martes, 25 de enero de 2022

LOS ORÍGENES APOSTÓLICO-PATRÍSTICOS DE LA "MISA TRIDENTINA" (1/2) Por Sor María Francesca Perillo



La Santa Misa de siempre


La Misa [lat. missa 'despedida', 'misa'] "Tridentina" no fue inventada por San Pío V ni por el Concilio de Trento, sino que se remonta a los tiempos apostólicos. La liturgia, de hecho, no es la expresión de un sentimiento de los fieles, sino que es "la" oración oficial de la Iglesia; es Dogma rezado. Contiene algo de eterno que no está construido por manos humanas. «Ecce ego sum vobiscum» [yo estoy con vosotros], dice Cristo a su Iglesia (Mt 28,20).


Papa san Gregorio Magno

Introducción 

El término "Misa Tridentina" o "Misa de San Pío V" indica, por lo general, la celebración del rito de acuerdo con el llamado Vetus Ordo, es decir, anterior a la reforma litúrgica post-conciliar. Se trata de dos expresiones inadecuadas, ya que, si bien es cierto que el Papa San Pío V promulgó un Misal a continuación del Concilio de Trento, en realidad no hizo sino fijar y circunscribir cuidadosamente un ritual que ya estaba en uso en Roma desde hacía siglos. Su origen se remonta, en sus elementos esenciales, por lo menos a mil años antes, precisamente al Papa San Gregorio Magno. De este último pontífice resulta también el nombre, más correcto, pero no exhaustivo, de rito gregoriano. No exhaustivo porque desde San Gregorio el Grande, como veremos, el rito se remonta a los tiempos apostólicos para finalmente enlazarse a la Última Cena y al Sacrificio cruento de Nuestro Señor Jesucristo, de los cuales cada Misa es representación constante e incruenta actualización. 



Papa San Pío V

Se ha observado con razón que la Misa (así como también el antiguo Breviario) no tiene autor, ya que de una gran parte de sus textos no puede decirse cuándo hayan tenido origen ni cuándo hayan encontrado una sistematización definitiva. Cada cual, por esto, «percibía que era algo eterno y no construido por manos humanas» [1] (M. Mosebach). Es cierto, en efecto, que el Misal Romano - como afirma el beato Ildefonso Schuster- representa en su conjunto «la obra más elevada e importante de la literatura eclesiástica, la que mejor refleja la vida de la Iglesia, el poema sagrado en el que han puesto mano cielo y tierra» [2].


 «Nuestro Canon -afirma Adrien Fortescue- está intacto, como todo el esquema de la Misa. Nuestro Misal sigue siendo el de san Pío V. Tenemos que agradecer que su mandato haya sido muy escrupuloso en mantener o restaurar la antigua tradición romana. En esencia, el Misal de san Pío V es el Sacramentario Gregoriano, modelado en el libro gelasiano, que a su vez depende de la colección leonina. Encontramos las oraciones de nuestro Canon en el tratado De Sacramentis, y referencias al mismo Canon en el siglo IV. Así, nuestra Misa se remonta, sin cambios esenciales, a la época en la que por primera vez se desarrolló a partir de la más antigua Liturgia [...] A pesar de los problemas sin resolver, a pesar de los cambios sucesivos, no existe en la cristiandad otro rito tan venerable como el nuestro» [3].

 Antes de profundizar en lo específico de la materia, nos parece oportuno recordar y reiterar algunos principios fundamentales de la sagrada Liturgia [La palabra liturgia viene del griego λειτουργία (pronunciado lituryía) que significa "servicio público", a través del latín] que parecen haber caído en el olvido con consecuencias lo bastante aberrantes como para reducir las sagradas Sinaxis a celebraciones «etsi Deus non daretur» [como si Dios no existiera] [4]. Lo que significa de facto la muerte de la Liturgia.

El primer principio es que la Liturgia no es, nunca ha sido ni será nunca, la expresión del sentimiento del fiel hacia su Creador. Es más bien el cumplimiento por parte del fiel de un deber suyo para con Dios, que debe expresar de acuerdo con las mismas enseñanzas divinas. Es el llamado ius divinum, a saber, el derecho de Dios a ser adorado como Él ha establecido. La Liturgia no es cualquier oración que el fiel dirige espontáneamente a Dios, sino "la" oración oficial de la Iglesia: no hay en ella nada que inventar, ni que innovar, ni que adaptar. La liturgia nunca es propiedad privada de nadie, ya sea del celebrante o de la comunidad. No es la expresión de la conciencia de una comunidad, por lo demás dispersa y cambiante [5]. En virtud de esto, la Liturgia católica no es y no puede ser "creativa" [6]. ” No lo puede ser por la sencilla razón de que no es un producto humano, sino la obra de Dios, como lo [han reconocido y] subrayado en repetidas ocasiones [los mismos que la han prohibido, y que luego la indultan, como se hace a los reos] [7]. Es interesante observar en este sentido cómo ya en el siglo primero, la Liturgia - aunque todavía en un estado primitivo - tenía un orden propio que los cristianos consideraban remontable al mismo Cristo. Fortescue nota que, desde su creación, la oración de los primeros cristianos nunca consistió en reuniones organizadas para su propio solaz [8]. Lo demuestra con evidencia meridiana la primera carta de san Clemente a los Corintios, que dice lo siguiente: «1. Debemos hacer con orden todo aquello que el Señor nos manda cumplir en los tiempos establecidos. 2. Él nos prescribió hacer las ofrendas y las liturgias, y no al azar o sin orden, sino en circunstancias y horas establecidas. 3. Él mismo, con su soberana voluntad, determina dónde y por quién quiere que se cumplan, para que todo lo que se hace santamente con su santa aprobación sea grato a su voluntad. 4. Los que hacen sus ofertas dentro de los tiempos establecidos son apreciados y amados. Siguen las leyes del Señor y no yerran. 5. Al sumo sacerdote le son conferidos oficios litúrgicos especiales, a los sacerdotes se les ha asignado una tarea específica y a los levitas les incumben sus propios servicios [Las Órdenes menores abolidas, contra toda la tradición, por Paulo VI, Ministeria quaedam]. El laico está ligado a los preceptos laicos» (Capítulo XL). Desde el primer siglo, por tanto, hay en el Culto Divino un orden bien establecido y una jerarquía que se consideran como provenientes del Señor. 


Papa San Clemente I, visión de la Santísima Trinidad

En segundo lugar, la Liturgia está anclada en la Tradición, que es fuente de la revelación al par de la Sagrada Escritura. «La Liturgia -afirma el gran liturgista dom Guéranger [abad benedictino]- es la misma Tradición en su más alto grado de poder y solemnidad»; es «el pensamiento más santo de la sabiduría de la Iglesia por el hecho de ser ejercida por la Iglesia en unión directa con Dios en la confesión (de fe), en la oración y en la alabanza». La liturgia, en otras palabras, es el dogma rezado. 

