martes, 31 de marzo de 2009

LA HEREJÍA MODERNISTA


El descenso de los modernistas hacia el ateísmo, de E. J. Pace. Este dibujo aparece en su libro Christian Cartoons, publicado en 1922. Los escalones son: • Cristiandad. • La Biblia no es infalible. • El hombre no está hecho a imagen de Dios. • No hay milagros. • No al nacimiento virginal de Jesuscristo. • No Deidad. • No expiación. • No resurrección. • Agnosticismo. • Ateismo

La herejía modernista es una tentativa de adaptar la inmutabilidad del dogma católico al espíritu racionalista de los tiempos. Sus mayores y más importantes representantes fueron el investigador y exegeta abate Alfredo Loisy en Francia, el teólogo inglés George Tyrrell (ex jesuita) en Inglaterra, el teólogo von H. Schell en Alemania y Rómulo Murri y el historiador Ernesto Buonaiuti en Italia. filósofo Edouard Le Roy.

A la oportuna condena de las sesenta y cinco proposiciones modernistas con el decreto Lamentabili del año 1907, siguió en el mismo año la encíclica Pascendi (8 de septiembre), la cual arrostraba de frente al modernismo con una tan clara y sistemática exposición de sus errores que maravilló a los mismos modernistas. Sin dar ni revelar ningún nombre, la encíclica retrataba perfectamente al modernista considerado como filósofo, como creyente, como teólogo, como crítico, como apologista y como reformador.

Como filósofo, el modernista parte del agnosticismo kantiano y positivista; no sabemos nada de Dios, de su existencia ni de sus atributos, cualquier cosa que de él conozcamos sólo la podemos saber a través de la religión que es la revelación de Dios en lo íntimo de los corazones, sentimiento instintivo del alma que tiene necesidad de un ideal para vivir.

Como creyente el modernista se acoge a Dios, que se revela en lo íntimo de la conciencia y del que tiene una experiencia interior (inmanentismo); por tanto, la religión es un hecho puramente subjetivo.

Como teólogo, el modernista describe la propia fe, la fe subjetiva, recurriendo a los ideales de su tiempo, inventando fórmulas que se transmiten de unos a otros y que llegan así a convertirse en "tradicionales" pero que no responden a la verdadera tradición eclesiástica; son, por tanto, mudables y cambiantes como cambiantes y mudables son las ideas de los tiempos.

Como historiador, el modernista, aunque da un valor a los textos, los interpreta y manipula según previos conceptos filosóficos y teológicos (cuando no políticos); declara, por tanto, imposible el milagro y expurga los textos de todo aquello que tiene visos de sobrenatural; o sea, hace una historia crítica y cientificista. Con esta historia crítica y cientificista, el modernista cree ser un apologista de la religión, conciliando el cristianismo con el espíritu "moderno", e intenta una reforma de la Iglesia, en sus dogmas, sin salirse de la Iglesia. Aparte de las airadas reacciones de los modernistas de la época, el decreto de San Pío X echó por tierra las formas más "duras" con que se manifestaba la herejía de la época, haciéndola retroceder en forma y conteniendo por mucho tiempo más una de las herejías de las más peligrosas de la historia de la Iglesia.

Al considerar que las formulaciones efectuadas por los representantes del modernismo eran una ‘síntesis de todas las herejías’ en donde se mezclaban el agnosticismo, el subjetivismo, el fenomenismo, el relativismo, el inmanentismo y un evolucionismo radical, el Santo Oficio lo condenó a través del decreto ‘Lamentabili’ (1907). Luego, la condena fue reafirmada sucesivamente por el papa Pío X (1903-1914) mediante su encíclica ‘Pascendi’ y el motu proprio ‘Sacrorum Antistium’ (1910).

Nota sobre la posesión de la verdad

La pretensión de "estar en la verdad", de "poseer la verdad", indigna a muchos, que replican: "Se trata de orgullo", o bien, "entonces, todos los demás están en el error", etc. En la medida en que semejante prejuicio sea curable, procuremos eliminarlo mediante una puntualización que disipe ciertas confusiones.

1) Pensar, por razones bien fundadas, que se está en la verdad, no denota orgullo en absoluto, sino –por sorprendente que pueda parecer a algunos– humildad. En efecto, el conocimiento humano, precisamente en cuanto limitado e imperfecto, no fabrica la realidad, sino que debe someterse a ella. La verdad es la conformidad entre el espíritu y la cosa conocida. Cuanto más modesto y fiel sea el espíritu humano, más probabilidad tendrá de ver cómo lo real (científico, filosófico, teológico) se descubre ante él, gracias a una suerte de ascesis de la inteligencia y de la voluntad.

2) Algunos de nuestros adversarios interpretan las expresiones "conocer la verdad", "estar en la verdad", de un modo tan poco inteligente que uno se pregunta si quizás esta confusión que cometen no será voluntaria. Sin embargo, la vamos a disipar:

a) "Tener razón", "estar en la verdad", "poseer la verdad", en absoluto quiere decir que el filósofo o el teólogo que afirma poseer este privilegio lo sepa todo y no se equivoque jamás en nada, lo que sería pura y simplemente grotesco (¡sin embargo, parece que algunos se figuran algo así!)

b) Tampoco sugiere quien así se expresa que su doctrina no contenga ninguna oscuridad, algún fleco inexplicable, o bien que con ella agote totalmente lo real en todas sus profundidades. "Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, que las que se sueñan en tu filosofía" (Hamlet). Nada de más cierto. Un dogmático sabe afirmar, cuando es necesario, y sin embargo respetar el misterio en todo lugar donde se topa con él. Hay que repetir, por la enésima vez, que la expresión escolástica adaequatio rei et intellectus no significa en absoluto "correspondencia absolutamente perfecta entre la cosa y el pensamiento", sino una relación de conformidad objetiva y valiosa, bien que limitada, puesto que ningún conocimiento humano es exhaustivo).

c) Eso tampoco quiere decir que fuera de la doctrina que se defiende, en las doctrinas adversarias todo sea falso. Los filósofos tomistas no se sueñan en absoluto con negar que haya verdades en las obras de Berkeley, de Kant, de Hegel, de Marx, de Bergson. Los teólogos católicos no quieren en absoluto que existan verdades en el protestantismo, el judaísmo, el brahmanismo.

Pero la cuestión que se dirime es totalmente distinta. Se trata de saber si esas verdades están, si se puede hablar así, cómodas, en libertad, en su entorno natural en medio de las doctrinas adversas. O si, como nosotros pensamos, esas verdades no desempeñan más que un papel parcial, fragmentario, incompleto; que esas verdades están revestidas de errores flagrantes que las tergiversan y que falsean su verdadero alcance; y que, de este modo, lo que domina en una doctrina falsa y por lo que propiamente corre el riesgo de ser desastrosa, es el espíritu de esa doctrina, un espíritu de error y de negación.

Por ejemplo: el judaísmo y el mahometismo insisten siempre en la unidad de Dios (lo que es una verdad), pero lo hacen intencionalmente, de un modo unilateral, que excluye el dogma cristiano de la Trinidad. Lutero insiste en el hecho de que es la gracia sola la que justifica y, tomada rectamente, esta fórmula es verdadera. Pero dentro de su pensamiento, esa afirmación excluye la economía católica de los sacramentos, etc.

Del mismo modo, Kant vio bien que el conocimiento es algo activo, pero él concibe esa actividad como ciega y falsificadora, sin llegar a entrar en contacto con el ser. Marx ve bien el papel demasiado a menudo desconocido del factor económico. Pero le otorga un alcance exclusivo e inaceptable, etc. En esas doctrinas, examinadas en detalle, no todo es falso, pero su espíritu lo infecta todo. Si esas verdades parciales son admisibles y asimilables es precisamente a condición de desarraigarlas de esas falsas doctrinas (por lo tanto, hay que comenzar por criticar el error) y de algún modo "bautizarlas", repensándolas dentro de otra perspectiva.

3) A pesar de ser tan limitadas, estas pretensiones siguen chocando a algunos. Es que no creen en la posibilidad del espíritu humano de entrar en contacto con la verdad con certeza. Son escépticos o relativistas por temperamento, pero precisamente hay que evitar pensar que ese escepticismo es como la más selecta flor de la cultura o de la inteligencia. Por el contrario, estamos ante una pura y simple anemia (o impotencia) intelectual. El escepticismo no es una posición normal.

Una historia del pensamiento como patología mental manifiesta una degradación del espíritu, una impotencia para cumplir nuestras funciones intelectuales. Es algo a corregir y a reformar mediante una verdadera reeducación moral, intelectual y espiritual. Si se quiere ser verdaderamente hombre uno no puede dejarse hundir sin mostrar resistencia.

Algunos, al escuchar que alguien les explica una doctrina determinada, dicen: "Es lo que él dice. Es su punto de vista, pero otra persona dirá otra cosa sobre el mismo asunto". ¿Y después qué? Quienes así se expresan, declaran claramente que son subjetivistas hasta la médula, incapaces de considerar por sí mismos el contenido de una doctrina (desde el punto de vista del objeto estudiado, del ser) y capaces solamente de considerar al sujeto que habla (un tomista moreno o un marxista rubio, etc). Es decir, que estos renuncian a juzgar, a servirse de su propia inteligencia.

[L'ordre français 174] Louis Jugnet

Fuente: Sector católico

miércoles, 25 de marzo de 2009

LOS NIÑOS ABORTADOS SIN BAUTIZAR ¿A DÓNDE VAN? ¿SE SALVAN O SE CONDENAN?


SÚPLICA POR LOS NIÑOS EN
PELIGRO DE SER ABORTADOS

Jesús, María y José, os
suplico que protejáis la
vida de los niños no nacidos
en peligro de ser abortados, a
los que adopto espiritualmente.

Los niños abortados sin bautizar, ¿adónde van?; ¿se salvan o se condenan?

La tradición coloca a estos niños en el limbo de los niños. Esta expresión limbo viene del latín, "limbus", que significa la orla del vestido, su reborde o límite final. Se alude con ello al lugar donde se cree que está situado el limbo, esto es, junto al infierno, al borde o en los límites del mismo. Esta expresión no aparece en las Sagradas Escrituras. Uno de los primeros en usarla es San Alberto Magno, maestro de Santo Tomás, en el Comentario al IV libro de las Sentencias de Pedro Lombardo (distinción 44-45, y distinción I, a. 20).

La doctrina de la Iglesia ha colocado a los niños no bautizados en el limbo de los niños. He aquí algunos textos:

Primero: La respuesta del Papa Pío VI (1717-1799), al obispo cismático de Pistoya, Escipión Ricci, acerca de los que mueren con sólo el pecado original:

"La doctrina según la cual debe ser rechazado como una fábula pelagiana aquel lugar de los infiernos (que los fieles suelen designar con el nombre de limbo de los niños), en el cual las almas de los que mueren con sólo el pecado original son castigadas con la pena de daño sin la pena de fuego -como si descartar de estas almas la pena de fuego fuera resucitar la fábula pelagiana según la cual habría un lugar y un estado intermedio, exento de culpa y de pena, entre el reino de los cielos y la condenación eterna, es falsa, temeraria e injuriosa a las escuelas católicas" (Denzinger, 1526)

Segundo. En la profesión de fe de Miguel Paleólogo, propuesta por Clemente IV en 1267 y sometida después al concilio segundo de Lyón (a. 1274), se dice que "las almas de los que mueren en pecado mortal, o con sólo el original, descienden en el acto al infierno, para ser castigados con penas distintas o dispares (Denzinger, 464). Lo mismo enseñó poco después (1321) el Papa Juan XXII, pero añadiendo que son castigadas "con penas y lugares distintos" (Denzinger, 493 a). La misma declaración del concilio de Lyon vuelve a encontrarse en el de Florencia (1439) y con sus mismas palabras (Denzinger, 693).

Tercero. Las diversas hipótesis lanzadas para llevar al cielo a los que han ingresado en el limbo, han sido puestas en el Indice de libros prohibidos, o han sido rechazadas por los teólogos (pueden verse algunas de estas teorías en los artículos Baptéme, y Limbes, del Dictionnaire de Theologie Catholique).

Cuarto. En Santo Tomás el tema del limbo de los niños tiene la siguiente consideración:

a. Va a distinguir primero en la Suma Teológica, III, q. 69, a. 5, entre el limbo de los justos (el seno de Abrahám) y el infierno. Entre ambos lugares hay diferencia. El limbo de los padres, o el seno de Abrahám, es el lugar donde residían las almas justas del Antiguo Testamento en espera de la Redención de Cristo. Este lugar quedó vacío luego de la obra salvadora de Cristo y ya no existe hoy. El infierno, en cambio, es el lugar de los condenados, de los que nunca más van a entrar en el cielo.

b. También se pregunta si el limbo de los niños es lo mismo que el de los justos. La respuesta es negativa.

