto sincero del Santísimo Sacramento y de la Virgen María.

Tomás Cromwell, ministro de Enrique VIII, vio la posibilidad de llenarse los bolsillos con el producto de los bienes conventuales y, aprovechando el lío de faldas en que andaba metido el rey, lo indujo a romper con Roma. El conflicto personal entre Enrique VIII y la Santa Sede pudo haberse resuelto satisfactoriamente, pero las interferencias cortesanas lo impidieron. Durante la tercera década del siglo XVI se asentaron las bases del rompimiento definitivo al que siguió la disolución de monasterios y conventos, y la confiscación de todos sus bienes para provecho de terratenientes, especuladores y aventureros.

Coincidió la disolución de los monasterios con la aparición del libro más importante en la transformación y consolidación de la Reforma: Christianae Religionis Institutes, escrito por Jean Gauvin, originario de Noyon, Francia.

Juan Calvino, como es conocido, creó una nueva concepción religiosa, una disciplina eclesiástica para oponerla a la Iglesia Católica.

No todos los grandes grupos de cismáticos de Europa quisieron seguir a Calvino; ni los ingleses ni los luteranos se sumaron a la rígida organización calvinista, "sin embargo —advierte Hilario Belloc en Cómo aconteció la Reforma— no cabe duda de que el calvinismo, hasta el día de hoy, es el alma del protestantismo."

En 1546, diez años después de la aparición de su libro, surgió en Roma la primera iglesia calvinista importante. En poco tiempo se establecieron otras más que constituyeron pequeños estados dentro del Estado.

La situación oscilaba entre el temor a la rebelión religiosa que acabaría por destruir el arte y la cultura occidental originada en el catolicismo. "Por el otro lado —precisa Belloc—, se había despertado un intenso, feroz creciente odio contra la misa, el Santísimo Sacramento y todo el sistema trascendental; un odio tal que quienes lo sentían se hallaban, a pesar de millones de divergencias, en alianza común. Dicho odio se alimentaba de la indignación popular original contra la corrupción del clero, y en especial contra sus exigencias económicas, pero era mucho más antiguo que esa perturbación, nacida en el último periodo medieval; era tan antiguo como la presencia de la Iglesia Católica en este mundo. Era tan antiguo como los comienzos de la predicación de Jesucristo en Galilea. El genio de Calvino le había proporcionado una organización, una filosofía, un plan de acción, y alma." (1)

Este odio satánico había de prolongarse a través de los años y, a fuerza de embestidas cada vez más agudas, más sutiles, penetraría la muralla vaticana para destruir, desde adentro, la tradición, la doctrina y la liturgia, en un intento, hasta ahora exitoso, de protestantizar la Iglesia, actualizando los métodos puestos en práctica hace cuatro siglos.

A partir de 1559 hasta 1572 se resolvió en un empate, equivalente a la derrota de la unidad europea, el conflicto planteado por la Reforma. La Iglesia no pudo hacer otra cosa que definir la doctrina verdadera. No más desviaciones dogmáticas, no más interpretaciones particulares de los misterios divinos. Cuando se hizo evidente el avance del cisma, la cristiandad sintió la necesidad urgente de convocar a un concilio ecuménico que aclarase dudas y confirmase los principales dogmas católicos. Los primeros intentos para convocarlo datan del año 1537, durante el pontificado de Paulo III. Por distintas circunstancias tuvo que aplazarse una y otra vez, así como la sede escogida, hasta llegar el año 1545, el 13 de diciembre y en la ciudad alemana de Trento, donde al fin fue abierto el Sacrosanto y Ecuménico Concilio.

Larga y accidentada es su historia, así como importantes y trascendentales fueron sus conclusiones. Tres pontífices tomaron parte en él: Paulo III, Julio III y Pío IV. Trece años, recesos y presiones políticas no pudieron torcer los propósitos iniciales. El Concilio de Trento quedó consagrado como uno de los más importantes en la historia de la Iglesia.

Se desarrolló en tres etapas, los teólogos más sabios de aquellos tiempos aportaron su saber y, con la inspiración del Espíritu Santo, el Concilio estudió y definió cuestiones dogmáticas de sustancial importancia: el canon de la Escritura, el valor de la tradición, el pecado original, la justificación y la gracia, los sacramentos, el purgatorio, las indulgencias, el valor y el significado de la Misa; cuestiones todas que habían sido objetadas, en diversas formas, por el multiforme protestantismo.