Los enemigos de la Iglesia conocen a fondo este principio. Ellos saben bien que el pueblo de Dios es instruido, en primer lugar, por y en las sagradas [liturgias]. Demolidas aquellas, se demuele la fe. Con visión profética dom Guéranger había comprendido que el odio hacia la Liturgia católica es un denominador común de los diversos novatores que se sucedieron en el curso de los siglos, los cuales para atacar al Dogma católico empezaron su feroz obra de destrucción partiendo de la Liturgia. «El primer carácter de la herejía antilitúrgica - escribe- es el odio de la Tradición en las fórmulas del culto divino. No se puede negar la presencia de este específico carácter en todos los herejes, desde Vigilancio hasta Calvino, y la razón es fácil de explicar. Cada sectario que quiere introducir una nueva doctrina se encuentra necesariamente en presencia de la Liturgia, que es la tradición en su máxima potencia, y no podrá encontrar reposo mientras no haya silenciado esta voz, mientras no haya arrancado estas páginas que dan refugio a la fe de los siglos pasados. De hecho, ¿de qué manera se han establecido y mantenido en las masas el luteranismo, el calvinismo, el anglicanismo? Para lograr esto no se ha debido hacer otra cosa que sustituir nuevos libros y nuevas fórmulas a los libros y a las fórmulas antiguas, y así todo fue cumplido» [9].

La Tradición es anterior a la Sagrada Escritura y abarca un campo mucho más amplio. Se trata de una fuente de la Revelación que se distingue de las Sagradas Escrituras, fuente que merece la misma fe (así lo expresan el Concilio de Trento y el Concilio Vaticano I). San Vicente de Lerins (†ca 450) consideraba genuina tradición apostólica aquello que satisfacía contemporáneamente a las tres siguientes condiciones: quod semper, quod ab omnibus, quod ubique [10], es decir aquello que ha sido creído en todo momento, por todos los fieles y en todo lugar. 

La tradición está presente en la Liturgia, que contiene las oraciones y los ritos del culto público y de los Sacramentos. No es por casualidad que ya en las primeras décadas del 400 se encontrara citada la máxima "legem credendi lex statuat supplicandi", es decir, que la oración litúrgica (lex supplicandi) sea fuente (statuat) de cognición teológica (legem credendi).

Esta máxima milenaria -sobre la cual volveremos- indica la vital importancia y la enorme utilidad de mantener inalterada y en uso la Liturgia tradicional, y en particular la de la Santa Misa, para salvaguardar la Fe. También indica que (y sin ánimo de agraviar la creatividad de los sacerdotes y de los fieles) la creación de nuevas liturgias puede fácilmente corromper la Fe (y de hecho la corrompe)[ así se comprueba con el Novus Ordo Missae o misa nueva de Pablo VI, que ha destruido el dogma “fuera de la Iglesia no hay salvación; de manera que los devotos de esa misa protestantizada ya no tienen íntegra la fe católica como cualquiera puede comprobar simplemente preguntando sobre este dogma; luego son herejes, al menos materiales (cuando se cree o pronuncia alguna cosa contra la fe, ignorando que lo sea)] introduciendo ritos y oraciones carentes de aquel rigor teológico que garantiza una interpretación unívoca y ortodoxa. 

En este sentido, el ostracismo al que se condena el Misal de san Pío V [ por Pablo VI, Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco], síntesis y expresión de una tradición milenaria que se remonta -a través de varias etapas- a los tiempos apostólicos, constituye aún hoy un evidente signo de aquel odio a la Tradición que desde siempre ha caracterizado a la mente de lo novatores de todas las edades [11] 


1. Origen divino de la Liturgia



Abad Dom Prósper Guéranguer

En su célebre obra Las instituciones litúrgicas, el venerable dom Prosper Guéranger, eximio liturgista y abad de Solesmes, afirma ser la Liturgia algo tan grande que para encontrar su origen hay que remontarse a Dios mismo: ya que Dios, en la contemplación de sus perfecciones infinitas, se alaba y glorifica sin cesar, amándose con un amor eterno. Pero estos mismos actos, cumplidos en la Esencia divina, han tenido manifestación visible y propiamente litúrgica sólo cuando una de las tres Personas divinas, después de haber tomado la naturaleza humana, ha podido cumplir sus deberes de religión a la gloriosa Trinidad.

 «Dios -afirma dom Guéranger- ha amado tanto al mundo que le entregó a su Hijo único, para que éste lo instruyese en el cumplimiento de la labor litúrgica. Después de ser haber sido anunciada y prefigurada por cuarenta siglos, se le ofreció una plegaria divina, fue cumplido un sacrificio divino, y aún ahora y para la eternidad, el Cordero inmolado desde el principio del mundo se ofrece en el altar sublime del cielo y cumple a la inefable Trinidad, de una manera infinita, todos los deberes de religión en nombre de los miembros de los cuales Él es la Cabeza» [12]. 

Debemos, empero, tener en cuenta que -incluso antes de la Encarnación del Verbo- el mundo nunca había estado exento de liturgia, ya que, como la Iglesia se remonta al principio del mundo, de acuerdo con la doctrina de San Agustín, la Liturgia se remonta a este mismo principio. 

En el Antiguo Testamento, la Liturgia es ejercida por los primeros hombres en el principal y más augusto de sus actos: el sacrificio. Basta pensar en los sacrificios de Caín y Abel, en el de Noé, que lo perpetúa después del diluvio. Abraham, Isaac, Jacob, ofrecen sacrificios de animales y erigen piedras para el altar que prefiguran el altar y el Sacrificio futuro. Luego Melquisedec, envuelto en el misterio de un Rey-Pontífice, teniendo en sus manos el pan y el vino ofrece un holocausto pacífico, que es también figura del Sacrificio de Cristo.




San Melquisedec, sacerdote del Dios Altísimo

Durante toda esta época primitiva las tradiciones litúrgicas no son fluctuantes y arbitrarias, sino precisas y definidas. Es evidente que no son una invención humana, sino impuestas por Dios mismo; de hecho, el Señor elogia a Abraham por haber observado no sólo sus leyes y preceptos, sino también sus ceremonias [13].

 Al llegar la plenitud de los tiempos, el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros: Él no vino para abrogar, sino para dar cumplimiento y aun perfeccionar las tradiciones litúrgicas. «Después de su nacimiento, fue circuncidado, ofrecido al Templo, rescatado. A la edad de doce años cumplió la visita al Templo y, más tarde, se lo veía con frecuencia viniendo a ofrecer su oración. Cumplió su misión con el ayuno de cuarenta días; santificó el sábado; consagró con su ejemplo la oración nocturna. En la Última Cena, en la que celebró la gran Acción litúrgica, y proveyó a su cumplimiento futuro hasta el fin de los siglos, comenzó con el lavatorio de los pies, que los Padres llamaron un misterio, y terminó con un himno solemne, antes de salir para dirigirse al monte de los Olivos. Pocas horas más tarde su vida mortal, que no era sino un gran acto litúrgico, concluyó con la efusión de la Sangre en el altar de la cruz; el velo del antiguo templo, dividiéndose, abrió como una transición a los nuevos misterios, proclamó un nuevo tabernáculo, un arca de eterna alianza, y desde entonces la Liturgia comenzó su período completo en lo que toca al culto de la tierra» [14] (P. Guéranger).



Jesucristo, Sumo y eterno Sacerdote


 2. La obra de Jesucristo

Es necesario y fundamental -en el ámbito del estudio de la sagrada Liturgia- reconocer si el Señor Jesús haya establecido -al menos implícitamente- las grandes líneas del sistema litúrgico que se refieren a la sustancia del Culto cristiano. 