"Sin duda alguna difiere el limbo de los padres y el de los niños por la calidad del premio y del castigo; pues no luce en los niños la esperanza de vida eterna, como en los padres del limbo, en quienes también brillaba la luz de la fe y de la gracia" (III, 69, 6).

c. En cuanto al castigo de los niños que están en el limbo, se encuentra, por un lado, en Santo Tomás, el Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo (II Sent., distinción 33, cuestión 2 artículo 2) y por otro lado su Cuestión disputada De Malo, 5, 3. Escuchemos a un teólogo de nuestros días explicitando la doctrina del Aquinate en esta última obra:

"Ya maduro, el razonamiento anterior no debió parecerle del todo convincente al propio Santo Tomás, puesto que razona de diferente manera. En la cuestión disputada De Malo - escrita entre 1269 y 1271, o sea, unos 15 años después - da una razón más clara y sencilla para llegar a la misma conclusión: los niños del limbo ignoran que hubieran podido llegar a la visión beatífica y, por lo mismo, no pueden tener ninguna tristeza por su privación, según aquello de que ignoti, nulla cupido: no se puede desear lo que se ignora. Y que los niños del limbo ignoran esa posibilidad, es cosa clara si se tiene en cuenta que la razón natural no puede sospechar la existencia o posibilidad de la visión beatífica, ya que se trata de una realidad estrictamente sobrenatural, que únicamente la fe nos la da a conocer; y como los niños del limbo nunca tuvieron fe sobrenatural ni en acto ni en hábito (ya que el hábito o virtud de la fe se nos infunde con la gracia bautismal) hay que concluir que ignoran en absoluto la existencia o posibilidad de la visión beatífica.

Por donde se ve que la "pena de daño" de los niños del limbo es diferentísima de la que padecen los condenados del infierno y aun las mismas almas del purgatorio. He aquí sus principales diferencias:
«a. Los condenados del infierno saben que hubieran podido alcanzar la vida eterna, que consiste substancialmente en la visión y posesión fruitiva de Dios; y al ver que por su propia y voluntaria culpa perdieron para siempre ese Bien infinito sin esperanza de remedio, experimentarán una tristeza y desesperación espantosas. Esta es la verdadera y definitiva 'pena de daño' en toda la extensión de la palabra.

b. Las almas del purgatorio experimentan en otra forma la llamada 'pena de daño' en cuanto que se les retrasa por su propia culpa la posesión de ese Bien infinito por la visión y goce beatífico. Ello les produce también un dolor inmenso, aunque muy diferente del de los condenados del infierno. Porque, estando íntimamente unidas a Dios por la caridad, ya le poseen realmente aunque no le gocen, y saben, además, ciertísimamente que saldrán a su debido tiempo del purgatorio para gozar eternamente de la visión beatífica. Se trata de un simple compás de espera, de un simple retraso; no de una pérdida total y definitiva, como la que afecta a los condenados. La diferencia es grandísima.

c. Los niños del limbo ignoran en absoluto que exista la visión beatífica. Y por eso, aunque en realidad permanecerán eternamente privados de ella (y en este sentido meramente privativo están en las mismas condiciones que los condenados del infierno) sin embargo no padecen por ello pena ni tristeza alguna, ya que ignoran en absoluto que hubieran podido poseer aquel tesoro divino. O sea que su 'pena de daño' es objetivamente infinita (como en los condenados), pero subjetivamente nula (ignoran que la tienen)" (P. Royo Marín, O.P., La teología de la salvación, BAC, Madrid, 1966, p. 390).

Quinto. Ningún hombre válidamente bautizado puede ir al limbo. La razón es clara. El Bautismo borra el pecado original, infundiendo la gracia santificante. Una vez en posesión de la gracia, ya no se puede perder sino por el pecado mortal. Si ese hombre muere en gracia, va al cielo; si en pecado mortal, al infierno. No queda lugar para el limbo.

CARTA DEL MÁS ALLÁ


Testimonio impresionante de un alma

condenada, acerca de lo que la llevó al Infierno

Imprimatur del original alemán: Brief aus dem Jenseits - Trier (Tréveris), 9-11-1953.N.4/53






Introducción al texto original


Dios se comunica con los hombres de muchas maneras. Las Sagradas Escrituras se refieren a muchas comunicaciones divinas hechas a través de visiones y aún de sueños. Los sueños, no siempre son sólo sueños.

La "carta del más allá" que se transcribe seguidamente se refiere a la condenación eterna de una joven. A primera vista parece una historia novelada. Pero considerando las circunstancias se llega a la conclusión de que no deja de tener su fondo histórico, a partir de su sentido moral y su alcance trascendental.

El original de esta carta fue encontrado entre los papeles de una religiosa fallecida, amiga de la joven condenada. Allí cuenta la monja los acontecimientos de la vida de su compañera como si fueran hechos conocidos y verificados, así como su condenación eterna comunicada en un sueño. La Curia diocesana de Treves (Alemania) autorizó su publicación como lectura sumamente instructiva.

La "carta del más allá" apareció por primera vez en un libro de revelaciones y profecías, junto con otras narraciones. Fue el Rvdo. Padre Bernhardin Krempel C.P., doctor en teología, quien la publicó por separado y le confirió mayor autoridad al encargarse de probar, en las notas, la absoluta concordancia de la misma con la doctrina católica.

Entre los manuscritos dejados en su convento por una religiosa, que en el mundo se llamó Clara, se encontró el siguiente testimonio:

El relato de Clara


Tuve una amiga, Anita. Es decir, éramos muy próximas por ser vecinas y compañeras de trabajo en la misma oficina M. Más tarde, Ani se casó y no volví a verla. Desde que nos conocimos, había entre nosotras, en el fondo, más amabilidad que propiamente amistad. Por eso, sentí muy poco su ausencia cuando, después de su casamiento, ella fue a vivir al barrio elegante de las villas, lejos del mío.

Durante mis vacaciones en el Lago de Garda (Italia), en septiembre de 1937, recibí una carta de mi madre en la que me decía: "Anita N murió en un accidente automovilístico. La sepultaron ayer en Wald Friendhof". Me impresioné mucho con la noticia. Sabía que mi amiga no había sido propiamente religiosa. ¿Estaría preparada para presentarse ante Dios? ¿En qué estado la habría encontrado su muerte súbita? Al día siguiente escuché misa, comulgué por la intención de Anita, en la casa del pensionado de las hermanas, donde estaba viviendo. Rezaba fervorosamente por su eterno descanso, y por esta misma intención ofrecí la Santa Comunión.

Durante todo el día percibí un cierto malestar, que fue aumentando por la tarde. Dormí inquieta. Me desperté de improviso, escuchando algo así como una sacudida en la puerta del cuarto. Encendí la luz. El reloj indicaba las doce y diez minutos. Nada. Tampoco ruidos. Tan solo las olas del Lago de Garda golpeando monótonas contra el muro del jardín del pensionado. No había viento. Yo conservaba la impresión de que al despertar encontraría, además de los golpes de la puerta, un ruido de brisa o viento, parecido al que producía mi jefe de la oficina, cuando de mal humor tiraba sobre mi escritorio una carta que lo molestaba. Reflexioné un instante si debía levantarme. ¡No! Todo no es más que sugestión, me dije. Mi fantasía está sobresaltada por la noticia de la muerte. Me di vuelta en la cama, recé algunos Padrenuestros por las ánimas y me dormí de nuevo.

Soñé entonces que me levantaba de mañana, a las 6, yendo a la capilla. Al abrir la puerta del cuarto, me encontré con una cantidad de hojas de carta. Levantarlas, reconocer la letra de Anita y dar un grito, fue cosa de un segundo. Temblando, las sostuve en mis manos. Confieso que quedé tan aterrorizada que no pude rezar. Apenas respiraba. Nada mejor que huir de allí, salir al aire libre. Me arreglé rápidamente, puse la carta dentro de mi cartera y salí en seguida. Subí por el tortuoso camino, entre olivos, laureles y quintas de la villa, más allá del conocido camino gardesano.

La mañana aparecía radiante. En los días anteriores, yo me detenía cada cien pasos, maravillada por la vista que ofrecían el lago y la Isla de Garda. El suavísimo azul del agua me refrescaba; como una niña que mira admirada a su abuelo, así contemplaba, extasiada, al ceniciento monte Baldo, que se levanta en la orilla opuesta del lago, hasta los 2.200 metros de altura. Ese día no tenía ojos para todo eso. Después de caminar un cuarto de hora, me dejé caer maquinalmente sobre un banco ubicado entre dos cipreses, donde la víspera había leído con placer "La doncella Teresa". Por primera vez veía en los cipreses el símbolo de la muerte, algo en lo que antes no había pensado.

Tomé la carta. No tenía firma. Sin la menor duda, estaba escrita por Ani. No faltaba la gran "s", ni la "t" francesa, a la que se había acostumbrado en la oficina, para irritar al Sr. G. No era su estilo. Por lo menos, no era así como hablaba de costumbre. Lo habitual en ella era la conversación amable, la risa, subrayada por los ojos azules y su graciosa nariz...Sólo cuando discutíamos asuntos religiosos se volvía mordaz y caía en el tono rudo de la carta. Yo misma me siento envuelta por su excitada cadencia. Hela aquí, la Carta del Más Allá de Anita N., palabra por palabra, tal como la leí en el sueño.

La Carta

CLARA, NO RECES POR MÍ, ESTOY CONDENADA. Si te doy este aviso - es más, voy a hablarte largamente sobre esto - no creas que lo hago por amistad. Quienes estamos aquí ya no amamos a nadie. Lo hago como obligada. Es parte de la obra "de esa potencia que siempre quiere el mal y realiza el bien". En realidad, me gustaría verte aquí, adonde llegué para siempre. No te extrañes de mis intenciones. Aquí, todos pensamos así. Nuestra voluntad está petrificada en el mal, es decir, en aquello que ustedes consideran "mal". Aún cuando pueda hacer algo "bien" (como yo lo hago ahora, abriéndote los ojos ante el infierno), no lo hago con recta intención.

¿Recuerdas? Hace cuatro años que nos conocimos, en M. Tenías 23 años y ya trabajabas en el escritorio desde seis meses antes, cuando yo ingresé. Varias veces me sacaste de apuros. Con frecuencia me dabas buenos avisos que a mí, principiante, me venían muy bien. Pero, ¿qué es "bueno"? Yo ponderaba, en aquel entonces, tu "caridad". Ridículo... Tus ayudas eran pura ostentación, algo que desde entonces sospechaba.

Aquí, no reconocemos bien alguno en absolutamente nadie. Pero ya que conociste mi juventud, es el momento de llenar algunas lagunas. De acuerdo con los planes de mis padres, yo nunca tendría que haber existido. Por un descuido se produjo la desgracia de mi concepción. Mis hermanas tenían 14 y 16 años cuando vine al mundo. ¡Ojalá no hubiera nacido! Ojalá pudiera ahora aniquilarme, huir de estos tormentos! No hay placer comparable al de acabar mi existencia, así como se reduce a cenizas un vestido, sin dejar vestigios. Pero es necesario que exista. Es preciso que yo sea tal como me he hecho: con el fracaso total de la finalidad de mi existencia.

Cuando mis padres, entonces solteros, se mudaron del campo a la ciudad, perdieron el contacto con la Iglesia. Era mejor así. Mantenían relaciones con personas desvinculadas de la religión. Se conocieron en un baile, y se vieron "obligados" a casarse seis meses después. En la ceremonia nupcial, recibieron solo unas gotas de agua bendita, las suficientes para atraer a mamá a la misa dominical unas pocas veces al año. Ella nunca me enseñó verdaderamente a rezar. Todo su esfuerzo se agotaba en los trabajos cotidianos de la casa, aunque nuestra situación no era mala. Palabras como rezar, misa, agua bendita, iglesia, sólo puedo escribirlas con íntima repugnancia, con incomparable repulsión. Detesto profundamente a quienes van a la Iglesia y, en general, a todos los hombres y a todas las cosas. Todo es tormento. Cada conocimiento recibido, cada recuerdo de la vida y de lo que sabemos, se convierte en una llama incandescente.

Y todos estos recuerdos nos muestran las oportunidades en que despreciamos una gracia. Cómo me atormenta esto! No comemos, no dormimos, no andamos sobre nuestros pies. Espiritualmente encadenados, los réprobos contemplamos desesperados nuestra vida fracasada, aullando y rechinando los dientes, atormentados y llenos de odio. ¿Entiendes? Aquí bebemos el odio como si fuera agua. Nos odiamos unos a otros. Más que a nada, odiamos a Dios. Quiero que lo comprendas. Los bienaventurados en el cielo deben amar a Dios, porque lo ven sin velos, en su deslumbrante belleza. Esto los hace indescriptiblemente felices. Nosotros lo sabemos, y este conocimiento nos enfurece. Los hombres, en la tierra, que conocen a Dios por la Creación y por la Revelación, pueden amarlo. Pero no están obligados a hacerlo.

El creyente - te lo digo furiosa - que contempla, meditando, a Cristo con los brazos abiertos sobre la cruz, terminará por amarlo. Pero el alma a la que Dios se acerca fulminante, como vengador y justiciero porque un día fue repudiado, como ocurrió con nosotros, ésta no podrá sino odiarlo, como nosotros lo odiamos. Lo odia con todo el ímpetu de su mala voluntad. Lo odia eternamente, a causa de la deliberada resolución de apartarse de Dios con la que terminó su vida terrenal. Nosotros no podemos revocar esta perversa voluntad, ni jamás querríamos hacerlo.

¿Comprendes ahora por qué el infierno dura eternamente? Porque nuestra obstinación nunca se derrite, nunca termina. Y contra mi voluntad agrego que Dios es misericordioso, aún con nosotros. Digo "contra mi voluntad" porque, aunque diga estas cosas voluntariamente, no se me permite mentir, que es lo que querría. Dejo muchas informaciones en el papel contra mis deseos. Debo también estrangular la avalancha de palabrotas que querría vomitar. Dios fue misericordioso con nosotros porque no permitió que derramáramos sobre la tierra el mal que hubiéramos querido hacer. Si nos lo hubiera permitido, habríamos aumentado mucho nuestra culpa y castigo. Nos hizo morir antes de tiempo, como hizo conmigo, o hizo que intervinieran causas atenuantes.