El capítulo IX, sesión XXII del citado Concilio, dice así: "Por cuanto se han esparcido en este tiempo muchos errores contra estas verdades de fe, fundadas en el sacrosanto Evangelio, en las tradiciones de los Apóstoles, y en la doctrina de los santos Padres; y muchos enseñan y disputan muchas cosas diferentes; el sacrosanto Concilio, después de graves y repetidas ventilaciones, tenidas con madurez, sobre estas materias; ha determinado por consentimiento unánime de todos los Padres, condenar y desterrar de la Santa Iglesia por medio de los Cánones siguientes todos los errores que se oponen a esta purísima fe, y sagrada doctrina." (2)

Importa subrayar la interpretación que la Reforma daba al santo Sacrificio del altar. Aunque con marcadas variantes, hicieron de la misa un "memorial de la Cena", "asamblea eucarística", "reunión de fieles para invocar al Señor"; todo menos "un sacrificio visible, según requiere la condición de los hombres, en el que se representase el sacrificio cruento que por una vez se había de hacer en la cruz y permanecer su memoria hasta el fin del mundo", según lo definió el Concilio Tridentino, sesión XXII, capítulo I.

Después de este Concilio, no le quedaba otro recurso al cisma que reconocer sus errores para retornar a la casa del Padre. No sucedió así; al contrario, el uso de las lenguas vernáculas y las circunstacias regionales hicieron que se multiplicaran las sectas, y quienes nacieron y fueron educados en estas creencias, salvo aisladas excepciones de conversos notables, persistieron en su fe racionalista y abonaron el terreno del que habrían de brotar sangrientas guerras —la Revolución Francesa, al finalizar el siglo XVIII, es equivalente a una revancha de los derrotados hugonotes en el siglo XVI— y sistemas políticos de esclavitud colectiva, fundados en el culto al hombre y la negación de Dios.

La aparición del socialismo, a mediados del siglo pasado, y el progresivo endiosamiento de Carlos Marx, su más importante ideólogo, encontró adecuado caldo de cultivo en las penetradas estructuras protestantes, permeables a la influencia de las logias masónicas, enemigas declaradas de la Iglesia Católica, la cual tuvo que enfrentarse sola a los nefandos errores contenidos en las nuevas teorías en boga. Nadie, sino la Iglesia, denunció la maldad intrínseca del verdadero socialismo.

Pero como son más sagaces los hijos de las tinieblas que los hijos de la luz, he aquí que, con vocabulario engañoso primero, con despiadada violencia después, logró dominar un gran pueblo de rancio abolengo cristiano, en el instante mismo que, derrotado en los campos de batalla, dejaba oír su clamor de justicia y de concordia.

¿Cuántos millones de seres inocentes fueron asesinados para implantar el comunismo en Rusia? Nunca se sabrá. La anti-Iglesia había conquistado una fortaleza de excepcional importancia estratégica en el concierto mundial. Los países más poderosos del mundo en aquella hora aciaga no tenían conciencia de los valores en juego: el protestantismo era su denominador común.

La primera guerra mundial, guerra de intereses económicos, no solucionó la división que, cuatro siglos atrás, había provocado la Reforma. Esta división propició la ausencia de un frente común para combatir con éxito al comunismo, última consecuencia del racionalismo religioso que niega la naturaleza divina de Cristo y la autoridad espiritual de Su Iglesia.

Durante la segunda guerra mundial, el comunismo pudo sobrevivir gracias al apoyo prestado por los Estados Unidos, nación heterogénea en razas y credos religiosos que en la victoria, fue traicionada por sus presidentes Roosevell y Truman al entregar media Europa a la voracidad comunista; media Europa integrada por naciones celosas de sus tradiciones y de su fe católica.

El papa Pío XII resistió la embestida de calumnias y presiones morales. No enmudeció ni transó. La Iglesia permaneció, como otras veces en la historia de la Humanidad, fiel a su misión sobrenatural.

El jueves 30 de junio de 1949, S. S. Pío XII aprobó, confirmó y mandó publicar el Decreto de Excomunión de la Suprema Congregación del Santo Oficio "a quienes se inscriban en los partidos comunistas o los favorezcan, porque el comunismo es materialista y anticristiano, y sus jefes... de hecho, con la doctrina o con las obras, se muestran enemigos de Dios, de la verdadera religión y de la Iglesia de Jesucristo." De ahí que resulta ilícito "propagar o leer libros, periódicos, diarios, folletos que favorezcan la doctrina o las actividades comunistas..." A quienes "consciente o deliberadamente hayan realizado" estos actos, debe privárseles la recepción de los Santos Sacramentos. En resumen: "Los fieles que profesan la doctrina comunista, materialista y anticristiana, principalmente los que la defienden y propagan, incurren por el mismo hecho en la excomunión reservada «modo especial» a la Sede Apostólica como apóstatas de la Fe Católica."