Tras las huellas del Aquinate [Santo Tomás de Aquino], que afirma que «per suam Passionem Christus initiavit ritum christianae religionis» [Por su Pasión Cristo inició el rito de la religión cristiana], se puede inmediatamente observar que fue Cristo aquel que inauguró el culto cristiano, iniciándolo de manera incruenta en la Última Cena para consumarlo en la Sangre en el Calvario. «A él le debemos no sólo la institución de la gracia propia de los siete Sacramentos, como lo definió el Concilio de Trento, sino también el rito exterior de los tres más importantes entre éstos: el Bautismo, la Eucaristía, la Penitencia. Del Bautismo precisó la materia y la forma [...]. De la Eucaristía fijó también la materia -el pan y el vino- y la forma en las palabras consecratorias pronunciadas por Él en la Última Cena: «Hoc est corpus meum ... hic est sanguis meus» [Este es mi cuerpo... esta es mi sangre]. [...] Además, debido a que la Eucaristía debía ser el sacrificio de la nueva Ley y, en consecuencia, el acto litúrgico más importante, quiso aun establecer las modalidades sustanciales con las que debía celebrarse» [15]. De acuerdo con el relato de los Sinópticos se deduce que el Señor Jesús: 

  • 1. instituyó la Eucaristía gratia agens [acción de gracias], es decir, pronunciando una fórmula eucarística o de acción de gracias, sirviéndose probablemente de las habituales bendiciones judías propias del ritual de la Pascua, pero enriquecidas para esa circunstancia excepcional, y ordenó que su acto se repitiera. 
  • 2. Impuso a los Apóstoles que, al renovar lo que Él había hecho, lo conmemorasen: «hoc facite in meam commemorationem» [hagan esto en conmemoración mía], o bien, como lo explicita mejor san Pablo, proclamasen su muerte: «mortem Dominis annuntiabitis donec veniat» [anunciaréis la muerte del Señor hasta que venga]. (1 Cor 11,26). 
  • 3. Quiso que la oblación sacrificial conmemorativa que los Apóstoles debían perpetuar mantuviese, como Él lo había hecho, la forma convivial [convite, convidar]. Se trataba, pues, de un banquete sacrificial en el que los creyentes participaban con la manducación [comer] de la Víctima mística. 

Es lícito preguntarse, a esta altura, si durante su vida terrena Jesucristo haya dado otras normas litúrgicas. Podemos responder afirmativamente, aunque es difícil determinar con exactitud cuáles de éstas se remonten efectivamente hasta Él. En efecto: 

  • a. Los Hechos [de los Apóstoles] observan que Jesús, en el tiempo transcurrido entre la Resurrección y la Ascensión, se apareció muchas veces a los Apóstoles «loquens de regno Dei» [hablando del reino de Dios]. Ahora bien, una de las más antiguas tradiciones de la Iglesia afirma que en esas frecuentes reuniones Él, entre otras cosas, habría también fijado muchas particularidades del Culto. ¿No había Él dicho antes de su muerte: «tengo muchas cosas para deciros que ahora no podríais comprender»? Eusebio refiere que santa Elena edificó sobre el Monte de los Olivos una pequeña iglesia en una especie de cueva donde, según una tradición antigua, «discipuli et apostoli [...] arcanis mysteriis initiati fuerunt» [Los discípulos y apóstoles fueron iniciados en los misterios]. El Testamentum Domini (siglo V) sitúa a los Apóstoles, en el día mismo de la Resurrección, interrogando al Señor acerca de «quoniam canon, ille (scil qui Ecclesiæ præest) debeat constituere et ordinare Ecclesiam [...], quomodo sint mysteria Ecclesiæ tractanda» [con cuál regla aquel que está a la cabeza de la Iglesia debe constituir y ordenar a la Iglesia (...) de qué manera deben ser tratados los misterios de la Iglesia] [16]; y Jesús responde explicándoles en detalle las distintas partes de la Liturgia. Esta tradición es también recogida por san León, quien afirma que «los días transcurridos entre la Resurrección y la Ascensión no los pasaron ociosamente, sino que durante los mismos fueron confirmados los Sacramentos y se les revelaron grandes misterios» [17]. Y Sixto V la recuerda en la bula Immensa: «esa regla para creer y para rezar que Cristo enseñó a sus discípulos durante un lapso de cuarenta días, no hay ninguno entre los católicos que ignore que Él la ha confiado a través de ellos a su Iglesia para que fuese custodiada y desarrollada» [18]. 
  • b. El papa san Clemente, discípulo de los Apóstoles (†99), dirigiéndose por escrito a la comunidad de Corinto, se refiere -como ya lo hemos mencionado- a ordenanzas positivas del Señor acerca del orden a seguir en las posturas, en la gradualidad y en los momentos de la Liturgia [19]. 
  • c. San Justino, después de haber descrito todo el orden de la celebración eucarística, afirma que ésta "se celebra en Domingo, porque en ese día Nuestro Señor, «apostolis et discipulis visus, ea docuit, quae vobis quoque consideranda tradidimus» [a los apóstoles y discípulos, les enseñó aquellas cosas que también os hemos dado para que las consideréis]. Quiere decir, por tanto, que las principales partes de la Misa se las remontaba al Magisterio de Cristo en el día de su Resurrección. Concedamos de buena gana que la afirmación es genérica; pero tanto Justino como el Anónimo del Testamentum Domini reflejan claramente una tradición difundida, antigua y para nada inverosímil. Por otra parte, la misma uniformidad que se verifica en el campo litúrgico en las comunidades cristianas de los primeros dos siglos supone un principio de autoridad, un método de acción, es decir, una organización primitiva que tenía que remitirse, más que a los Apóstoles, a Cristo mismo» [20].

3. La liturgia en el tiempo de los Apóstoles 

Si, pues, el Señor ha esbozado las líneas fundamentales del Culto litúrgico cristiano, es de creer que, para cuanto Él no haya definido, habrá dejado gran libertad a la iniciativa iluminada de los Apóstoles, a quienes había investido con su misma divina misión y a quienes les había impartido las facultades necesarias [21], haciéndolos no sólo propagadores de la Palabra evangélica, sino también ministros y dispensadores de los Misterios. El poder litúrgico había sido cimentado y declarado perpetuo para velar por la custodia del depósito de los Sacramentos y de las otras observancias rituales que el Pontífice supremo había instituido. 

Los apóstoles, entonces, continúan la tarea de establecer y promulgar una serie de ritos. Por eso es que el Concilio de Trento, tratando en su 22ª sesión de las augustas ceremonias del Santo Sacrificio de la Misa, declara que hay que relacionar con la institución apostólica las bendiciones místicas, las velas encendidas, las incensaciones, las vestiduras sagradas, y en general todos los detalles aptos para revelar la majestuosidad de este gran Acto, y para llevar el alma de los fieles a la contemplación de las cosas sublimes escondidas en este profundo Misterio, por medio de estos signos visibles de religión y de piedad. 

«Este sacro Concilio -señala dom Guéranger- no había llegado a hacer esta afirmación por vía de incierta conjetura deducida de premisas vagas: éste hablaba como hablaban los primeros siglos. Invocaba la tradición primitiva -o sea, apostólica-, tal como la había invocado elocuentemente Tertuliano desde el siglo III [...]. San Basilio también señala a la tradición apostólica como fuente de las mismas observancias, a las que añade, como ejemplo, las siguientes: el orar hacia el este; consagrar la Eucaristía en medio de una fórmula de invocación que no se encuentra registrada ni en san Pablo, ni en el Evangelio; bendecir el agua bautismal y el aceite de la unción, etc. Y no sólo san Basilio y Tertuliano sino toda la antigüedad, sin excepción, confiesa expresamente esta gran regla de san Agustín, que se ha vuelto banal a fuerza de ser repetida: «es muy razonable pensar que una práctica conservada por toda la Iglesia y no establecida por los Concilios, pero siempre conservada, no puede haber sido transmitida sino por la autoridad de los Apóstoles» [22] (Guéranger). 