Dios es misericordioso, porque no nos obliga a aproximarnos a El más de lo que estamos, en este remoto lugar infernal. Eso disminuye el tormento. Cada paso más cerca de Dios me causaría una aflicción mayor que la que te produciría un paso más rumbo a una hoguera.

Te desagradé un día al contarte, durante un paseo, lo que dijo mi padre pocos días antes de mi comunión: "Alégrate, Anita, por el vestido nuevo; el resto no es más que una burla". Casi me avergüenzo de tu desagrado. Ahora me río. Lo único razonable de toda aquella comedia era que se permitiera comulgar a los niños a los doce años. Yo ya estaba, en aquel entonces, bastante poseída por el placer del mundo. Sin escrúpulos, dejaba a un lado las cosas religiosas. No tomé en serio la comunión. La nueva costumbre de permitir a los niños que reciban su primera comunión a los 7 años nos produce furor. Empleamos todos los medios para burlarnos de esto, haciendo creer que para comulgar debe haber comprensión. Es necesario que los niños hayan cometido algunos pecados mortales. La blanca Hostia será menos perjudicial entonces, que si la recibe cuando la fe, la esperanza y el amor, frutos del bautismo - escupo sobre todo esto - todavía están vivos en el corazón del niño.

¿Te acuerdas que yo pensaba así cuando estaba en la tierra? Vuelvo a mi padre. Peleaba mucho con mamá. Pocas veces te lo dije, porque me avergonzaba. Qué cosa ridícula la vergüenza! Aquí, todo es lo mismo. Mis padres ya no dormían en el mismo cuarto. Yo dormía con mamá, papá lo hacía en el cuarto contiguo, donde podía volver a cualquier hora de la noche. Bebía mucho y se gastó nuestra fortuna. Mis hermanas estaban empleadas, decían que necesitaban su propio dinero. Mamá comenzó a trabajar. Durante el último año de su vida, papá la golpeó muchas veces, cuando ella no quería darle dinero. Conmigo, él siempre fue amable. Un día te conté un capricho del que quedaste escandalizada. ¿Y de qué no te escandalizaste de mí? Cuando devolví dos veces un par de zapatos nuevos, porque la forma de los tacos no era bastante moderna.

En la noche en que papá murió, víctima de una apoplejía, ocurrió algo que nunca te conté, por temor a una interpretación desagradable. Hoy, sin embargo, debes saberlo. Es un hecho memorable: por primera vez, el espíritu que me atormenta se acercó a mí. Yo dormía en el cuarto de mamá. Su respiración regular revelaba un sueño profundo. Entonces, escuché pronunciar mi nombre. Una voz desconocida murmuró: "¿Qué ocurrirá si muere tu padre?"

Ya no lo quería a papá, desde que había empezado a maltratar a mi madre. En realidad, no amaba absolutamente a nadie: sólo tenía gratitud hacia algunas personas que eran bondadosas conmigo. El amor sin esperanza de retribución en esta tierra solamente se encuentra en las almas que viven en estado de gracia. No era ése mi caso. "Ciertamente, él no morirá", le respondí al misterioso interlocutor. Tras una breve pausa, escuché la misma pregunta. "El no va a morir!", repliqué con brusquedad.

Por tercera vez, me preguntaron: "Qué ocurrirá si muere tu padre?". Me representé en ese momento en la imaginación el modo como mi padre volvía muchas veces: medio ebrio, gritando, maltratando a mamá, avergonzándonos frente a los vecinos. Entonces, respondí con rabia: "Bien, es lo que se merece. ¡Que muera!". Después, todo quedó en silencio.

A la mañana siguiente, cuando mamá fue a ordenar el cuarto de papá, encontró la puerta cerrada. Al mediodía, la abrieron por la fuerza. Papá, semidesnudo, estaba muerto sobre la cama. Al ir a buscar cerveza al sótano, debió sufrir una crisis mortal. Desde hacía tiempo que estaba enfermo. (¿Habrá hecho depender Dios de la voluntad de su hija, con la que el hombre fue bondadoso, la obtención de más tiempo y ocasión de convertirse?).

Marta K. y tú me hicieron ingresar en la asociación de jóvenes. Nunca te oculté que consideraba demasiado "parroquiales" las instrucciones de las dos directoras, las señoritas X. Los juegos eran bastante divertidos. Como sabes, llegué en poco tiempo a tener allí un papel preponderante. Eso era lo que me gustaba. También me gustaban las excursiones. Llegué a dejarme llegar algunas veces a confesar y comulgar. Para decir la verdad, no tenía nada para confesar. Los pensamientos y las palabras no significaban nada para mí. Y para acciones más groseras todavía no estaba madura.

Un día me llamaste la atención: "Ana, si no rezas más, te perderás". Realmente, yo rezaba muy poco, y ese poco siempre a disgusto, de mala voluntad. Sin duda tenías razón. Los que arden en el infierno o no rezaron, o rezaron poco. La oración es el primer paso para llegar a Dios. Es el paso decisivo. Especialmente la oración a Aquella que es la madre de Cristo, cuyo nombre no nos es lícito pronunciar. La devoción a Ella arranca innumerables almas al demonio, almas a las que sus pecados las habrían lanzado infaliblemente en sus manos.

Furiosa continúo, porque estoy obligada a hacerlo, aunque no aguanto más de tanta rabia. Rezar es lo más fácil que se puede hacer en la tierra. Y justamente de esto, que es facilísimo, Dios hace depender nuestra salvación. Al que reza con perseverancia, paulatinamente Dios le da tanta luz, y lo fortalece de tal modo, que hasta el más empedernido pecador puede recuperarse, aunque se encuentre hundido en un pantano hasta el cuello. Durante los últimos años de mi vida ya no rezaba más, privándome así de las gracias, sin las que nadie se puede salvar.

Aquí, no recibimos ningún tipo de gracia. Aunque la recibiéramos, la rechazaríamos con escarnio. Todas las vacilaciones de la existencia terrenal terminaron en esta otra vida. En la tierra, el hombre puede pasar del estado de pecado al estado de gracia. De la gracia, se puede caer al pecado. Muchas veces caí por debilidad; pocas, por maldad. Con la muerte, cada uno entra en un estado final, fijo e inalterable. A medida que se avanza en edad, los cambios se hacen más difíciles. Es cierto que uno tiene tiempo hasta la muerte para unirse a Dios o para darle las espaldas. Sin embargo, como si estuviera arrastrado por una correntada, antes del tránsito final, con los últimos restos de su voluntad debilitada, el hombre se comporta según las costumbres de toda su vida.

El hábito, bueno o malo, se convierte en una segunda naturaleza. Es ésta la que lo arrastra en el momento supremo. Así ocurrió conmigo. Viví años enteros apartada de Dios. En consecuencia, en el último llamado de la gracia, me decidí contra Dios. La fatalidad no fue haber pecado con frecuencia, sino que no quise levantarme más. Muchas veces me invitaste para que asistiera a las predicaciones o que leyera libros de piedad. Mis excusas habituales eran la falta de tiempo. ¿Acaso podría querer aumentar mis dudas interiores? Finalmente, tengo que dejar constancia de lo siguiente: al llegar a este punto crítico, poco antes de salir de la "Asociación de Jóvenes", me habría sido muy difícil cambiar de rumbo. Me sentía insegura y desdichada. Pero frente a la conversión se levantaba una muralla.

No sospechaste que fuera tan grave. Creías que la solución era tan simple, que un día me dijiste: "Tienes que hacer una buena confesión, Ani, todo volverá a ser normal". Me daba cuenta que sería así. Pero el mundo, el demonio y la carne, me retenían demasiado firme entre sus garras. Nunca creí en la influencia del demonio. Ahora, doy testimonio de que el demonio actúa poderosamente sobre las personas que están en las condiciones en que yo me encontraba entonces. Sólo muchas oraciones, propias y ajenas, junto con sacrificios y sufrimientos, podrían haberme rescatado. Y aún esto, poco a poco

Si bien hay pocos posesos corporales, son innumerables los que están poseídos internamente por el demonio. El demonio no puede arrebatar el libre albedrío de los que se abandonan a su influencia. Pero, como castigo por su casi total apostasía, Dios permite que el "maligno" se anide en ellos. Yo también odio al demonio. Sin embargo, me gusta, porque trata de arruinarlos a todos ustedes: él y sus secuaces, los ángeles que cayeron con él desde el principio de los tiempos. Son millones, vagando por la tierra. Innumerables como enjambres de moscas; ustedes no los perciben. A los réprobos no nos incumbe tentar: eso les corresponde a los espíritus caídos.

Cada vez que arrastran una nueva alma al fondo del infierno, aumentan aún más sus tormentos. Pero, ¡de qué no es capaz el odio! Aunque andaba por caminos tortuosos, Dios me buscaba. Yo preparaba el camino para la gracia, con actos de caridad natural, que hacía muchas veces por una inclinación de mi temperamento. A veces, Dios me atraía a una Iglesia. Allí, sentía una cierta nostalgia. Cuando cuidaba a mi madre enferma, a pesar de mi trabajo en la oficina durante el día, haciendo un sacrificio de verdad, los atractivos de Dios actuaban poderosamente. Una vez fue en la capilla del hospital, adonde me llevaste durante el descanso del mediodía. Quedé tan impresionada, que estuve sólo a un paso de mi conversión. Lloraba. Pero, en seguida, llegaba el placer del mundo, derramándose como un torrente sobre la gracia. Las espinas ahogaron el trigo. Con la explicación de que la religión es sentimentalismo, como siempre se decía en la oficina, rechacé también esta gracia, como todas las otras.

En otra ocasión, me llamaste la atención porque, en lugar de una genuflexión hasta el piso, hice solamente una ligera inclinación con la cabeza. Pensaste que eso lo hacía por pereza, sin sospechar que, ya entonces, había dejado de creer en la presencia de Cristo en el Sacramento. Ahora creo, aunque sólo materialmente, tal como se cree en la tempestad, cuyas señales y efectos se perciben. En este interín, me había fabricado mi propia religión. Me gustó la opinión generalizada en la oficina, de que después de la muerte el alma volvería a este mundo en otro ser, reencarnándose sucesivamente, sin llegar nunca al fin.

Con esto, estaba resuelto el angustiante problema del más allá. Imaginé haberlo hecho inofensivo. ¿Por qué no me recordaste la parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro, en la que el narrador, Cristo, envió después de la muerte a uno al infierno y al otro al Cielo? Pero, ¿qué habrías conseguido? No mucho más de lo que conseguiste con todos tus otros discursos beatos. Poco a poco me fui fabricando un dios: con atributos suficientes para ser llamado así. Bastante lejos de mí, como para que no me obligara a tener relaciones con él. Suficientemente confuso, como para poder transformarlo a mi antojo. De este modo, sin cambiar de religión, yo podía imaginarlo como el dios panteísta del mundo o pensarlo, poéticamente, como un dios solitario.

Este "dios" no tenía Cielo para premiarme, ni infierno para asustarme. Yo lo dejaba en paz. En esto consistía mi culto de adoración. Es fácil creer en lo que agrada. Con el transcurso de los años, estaba bastante persuadida de mi religión. Se vivía bien así, sin molestias. Sólo una cosa podría haber roto mi suficiencia: un dolor profundo y prolongado. Pero este sufrimiento no llegó. ¿Comprendes ahora el significado de "Dios castiga a aquellos que ama"? Durante un domingo de julio, la Asociación de Jóvenes organizaba un paseo de A. Me gustaban las excursiones, pero no los discursos insípidos y demás beaterías. Otra imagen, muy diferente de la de Nuestra Señora de las Gracias de A., estaba desde hacía poco en el altar de mi corazón. Era el distinguido Max, del almacén de al lado. Ya habíamos conversado entretenidos, varias veces. Justamente ese domingo me invitó a pasear. La otra, con la que acostumbraba a salir, estaba enferma en el hospital.

El había comprendido que lo miraba mucho. Pero yo no pensaba en casarme todavía. Su posición económica era muy buena, pero también demasiado amable con todas las otras jovencitas. En aquel entonces yo quería un hombre que me perteneciera exclusivamente, como única mujer. Siempre conservé una cierta educación natural. (Eso es verdad. A pesar de su indiferencia religiosa, Ani tenía algo noble en su persona. Me desconcierta que también las personas "honestas" puedan caer en el infierno, si son deshonestas al huir del encuentro con Dios).

En ese paseo, Max me colmó de amabilidades. Nuestras conversaciones, es claro, no eran sobre la vida de los santos, como las de ustedes. Al día siguiente, en la oficina, me reprendiste por no haber ido al paseo de la Asociación. Cuando te conté mi diversión del domingo, tu primera pregunta fue: "¿Escuchaste Misa?". ¡Tonta! ¿Cómo podríamos ir a Misa si salimos a las 6 de la mañana? Me acuerdo que, muy exaltada, te dije: "El buen Dios no es tan mezquino como lo son los curas". Ahora debo confesar que Dios, a pesar de su infinita bondad, considera todo con más seriedad que todos los sacerdotes juntos. Después de este primer paseo con Max, fui solamente una vez más a la Asociación, en las fiestas de Navidad. Algunas cosas me atraían. Pero en mi interior, ya me había separado de todas ustedes.