Hasta entonces el magisterio pontificio no había sufrido cambio ni deterioro. Una misma doctrina coherente, un solo pensamiento, una inequívoca condenación al comunismo y a quienes, en alguna forma, lo favoreciesen. Y favorecer es transar con él, negociar con él, aceptarlo y admitirlo como partícipe de la verdad y la justicia. Pío IX en el Syllabus; León XIII en la encíclica Apostolici muneris; Pío XI en la Quadragésimo Anno, en la Divini Redemptoris. Desde sus inicios, la Santa Sede había rechazado categóricamente toda relación con esa nefanda doctrina, una en esencia, múltiple en sus aceptaciones: marxismo, socialismo, comunismo, frente populismo, liberación nacional . . .

En 1958, al morir Su Santidad Pío XII, ascendió al trono pontificio el cardenal Roncalli, quien tomó el nombre de Juan XXIII, ya usado anteriormente por Baldanare Cosa, antipapa entronizado en 1410 y depuesto en 1415.

Como su homónimo, Juan XXIII duró cinco años en el pontificado, tiempo suficiente para sentar las bases del cambio más espectacular sufrido por la Iglesia. Alentado por quienes deseaban "poner al día" la política vaticana, convocó al Concilio Vaticano II, en el que, a pesar de una considerable corriente de opinión para condenar al comunismo, no hubo censura alguna a los errores modernos, y en cambio dejó amplio margen a cambios sustanciales en la liturgia, en la disciplina eclesiástica, en el concepto mundano de la libertad religiosa, en las relaciones, de igual a igual, con otras "iglesias cristianas".

Desde que Juan XXIII recibió en 1963 a Alexei Adjubei, yerno de Kruschev, se dejaron sentir las influencias soviéticas dentro de la Santa Sede. La ostopolitik [en alemán Política del este]vaticana se hizo cada día más ostensible. El dramático episodio del cardenal Mindszenty puso al descubierto el valor relativo de las promesas pontificias y los presumibles convenios secretos con la masonería y el comunismo.

En su época, la Reforma protestante no alcanzó en tan corto tiempo las profundas transformaciones que, después del Concilio Vaticano II sufrió la Iglesia con pleno beneplácito del Paulo VI.

Marcada característica del ecumenismo postconciliar es la búsqueda, salvando todas las condenaciones anteriores, de la reunificación con el protestantismo de todos los matices, dando comienzo con la iglesia anglicana y adaptando la liturgia a sus propias normas para llegar al extremo de la "concelebración" catolicoprotestante.

¿Dónde quedó el sacrificio incruento que canonizó el Concilio de Trento? ¿Quién atiende ahora las claras condenas esgrimidas por aquel concilio dogmático? "Si alguno dijere, que el Canon de la Misa —ahora sustancialmente modificado— contiene errores, y que por esa causa se debe abrogar; sea excomulgado."

"Si alguno dijere, que se debe condenar el rito de la Iglesia Romana —como ahora se le condena al prohibírsele para ser sustituido por el Novus Ordo Missae—, según el que se profieren en voz baja una parte del Canon, y las palabras de la consagración; o que la Misa debe celebrarse sólo en lengua vulgar, o que no se debe mezclar el agua con el vino en el cáliz que se ha de ofrecer, porque esto es contra la institución de Cristo; sea excomulgado." (3)

Las palabras son claras para todo aquel que opte por obedecer a Dios antes que a los hombres. Ningún sofisma podrá borrar las condenas en que incurren quienes desprecian la verdadera Misa y se suman, conscientemente, a la liturgia protestante.

La actualización de los mismos errores que condenó el Concilio Tridentino nos hace ver la vigencia de los principios consagrados.

¿Quién se atrevería a afirmar que el tiempo puede trocar las falsedades en verdades? Pues éste es el absurdo que hoy podemos descubrir con la lectura de algunos cánones de Trento:

"Canon I: Si alguno dijere que no se ofrece a Dios en la Misa, verdadero y propio sacrificio; o que el ofrecerse éste no es otra cosa que darnos a Cristo para que le comamos; sea excomulgado."

¿Cómo admitir ahora que "la Cena del Señor, o Misa, es la asamblea sagrada o congregación del pueblo de Dios, reunido bajo la presidencia del sacerdote para celebrar el memorial del Señor"?

La reforma litúrgica, no sólo de la Misa, sino de los sacramentos, reduciéndolos o acercándolos a un mero acto simbólico, fue el primer paso para cambiar las estructuras eclesiásticas y tratar de alcanzar la unidad en todos los pueblos de cultura cristiana, no para presentar un frente común al avance comunista, sino para allanar el camino de la convivencia con el más nefasto de los errores humanos.