Pero si los apóstoles deben ser considerados, sin duda, como los creadores de todas las formas litúrgicas universales, ellos han tenido empero que adaptar el rito, en sus partes móviles, a las costumbres de los países, al genio del pueblo, para facilitar la difusión del Evangelio: de aquí las diferencias reinantes entre algunas Liturgias de Oriente, que son la obra más o menos directa de uno o más Apóstoles, y la Liturgia de Occidente -de la cual una, la de Roma, debe reconocer en san Pedro a su autor principal. 

Es cierto que el Príncipe de los Apóstoles, aquel que había recibido del mismo Cristo el "poder de las llaves", no podía ser ajeno a la institución o regulación de las formas generales de la Liturgia que sus hermanos llevaban a todo el mundo. «Desde el momento mismo en que admitimos su poder como cabeza, debemos admitir, en consecuencia, su influencia principal en esto como en todo lo demás, y reconocer, con san Isidoro, que se debe hacer remontar a san Pedro, como a fundador, todo orden litúrgico que se observa universalmente en toda la Iglesia. En segundo lugar, en cuanto a la Liturgia particular de la Iglesia de Roma, el mero sentido común nos hace darnos cuenta de que este apóstol no podía haberse detenido en Roma, en esos largos años, sin preocuparse de un asunto tan importante, sin establecer -en la lengua latina y para el servicio de esta Iglesia, que él hacía por libre elección madre y maestra de todas las demás- una forma que, en vista de las variantes que requería la diferencia de las costumbres, del genio y de los hábitos, se correspondiera al menos a aquellas que él había instituido y practicado en Jerusalén, en Antioquía, en el Ponto y en Galacia» [23] (Guéranger). 

Con todo, debemos tener en cuenta que la formación de la Liturgia a través de los Apóstoles se llevó a cabo de forma progresiva. San Pablo, en su primera Carta a los Corintios, nos muestra a esta nueva Iglesia ya en posesión de los Misterios del Cuerpo y la Sangre del Señor; sin merma de lo cual -con las palabras «caetera cum venero disponam» [dispondré el resto cuando vuelva]- demuestra querer dar disposiciones más precisas en cuanto a las cosas sacras. «Éste es el sentido que los santos Doctores han dado constantemente a estas palabras que concluyen el pasaje de esta carta en la que se habla de la Eucaristía: san Jerónimo, en su comentario sucinto sobre este pasaje, se explaya así: «caetera de ipsius Mysterii Sacramento» [el resto del Sacramento del Misterio]. San Agustín desarrolla aún más este pensamiento en su carta ad Januarium: «estas palabras - dice- dar a entender que, de la misma forma que él había aludido en esta carta a los usos de la Iglesia universal (acerca de la materia y la esencia del Sacrificio), instituyó pronto (en Corinto) estos ritos, en los cuales la diversidad de las costumbres no ha obstado en modo alguno a la universalidad» [24]. 

Recabando de los Hechos y las Epístolas de los Apóstoles, así como también de los testimonios de la tradición de los primeros cinco siglos, se puede -a grandes líneas reconstruir estos ritos generales que, por su misma generalidad, debe considerarse como apostólicos, de acuerdo con la regla de san Agustín antes citada. 

4. El sacrificio eucarístico en la Edad apostólica

 Del relato de los Hechos de los Apóstoles se deduce la existencia de un ritual, ciertamente sencillo pero fijo, y sustancialmente completo, observado de manera uniforme por los Apóstoles y por sus colaboradores en la administración de los sacramentos del Bautismo, de la Confirmación, del Orden Sagrado, del Óleo para los enfermos. Tampoco podemos ignorar algunas antiguas y valiosas tradiciones, existentes en ciertas iglesias fundadas por los Apóstoles, según las cuales la Liturgia allí en vigor era un patrimonio recibido de los mismos Apóstoles. Tal la Liturgia de san Marcos para la iglesia de Alejandría, de Santiago para la de Antioquía, de san Pedro para la romana. Y san Ireneo -que por medio de san Policarpo se vincula a la tradición efesina de san Juan Evangelista-, refiriéndose a la institución de la Santísima Eucaristía, declara que la forma de la oblación del Santo Sacrificio, la Iglesia la hubo de los Apóstoles: «y también... [Cristo] ha afirmado que el cáliz es su sangre, y enseñó el nuevo sacrificio [del Nuevo Testamento] que la Iglesia, recibiéndolo de los Apóstoles, ofrece a Dios en todo el mundo» [25] (citado por M. Righetti en el Manuale di storia liturgica). No distintamente se expresa san Justino en su famosa Apología (1,66): «el Cristo ha prescrito el ofrecer; lo han prescrito, a su vez, los Apóstoles, y nosotros hacemos en relación a la Eucaristía aquello que hemos aprendido de su tradición» [26]. 

Es evidente que, en el campo litúrgico, la primera preocupación de los Apóstoles fue la de regular la celebración de la divina Eucaristía. No es por azar que la Fracción del Pan aparece desde la primera página de los Hechos de los Apóstoles, y san Pablo, en la primera carta a los Corintios, enseña el valor litúrgico de este acto. 

Pero el culto y el amor que los santos Apóstoles tenían por Aquel con quien esta Fracción del Pan los ponía en contacto los obligaba, según la elocuente nota de san Proclo de Constantinopla, a rodearlo de un conjunto de ritos y de oraciones sagradas que no podía llevarse a cabo sino en un tiempo bastante largo: y este santo obispo no hace más que seguir en esto el sentimiento de su glorioso predecesor, san Juan Crisóstomo. Ante todo, esta celebración, en la medida en que esto era posible, tenía lugar en una sala digna y adornada, ya que el Salvador la había celebrado así en la Última Cena, «caenaculum grande, stratum» [un comedor (cenáculo) grande y completamente amueblado] [27] (Guéranger). El lugar de la celebración estaba constituido por un altar: ya no era más una mesa. El autor de la Carta a los Hebreos lo dice con énfasis: «altare habemus», tenemos un altar (Hebreos 13,10). 

He aquí cómo dom Guéranger -basado en las cartas de los Apóstoles y en los testimonios patrísticos- reconstruye una Sacra Synaxis [Sagrada reunión de culto] en el tiempo de los Apóstoles [28]. Una vez reunidos los fieles en el lugar del Sacrificio, el Pontífice, en la era apostólica, presidía sobretodo la primera lectura de las Epístolas de los Apóstoles, la recitación de algún pasaje del santo Evangelio, que formó desde el inicio la Misa de los Catecúmenos, y no deben buscarse otros instructores de este uso que los mismos Apóstoles. San Pablo lo confirma más de una vez [29]. Este mandato apostólico tuvo pronto fuerza de ley, ya que en la primera mitad del siglo II el gran apologista san Justino -en la descripción que dio de la Misa de su tiempo (cf. Apología II)- da fe de la fidelidad con que aquél era observado. Tertuliano y san Cipriano confirman su testimonio. 

En cuanto a la lectura del Evangelio, Eusebio informa que el relato de los hechos del Salvador, escrito por san Marcos, fue aprobado por san Pedro para ser leído en las Iglesias, y san Pablo alude a este mismo uso cuando, al designar a san Lucas, compañero fiel de sus peregrinaciones apostólicas, lo define como «el hermano alabado en todas las Iglesias a causa del evangelio» (2 Corintios 8,18). 

