Día dieciséis: María al pie de la cruz
Oración inicial
para todos los días del Mes
¡Oh María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro nombre y alabanzas. Vuestro santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos. Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas ¡oh María! no os dais por satisfecha con estos homenajes; hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes. Sí; los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones; nos esforzaremos, pues, durante el curso de este Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen Santa! en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas aun la sombra misma del mal. La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos, nos amaremos, pues, los unos a los otros como hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados. ¡Oh María! haced producir en el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia para poder ser algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres. Amén.
Consideración
La víctima destinada al sacrificio había trepado ya trabajosamente el áspero recuesto del Calvario. Llegado a su cumbre descargó de sus hombros el pesado madero y recibió la orden de tenderse sobre él. Jesús miró con amor el instrumento del suplicio y se reclinó en él como en el tálamo nupcial, donde había de engendrarse la salvación de la humanidad. Extendió sus brazos sobre la cruz; rudos golpes de martillo cayeron sobre los clavos que horadaron sus manos y pies, ligándolos fuertemente al duro madero. Momentos después, la cruz se levantaba en los aires, como se despliega un estandarte de victoria sobre los restos hacinados de un ejército vencido.
Jamás se presentó a la vista de los hombres un espectáculo más horroroso que el que ofrecía el cuerpo despedazado del Redentor. Gruesos hilos de sangre manaban de sus pies y de sus manos; su cabeza coronada de espinas caía lánguida y sin fuerzas sobre el pecho; sus ojos derramaban lágrimas enrojecidas de sangre; sus labios entreabiertos parecían aguardar que por momentos se escapase el último suspiro.
Entre tanto, la naturaleza comienza a gemir y una oscuridad lúgubre empieza a empañar los resplandores del día. Los más animosos de los espectadores se sobrecogen de espanto y abandonan apresuradamente aquel teatro de sangre. Sólo una mujer, inmóvil como una estatua de mármol, permanece de pie junto a la cruz. Indiferente a cuanto acontecía en torno suyo, tiene clavados sus ojos en el ensangrentado madero, y despidiendo ríos de lágrimas, parece contar una a una las heridas del divino ajusticiado. Dibújase en su frente un dolor que la lengua humana jamás podrá explicar, cruzan su rostro sombras de tan terrible angustia, que conmovía a los mismos verdugos. Es una madre que presencia el horrible espectáculo de la muerte de su único hijo. Es María que ve morir a Jesús. ¡Ah! ¿Quién podrá expresar la intensidad del dolor que experimenta una madre al ver espirar a un hijo tranquilamente entre sus brazos aunque le sea permitido prodigarle todos los amorosos cuidados que dicta el amor? Vedla desolada y llorosa herir los aires con sus lamentos, estrechar entre sus brazos al hijo moribundo cual si quisiera comunicar a sus miembros fríos el calor de sus entrañas. ¡Madres! vosotras lo sabéis…
Pero a esa madre desconsolada no le es dado lo que a todas vosotras, el consuelo de prodigar a su hijo expirante sus maternales cuidados y con ellos hacerle más soportables sus últimos instantes. Lo ve cubierto de llagas y ninguna puede curarle; quisiera estrecharle contra su pecho para recibir en su seno sus últimos suspiros; levanta sus brazos con la esperanza de alcanzarlo, pero bien pronto los deja caer dolorosamente y los cruza sobre el pecho en ademán amoroso.
Jesús es el hijo único de María; es un hijo que vale inmensamente más que todos los hijos de todas las madres juntas, y por tanto lo ama mil veces más que lo que todas las madres pueden amar a sus hijos. Era todo para Ella, y perdiéndolo, lo pierde todo: padre, esposo, hijos. Ella lo ve morir; sus ojos son testigos de la crueldad con que se le maltrata; escucha sus últimas palabras y recoge su postrer aliento. Sin embargo, vedla: para Ella no habría mayor dicha que la muerte, porque la vida es odiosa cuando se está separado de lo que más se ama; no obstante, soportando con resignación heroica su dolor, permanece de pie junto a la cruz, como el sacerdote en el altar, para ofrecer al Eterno Padre el sacrificio de su propio Hijo por la salud del mundo.