El magisterio de la Iglesia, anterior al Concilio Vaticano II, ha sido arrojado al cesto de los papeles inservibles: "...tiene uno la ocasión de reflexionar sobre la ineficacia de las encíclicas —asienta con cruda franqueza Peter Hebblethwaite, en su obra La Iglesia desbordada—. Si fuesen tan poderosas como a veces se dice, el movimiento ecuménico naciente habría sido ahogado nada más al nacer." (4) Pero no sucedió así. Los prelados más progresistas encontraron amplio respaldo en Paulo VI, quien desde antes de ocupar la silla de San Pedro había dado claras muestras de su liberalismo religioso. La jerarquía católica holandesa, en estrecho contacto con la mayoría protestante de su país, tomó la delantera con el Catecismo Holandés —que no católico— detrás del cual vendrían otras versiones del catecismo y de las Sagradas Escrituras para consumo de las nuevas generaciones de bautizados.

Cuando en marzo de 1966, el doctor Michael Ramsey, arzobispo de Canterbury se presentó en Roma como Presidente de la Comunión Anglicana Universal, fue recibido por Paulo VI en el esplendor de la capilla Sixtina. El pontífice le dijo: "Vuestros pasos no resuenan en casa ajena, os llevan a un hogar que, por razones siempre válidas, podéis llamar vuestro." ¡Y vaya que podía llamarlo suvo! Paulo VI hacía todo lo posible por acercar la Iglesia Católica al cisma protestante. La correspondencia cruzada entre el arzobispo de Canterbury y el pontífice romano —publicada en L'Osservatore Romano— así lo demuestra.

Para evitar toda posible oposición a la política vaticana, el papa Montini —así solían llamarlo en la misma Roma— amplió las atribuciones, tanto personales como colectivas, de los obispos, comprometiéndolos a apoyar los cambios sucesivos, sosyalando las actitudes marxistoides de algunos prelados, pasando por alto declaraciones no pocas veces heréticas; y así, paso a paso, compromiso tras compromiso, les cerró toda opción de dar marcha atrás, so pena de ser señalados como desobedientes a su autoridad.

La desacralización de los templos, el disimulo a todo tipo de experimentos litúrgicos, por más sacrilegos o ridículos que pudieran ser, no pasaron inadvertidos al arzobispo Dwyer, de Birmingham, Inglaterra. Al asistir a la Misa normativa durante el primer sínodo de obispos en octubre de 1967, afirmó: "La reforma litúrgica es, en un sentido muy real, la clave del aggiornamento. No se confundan al respecto: la revolución empieza aquí."

Su predicción resultó exacta: "La Iglesia católica romana se ha «protestantizado». La Reforma, tanto tiempo desechada, ha triunfado de forma incruenta y con efecto retardado. La Iglesia de Roma se ha vuelto indistinguible del protestantismo y pasa a repetir sus errores." (5)

Peter Hebblethwaite, autor de La Iglesia desbordada, es insospechable simpatizador del giro dado por Roma después del Concilio Vaticano II.

Una de las más significativas consecuencias de esta reforma ha sido la reducción en las vocaciones sacerdotales ya que, según rezan las nuevas teorías puestas en circulación por los neomodernistas, "todos somos sacerdotes".

"Las salidas del ministerio se convirtieron en una parte habitual y desconsoladora del hecho sacerdotal durante la decada —revela Hebblethwaite en su libro citado—. Incluso las estadísticas oficiales del Annuario Pontificio consignan la caída de las cifras. En su edición de 1974, cifra en 270 737 el número de sacerdotes diocesanos, o sea 2 396, o el 8.8% menos que el año anterior." Si tomamos en cuenta el aumento de la población mundial, ¿qué porcentaje relativo alcanzará esta disminución de vocaciones sumadas a las deserciones habidas cada año? Esto sin contar el aflojamiento disciplinario en los institutos religiosos y la reducción de exigencias académicas en los seminarios, en los que se ha infiltrado el liberalismo sexual y la política siniestra que comienza a producir agitadores sociales y curas guerrilleros.

Faltando la mística de la entrega total a Cristo, desacralizados los sacramentos, adulterada la Misa, ¿a quién pueden extrañar estos resultados?