El saludo a las personas con estas palabras: «el Señor esté con vosotros», estaba en uso ya desde la ley antigua. Booz lo dirigió a sus segadores (cf. Rt 2,4) y un profeta a Asa, rey de Judá (cf. 2 Crónicas 15,2). «Ecce ego vobiscum sum» [Yo estoy con vosotros], dice Cristo a su Iglesia (Mt 28,20). De este modo, la Iglesia mantiene este uso de los Apóstoles, como lo prueba la uniformidad de esta práctica en las antiguas Liturgias de Oriente y de Occidente, de acuerdo con la clara enseñanza del primer concilio de Braga [30]. 

La Colecta, una forma de oración que reúne los votos de la asamblea antes de la oblación misma del Sacrificio, pertenece también a la institución primitiva, como lo demuestra la concordancia de todas las Liturgias. La conclusión de esta oración y de todas las otras Liturgias con estas palabras: «por los siglos de los siglos», es universal ya desde los primeros días de la Iglesia. En cuanto a la costumbre de responder Amén, no hay duda de que se remonta a los tiempos apostólicos. El propio san Pablo alude a ello en su primera epístola a los Corintios (cf. 14,16). 

En la preparación de la materia del Sacrificio tiene lugar la unión del agua con el vino que debe ser consagrado. Esta costumbre, de un tan profundo simbolismo, se remontaría - según san Cipriano- a la misma tradición del Señor. Las incensaciones que acompañan a la oblación han sido reconocidas como de institución apostólica por parte del Concilio de Trento. 

El mismo san Cipriano nos dice que desde el nacimiento de la Iglesia, el Acto del Sacrificio era precedido de un Prefacio, que el sacerdote gritaba: sursum corda [arriba los corazones], a lo que el pueblo respondía: habemus ad Dominum [los tenemos elevados al Señor]. Y san Cirilo, dirigiéndose a los catecúmenos de la Iglesia de Jerusalén (Iglesia más que cualquier otra de fundación apostólica), les explica la otra aclamación: «gratias agamus Domino Deo nostro! Dignum et iustum est!» [¡Demos gracias al Señor, Dios nuestro! ¡Digno y justo es!]

Sigue el Trisagio: «Sanctus, Sanctus, Sanctus Dominus!» [Santo, Santo, Santo es el Señor]. El profeta Isaías, en el Antiguo Testamento, lo oyó cantar a los pies del trono de Yahvé; en el Nuevo, el profeta de Patmos lo repite tal como lo había oído resonar ante el altar del Cordero. Este grito de amor y de admiración, revelado a la tierra, tenía que encontrar un eco duradero en la Iglesia cristiana. Todas las Liturgias lo reconocen, y bien se puede garantizar que el Sacrificio eucarístico no ha sido nunca ofrecido sin que éste fuese pronunciado. 

A continuación se abre el Canon. «¿Y quién se atreverá a no reconocer su origen apostólico?», se pregunta dom Guéranger. Los Apóstoles no podían dejar sujeta a variación y arbitrio esta parte principal de la sagrada Liturgia. Si han regulado muchas cosas secundarias, tanto más habrán determinado las palabras y los ritos del más temible y fundamental de todos los misterios cristianos. «Es de la tradición apostólica -dice el papa Vigilio en su carta a Profuturo- que recibimos el texto de la oración del Canon» [31]. 

Después de la consagración, mientras los dones santificados están sobre el altar, encuentra su sitio la Oración dominical, ya que -dice san Jerónimo-: «ha sido después de la enseñanza del mismo Cristo que los Apóstoles se atrevieron a decir cada día con fe, ofreciendo el sacrificio de su cuerpo: Padre nuestro que estás en los cielos» [32]. 

El Sacrificador procede de inmediato a la Fracción de la Hostia [Víctima del sacrificio], haciéndose en esto imitador no sólo de los Apóstoles, sino del mismo Cristo, que tomó el pan, lo bendijo y lo partió antes de distribuirlo. Pero, antes de comunicarse con la Víctima del amor, todos tienen que saludarse en el beso santo. «La invitación del Apóstol -dice Orígenes- ha generado en las Iglesias el hábito que tienen los hermanos de intercambiarse el beso cuando la oración ha llegado a su fin».

 Confirmado, entonces, el origen apostólico de los ritos principales del Sacrificio, tal como se practicaban en todas las Iglesias, de esta reconstrucción se derivan algunas conclusiones fundamentales: 

  • 1. La Liturgia instituida por los Apóstoles tuvo que contener necesariamente todo lo que era esencial para la celebración del Sacrificio cristiano y la administración de los Sacramentos, tanto bajo el aspecto de las formas esenciales como bajo aquel de los ritos obligados para la decencia de los misterios, para el ejercicio del poder de Santificación y de Bendición que la Iglesia recibe de Cristo por medio de los mismos Apóstoles. Este conjunto litúrgico ha tenido que comprender todo aquello que se reconoce como universal en las formas del culto en el arco de los primeros siglos, y de lo que no puede reconocerse autor u origen, según el principio arriba mencionado de san Agustín. Este conjunto primitivo de ritos cristianos, ya suficientemente claros y detallados, muestra cómo, desde sus inicios, la Iglesia ha advertido la necesidad de establecer el culto con el cual debía elevarse el Sacrificio y la alabanza al Dios tres veces Santo. 
  • 2. A excepción de un pequeño número de referencias en los Hechos de los Apóstoles y en sus Epístolas, la Liturgia apostólica se encuentra completamente fuera de la Escritura, y es de dominio puro de la Tradición. Desde sus orígenes, por lo tanto, la Liturgia ha existido más en la Tradición que en la Escritura. Pero esto no debe sorprender, sobre todo si se considera que la Liturgia era practicada por los Apóstoles, y por aquellos que éstos habían consagrado obispos, sacerdotes o diáconos, mucho antes de la redacción completa del Nuevo Testamento. 
  • 3. Muy a menudo los Padres de los siglos III y IV, hablando de algún rito o ceremonia en particular, afirman que es de origen o tradición apostólica. Con esta expresión -que es científica e históricamente inverificable- es verosímil que los Padres entendieran referirse al período más antiguo de la Iglesia, demostrando con ello lo mucho que todavía estaban vivas, en las distintas Iglesias, los recuerdos de la actividad litúrgica de los Apóstoles. 
  • 4. En toda la antigüedad cristiana no se encuentra ninguna pista que insinúe -como lo quieren los protestantes y cierta corriente teológica- una injerencia directa de las Comunidades en las funciones del Culto. La fijación y la reglamentación progresiva de la Liturgia siempre se revela tarea exclusiva de los Apóstoles y de sus sucesores, los obispos. A fines del siglo IV se reportan estas significativas palabras del Papa san Siricio que revelan toda la importancia de la unidad litúrgica como fundamento de la unidad de la Fe y del Dogma: «la regla apostólica -escribe- nos enseña que la confesión de fe de los obispos católicos debe ser una. Si hay una sola fe, no habrá más que una sola tradición. Si hay una sola tradición, tendrá que haber una sola disciplina en toda la Iglesia» [33]. De aquí la importancia de la unidad litúrgica, que es el dogma profesado en las fórmulas sagradas. 

Se remonta justamente a este período (aprox. 430) el conocidísimo lema que se convirtió en ley en la ciencia litúrgica: «lex orandi lex credendi» [La ley de la oración es la ley de la fe]. Si éste es conocido por todos, tal vez no sea por todos conocido el autor y el conjunto de la cita. Parece que se remonta al papa san Celestino, que escribía así a los obispos de la Galia contra el error de los pelagianos: «además de los decretos inviolables de la Sede Apostólica, que nos han enseñado la verdadera doctrina, también consideramos los misterios contenidos en las fórmulas de plegarias sacerdotales que, establecidas por los Apóstoles, se repiten en todo el mundo de manera uniforme en toda la Iglesia católica, de modo que la regla de la fe se deriva de la regla de la oración: ut legem credendi lex statuat supplicandi» [para que la ley de la súplica establezca la ley de la fe] [34]. 