Los bailes, el cine, los paseos, continuaban. A veces peleábamos con Max, pero yo sabía cómo retenerlo. Odié mucho a mi rival que, al salir del hospital, se puso furiosa. En realidad, eso me favoreció. La calma distinguida que yo mostraba produjo una gran impresión en Max, que se inclinó definitivamente por mí. Conseguí encontrar la forma de denigrarla. Me expresaba con calma: por fuera, realidades objetivas, por dentro, vomitando hiel. Estos sentimientos y actitudes conducen rápidamente al infierno. Son diabólicos, en el sentido estricto del término. ¿Por qué te cuento todo esto? Para explicarte que así me aparté definitivamente de Dios. En realidad, Max y yo no llegamos muchas veces al extremo de la familiaridad. Me daba cuenta que me rebajaría a sus ojos si le concedía toda la libertad antes de tiempo. Por eso, supe controlarme. Realmente, yo estaba siempre dispuesta para todo lo que consideraba útil. Tenía que conquistar a Max. Para eso, ningún precio era demasiado alto.

Nos fuimos amando poco a poco, porque ambos teníamos valiosas cualidades que podíamos apreciar mutuamente. Yo era habilidosa, eficiente, de trato agradable. Retuve a Max con firmeza y conseguí, al menos durante los últimos meses antes del casamiento, ser la única que lo poseía. En eso consistió mi apostasía, en hacer mi dios con una criatura. En ninguna otra cosa puede realizarse más plenamente la apostasía como en el amor a una persona del otro sexo, cuando ese amor se ahoga en la materia. Esto es su encanto, su aguijón y su veneno. La "adoración" que tenía por Max se convirtió en mi religión. En ese tiempo, en la oficina, yo arremetía virulentamente contra los curas, los fieles, las indulgencias, los rosarios y demás estupideces.

Trataste de defender con una cierta inteligencia todo lo que yo atacada, aunque quizás sin sospechar que en realidad el problema no estaba en esas cosas. Lo que yo buscaba era un punto de apoyo. Todavía lo necesitaba para justificar racionalmente mi apostasía. Estaba sublevada contra Dios. No te dabas cuenta. Creías que todavía era católica. Por otra parte, yo quería ser llamada así; inclusive pagaba la contribución para el culto. Porque un cierto "reaseguro" nunca viene mal. Es posible que tus respuestas a veces dieran en el blanco. Pero no me alcanzaban, porque no te concedía razón. A raíz de estas relaciones sobre bases falsas, fue pequeño el dolor de nuestra separación, con motivo de mi casamiento.

Antes de casarme, me confesé y comulgué una vez más. Era una formalidad. Mi marido pensaba igual. Si era una formalidad, ¿por qué no cumplirla? Ustedes dicen que una comunión así es "indigna". Bien, después de esa comunión "indigna", logré un cierto sosiego en mi conciencia. Esa comunión fue la última. Nuestra vida conyugal transcurría, en general, en armonía. En casi todos los puntos teníamos la misma opinión. También en esto: no queríamos cargar con hijos. En realidad, mi marido quería tener uno, uno solo, naturalmente. Finalmente conseguí que él renunciara a ese deseo. Lo que más me gustaba eran los vestidos, los muebles lujosos, las reuniones mundanas, los paseos en automóvil y otras distracciones. Fue un año de placer el que medió entre mi casamiento y mi muerte repentina.

Todos los domingos íbamos a pasear en auto o visitábamos a los parientes de mi marido. Me avergonzaba de mi madre. Esos parientes se destacaban en la vida social, igual que nosotros. Pero en mi interior, sin embargo, nunca fui feliz. Había algo indeterminado que me corroía. Mi deseo era que, al llegar la muerte - la que sin duda demoraría mucho todavía - todo acabara. Ocurría tal como yo lo había escuchado de niña, durante una plática: Dios recompensa en este mundo toda obra buena que se haga. Si no puede premiarla en la otra vida, lo hace en la tierra. Inesperadamente, recibí una herencia de la tía Lote. Mi marido tuvo la suerte de ver sus ingresos notablemente aumentados. Así pude instalar, confortablemente, una casa nueva.

Mi religión estaba muriendo, como un resplandor crepuscular en un firmamento lejano. Los bares de la ciudad, los hoteles y los restaurantes por los que pasábamos en nuestros viajes, no nos acercaban a Dios. Todos los que los frecuentaban vivían como nosotros: de fuera hacia adentro, no de dentro hacia afuera. Si durante los viajes de vacaciones visitábamos una célebre catedral, tratábamos de divertirnos con el valor artístico de sus obras primas. Los sentimientos religiosos que irradiaban - especialmente las iglesias medievales - yo los neutralizaba criticando circunstancias accesorias de un hermano lego que nos guiaba, criticaba su negligencia en el aseo, criticaba el comercio de los piadosos monjes que fabricaban y vendían licor, criticaba el eterno repique de campanas llamando a los sagrados oficios, diciendo que el único fin era ganar dinero...

Así era como conseguía apartar a la gracia, cada vez que me llamaba. Especialmente descargaba mi mal humor frente a algunas pinturas de la Edad Media representando al Infierno en libros, cementerios y otros lugares. Allí el demonio asaba a las almas sobre fuego rojo o amarillo, mientras sus compañeros, con largas colas, le traen más víctimas. Clara, el infierno puede ser dibujado, pero nunca exagerado! Siempre me burlaba del fuego del infierno. Acuérdate de una conversación durante la cual te puse un fósforo encendido bajo la nariz, preguntándote: "¿Así huele?"

Apagaste en seguida la llama. Aquí nadie consigue hacerlo. Te digo más: el fuego del que habla la Biblia no es el tormento de la consciencia. ¡Fuego es fuego! Debe ser interpretado al pie de la letra cuando Aquel dijo: "Apartáos de mí, malditos, id al fuego eterno". ¡Al pie de la letra! ¿Y cómo puede ser tocado un espíritu por el fuego material? Preguntarás. ¿Y cómo puede sufrir tu alma, en la tierra, si pones el dedo sobre una llama? Tampoco tu alma se quema, mientras tanto el dolor lo sufre todo el individuo. Del mismo modo, nosotros estamos aquí espiritualmente presos al fuego de nuestro ser y de nuestras facultades. Nuestra alma carece de la agilidad que le sería natural; no podemos pensar ni querer lo que querríamos.

No te sorprendas de mis palabras. Es un misterio contrario a las leyes de la naturaleza material: el fuego del infierno quema sin consumir. Nuestro mayor tormento consiste en saber que nunca veremos a Dios. ¿Cómo puede atormentarnos tanto esto, si en la tierra nos era indiferente? Mientras el cuchillo está sobre la mesa, no te impresiona. Le ves el filo, pero no lo sientes. Pero si el cuchillo entra en tus carnes, gritarás de dolor. Ahora, sentimos la pérdida de Dios. Antes, sólo pensábamos en ella.

No todas las almas sufren igual. Cuanto mayor fue la maldad, cuanto más frívolo y decidido, tanto más le pesa al condenado la pérdida de Dios, tanto más lo sofoca la criatura de que abusó. Los católicos que se condenan sufren más que los de otras religiones, porque recibieron y desaprovecharon, por lo general, más luces y mayores gracias. Los que tuvieron mayores conocimientos sufren más duramente que los que tuvieron menos. El que pecó por maldad sufre más que el que cayó por debilidad. Pero ninguno sufre más de lo que mereció. Oh, si esto no fuera verdad, tendría un motivo para odiar!

Un día me dijiste: nadie va al infierno sin saberlo. Eso le habría sido revelado a una santa. Yo me reía, mientras me atrincheraba en esta reflexión: "siendo así, siempre tendré tiempos suficiente para volver atrás". Esta revelación es exacta. Antes de mi muerte repentina, es verdad, no conocía al infierno tal como es. Ningún ser humano lo conoce. Pero estaba perfectamente enterada de algo: "Si mueres, me decía, entrarás en la eternidad como una flecha, directamente contra Dios; habrá que aguantar las consecuencias". Como te dije, no volví atrás. Perseveré en la misma dirección, arrastrada por la costumbre, con la que los hombres actúan cuanto más envejecen.

Mi muerte ocurrió así: Hace una semana - digo según las cuentas que llevan ustedes, porque si calculara por mis dolores, podría estar ardiendo en el infierno desde hace diez años - mi marido y yo salimos en otra excursión dominguera, que fue la última para mí. El día estaba radiante de sol. Me sentía muy bien, como pocas veces. Sin embargo, me traspasaba un presentimiento siniestro. Inesperadamente, en el viaje de regreso, mi marido y yo fuimos enceguecidos por los faros de un automóvil que venía en sentido contrario, a gran velocidad. Max perdió el control del vehículo. ¡Jesús! Se escapó de mis labios, no como oración sino como grito. Sentí un dolor aplastante: comparado con el tormento actual, una bagatela. Después perdí el sentido.

¡Qué extraño! Aquella misma mañana, sin explicación, había surgido en mi mente este pensamiento. "Por una vez, podrías ir a Misa". Era como una súplica. Un "¡no!" claro y decidido cortó el curso de la idea. "Con esas cosas tengo que terminar definitivamente". Es decir, asumí todas las consecuencias. Ahora las soporto.

Lo que ocurrió después de mi muerte lo sabes. La suerte de mi marido, de mi madre, lo que ocurrió con mi cadáver, mi entierro, lo sé por una intuición natural que tenemos todos los que estamos aquí. Del resto de lo que ocurre en el mundo poseemos un conocimiento confuso. Sabemos lo que se refiere a nosotros. De este modo veo el lugar donde vives. Desperté de improviso en el momento de mi muerte. Me encontré inundada por una luz ofuscante. Era el mismo sitio donde había caído mi cadáver. Sucedió como en el teatro, cuando se apagan las luces de la sala, sube el telón y aparece una escena trágicamente iluminada. La escena de mi vida. Como en un espejo, mi alma se mostró a sí misma. Vi las gracias despreciadas y pisoteadas, desde mi juventud hasta el último "no" frente a Dios.

Me sentí como un asesino, al que llevan ante el tribunal para ver a la víctima exánime. ¿Arrepentirme? ¡Nunca! ¿Avergonzarme? ¡Jamás!

Mientras tanto, no conseguía permanecer bajo la mirada de Dios, a quien rechazaba. Sólo tenía una salida: la fuga. Así como Caín huyó del cadáver de Abel, así mi alma se proyectó lejos de esta visión de horror.

Este era el Juicio particular.

Habló el invisible juez: "APÁRTATE DE MI". De inmediato mi alma, como una sombra amarilla de azufre, se despeñó al lugar del eterno tormento.


Epílogo de Clara:

Así terminó la carta de Anita sobre el Infierno. Las últimas palabras eran casi ilegibles, tan torcidas estaban las letras. Cuando terminé de leer la última línea, la carta se convirtió en cenizas. ¿Qué es lo que escucho? En medio de los duros términos de las palabras que imaginaba haber leído, resonó el dulce tañido de una campana. Me desperté de inmediato. Estaba acostada en mi cuarto. La luz matinal entraba por la ventana. Las campanadas de las Avemarías llegaban de la iglesia parroquial. ¿Todo había sido un sueño?

Nunca había sentido antes en el Angelus tanto consuelo como después de ese sueño. Lentamente, fui rezando las oraciones. Entonces comprendí: la bendita Madre del Señor quiere defenderte. Venera a María filialmente, si no quieres tener el destino que te contó - aunque fuera en sueños - un alma que jamás verá a Dios. Temblando todavía por la visión nocturna, me levanté, me vestí con prisa y huí a la capilla de la casa. Mi corazón palpitaba con violencia. Los huéspedes que estaban más cerca me miraban con preocupación. Quizás pensaban que estaba agitada por correr escaleras abajo.

Una bondadosa señora de Budapest, un alma sacrificada, pequeña como una niña, miope, aún fervorosa en el servicio de Dios, de gran penetración espiritual, me dijo por la tarde en el jardín: "Señorita, Nuestro Señor no quiere ser servido con excitación". Pero ella advertía que otra cosa me había excitado y aún me preocupaba. Agregó, bondadosamente: "Nada te turbe - conoces el aviso de Santa Teresa - nada te espante. Todo pasa. Quien a Dios tiene, nada le falta. Sólo Dios basta". Mientras susurraba esto, sin adoptar un aire magisterial, parecía estar leyendo mi alma.

"Sólo Dios basta". Sí, El ha de bastarme, en éste o en el otro mundo. Quiero poseerlo allí un día, por más sacrificios que tenga que hacer aquí para vencer. No quiero caer en el infierno.

Algunas consideraciones finales

Quizás no como objeción, pero no puede eludirse una pregunta: ¿Cómo puede haber recordado Clara con tal precisión todas las palabras de la carta de la condenada? Respondemos: quien hace lo más, puede hacer lo menos. Quien comienza una obra, puede también concluirla. Si la manifestación de ultratumba es un hecho preternatural, Clara debe haber tenido también una asistencia preternatural para escribir con exactitud todas las palabras leídas durante la visión.