El ejemplo de María nos enseña a sufrir. Cuando la espada del sufrimiento atraviese nuestro corazón, fijemos nuestros ojos en María al pie de la cruz, anegada en un mar de angustias y dolores, y digámonos: si Ella sufrió tanto siendo pura e inocente, ¿qué extraño es que suframos nosotros algo, siendo como somos pecadores dignos de eternos castigos?–Ella busca su consuelo en la cruz, y su valentía para presenciar la muerte de su hijo es la mejor prueba de su amor y una fuente de incalculables merecimientos. Busquemos también nosotros nuestro consuelo en la cruz, porque las llagas que Ella abre en el corazón atribulado atraen sobre Él el bálsamo de la divina misericordia y son fuentes de gracias y de merecimientos para los que sufren. «La cruz reanuda admirablemente en la región de la gracia los lazos que Ella ha roto en el orden de la naturaleza».–En los momentos de prueba, lejos de entregarnos a la desesperación que hace perder el mérito del sufrimiento sin aliviarlo, digamos con amor: «Dios mío, yo acepto de vuestra mano la desgracia, como he recibido los beneficios; éste es un medio de agradaros y de probaros mi amor y os lo ofrezco como un débil tributo de mi reconocimiento».
Ejemplo
María no abandona a los que en Ella confían
Había en los Países Bajos una familia de judíos, de la cual nació una niña llamada Raquel, dotada de las más admirables disposiciones para la virtud.
Era costumbre en esa época y en ese país que los pobres implorasen la caridad pública entonando a la puerta de las casas de familias acaudaladas, canciones religiosas, muchas de ellas en honra de María. La niña, por un movimiento interior de la gracia, sentía una complacencia inexplicable al oír esas devotas canciones y en especial cuando llegaba a sus oídos el nombre de María. Las prácticas de piedad cristiana la embelesaban, y siempre que le era posible eludir la vigilancia de sus padres, se asociaba con niños cristianos para aprender las oraciones de la Iglesia. A pesar de la ternura de sus años, y de no conocer los rudimentos de la fe, invocaba fervorosamente a la Reina del cielo a quien llamaba su madre.
Sorprendiéronla sus padres en estas inclinaciones a la religión católica, y trataron por distintos medios de apartarla de lo que ellos llamaban el veneno de las malas doctrinas. Viendo que los halagos, amenazas y castigos no hacían más que enardecer el amor que su hija sentía por la religión, resolvieron llevarla lejos del país y hacerla instruir y educar en un lugar en que no pudiese tener comunicación alguna con los cristianos. Sabedora Raquel del proyecto de sus padres, invocó con el alma afligida a la Santísima Virgen; pidiéndole durante la noche que viniera prontamente a su socorro. La Madre bondadosa se le apareció en sueño, y le dijo que huyera de la casa de sus padres, si quería salvarse. Obedeció la niña inmediatamente, y salió de su casa sin ser sentida a las primeras luces de la alborada.
Una vez fuera de su casa no sabía adónde dirigirse, pero la mano maternal que la guiaba desde el cielo le inspiró el pensamiento de ir a tocar a la puerta de un convento de religiosas Benedictinas que había en la ciudad. Luego que los padres advirtieron la fuga de su hija comenzaron a practicar las más prolijas diligencias para descubrir su paradero. Luego que supieron donde estaba la reclamaron con la autoridad de padres. Las religiosas hicieron presente que ellas la habían dado asilo a instancias de la niña y que, si ella consentía en volverse con sus padres, no tenían dificultad para entregarla. Pero Raquel, que había hallado en el convento todo lo que ansiaba su corazón, dijo que no saldría de allí, porque el derecho que tenía a salvarse en la única religión verdadera era superior al derecho que sobre ella tenían sus obcecados padres.
Éstos llevaron la cuestión ante el tribunal de Lieja, y sabiendo la niña que debía fallarse su causa ante ese tribunal, pidió a la Superiora le permitiese ir a defenderse por sí misma.