En conclusión: durante los tres primeros siglos hubo una unidad sustancial de ritos. Se trataba, por supuesto, de una uniformidad de sustancia más que de accidentes. Los detalles variables son gradualmente fijados y entran en la Tradición de la Iglesia, aunque el rito se mantenga fluido -si bien dentro de las líneas bien establecidas. 


5. La reforma de San Gregorio Magno

Desde el siglo IV en adelante tenemos informaciones muy detalladas acerca de cuestiones litúrgicas. Padres de la Iglesia como san Cirilo de Jerusalén (†386), san Atanasio (†373), san Basilio (†379), san Juan Crisóstomo (†407) nos proporcionan elaboradas descripciones de los ritos que se celebraban. 

La libertad de la Iglesia en tiempos de Constantino y, aproximadamente, el primer Concilio de Nicea en el año 325 marcan el gran punto de inflexión de los estudios litúrgicos. Alrededor del siglo IV se contó con la recopilación de los textos litúrgicos completos: fueron recopilados el primer Euchologion [Catálogo de oraciones] y los Sacramentarios para su uso en la iglesia [35]. 

En el siglo V Papas y obispos trabajan intensamente para la unidad litúrgica y su perfeccionamiento. Esta obra fue llevada a cumplimiento en el siglo siguiente por aquel Pontífice cuyo nombre habrá quedado para siempre ligado a la sagrada Liturgia: san Gregorio Magno [Benedictino]. Ascendido al solio pontificio en 590, emprendió muchas importantes reformas, entre las cuales la de la liturgia fue sin dudas preeminente. La nota dominante de su reforma fue la fidelidad a la Tradición. 

Son bien conocidos los criterios litúrgicos del Santo [36]. Él escribe a Agustín de Canterbury que elija (haciendo incluso uso de libertad respecto de las iglesias francas) aquellos rituales que hubiera estimado más convenientes para sus neófitos anglos, ya que: non pro locis res, sed pro rebus loca amanda sunt [Las cosas no son para ser amadas por el bien de un lugar, pero los lugares deben ser amados por el bien de sus cosas buenas]. Y en otra carta dirigida al obispo Juan de Siracusa, se declaró dispuesto a aplicar este principio a la misma Liturgia romana: en esto Gregorio seguía perfectamente la tradición de sus predecesores, tanto que la Liturgia de Roma entró definitivamente en su período de estancamiento sólo después de la muerte del gran Doctor. «Si ella misma (la Iglesia de Constantinopla) -escribe San Gregorio- u otra Iglesia tiene algo de bueno, me declaro dispuesto a imitar el bien incluso de aquellos que son más pequeños que yo, mientras los considere alejados de lo que no es lícito. Es de hecho un tonto aquel que se considera a sí mismo tan elevado que no quiere aprender de lo que ha visto de bueno» [37]. 

Pero el patrimonio litúrgico de la Sede Apostólica no cedía en esplendor a aquel de cualquier otra Iglesia, por lo que san Gregorio nos atestigua que sus innovaciones en la Misa no fueron sino un retorno a las más puras tradiciones romanas. Ni siquiera fue una verdadera innovación el haberle dado una mayor importancia a aquel extremo resto de la primitiva prez [oración] litánica [litania latina del griego antiguo λιτανεία, que a su vez viene de λιτή, que significa «súplica»] (Kyrie, eleison [Señor ten piedad]), que inicialmente seguía al oficio de vísperas antes de empezar la anáfora eucarística. San Gregorio reunió el introito [entrada de una oración] con el Kyrie, logrando así que a la Colecta sacerdotal no le faltase por completo alguna fórmula de preámbulo. 

Fue también Gregorio quien antepuso a la fracción de las Sagradas Especies el canto de la Oración Dominical [Padrenuestro] para que sirviera casi como conclusión del Canon Eucarístico [o Canon Romano Consagratorio] ya que, desde un principio -así razonaba el Santo- la anáfora consecratoria [parte de la misa que corresponde al prefacio y al canon en la liturgia romana, y cuya parte esencial es la consagración] incluía de alguna manera la Oración que el mismo Señor había enseñado a los Apóstoles, como veremos en breve. 

Desde la época de san Pablo la unidad de la familia cristiana, bajo el gobierno de los legítimos pastores, estaba simbolizada por la unidad del altar, del pan y del cáliz eucarístico, del que participaban todos en conjunto. Pero para que el sentido de la unidad de la Ecclesia Romana no se viera debilitado por las sucesivas divisiones de carácter meramente administrativo, cada domingo el Pontífice enviaba a sus sacerdotes una partícula consagrada de su Eucharistia para que, depuesta en su cáliz a guisa de sacrum fermentum [levadura sagrada], simbolizara la identidad del Sacrificio y del Sacramento que reunía en una sola Fe a las ovejas y al pastor. El último recuerdo de este rito es justamente el fragmento eucarístico que aún hoy es depuesto en el cáliz después de la fracción de la Hostia. 

San Gregorio vivió en un período histórico caracterizado no sólo por el flagelo de la peste, sino también por la guerra y los terremotos, lo que instó al Pontífice a ofrecerse al Señor como víctima de expiación por los pecados del pueblo. Por esto él confió el destino de Italia a los designios de la Providencia y, en la oración eucarística, poco antes de la consagración de los Misterios divinos -en los que la liturgia romana acostumbraba exponer "las intenciones particulares por las que era ofrecido el Sacrificio"-, agregó el voto supremo de su corazón de pastor: «diésque nostros in tua pace dispónas» [Dispón en tu paz los días de nuestra vida], palabras que el Canon Missae conserva como precioso legado de san Gregorio Magno. 

Después de él no hay mucho que decir acerca de la naturaleza de los cambios del Ordinario de la Misa, convertido en herencia sagrada e inviolable de orígenes inmemoriales. Era popular la opinión según la cual el Ordinario se había mantenido sin cambios desde el tiempo de los Apóstoles, cuando no por el mismo Pedro. 

Adrien Fortescue cree que el reinado de san Gregorio Magno marca una época en la historia de la Misa, habiendo dejado a la Liturgia, en sus elementos esenciales, del todo similar a como se la practica en la actualidad. Escribe: «hay, por otro lado, una tradición constante según la cual san Gregorio fue el último en intervenir en las partes esenciales de la Misa, es decir, en el Canon. Benedicto XIV (1740-1758) dice: "ningún Papa ha agregado o cambiado algo en el Canon de san Gregorio en adelante"» [38]. [Santa tradición que rompieron Pablo VI por primera vez y sus "sucesores"] 

Si esto es del todo cierto, no es cosa de gran importancia; el hecho fundamental es que en la Iglesia Romana ciertamente ha existido una tradición ultramilenaria según la cual el Canon nunca hubiera debido cambiarse. Según el cardenal Gasquet «el hecho de que se haya mantenido sin cambios por trece siglos es la prueba más clamorosa de la veneración con la que siempre se lo ha mirado y del escrúpulo que siempre tuvo en tocar una herencia tan sagrada, llegada a nosotros desde tiempos inmemoriales» [39]. 