La eternidad de las penas del infierno es un dogma. Seguramente, el más terrible de todos. Tiene su fundamento en las Sagradas Escrituras. Ver San Mateo XXV, 41 y 46; II a los Tesalonicenses, 1, 9; Judith XIII; Apocalipsis XIV, 11 y XX, 10; todos estos textos son irrefutables, en los que la expresión "eterno" no puede interpretarse como "largo o prolongado". De la conveniencia de ilustrar este dogma con un caso particular, nos da ejemplo Nuestro Señor Jesucristo en la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro. Allí se encuentra una descripción del infierno y del peligro de caer en él. No es otra la intención de este trabajo. Expresa también nuestra finalidad el siguiente consejo: "Vayamos al infierno mientras estemos vivos, para no caer allí después de la muerte".

domingo, 22 de marzo de 2009

Presencia de Cristo en el Sagrario


A lo largo del Antiguo Testamento había revelado Dios la intención de habitar perennemente entre los hombres. La llamada Tienda de la reunión fue como el primer templo de Dios en el desierto, y allí se posaba una nube que era símbolo de la gloria de Dios y de su presencia: Entonces la nube cubrió la tienda del encuentro y la gloria del Señor llenó el santuario. Esta nube era el signo de la presencia divina.

Más tarde, el Templo de Jerusalén sería el lugar en el que los israelitas encontraban a Dios; el lugar que añoraban en el destierro, recordando cuando iban a la casa de Dios con cantos de alegría y de alabanza: ¡Qué deseables son tus moradas, // Señor de los ejércitos! // Mi alma se consume y anhela los atrios del Señor, mi corazón y mi carne exultan por el Dios vivo. Estar lejos del suntuario era estar privados de toda felicidad verdadera: Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo; ¿cuándo iré a ver el rostro de Dios?.

Llegada la plenitud de los tiempos, el Verbo se hizo carne. En el momento de la Encarnación el poder del Altísimo cubre con su sombra a Nuestra Señora; es la expresión de la omnipotencia de Dios. Y después de descender el Espíritu Santo sobre María, la Virgen queda constituida en el nuevo Tabernáculo de Dios: el Verbo de Dios habitó entre nosotros. La palabra griega que emplea San Juan correspondiente a habitar «significa etimológicamente “plantar la tienda de campaña” y, de ahí, habitar en un lugar. El lector atento de la Escritura recuerda espontáneamente el tabernáculo de los tiempos de la salida de Egipto, en el que Yahvé mostraba su presencia en medio del pueblo de Israel mediante ciertos signos de su gloria, como la nube posada sobre la tienda. En multitud de pasajes del Antiguo Testamento se anuncia que Dios habitará en medio del pueblo (cfr. p. ej. Jer 7, 3). A las señales de la presencia de Dios primero en la Tienda del santuario peregrinante en el desierto y después en el Templo de Jerusalén, sigue la prodigiosa presencia de Dios entre nosotros: Jesús, perfecto Dios y perfecto hombre, en quien se cumple la antigua promesa más allá de lo que los hombres podían esperar. También la promesa hecha por medio de Isaías acerca del Enmanuel o “Dios con nosotros” (Is 7, 14) se cumple plenamente en este habitar del Hijo de Dios Encarnado entre los hombres». Desde entonces podemos decir con total exactitud que Dios vive entre nosotros. Cada día podemos estar junto a Él en una cercanía como jamás hombre alguno pudo soñar. ¡Qué cerca estamos del Señor! ¡Dios está con nosotros!

Desde el momento de la Encarnación podemos decir con sentido propio que Dios está con nosotros, con una presencia personal, real, y de una manera que es exclusiva de Jesucristo: Jesucristo, verdadero Hombre y verdadero Dios, tiene con nosotros una cercanía y proximidad mayor que cualquier otra que se pueda pensar. Jesús es Dios-con-nosotros. Antes, los israelitas decían que Dios estaba con ellos; ahora, lo podemos decir de modo exacto, como cuando afirmamos que algo que apreciamos con los sentidos está más cerca o más lejos de donde nos encontramos. En Palestina, Cristo caminaba, se acercaba a una ciudad, salía para predicar en otros lugares... Cuando acabó estas parábolas, partió de allí, leemos en el Evangelio de la Misa. Y Dios abandonó aquel lugar para encontrarse con otras gentes. El sacerdote, cuando consagra en la Santa Misa, nos trae a Cristo, Dios y Hombre, al altar donde antes no estaba con su Santísima Humanidad. Es una presencia especial, que solo se da en la Eucaristía y que se continúa, mientras duren las especies, en el Sagrario, el Tabernáculo de la Nueva Alianza; esta presencia afecta de modo directo al Cuerpo de Cristo e indirectamente a las Tres Personas Divinas de la Trinidad Beatísima: al Verbo, por la unión con la Humanidad de Cristo, y al Padre y al Espíritu Santo, por la mutua inmanencia de las Personas divinas. En el Sagrario está Cristo realmente presente, con su Cuerpo, con su Sangre, con su Alma y con su Divinidad. Es literalmente adecuado decir: «Dios está aquí», cerca de mí: creo, Señor, firmemente que estás ahí, que me ves, que me oyes...

El Magisterio de la Iglesia, saliendo al paso de diversos errores, ha recordado y precisado el alcance de esta presencia eucarística: es una presencia real, es decir, ni simbólica ni meramente significada o insinuada por una imagen; verdadera, no ficticia, ni meramente mental o puesta por la fe o la buena voluntad de quien contempla las sagradas especies; y sustancial, porque, por el poder de Dios que tienen las palabras del sacerdote en el momento de la Consagración, se convierte toda la sustancia del pan en el Cuerpo del Señor y toda la sustancia del vino en su Sangre. Así, el Cuerpo y la Sangre adorables de Cristo Jesús están sustancialmente presentes, y «en la realidad misma, independientemente de nuestro espíritu, el pan y el vino han dejado de existir después de la Consagración»; «realizada la transubstanciación, las especies de pan y de vino (...) contienen una nueva “realidad”, que con razón llamamos ontológica, porque bajo dichas especies ya no existe lo que había antes, sino una cosa completamente diversa (...), y esto no únicamente por el juicio de fe de la Iglesia, sino por la realidad objetiva».

Jesús está presente en nuestros Sagrarios con independencia de que muchos o pocos se beneficien de su presencia inefable. Él está allí, con su Cuerpo, con su Sangre, con su Alma, con su Divinidad. Dios hecho Hombre; no cabe mayor proximidad. La Iglesia posee en su seno al Autor de toda gracia, a la causa perenne de nuestra santificación. De alguna manera podemos decir que la presencia eucarística de Cristo es la prolongación sacramental de la Encarnación.

Desde el Sagrario Jesús nos invita a que allí confluyan nuestros afectos, nuestras peticiones. En la visita al Santísimo y en los actos de culto a la Sagrada Eucaristía agradecemos este don, del que a veces no somos del todo conscientes. Allí vamos a buscar fuerzas, a decirle a Jesús lo mucho que le echamos de menos, lo mucho que le necesitamos, pues «la Eucaristía es conservada en los templos y oratorios como el centro espiritual de la comunidad religiosa o parroquial; más aún, de la Iglesia universal y de toda la humanidad, puesto que bajo el velo de las sagradas especies contiene a Cristo cabeza invisible de la Iglesia, Redentor del mundo, centro de todos los corazones, por quien son todas las cosas y nosotros con Él (1 Cor 8, 6)».

Ha sido constante la práctica de la Iglesia de adorar a Cristo presente en el Tabernáculo. Si los israelitas tenían tanta reverencia por aquella Tienda del encuentro en el desierto, y más tarde por el Templo de Jerusalén, que eran figuras anticipadoras o imágenes de la realidad, ¿cómo no vamos nosotros a honrar a Cristo, que se ha quedado con nosotros para siempre en el Sagrario? En los primeros siglos de la Iglesia, la razón principal para guardar las Sagradas Especies era prestar asistencia a aquellos que se veían impedidos para asistir a la Santa Misa, especialmente los enfermos y moribundos, y los encarcelados a causa de la fe. El Sacramento del Señor era llevado con unción y fervor para que también ellos pudieran comulgar. Más tarde, la fe viva en la presencia de Cristo llevó no solamente a visitar con frecuencia el lugar donde se reservaba, sino que originó el culto al Santísimo Sacramento. La autoridad de la Iglesia lo ha ratificado y enriquecido constantemente: «los cristianos –declaraba el Concilio de Trento– tributan a este Santísimo Sacramento, al adorarlo, el culto de latría que se debe al Dios verdadero, según la costumbre siempre aceptada de la Iglesia católica».

En el siglo XIII, Santo Tomás compuso un himno eucarístico que, de una manera fiel y piadosa, contiene la fe de la Iglesia. Nosotros podemos hacerlo nuestro en muchas ocasiones para alimentar nuestra piedad y honrar a Jesús Sacramentado: Adoro te devote latens deitas... Te adoro con devoción, Dios escondido, oculto verdaderamente bajo estas apariencias. A ti se somete mi corazón por completo, y se rinde totalmente al contemplarte; acato con humildad y agradecimiento –deslumbrado ante el poder de Dios, pasmado por su misericordia– todo lo que nos enseña la fe. Dios mismo se entrega, inerme, en nuestras manos: ¡qué gran lección para mi soberbia! Y, con la confianza que se acrecienta al tenerle ahí, tan cerca, pedimos al Señor su gracia para someter nuestro yo a su Voluntad...

Junto al Sagrario aprendemos a amar; allí encontramos las fuerzas necesarias para ser fieles, el consuelo en momentos de dolor. Él nos espera siempre y se alegra cuando estamos –aunque sea un tiempo corto– junto a Él. En el Sagrario Jesús espera a los hombres maltratados tantas veces por las asperezas de la vida, y los conforta con el calor de su comprensión y de su amor. Junto al Sagrario cobran diariamente su más plena actualidad aquellas palabras del Señor: Venid a Mí, todos los que andáis fatigados y cargados, que Yo os aliviaré. No dejemos de visitarlo. Él nos espera, y son muchos los bienes que nos tiene reservados.



www.geocities.com/apocalipsis_mariano

21 de Marzo del 2009

jueves, 19 de marzo de 2009

Eutanasia, opiniones y argumentos


25 Opiniones y Argumentos sobre la eutanasia. Los argumentos están sacados del documento: “La eutanasia" 100 cuestiones y respuestas sobre la defensa de la vida humana y la actitud de los católicos” Comité episcopal español para la defensa de la vida. Conferencia Episcopal Española, 1993. Los argumentos van con el número que les corresponde en el documento episcopal.

Opinión 1:

El hombre debe huir del dolor en general, y del dolor de la agonía en particular.

Argumento 13:

Todo ser humano huye por instinto del dolor y de cuanto cause sufrimiento, y esta actitud es adecuada a la constitución natural del hombre, que está creado para ser feliz y, por tanto, reacciona con aversión ante lo que atente a su felicidad.

El rechazo de lo doloroso, de lo que causa sufrimiento, es, en consecuencia, natural en el hombre. Y, por ello, este rechazo es justo y no censurable. Sin embargo, convertir la evitación de lo doloroso en el valor supremo que haya de inspirar toda conducta, tratar de huir del dolor a toda costa y a cualquier precio, es una actitud que acaba volviéndose contra los que la mantienen, porque supone negar de raíz una parte de la realidad del hombre, y este error puede llevar fácilmente a cometer injusticias y actos censurables por antihumanos, aunque pueda parecer superficialmente otra cosa.

Estas ideas son especialmente patentes en el caso de la agonía, de los dolores que, eventualmente, pueden preceder a la muerte. Convertir la ausencia del dolor en el criterio preferente y aun exclusivo para reconocer un pretendido carácter digno de la muerte puede llevar a legitimar homicidios –bajo el nombre de eutanasia– y a privar a la persona moribunda del efecto humanizador que el mismo dolor puede tener.

Opinión 2:

No satisfacer el deseo del enfermo de que lo maten, es inhumano.

Argumento 17:

“Desde luego, es natural sentir miedo a una muerte dolorosa, como es natural tener miedo a una vida sumida en el dolor. Si esta aversión se lleva al extremo, se convierte la huida del dolor en un valor absoluto, ante el cual todos los demás han de ceder. El miedo a un modo de morir doloroso y dramático puede llegar a ser tan intenso que, al anular todos los demás valores, puede conducir a desear la muerte misma como medio de evitar tan penosa situación. Este es, de hecho, el principal estímulo para quienes preconizan la aceptación legal y social de la eutanasia. Pero la experiencia demuestra que cuando un enfermo que sufre pide que lo maten, en realidad está pidiendo casi siempre que le alivien los padecimientos, tanto los físicos como los morales, que a veces superan a aquellos: la soledad, la incomprensión, la falta de afecto y consuelo en el trance supremo. Cuando el enfermo recibe alivio físico y consuelo psicológico y moral, deja de solicitar que acaben con su vida, según la experiencia común.”

Opinión 3:

Actuar por compasión es un criterio adecuado en la eutanasia.

Argumento 19:


“Es necesario saber que los motivos por los que actuamos (compasión, deseo de que seres queridos no sufran...) no pueden cambiar el fin intrínseco de nuestro actuar, que en la eutanasia es privar de la vida a otro o cooperar a que se suicide. Si los motivos prevalecieran sobre la naturaleza de los actos hasta el punto de hacer a éstos social y jurídicamente justificables, no sería posible la convivencia, pues cualquier acto, fuera el que fuese, podría quedar legitimado en virtud de los motivos íntimos de su autor. Se puede y se debe comprender y ayudar a quien obra torcidamente; también se pueden y se deben valorar las circunstancias que influyen en los actos humanos, y modifican la responsabilidad. Pero la norma general no puede decir nunca que está bien lo que está mal, por mucho que el autor de la acción crea hacer algo bueno. El fin –el motivo subjetivo– no justifica los medios –en este caso, matar–.