Sólo recordando el proceso, siempre similar, de las grandes apostasías, podemos comprender el actual fenómeno religioso. El temor a la desobediencia, sumado a la fuerza psicológica del número, domina escrúpulos, ciega evidencias, convence pusilánimes y acomodaticios; explica, en fin, la traición más espectacular, habida en todos los tiempos, al magisterio milenario de la Iglesia. Son unos cuantos los que se han negado a seguir las nuevas corrientes de pensamiento religioso que desembocan en el mar del sincretismo; unos cuantos que, como el profeta bíblico, claman en el desierto. Su voz, sin embargo, no habrá de perderse. Algún día, sólo conocido por la Providencia Divina, retornará la razón al hombre y la fe verdadera tocará su corazón; entonces será bendecida la memoria de quienes, como el padre Joaquín Sáenz Arriaga, permanecieron fieles a su apostolado, orientados hacia la luz eterna en medio de las tinieblas, inmunes al dolor humano, al insulto, a la burla, al escarnio.

Dar a conocer episodios de su existencia, adentrarse en su pensamiento religioso, descubrir la fuerza motora de su fe invicta y razonada, nos enseñará cuan valiosa y trascendente fue su labor apostólica.

No ha llegado la hora de su total reivindicación; la indiferencia colectiva ha tomado el lugar de las batallas dialécticas, y la poltronería intelectual detiene, fragmenta, minimiza la obra dispersa de quienes, como él, se resisten aceptar la derrota del Magisterio eclesiástico sostenido a lo largo de casi veinte centurias. Pero su causa, que es causa de Cristo, no está perdida; sobre la perversión y los errores humanos está la asistencia del Espíritu Santo.

Con esta semblanza del hombre que se negó a sucumbir en el marasmo de la irreligiosidad, de las componendas, de las "rectificaciones teológicas", quiero ofrecer a los espíritus angustiados un aliento de esperanza en el futuro resurgimiento del auténtico e inmutable catolicismo.


AL QUE LEYERE:

Cuando su eminencia el cardenal Miranda dictó el decreto de excomunión contra el presbítero Joaquín Sáenz Arriaga, se hizo evidente, aun para los neófitos, la crisis interna de la jerarquía eclesiástica.

Este caso, aparentemente rutinario y aislado, era un eslabón más de la cadena forjada en el yunque de la autoridad pontificia, a partir del Concilio Vaticano II; cadena con la que se ha pretendido cerrar las puertas al pasado y aherrojar a quienes denunciaron los cambios dirigidos a la consecución del sincretismo religioso, es decir, a la unificación de todas las sectas que se autodenominan cristianas y la Iglesia Católica, con olvido de las discrepancias que originaron su dispersión.

Las implicaciones dogmáticas de estas radicales innovaciones desembocan en el quebranto de la Autoridad y comprometió al magisterio pontificio anterior, de invariable postura doctrinal que condenó al modernismo teológico, a la masonería, al socialismo en todas sus engañosas acepciones.

Joaquín Sáenz Arriaga, sacerdote católico de sólida formación y voluntad probada en la adversidad, vio a tiempo el origen y las consecuencias de los cambios emprendidos. Denunció los hechos y se atrevió a señalar responsables; cosa inaudita en esta época de relativismo religioso, época de acomodamientos y claudicaciones. La reacción contraria no se hizo esperar. Desde su encumbrada posición jerárquica don Miguel Darío, cardenal Miranda, dictó a su canciller, monseñor Luis Reynoso Cervantes, el decreto de excomunión con el que culminaron innúmeras presiones psicológicas y falsedades esgrimidas en menoscabo de la integridad moral del resistente doctor en Teología.

En su largo camino, Sáenz Arriaga asumió cargos de gran responsabilidad, desempeñó labores apostólicas sin cuento, legó obra perdurable, fruto de su experiencia y su cultura.

Este es un resumen de su vida y de su pensamiento. La hora de su reivindicación y de su triunfo está en manos de Dios.


Antonio Rius Facius
¡EXCOMULGADO!
Trayectoria y pensamiento del
pbro. Dr. Joaquín Sáenz Arriaga
1980



NOTAS:

1.- Belloc, Hilaire. Cómo aconteció la reforma (How the Reformation Happened), EMECE editores, S. A., Buenos Aires, Argentina. pág. 150.

2.- El Sacrosanto y Ecuménico Concilio de Trento, traducido al idioma castellano por don Ignacio López de Ayala. Agrégase el texto latino corregido según la edición auténtica de Roma, publicada en 1564. Quarta edición, en la imprenta de Ramón Ruiz (Madrid, España), MCCXCVIII. Pág. 245.

3.- ibídem. Sesión XXII, Canon IX. Pág. 247.

4.- Hebblethwaite, Peter. La Iglesia desbordada (The Runawy Church), Editorial Noer, S. A., Barcelona, España, 1977. Pág. 128.

5.- Ibidem. Pág. 250. 


Fuente: Fundación San Vicente Ferrer

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