Aunque el rito de la Misa siguió desarrollándose -en las partes no esenciales- después del tiempo de san Gregorio, Fortescue explica que «todas las modificaciones posteriores fueron adaptadas a la antigua estructura y las partes más importantes no fueron tocadas. Alrededor del tiempo de san Gregorio reconocemos el texto de la Misa, el ordinario y la preparación, como tradición sagrada que nadie se ha atrevido a alterar excepto por algunos detalles irrelevantes» [40]. Entre las adiciones más recientes, «las oraciones al pie del altar son, en su forma actual, la última parte de toda la Misa. Se desarrollaron a partir de preparaciones privadas medievales y no habían sido formalmente establecidas, en su forma actual, antes del Misal de Pío V (1570)» [41]. Fueron, con todo, ampliamente empleadas mucho antes de la Reforma, y se encuentran en la primera edición impresa del Misal Romano (1474). 

El Gloria [Cántico o rezo de la Misa de glorificación a Dios] fue introducido gradualmente, primero sólo en forma cantada en las Misas festivas de los obispos. Es probablemente de origen galicano. El Credo [símbolo de la fe, ordenado por los apóstoles, en el cual se contienen los principales artículos o dogmas de ella] llegó a Roma en el siglo XI. Las oraciones del Ofertorio [42] y del Lavabo fueron introducidas de allende los Alpes difícilmente antes del siglo XIV. Placeat, Bendición y Último Evangelio se introdujeron gradualmente en la Edad Media [43]. 

Cabe señalar, sin embargo, que estas oraciones, prácticamente invariables, antes de su incorporación oficial en el rito romano habían adquirido un uso litúrgico secular. 

El Rito Romano se fue entonces difundiendo rápidamente, y en los siglos XI y XII suplantó en Occidente a prácticamente todos los demás ritos, excepto el de Milán y el de Toledo. Este hecho no debe sorprender, por lo demás: si la Iglesia de Roma era considerada universalmente la guía en la Fe y en la Moral, este papel de primacía valía también en materia litúrgica. La Misa, en la alta Edad Media, era ya considerada una herencia inviolable cuyos orígenes se perdían en la noche de los tiempos. Más aún, se sostenía comúnmente que se remontaba a los Apóstoles o -como ya se dijo- que había sido elaborada por el mismo San Pedro [44]. 

De ello se desprende que el Ordo Missae de San Pío V (1570), fuera de algunas adiciones y ampliaciones mínimas, corresponde muy de cerca al Ordo establecido por san Gregorio Magno.

Notas:

[Aludimos a las fuentes citadas por la propia autora, con los títulos y ediciones tal como aparecen consignados]

1. M. Mosebach, Eresia dell’informe. La Liturgia romana e il suo nemico, Siena 2009, p. 49.

2. I. Schuster, Liber Sacramentorum. Note storiche e liturgiche sul Messale Romano, vol. I, Torino-Roma 1929, p. 1.

3. A. Fortescue, The Mass. A study of the Roman Liturgy, London 1912, p. 213.

4. El cardenal Ratzinger escribe que la Liturgia «a veces se concibe etsi Deus non daretur: como si en ella no importara más si Dios existe y si nos habla y nos escucha. Pero si en la Liturgia ya no aparece más la comunión de la fe, la unidad universal de la Iglesia y de su historia, el misterio de Cristo viviente, ¿dónde es que la Iglesia aparece todavía en su sustancia espiritual? Entonces la comunidad se celebra sólo a sí misma, sin que esto valga la pena. Y, dado que la propia comunidad no tiene subsistencia por sí misma, sino que, en tanto unidad, tiene su origen por la fe de parte del mismo Señor, se hace inevitable en estas condiciones que se llegue a la disolución en partidos de todo tipo, a la contraposición de partidos en una Iglesia que se desgarra a sí misma» (J. Ratzinger, La mia vita, Cinisello Balsamo 1997, pp. 110-113).

5. J. Ratzinger, a pesar de que su práctica ha sido la contraria, dice esto en La teologia della Liturgia, Abbazia di Fontgombault, 22-24 luglio 2001.

6. Sobre las desviaciones de la "creatividad litúrgica", véase R. Amerio, Iota unum. Studio delle variazioni della Chiesa cattolica nel secolo XX, Milano-Napoli 1989, III ed., pp. 530ss.

7.[Correspondencia de Ratzinger, autor de un indulto llamado el motu proprio “summorum Pontificum”, que contradiciéndose a sí mismo margina a la Misa de siempre convirtiéndola oficialmente en rito extraordinario, es decir, inusual, y hace oficialmente al rito del Novus Ordo Misase ordinario, que él mismo considera una fabricación humana que deriva en un show master, en frecuente.] con el p. Matías Augé, 

8. A. Fortescue, op. cit., p. 12.

9. Dom P. Guéranger, Istitutiones liturgiques, Parigi 1878, pp. 388-407 (aquí p. 398).

10. Textualmente: magnopere curandum est ut id teneatur quod ubique, quod semper, quod ab omnibus creditum est. (PL CIT). Sobre el argumento, véase el recentísimo estudio de mons. Brunero Gherardini, Quaecumque dixero vobis. Parola di Dio e Tradizione a confronto con la storia e la teologia, Torino 2011, que dedica al Lerinense un entero parágrafo (pp. 88-99)

11.Aparte de los estudios que serán citados en el curso del presente trabajo señalamos los siguientes: Sacramentario Gelasiano, PL t. LV, LXXIV; Sacramentario Gregoriano, PL t. LXXXVIII; E. Caronti, Il Sacrificio Cristiano e la Liturgia della Messa, Torino 1922; Dom Botte, Le Canon de la messe romaine, Lovanio 1935; G. Vagaggini, La santa Messa, Roma 1945; J. Jungmann, Missarum solemmnia, 2 vols., Torino 1953; Roguet, La Messa, Alba 1954; T. Schnitzler, Meditazioni sulla Messa, vol. I: Canone e Consacrazione, Roma 1956; J. Jungmann, La santa Messa come offerta della comunità cristiana, Milano 1956; T. Schnitzler, Meditazioni sulla S. Messa, I y II vols., Roma 1960; A. Reid, The organic Development of the Liturgy, Farnborough 2004.

12. P. Guéranger, op. cit., p.16.

13. Dios mismo se proclamó el ceremoniero de su pueblo, como se lee a menudo en la Sagrada Escritura: «Quæ est enim alia gens sic inclyta, ut habeat ceremonias...?» (Dt IV,8). «Audi Israel ceremonias atque judicia, quæ ego loquor in auribus vestris hodie: discite ea, et opere complete... Loquor tibi omnia mandata mea et ceremonias...» (ib. V,1. 31). Y el corajudo Nehemías, reseñando las causas que provocaron la ruina de Israel, no teme decir: «Non custodivimus mandatum tuum et ceremonias...» (Ne I,7).