Quienes proponen la admisibilidad ética y jurídica de la eutanasia confunden a menudo la disposición moral íntima de las personas con lo que las leyes o la sociedad deben tener como aceptable; y confunden también las circunstancias que pueden atenuar la responsabilidad, e incluso anularla, con lo que la norma general debe disponer.”

Opinión 4:


Una muerte dolorosa o un cuerpo muy degradado son más indignos que una muerte rápida y "dulce", producida cuando cada uno quisiera.

Argumento 20:

“En su naturaleza última, el dolor y la muerte humanos encierran un misterio, que no es otro que el misterio del mismo ser humano puesto en esta tierra; es también el misterio de la libertad y del amor, que son realidades vivas e íntimas, aunque intangibles, y que no encuentran explicación suficiente en la física o la química.

El dolor y la muerte no son criterios aptos para medir la dignidad humana, pues ésta conviene a todos los seres humanos por el hecho de serlo; el dolor y la muerte serán dignos si son aceptados y vividos por la persona; pero no lo serán si alguien los instrumentaliza para atentar contra esa persona.

Una muerte digna no consiste sólo en la ausencia de tribulaciones externas, sino que nace de la grandeza de ánimo de quien se enfrenta a ella. Es claro que, llegado el momento supremo de la muerte, el protagonista de este trance ha de afrontarlo en las condiciones más llevaderas posibles, tanto desde el punto de vista del dolor físico como también del sufrimiento moral. Los analgésicos y la medicina paliativa (de la que se hablará en otro lugar) por un lado, y el consuelo moral, la compañía, el calor humano y el auxilio espiritual, por otro, son los medios que enaltecen la dignidad de la muerte de un ser humano que siempre, aun en el umbral de la muerte, conserva la misma dignidad.”

Opinión 5:

La eutanasia y el suicidio deben ser practicados y asistidos por el médico.

Argumento 21:


“La eutanasia, tal y como la plantean los defensores de su legalización, afecta de lleno al mundo de la Medicina, puesto que las propuestas de sus patrocinadores siempre hacen intervenir al médico o al personal sanitario. Pero la cuestión de la eutanasia no es, propiamente hablando, un problema médico, o no tendría que serlo.

La eutanasia merece la misma calificación ética si la practica un médico o una enfermera en el técnico ambiente de un hospital que si la practica, por otro medio cualquiera, un familiar o un amigo de la víctima. En ambos casos se trata de un hombre que da muerte a otro.

La eutanasia no es una forma de Medicina, sino una forma de homicidio; y si la practica un médico, éste estará negando la Medicina.”

Opinión 6:

La técnica médica moderna dispone de medios para prolongar la vida de las personas, incluso en situación de grave deterioro físico. Gracias a ella es posible salvar muchas vidas que hace unos años estaban irremisiblemente perdidas; pero también se dan casos en los que se producen agonías interminables y dramáticas, que únicamente prolongan y aumentan la degradación del moribundo. Para estos casos, la legislación debería permitir que una persona decidiera, voluntaria y libremente, ser ayudada a morir. Esta sería una muerte digna, porque sería la expresión final de una vida digna. Este es un argumento aceptable.

Argumento 38 y 39:

“No lo es, porque en él, junto a consideraciones razonables acerca de la crueldad de la obstinación terapéutica, se contiene una honda manipulación de la noción de dignidad. En este argumento subyace la grave confusión entre la dignidad de la vida y la dignidad de la persona. En efecto, hay vidas dignas y vidas indignas, como puede haber muertes dignas y muertes indignas. Pero por indigna que sea la vida o la muerte de una persona, en cuanto tal persona tiene siempre la misma dignidad, desde la concepción hasta la muerte, porque su dignidad no se fundamenta en ninguna circunstancia, sino en el hecho esencial de pertenecer a la especie humana. Por eso los derechos humanos, el primero de los cuales es el derecho a la vida, no hacen acepción de personas, sino que, muy al contrario, están establecidos para todos, con independencia de su condición, su estado de salud, su raza o cualquier otra circunstancia.

Es digno, ciertamente, renunciar a la obstinación terapéutica sin esperanza alguna de curación o mejora y esperar la llegada de la muerte con los menores dolores físicos posibles; como es digno también el preferir esperar la muerte con plena consciencia y experiencia del sufrimiento final. Nada de eso tiene que ver con la eutanasia; la provocación de la muerte de un semejante, por muy compasivas que sean las motivaciones, es siempre ajena a la noción de dignidad de la persona humana.”

“So capa de rechazar el empecinamiento terapéutico sin expectativa ninguna de mejoría, lo que se patrocina en realidad es el acto positivo (por acción u omisión, tanto da) de dar muerte a otro, como si eso mereciese la misma consideración que la de abstenerse de emplear medios irrazonables de prolongar una existencia precaria y dejar que el moribundo pueda vivir lo más dignamente posible su propia muerte cuando ésta llegue.

Por otra parte, la expresión "ayudar a morir" es otro ejemplo concreto de tergiversación del sentido de las palabras, pues no es lo mismo ayudar a morir a alguien que matarlo, aunque se le dé muerte por aparente compasión y a petición suya. La expresión “ayudar a morir" evoca una actitud filantrópico y desinteresada, generosa y compasiva, que se desvanecería inmediatamente si lo que se lleva a cabo mediante la eutanasia se expresara con la palabra dura, desde luego, pero precisa, que es matar.”

Opinión 7:

La aceptación de la eutanasia es un signo de civilización.

Argumento 41:

“No. Lo que es un signo de civilización es justamente lo contrario, es decir, la fundamentación de la dignidad de la persona humana en el hecho radical de ser humana, con independencia de cualquier otra circunstancia como raza, sexo, religión, salud, edad, habilidad manual, o capacidad mental o económica. Esta visión esencial del hombre significa un progreso cualitativo importantísimo, que distingue justamente a las sociedades civilizadas de las primitivas, en las que la vida del prisionero, el esclavo, el deficiente o el anciano, según épocas y lugares, era despreciada.

Los progresos científicos y técnicos en la lucha contra el dolor, tan propios de la era moderna, pueden dar esta falsa apariencia de civilización a la eutanasia, en la medida en que se la presenta como una forma más de luchar contra el dolor y el sufrimiento. Pero ya sabemos que eutanasia no es eso, sino eliminar al que sufre para que deje de sufrir. Y eso es incompatible con la civilización, pues revela un desprecio profundo hacia la dignidad radical del ser humano. Un ser humano no pierde la dignidad por sufrir; lo indigno es basar su dignidad en el hecho de que no sufra.

Es más, resulta especialmente contradictorio defender la eutanasia precisamente en una época como la actual, en la que la Medicina ofrece alternativas, como nunca hasta ahora, para tratar a los enfermos terminales y aliviar el dolor. Es probable que este resurgimiento de las actitudes eutanásicas sea una consecuencia de la conjunción de dos factores: por un lado, los avances de la ciencia en retrasar el momento de la muerte; por otro, la mentalidad contemporánea dé escapar, de huir del dolor a todo trance y de considerar el sufrimiento como un fracaso. De esta negación de la realidad surge la contradicción. ”

Opinión 8:

La eutanasia, si es voluntaria, produce efectos sociales positivos.

Argumento 44:

“Este es un error bastante extendido, que la experiencia misma se ha encargado de desmentir una y otra vez. En efecto:

a) La experiencia de los casos de eutanasia que se han visto ante los Tribunales de los países de nuestro entorno en las últimas décadas acredita que los partidarios de la eutanasia dan con suma facilidad el paso que va de aceptar la petición voluntaria de un paciente para ser” ayudado a morir”, " ayudar a morir” quien, a su juicio, debería hacer tal petición dado su estado, aunque de hecho no lo solicite. Así ha sucedido en los conocidos casos de eutanasia de enfermos de SIDA en Holanda, del Doctor Hackethal y la enfermera M. Roeder en Alemania o de las enfermeras del Hospital austríaco de Lainz, entre otros. Si a una persona en una situación dada es legítimo matarla a su petición, nada tiene de extraño que a quien está en la misma situación - pero sin posibilidad de pedir la muerte - se le presuponga igualmente un deseo de morir.

b) La experiencia de la Alemania de los años 30 y 40 de este siglo demuestra cómo se puede pasar, fácil y rápidamente, de las teorías científicas pro eutanasia a la práctica de una eutanasia realizada por motivos cada vez más subjetivos, relativos y baladíes. Ciertamente eso se vio favorecido por un entorno dictatorial, pero un entorno distinto no asegura que el fenómeno no pueda repetirse.

c) La experiencia de Holanda, donde está ya creada una mentalidad permisivo de la eutanasia, es que se crea paralelamente una lo coacción moral" que lleva a los terminales o " inútiles” a sentirse obligados a solicitar la eutanasia. Un grupo de adultos con minusvalías importantes manifestaba recientemente ante el Parlamento holandés: "Sentimos que nuestras vidas están amenazadas... Nos damos cuenta de que suponemos un gasto muy grande para la comunidad... Mucha gente piensa que somos inútiles... Nos damos cuenta a menudo de que se nos intenta convencer para que deseemos la muerte... Nos resulta peligroso y aterrador pensar que la nueva legislación médica pueda incluir la eutanasia".

La experiencia muestra que las campañas a favor de la eutanasia siempre se han iniciado asegurando sus promotores que, en todos los casos, debe ser voluntaria, es decir, querida y solicitada expresamente por quien va a recibir la muerte por este procedimiento. Pero también la experiencia acredita que el paso siguiente - pedir la eutanasia para quien no está en condiciones de expresar su voluntad: el deficiente, el recién nacido, el agónico inconsciente - es sólo cuestión de tiempo, porque ya ha quebrado el principio del respeto al derecho fundamental a la vida. Es más: cuando se inician los debates acerca de la legalización de la eutanasia siempre se produce la misma contradicción: se insiste en legalizar sólo la eutanasia voluntaria, pero para ilustrar los "casos límite" se ponen, en cambio, ejemplos de enfermos terminales inconscientes y, por lo tanto, incapaces de manifestar su voluntad.

La diferencia entre eutanasia voluntaria e involuntario no existe en la práctica: una vez legalizada la primera, fácilmente se cae en la segunda, puesto que los casos prácticos surgen inmediatamente, y ya está relajada la capacidad social de defender la vida de los inocentes.”

Opinión 9:

La aceptación social de la eutanasia responde a un verdadero sentimiento de compasión hacia el que sufre y no tiene remedio.


Argumento 46:

“Desde el punto de vista puramente subjetivo, puede ser: alguien –médico, familiar– puede estar convencido de que hace un bien a otro procurando su muerte. Pero si convirtiésemos la sensibilidad personal, los sentimientos subjetivos, en fuente de la moralidad de los propios actos, se podría llegar a conclusiones objetivamente inhumanas: un príncipe europeo medieval podía creer sinceramente que aplicando tormento al reo le hacia un bien, puesto que de esta manera diría la verdad y salvara su alma en el patíbulo; un estadounidense del siglo XVIII podía pensar que tener esclavos era una forma de ayudarlos a sobrevivir; y un padre de familia de finales de este siglo puede pensar que matar a un hijo recién nacido subnormal es ayudarle a evitar sufrimientos futuros.

Los sentimientos del príncipe medieval, del americano del siglo XVIII y del padre infanticida contemporáneo aludidos pueden ser subjetivamente bondadosos, pero son objetivamente inhumanos. Lo mismo sucede respecto a la eutanasia: quien decide practicarla o ayuda a que se practique puede actuar creyendo que beneficia a quien da muerte, pero objetivamente su acción es repudiable, pues está arrogándose el derecho de decidir qué es bueno o malo para el otro. Si la convivencia social hubiera de fundamentarse sobre los sentimientos subjetivos, con olvido de las realidades morales objetivas, no habría posibilidad de establecer normas generales de comportamiento y estaríamos en la selva, donde imperaría la ley del más fuerte, ya que por definición toda acción voluntaria es vista por su autor como un bien.”

Opinión 10:

Hay situaciones en las cuales la vida humana está tan deteriorada, que no puede decirse que sea propiamente humana, el mantener a estas personas con vida es, más que un acto de protección y respeto, una forma de tortura disfrazada de humanitarismo. Es necesario plantearse seriamente la legalización de la eutanasia para estos casos extremos y definitivos, por doloroso que sea, porque una vida así no merece ser vivida. Esta opinión es aceptable.

Argumento 49:

“No lo es, porque el derecho a la vida deriva directamente de la dignidad de la persona, y todos los seres humanos, por enfermos que estén, ni dejan de ser humanos ni su vida deja de merecer el máximo respeto. Olvidar este principio por la visión dramática de minusvalías profundas conduce inexorablemente a hacer depender el derecho a la vida de la calidad de ésta, lo que abre la posibilidad de colocar la frontera del derecho a la vida con arreglo a "controles de calidad" cada vez más exigentes, según el grado de egoísmo o de comodidad que impere en la sociedad.