No pudo la Superiora negarse a esta solicitud, pues comprendía que aquella admirable niña era manifiestamente guiada por el cielo. En efecto, el día señalado para conocer este asunto ruidoso, Raquel se presentó sola a abogar por su propia causa contra los defensores de sus padres. Estos hicieron presente al tribunal que la poca edad y falta de discernimiento de la niña, la imposibilitaba para obrar en tan grave materia sin el consentimiento de sus padres.
Terminado el alegato de sus adversarios, la niña, visiblemente asistida por el Cielo, desvaneció los argumentos de sus contrarios con tanta destreza y elocuencia que no parecía hablar una niña de pocos años, sino un ángel. Los que refieren este hecho aseguran que jueces y espectadores no acertaban a darse cuenta de aquel prodigio, ni contener las lágrimas de admiración y ternura.
El tribunal sentenció en su favor, y en consecuencia, fue restituida al convento donde fue bautizada con el nombre de Catalina; allí vivió y murió santamente, mereciendo por sus heroicas y excelsas virtudes ser colocada en los altares, siendo conocida y venerada con el nombre de Santa Catalina de Judea.
¡Felices los que escogen a María por conductora en los caminos del cielo!
Jaculatoria
Junto a la cruz consolarte
Y en tu llanto acompañarte,
Quiero, madre dolorida.
Oración
¡Quién me diera ¡oh madre atribulada! torrentes de lágrimas para llorar con Vos al pie de la cruz y acompañaros en vuestra amarga desolación! Jamás mujer ni criatura alguna fue víctima de más terribles sufrimientos: parece que Dios se hubiera complacido en inventar tesoros de dolores para atormentaros. Yo veo vuestra alma sumergida en un océano insondable de amarguras, mil agudas espadas despedazan vuestro corazón de madre; ríos de lágrimas se derraman de vuestros ojos y se arrancan de vuestro pecho ayes tan lastimeros, que conmueven a los mismos feroces verdugos de Jesús. ¿Quién ha sufrido más que Vos? ¿Quién ha experimentado jamás dolores más intensos? ¡Oh corazón virginal, corazón llagado por el amor, Corazón abrevado de hiel y coronado de espinas! yo os adoro, os amo con todas las efusiones del amor de un hijo amante y agradecido: Vos sufristeis por mí; por mi amor y por mi salvación entregasteis a la muerte a vuestro adorado Hijo; por salvar al hijo culpable, sacrificasteis al hijo inocente. ¡Oh gran sacerdotisa del Calvario y corredentora de los hijos de Adán! recibid hoy el homenaje de nuestro amor reconocido en las lágrimas que nuestros ojos vierten al contemplaros tan atribulada al pie de la cruz. Yo en adelante quiero compartir con Vos vuestros dolores y no olvidaré jamás la sangrienta tragedia que desgarró vuestro corazón maternal. Concededme la gracia de vivir y morir abrazado con la cruz del sacrificio, como un débil reflejo de la heroica abnegación con que Vos presenciasteis las agonías y los padecimientos de Jesús, a fin de que sufriendo valerosamente por Dios, merezca algún día la recompensa decretada para los mártires del sufrimiento y los dignos discípulos de la cruz. Amén.
Oración final
para todos los días del Mes
¡Oh María, Madre de Jesús, nuestro Salvador y nuestra buena Madre! Nosotros venimos a ofreceros con estos obsequios, que traemos a vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros agradables, y a solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestro santo servicio. Dignaos presentarnos a vuestro divino Hijo; que en vista de sus méritos y a nombre de su santa Madre dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud; que haga lucir con nuevo esplendor la luz de la fe sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia Él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro; que confunda a los enemigos de su Iglesia, y que, en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad, que nos colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir. Amén.
Prácticas espirituales
1. Hacer una visita a Jesús Sacramentado en acción de gracias por el inmenso beneficio de la Redención.
2. Rezar siete Salves en honra de los dolores de María al pie de la cruz.
3. Dar una limosna a los pobres en obsequio de la generosidad con que María se asoció a los misterios de nuestra Redención.
Fuente: Mes de María Inmaculada; Mons. Rodolfo Vergara Antúnez; Arancibia Hnos. y Cía. Ltda., edición de 1985.