14. Ibidem, p. 21-22.

15. M. Righetti, Manuale di storia liturgica I, Milano 1964, p. 40.

16. Así el testo íntegro: Domine noster, etiam nunc vere verba admonitionis et veritatis nobis locutus es, et multa concessisti nobis indignis et dedisti insuper iis, qui digni erunt per futura saecula, ut tua verba discernentes, laqueos maligni effugerent. Attamen rogamus te, Domine noster, ut lucem tuam perfectam facias resplendere super nos et super eos, qui praedestinati et praedistincti sunt, ut fiant tui. Quare, quemadmodum pluries petivimus a te, exoramus, ut nos doceas, qualis debeat esse ille, qui ecclesiae praeest, et quonam canone ille debeat constituere et ordinare ecclesiam. Cum enim mittimur ad gentes ad praedicandam salutem, quae est a te, oportet ut minime lateat nos, quomodo sint mysteria ecclesiae tractanda. Quapropter ex voce tua, o salvator et perfector noster, cupimus plene discere, quomodo debeat placere coram te sacer praepositus, itemque omnes, qui ministrant in tua ecclesia. [Los Apóstoles piden al Señor]: «Señor nuestro, también ahora nos has dicho en realidad palabras de consejo y de verdad, y nos has concedido muchas cosas a nosotros que somos indignos, y lo que es más, las darás a quienes en los siglos futuros serán dignos de escapar de las trampas del maligno, discerniendo tus palabras. Sin embargo, te rogamos, Señor nuestro, que hagas resplandecer tu perfecta luz sobre nosotros y sobre los predestinados y escogidos para que sean tuyos. Por eso, como muchas veces te lo hemos pedido, te rogamos nos enseñes cuál (de qué tipo) debe ser el que está a la cabeza de la Iglesia, y con qué regla (ley) él deba construir y ordenar a la Iglesia. De hecho, cuando somos enviados a predicar entre los gentiles la salvación que viene de ti, es necesario que no estemos a oscuras respecto de cómo (de qué forma) deben ser tratados los misterios de la Iglesia. Por eso es que, por tu voz, ¡oh nuestro Salvador y perfeccionador!, deseamos perfectamente saber cómo debe satisfacerte el sagrado prepósito (aquel que se ha puesto a la cabeza) y del mismo modo todos los que desempeñan un ministerio en tu Iglesia». Véase también A. Fortescue, op. cit., p. 48.51

17. Non enim ii dies qui inter resurrectionem Domini ascensionem quae fuxerunt, otioso transiere decursu: sed magna in his confirmata sacramenta, magna sunt revelata mysteria (Sermo LXXII, 2; P.L. 54, 395).

18. Quam quidem credendi et orandi normam discipulos suos, quadrageno dierum spatio, Christus in coelum iam ascensurus edocuit, eamque per illos Ecclesiae suae custodiendam evolvendamque tradidisse nemo non e catholicis novit (bula Immensa, de san Sixto V).

19. Cuncta ordine debemus facere, quae nos Dominus statutis temporibus peragere iussit, oblationes scilicet et officia sacra perfici, neque temere et inordinate fieri praecepit, sed statutis temporibus et horis. Ubi etiam et a quibus celebrari vult, ipse excelsissima sua voluntate definivit, ut religiose omnia secundum eius beneplacitum adimpleta, accepta essent voluntati eius. «Debemos hacer con orden todo lo que el Señor nos ha mandado cumplir dentro de los plazos fijados, es decir: actualizar las ofrendas y las liturgias, y no al azar y sin orden, sino en circunstancias y horas establecidas. Dónde y por quién quiere que sean celebradas, Él lo estableció con su voluntad soberana, ya que cumpliéndose todo conforme a su aprobación, fuese bien aceptado por su voluntad» (I Cor XL) Citado por M. Righetti, op. cit., p. 42 (nota 16).

20. M. Righetti I, op. cit., p. 41-42. También hay que señalar que durante su vida terrena Jesús practicó, en algunas circunstancias, ceremonias especiales, como levantar los ojos al cielo antes de bendecir o de orar (Mt 14:19, Jn 17:01), rezar de rodillas (Lc 22,41), imponer las manos (Mc 8, 25), tocar con la saliva (Mc 7,33; 8,23), insuflar (Jn 22,22), bendecir (Mc 14,22): cf. op. cit., p. 41 (nota 10).

21. Cf. M. Righetti I, op. cit., p. 43

22. P. Guéranger, op. cit., p. 24. El texto original de san Agustín reza: […] quod universa tenet Ecclesia, nec conciliis institutum, sed semper retentum est, nonnisi auctoritate apostolica traditum rectissime creditur. (De Baptism. contra Donat., lib IV, cap. XXIV in: Corpus Scriptorum Ecclesiasticorum Latinorum 51, p. 259).

23. P. Guéranger, ibid., pp. 27-28.

24. Ibid. p. 29.

25. Et calicem similiter [...] suum sanguinem confessus est, et novi Testamenti novam docuit oblationem; quam Ecclesia ab Apostolis accipiens, in universo mundo offert Deo. (Cont. Haeres., L. 4, cap. 15, n. 5, PG 7, 1023, citado por M Righetti I, op. cit., p. 44).

26. Cf M. Righetti I, op. cit, p. 42.

27. Cf P. Guéranger, op. cit., p. 30.

28. Ibid. pp. 31ss.

29. «Cuando esta carta que os escribo se haya leído entre vosotros, tened cuidado que sea leída en la Iglesia de Laodicea, y leed vosotros mismos lo que se está dirigido a los laodicences» (Colosenses 4:16). Al final de la primera Carta a los Tesalonicenses, san Pablo añade: «Os conjuro por el Señor que esta carta sea leída a todos los hermanos santos» (1 Tesalonicenses 5:27).

30. Así recita el Canon II de este Concilio: Item placuit, ut non aliter episcopi, et aliter presbyteri populum, sed uno modo salutent, dicentes: Dominus vobiscum, sicut in libro Ruth legitur; et ut respondeatur a populo: Et cum spiritu tuo, sicut et ab ipsis apostolis traditum omnis retinet Oriens, et non sicut priscilliana pravitas permutavit.

31. Papa Vigilio, Ep. ad Profuturum, 5: PL 69,18.

32. Adv. Pelag., I, c. 18, citado por P. Guéranger, op. cit., p. 35.

33. Cf. P. Guèranger, op. cit., p. 123.

34. Epist. XXI apud D. Coustant, citado por P. Guèranger, op. cit., p. 152. Cf. también M. Righetti I, op. cit., pp. 35-36.

35. El Euchologion es el libro litúrgico de las Iglesias orientales que contiene los Ritos Eucarísticos, las partes invariables del Oficio Divino y los ritos para la administración de los Sacramentos y Sacramentales, y por ello es una combinación de las partes esenciales del Misal, el Pontifical y Ritual en el Rito Romano: cf. M. Davies, A short history of the Holy Mass…

36. I. Schuster I, op. cit., pp. 43ss.

37. Si quid boni vel ipsa vel altera ecclesia habet, ego et minores meos quos ab illicitis prohibeo, in bono imitari paratus sum. Stultus est enim qui in eo se primum existimat, ut bona quae viderit, discere contemnat.

38. A. Fortescue, op. cit., pp. 172-3.

39. [Esta veneración se rompió con la nueva misa, en cuya fabricación participaron 6 asesores protestantes.]

40. Missale Romanum anterior al N.O.M.

41. Ibid.

42. Sobre el Ofertorio, en los años sesenta se fue extendiendo el argumento erróneo de que el Ofertorio del Misal de San Pío V es de origen moderno. Un monje de Solesmes, Tirot Pablo, en su valioso trabajo Histoire des prières d'offertoire dans la liturgie romaine du VIIe au XVIe siècle, CLV-Edizioni 1985 explica con precisión y competencia que las oraciones del Ofertorio, tomadas individualmente, se remontan por lo menos a los siglos octavo y noveno. Es verosímil que en el siglo XIII comenzaran a ser ensambladas, tal como se encuentran en el Misal de san Pío V.

43. A. Fortescue, op. cit., p. 184.

44. Ibidem.


Continuará en la segunda parte y final.

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