Este proceso se llevó al extremo con los programas eutanásicos a gran escala de la época nazi, que se iniciaron también con un caso límite de "muerte por compasión", el de un niño ciego y subnormal con sólo dos extremidades, internado a finales de 1938 en la crónica pediátrica de la Universidad de Leipzig; la abuela de ese niño solicitó a Hitler que le garantizase la "muerte por compasión", cosa que ocurrió seguidamente. A partir de entonces, Hitler ordenó poner en marcha un programa que aplicase los mismos criterios de misericordia" a casos similares. El 18 de agosto de 1939 se dispuso la obligación de declarar a todos los recién nacidos con defectos físicos.

La experiencia del nazismo no es de la remota antigüedad o de un pueblo salvaje y primitivo, sino de mediados del siglo XX y de uno de los pueblos más tecnificados y cultos de su época. Tampoco se refiere a un pueblo señaladamente sanguinario e inhumano, sino a un pueblo normal, en el que sólo unos 350 de los 90.000 médicos alemanes aceptaron la realización de estos crímenes, con los resultados escalofriantes que después se han conocido. Y todo esto fue posible porque se aceptó la teoría de las "vidas humanas sin valor vital", es decir, las vidas que, por su precariedad, no merecen ser vividas.

Este argumento en favor de la eutanasia se sustenta también en otro error grave, que es el de concebir al cuerpo humano como un objeto, contrapuesto al propio hombre como sujeto; según eso, el hombre seria el sujeto, que "tiene" un cuerpo al que puede utilizar, manipular, incluso suprimir, en aras de la dignidad de ese sujeto personal. Este error profundo niega la realidad humana, al negar que el ser humano es cuerpo y espíritu, cuerpo y mente, y que ambos elementos constituyen al ser humano de manera indisociable.

La persona humana no es el mero espíritu, al que convendrían las cualidades de la persona como sujeto: libertad, responsabilidad, valor moral, etc., mientras que el cuerpo sería un mero objeto, perteneciente al orden de las cosas, y por lo tanto carente de valor moral y de dignidad merecedora de respeto. Si se incurre en este error antropológico, es inevitable acabar defendiendo la eliminación de aquellos seres humanos a quienes la cárcel de sus cuerpos defectuosos impide el desarrollo pleno de su humanidad. Pero la persona humana no es un sujeto pensante y libre que se haya instalado en un cuerpo; la persona humana es (también) cuerpo, y por eso el respeto a la dignidad de la persona es absolutamente incompatible con la falta de respeto radical al cuerpo, hasta el punto de suprimirlo por ser gravemente deficiente. ”

Opinión 11:

La eutanasia es una manifestación de solidaridad social.

Argumento 51 y 52:


“Los defensores de la eutanasia así lo exponen conforme a la siguiente argumentación: la enfermedad, invalidez o vejez de algunas personas ha llegado a extremos que convierten esas vidas en vidas sin sentido, inútiles y aun seriamente gravosas, no sólo para los familiares y allegados, sino también para las arcas públicas, que tienen que soportar cuantiosísimos dispendios en prestaciones sanitarias de la Seguridad Social y subsidios de diversa índole, con la carga que eso supone para los contribuyentes. Estas situaciones se prolongan, además, gracias a los avances de la investigación científica que han logrado alargar considerablemente las expectativas de vida de la población. Por consiguiente, el Estado tiene el derecho, y aun el deber, de no hacer que pese sobre la colectividad la carga del sostenimiento de estas vidas sin sentido. El efecto de esta acción redundará en beneficio del conjunto de la colectividad, lo que no deja de ser una manifestación de solidaridad social.

El argumento de las "vidas improductivas", por razones fáciles de comprender, nunca se plantea en los inicios del debate social sobre la eutanasia, pero tampoco faltan quienes, en foros restringidos o en ambientes académicos, mencionan las "vidas sin sentido” como candidatas a la eutanasia por razones socioeconómicas.”

“El sacrificio de seres humanos enfermos, ancianos o impedidos para que no resulten gravosos a los familiares, o para mejorar las condiciones económicas de la colectividad es una manifestación de totalitarismo, es decir, de prevalencia de la colectividad sobre los individuos hasta el extremo de despreciar el derecho de éstos incluso a vivir si son un estorbo para aquella. Por duro que resulte, se hace preciso recordar lo que ocurrió en el régimen hitleriano, donde bajo el nombre de eutanasia lo que se acabó realizando fue el genocidio de los considerados "parásitos inútiles", esto es, "vidas sin sentido", según el eufemismo de quienes propugnan la eutanasia por razones socioeconómicas.

De nuevo aparece aquí la perversión profunda de los valores humanos y sociales, y queda enmascarada bajo una presunta "solidaridad social" la manifestación más atroz de insolidaridad, que consiste en la eliminación física de los conciudadanos gravosos, molestos o Inútiles. No estamos, pues, aquí, sólo ante una tergiversación del sentido de las palabras, sino ante su completa vuelta del revés.”

Opinión 12:


Pretender que la eutanasia siga siendo perseguida como delito supone que una parte de la sociedad pretende imponer a otra parte su propia moral o religión.

Argumento 55:

“No, en modo alguno. La defensa de la dignidad de la persona y de sus derechos, incluido el primero de ellos, que es el derecho a la vida, ha de ser fin primigenio de la sociedad y del Estado, pues de lo contrario la institucionalización por la sociedad del poder público y los instrumentos de éste, como el Derecho, no serían más que expresión de violencia al servicio de la pura fuerza.

Defender la vida frente a la eutanasia (como frente al aborto provocado) no es una postura religiosa, sino humanista, aunque a ella puedan coadyuvar motivos religiosos en el caso de los creyentes.

Las sociedades y los Estados tienen obligación de poner los medios, también los jurídicos, para que no se mate a seres humanos, y por tanto, también para que no se practique la eutanasia, que es una forma de matar; del mismo modo que tienen obligación de poner los medios para que no se asesine, se viole o se robe. Cuando el Estado prohibe y sanciona la violación no está defendiendo la moral católica de forma intransigente frente a otras opiniones, aunque coincida con la moral católica en que la violación debe ser rechazada. Lo mismo sucede respecto a la eutanasia.”

Opinión 13:

Como la eutanasia se admite, en determinados casos especialmente graves, en algunos pocos países, estas prácticas son admisibles en esos casos.

Argumento 56:

“No. Lo único que pasaría es que los poderes públicos no perseguirían ni castigarían a quienes mataren a otros en los supuestos eutanásicos, porque habrían admitido la legitimidad de la violencia y la pura fuerza como criterio regulador de la relación entre los particulares.

En tal caso la eutanasia seguiría siendo lo que realmente es: el acto por el que un ser humano da muerte a otro. Y este acto –aunque se haga con el beneplácito de las leyes– es intrínseca y esencialmente reprobable, como lo es discriminar a la mujer respecto al hombre en Irak, o torturar y matar judíos, o anticomunistas, o comunistas en la Alemania nazi, la Camboya Jmer o ciertas dictaduras hispanoamericanas recientes, respectivamente. El que las leyes y los poderes públicos amparen conductas contrarias a la dignidad humana no hace a tales conductas lícitas, sino a tales leyes rechazables e ilegítimas por inhumanas.”

Opinión 14:

Ha habido culturas y civilizaciones que han admitido la legitimidad de suprimir la vida de determinadas personas (de otra raza o tribu, esclavos, inútiles por su edad o su enfermedad, etc.)

Argumento 63:

“Efectivamente. Casi siempre en la historia de la Humanidad han convivido en permanente tensión el ideal por garantizar el respeto a la vida en las costumbres y las leyes, por un lado, y, por otro, formas de relación humana basadas en la violencia, o en ideologías o prejuicios que niegan que determinados grupos de seres humanos merezcan vivir.

Según las diversas épocas y culturas, se ha negado por algunos el derecho a vivir de los que pertenecen a otras naciones u otras tribus, de quienes son de otra raza o caen en esclavitud, de los ancianos y enfermos, o de las mujeres o los recién nacidos defectuosos. Pero frente a estas costumbres, ideas o leyes inhumanas, siempre - en todos los pueblos y épocas - ha ido abriéndose paso la idea ética de que todos los seres humanos son esencialmente iguales y tienen derecho a la vida sean cuales fueren su raza o las diversas circunstancias de su vida. Hay que añadir que en cada época se tiende a ver como prácticas inadmisibles las brutalidades que en la época anterior se consideraban como algo normal, pero desaparece el sentido cirrótico y se cierran los ojos, consciente o inconscientemente, ante las barbaridades que la propia época admite en sus leyes o sus usos sociales.

La Humanidad ha ido eliminando progresivamente las costumbres y las leyes inhumanas. Así, la esclavitud, la tortura, el racismo, el infanticidio, el abandono de ancianos y enfermos, el menosprecio a la mujer, han ido desapareciendo - con altibajos - de las costumbres de los pueblos más civilizados. La influencia del cristianismo en la cultura occidental ha ido extendiendo la idea clara del no matarás", que va calando a medida que se descubre la profundidad de las aplicaciones prácticas de este mandamiento.

Aunque nunca se ha perdido del todo la conciencia ética del respeto que merece todo ser humano, en cada época algunos grupos sociales se han convencido así mismos de que hay algunos seres humanos que no tienen derecho a vivir: así ha ocurrido con respecto a los negros, los esclavos, los judíos, los aristócratas, los burgueses, los campesinos, los de otra nación, los no nacidos o los llamados "inútiles" porque, por su salud precaria o su edad avanzada, ya no son productivos y resultan una carga. ”

Opinión 15:

Es legítima la decisión de una persona de disponer de su propia vida, incluido el suicidio.

Argumento 69:

“No. En la conservación de la vida humana existen a la vez intereses individuales y sociales; y ni los primeros pueden prevalecer sobre los segundos en exclusividad, ni los segundos sobre los primeros.

Ningún ser humano es una realidad aislada, fuente autónoma y exclusiva de derechos y obligaciones. Todos somos solidarios por la mutua interacción entre padres e hijos, entre cada uno y el resto de la sociedad; por eso nadie tiene derecho a eliminar la vida, aun la propia. Así lo ha entendido la tradición jurídica occidental, que ha negado toda validez al consentimiento prestado para recibir la muerte, al considerar el derecho a la vida como indisponible, es decir, como un "derecho - deber".

Por eso, en nuestro Derecho el auxilio al suicidio es delito, el homicidio consentido se castiga con la misma pena que cualquier otro homicidio, y el no evitar un suicidio pudiendo hacerlo es también delito: el delito de omisión del socorro debido. Y por las mismas razones, nuestros Tribunales han reconocido el derecho a alimentar forzosamente a quienes se ponían en peligro de muerte por huelgas de hambre, o el derecho de los médicos a salvar la vida de quienes la pusieron en riesgo al intentar suicidarse, o el derecho de los jueces a autorizar actos médicos tendentes a salvar vidas de pacientes que se niegan a recibir tratamientos normales que no implican riesgos.”

Opinión 16:

¿Por qué el Estado ha de impedir a las personas renunciar al derecho a vivir y, en cambio, les permite renunciar a otros derechos, como votar, casarse, asociarse, etc.?

Argumento 70:


“Porque la renuncia a ejercitar el derecho a casarse, a votar, a asociarse o a opinar sobre una materia determinada, por ejemplo, se refiere a derechos que no quedan anulados, sino que en otras circunstancias pueden ejercitarse. Estos derechos - libertades no se pierden por la renuncia a su ejercicio en un momento concreto.

Existen, sin embargo, otros derechos de la persona que, de renunciarse a ellos, la misma persona o su dignidad quedarían anuladas. En esos casos, el Estado y el Derecho niegan validez a la expresión de voluntad de quien renuncia a ellos. Eso ocurre con el derecho a la vida: si una persona pretende darse muerte o pide que otros la ayuden a morir, está anulando su dignidad y sus derechos con carácter definitivo; por eso el Derecho no se desentiende de esa decisión, sino que la considera ineficaz y obliga a poner los medios para evitar que sea irreversible.

Además, el argumento del pretendido derecho del enfermo a decidir él como y el cuándo de la propia muerte tropieza con un obstáculo insalvable en la práctica. En la medida en que su propia situación clínica lo incapacita para suicidarse, el titular de ese supuesto derecho no puede ejercer él solo su autodeterminación, sino que ha de incorporar necesariamente a su decisión a otras personas. Al tratarse de un derecho del enfermo que afecta a su misma vida, esas personas vendrían obligadas a respetarlo, puesto que contra el ejercicio de los derechos humanos no cabe la objeción de conciencia. Se llegaría así a crear una "obligación de matar", disparate que no sólo repugna a la más elemental noción de libertad, sino también al sentido común.”

Opinión 17:

Yo hago con mi vida lo que quiero, y renuncio a vivirla.

Argumento 71:


“Son muchos los derechos irrenunciables por su titular en las sociedades modernas. No se admite la renuncia a la integridad física, al derecho a la educación, a condiciones de trabajo dignas, etc. El consentimiento de una persona a que la mutilen o lesionen no evita que quien mutila o lesiona cometa un delito; o el deseo de un muchacho y sus padres de renunciar a recibir la instrucción básica no es tenido en cuenta por el Derecho y el Estado, que obligan al joven a recibir la educación que las leyes definen como obligatoria.

En materia laboral el ejemplo es muy claro y nos es próximo: en nuestra sociedad existen muchas personas dispuestas a trabajar en condiciones higiénicas o de seguridad inferiores a las exigidas por las leyes, o a trabajar más horas que las permitidas o por menos salario que el fijado legalmente como mínimo; sin embargo, el Derecho y el Estado no reconocen validez al consentimiento de esas personas, e imponen obligatoriamente el respeto a los derechos de los trabajadores aun en contra de la voluntad de éstos. En un caso extremo, piénsese la opinión que merecería un contrato voluntario de esclavitud.

Razones más importantes concurren todavía para que el Estado y sus leyes consideren irrenunciable el derecho a la vida, que hace posibles todos los demás y que si se pierde ya no es recuperable, pues es la base por el bien que protege: la vida de la propia dignidad humana.

Lo mismo sucede con el cinturón de seguridad en los coches: al ciudadano puede apetecerle o no ponérselo, pero el Estado le obliga a ello amenazándole con una sanción si no respeta esta obligación. La razón es que se da por supuesto que la vida de cada uno no es sólo de su particular y privado interés, sino que la sociedad está legitimada para exigir que cada uno asegure que no arriesga gratuita o imprudentemente su vida.”

Opinión 18:

El derecho a morir cuando uno quiera lo consagra la libertad.

Argumento 74:


“Si la libertad, entendida como la capacidad del ser humano para hacer cualquier cosa que quisiera, fuese fuente absoluta e incondicionada de derechos, no existirían los ordenamientos jurídicos, ni la sociedad, ni el Estado, pues cada persona determina por sí misma lo que es justo o injusto, bueno o malo, permitido o prohibido; y serían ilegítimos el Parlamento, los Tribunales, los Gobiernos, las leyes y los derechos humanos.

La libertad, como valor superior reconocido en la Constitución, se hace efectiva en los derechos que ésta garantiza en concreto, y no puede ser disculpa ni para negar tales derechos ni para violar el resto de las leyes. Así lo ha entendido el Tribunal Constitucional español con acierto en las Sentencias antes citadas.

El suicidio jamás ha sido considerado un derecho del hombre. De hecho, cuando se redactó la Declaración Universal de los Derechos Humanos en las Naciones Unidas, ese pretendido derecho no se incluyó, y no fue por omisión involuntario, ya que hubo varias propuestas de que se incorporase a la Declaración, y fueron rechazadas. Se dirá que en otro momento histórico futuro podría ocurrir al revés, y es, efectivamente, pero eso no cambiaría la realidad profunda de las cosas. La mención de la situación actual se aduce aquí sólo como constatación de un hecho cierto.”

Opinión 19:

Es coartar la libertad y la autonomía individual el negar al ser humano la capacidad de decidir cuándo y cómo quiere morir.

Argumento 75:

“No lo es, porque no tiene sentido contraponer el derecho a la libre autodeterminación de la persona –como expresión de su dignidad– al bien de la vida humana, puesto que la vida humana, cualquiera que sea su estado de plenitud o de deterioro, es siempre vida personal, y por lo mismo goza indisociablemente de la dignidad indivisible de la persona, realidad unitaria de cuerpo y espíritu.

Enfrentar como incompatibles, aunque sea en determinadas circunstancias, la libertad y la vida equivaldría a la contradicción de realizar, en nombre de la dignidad de la persona como sujeto libre, un acto contra la dignidad de la persona, puesto que la vida, que es un bien fundamental de la persona, goza de su misma dignidad.

En este tipo de planteamientos de la libertad y la autonomía individual se esconde la falacia de considerar la libertad como un bien desligado de toda referencia a la verdad y el bien de la persona. El pretendido derecho a acabar con su vida no es para el hombre una afirmación de su dignidad, sino el intento de negarla en su misma raíz.

El pretender que el hombre no es plenamente libre si no le está permitido decidir su propia muerte entraña un sofisma tan pueril como el afirmar que Dios no es omnipotente porque hay algo que no puede hacer: el mal, es decir, no puede ir contra Sí mismo.”

Opinión 20:

Es evidente que el hombre usa de su libertad (bien o mal, eso es otra cuestión) cuando decide su propia muerte.


Argumento 77:

“Bajo el término "libertad" se esconden dos realidades enteramente distintas. Por una parte, cuando se habla de libertad se puede entender la mera facultad de hacer o no hacer, de hacer una cosa u otra, sin más. Entendida de este modo, la libertad no es más que la mera constatación de que el hombre puede actuar sin ser coaccionado, pero se prescinde por completo de si lo que hace es bueno o malo, justo o injusto, elogiable o repugnante. El ejercicio de la libertad así entendida no nos dice nada sobre si lo que el hombre hace o deja de hacer es admisible o recomendable ética o jurídicamente, o si, por el contrario, debe ser evitado y, en su caso, perseguido y castigado.

Pero también puede entenderse el término "libertad" para designar aquellas conductas humanas que reflejan la posibilidad existente en el hombre de realizar lo mejor de que es capaz, dando así una connotación ética a los actos que se consideran libres. En este sentido, el hombre que mata, viola o roba no ejercita propiamente su libertad; sí lo hace quien piensa, ama, vota o trabaja. En este segundo sentido, el término "libertad" permite un examen de las conductas humanas que lleve a algo más que a la mera constatación de que, de hecho, son posibles sin coacción.

La confusión aparece cuando se pasa del primer sentido al segundo, como si la pura circunstancia de que una acción es libre (en el sentido de que se realiza sin coacción) significase que sólo por eso ya es moralmente aceptable y jurídicamente defendible. Pero la experiencia demuestra que este salto lógico no es posible. Si lo fuera, habría que admitir el absurdo de que la violación, el atraco y la tortura, si se realizasen consciente y voluntariamente (es decir, libremente, en el primer significado expuesto), en lugar de ser delitos abominables serían derechos amparados por la ley.

En definitiva, en cierto sentido puede decirse que el hombre usa su libertad cuando decide su propia muerte, si toma esta decisión con plenitud de facultades y sin ser coaccionado; pero que la use bien o mal no es "otra cuestión”, sino que es precisamente lo que importa, lo decisivo, a la hora de establecer un juicio ético o jurídico sobre sus actos.”

Opinión 21:

Existen situaciones de extrema gravedad y circunstancias dramáticas en las que unas personas dan muerte a otras por compasión ante sus sufrimientos intolerables, o bien obedeciendo al expreso deseo de quienes quieren abreviar su vida, por hallarse en la fase terminal de una enfermedad incurable. Estas prácticas existen y, al no estar legalmente reguladas, se desarrollan en la clandestinidad, con lo que se impide por completo cualquier clase de control sobre los excesos o abusos que puedan producirse. En consecuencia, hay que establecer una regulación de esos casos límite. Es éste un argumento razonable.

Argumento 79:

“No, ciertamente. El hecho de que se cometan delitos –obviamente, en la clandestinidad– no es razón para que esas conductas tengan que ser legalizadas. Según esta extraña lógica, habría que regular la evasión de impuestos en los casos límite de contribuyentes que tuvieran extremas dificultades para cumplir sus deberes con el Fisco, a fin de que no defrauden en la clandestinidad.

Cuando en la comisión de un delito concurren circunstancias especiales, la actitud razonable no es legalizar el delito en tales circunstancias, sino que el juez las tenga en cuenta a la hora de ponderar en el correspondiente juicio la responsabilidad del autor o los autores, si la hubiera.

Por otra parte, también en este tipo de argumentos nos hallamos ante la manipulación de las palabras y su significado. Los partidarios de la eutanasia propugnan su legalización para, mediante su control, impedir "excesos o abusos". Esta forma de presentar la cuestión presupone que, en determinadas circunstancias, la práctica de la eutanasia no es un exceso o un abuso; es decir, se ciega la posibilidad de debatir la naturaleza misma de la eutanasia, porque se parte gratuitamente del supuesto de que hay eutanasias abusivas y eutanasias correctas, lo cual es falso. Además, con esta forma de argumentar se intenta producir la impresión de estar solicitando una legislación restrictiva, cuando en la realidad se solicita una norma permisivo, que es exactamente lo contrario.”

Opinión 22:


Los médicos pueden tomar las decisiones que quieran para mantener con vida a sus pacientes.

Argumento 83:


“No. El Derecho español se basa en el principio de que el tratamiento médico sólo es legítimo si el paciente consiente en él. Si un médico decidiera actuar sobre un paciente en contra de la voluntad de éste, podría cometer un delito de coacciones. Ahora bien, la libertad del paciente para recibir o no un determinado tratamiento, o sufrir o no una intervención quirúrgica, no llega hasta el extremo de obligar al médico a cometer un delito como quitarle la vida. Si la voluntad del paciente revelase una actitud claramente suicida, el médico podría y debería - con autorización judicial, en su caso aplicarle tratamientos ordinarios y no arriesgados para mantenerlo en vida, ya que, de lo contrario, podría cometer el delito de omisión del socorro debido.”

Opinión 23:

Es preciso legalizar la eutanasia para evitar el encarnizamiento terapéutico.

Argumento 86:

“Quienes defienden tal argumento, o hacen pura demagogia al llamar "encarnizamiento terapéutico" a que el médico no pueda ser obligado a acabar con la vida de sus pacientes cuando éstos o sus familiares lo soliciten, o engañan –de buena o mala fe– a la opinión pública pretendiendo que ésta caiga en el error de legalizar un mal (la eutanasia) para evitar otro mal (el encarnizamiento terapéutico), cuando la verdad es que ambos males ya están prohibidos y castigados por las leyes.”

Opinión 24:

Los que se oponen a la eutanasia lo hacen sólo por motivos religiosos.

Argumento 90:


“Además de un problema médico, político o social, la eutanasia es un grave problema moral para cualquiera, sea o no creyente.

Quienes creemos en un Dios personal que no sólo ha creado al hombre sino que ama a cada hombre o mujer en particular y le espera para un destino eterno de felicidad y, en especial, los católicos, tenemos un motivo más que los que pueda tener cualquier otra persona para rechazar la eutanasia, pues los que así pensamos estamos convencidos de que la eutanasia implica matar a un ser querido por Dios que vela por su vida y su muerte. La eutanasia es así un grave pecado que atenta contra el hombre y, por tanto, contra Dios, que ama al hombre y es ofendido por todo lo que ofende al ser humano; razón por la que Dios en su día pronunció el "no matarás" como exigencia para todo el que quiera estar de acuerdo con Él.

Para los católicos, la eutanasia, como cualquier otra forma de homicidio, no sólo es un ataque injustificable contra la dignidad humana, sino también un gravísimo pecado contra un hijo de Dios.

Oponerse a la eutanasia no es postura exclusiva de quienes creen en Dios, pero para éstos es algo natural y no renunciaba: para ellos la vida es don gratuito de Dios y nadie está legitimado para acabar con la vida de un inocente. ”

Opinión 25:

¿Por qué la Iglesia condena el suicidio y la eutanasia y, en cambio, exalta el martirio?.

Argumento 92:

“La vida humana en su dimensión corporal participa ciertamente, según se ha dicho antes, de la dignidad de la persona y, por lo mismo, no se puede atentar contra ella por ningún motivo.

La Iglesia condena por ello el suicidio y el homicidio. en sus diversas formas y cualesquiera que sean los motivos que se invoquen para cometerlos. Tan condenable es la eutanasia en cuanto una forma de homicidio por motivo de piedad y compasión, como el atentado contra la propia vida por un motivo religioso, que sería en ese caso, desde luego, un suicidio.

Pero es evidente que el mártir no es un suicida que atenta contra su vida por un motivo religioso. El mártir no se quita la vida: se la quitan. No realiza un suicidio, sino que es víctima de un homicidio. No quebranta, pues, en absoluto, el principio de la inviolabilidad de la vida humana como bien fundamental de la persona.

Ahora bien: la vida humana en su dimensión corporal participa de la dignidad de la persona, pero no se identifica con esta dignidad. La persona humana es cuerpo, pero es también más que cuerpo. Forman parte, por ello, de la dignidad de la persona otros valores más altos que el de su vida física, y por los que el hombre puede entregar su vida, gastarla y hasta acortarla mientras no atente directamente contra ella. La vida humana, siendo un valor fundamental de la persona, no es el valor absoluto y supremo.

La Iglesia, que condena el suicidio y el homicidio por atentar contra un bien fundamental e inviolable de la persona, exalta el martirio por cuanto es una entrega que el mártir hace de su vida física en aras de unos valores superiores a ella, como son su fidelidad y amor a Dios, dando con ello testimonio heroico de vida coherente con las más altas exigencias de la dignidad de la persona humana lejos de atentar contra esta dignidad hace una máxima afirmación de ella.

Que la entrega de la vida sea una muestra de la dignidad de la persona humana es, por otra parte, fácil de advertir. La experiencia cotidiana nos brinda ejemplos de vidas que se entregan, se gastan en cada momento en el ejercicio de las responsabilidades familiares, profesionales o sociales. La madre que quebranta su salud pasando noches enteras junto al lecho de su marido o su hijo; el bombero que arriesga su vida por sofocar un incendio; el empresario o el sindicalista que sufren enfermedades derivadas de la tensión por mantener unos puestos de trabajo; el socorrista que se pone en trance de morir ahogado... Todos éstos son ejemplos, entre otros muchos, de formas de gastar, de acortar y de arriesgar la propia vida en aras de valores solidarios. Cuando el valor que se pone en juego es un valor supremo, el ofrendar supremamente la vida es una actitud coherente y admirable, y es evidente que nada de eso tiene que ver con la eutanasia.

Es en esta lógica de la entrega, de la donación de la vida, donde se enmarca el martirio, y por lo que merece ser exaltado.”


Ignacio Avila


Fuente: Canal Social