sábado, 23 de noviembre de 2024

DÍA DIECISÉIS 23/11/2024 - MES DE MARÍA INMACULADA TRADICIONAL por Mons. Rodolfo Vergara Antúnez

 



Día dieciséis: María al pie de la cruz


Oración inicial
para todos los días del Mes


¡Oh María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro nombre y alabanzas. Vuestro santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos. Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas ¡oh María! no os dais por satisfecha con estos homenajes; hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes. Sí; los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones; nos esforzaremos, pues, durante el curso de este Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen Santa! en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas aun la sombra misma del mal. La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos, nos amaremos, pues, los unos a los otros como hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados. ¡Oh María! haced producir en el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia para poder ser algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres. Amén.


Consideración


La víctima destinada al sacrificio había trepado ya trabajosamente el áspero recuesto del Calvario. Llegado a su cumbre descargó de sus hombros el pesado madero y recibió la orden de tenderse sobre él. Jesús miró con amor el instrumento del suplicio y se reclinó en él como en el tálamo nupcial, donde había de engendrarse la salvación de la humanidad. Extendió sus brazos sobre la cruz; rudos golpes de martillo cayeron sobre los clavos que horadaron sus manos y pies, ligándolos fuertemente al duro madero. Momentos después, la cruz se levantaba en los aires, como se despliega un estandarte de victoria sobre los restos hacinados de un ejército vencido.

Jamás se presentó a la vista de los hombres un espectáculo más horroroso que el que ofrecía el cuerpo despedazado del Redentor. Gruesos hilos de sangre manaban de sus pies y de sus manos; su cabeza coronada de espinas caía lánguida y sin fuerzas sobre el pecho; sus ojos derramaban lágrimas enrojecidas de sangre; sus labios entreabiertos parecían aguardar que por momentos se escapase el último suspiro.

Entre tanto, la naturaleza comienza a gemir y una oscuridad lúgubre empieza a empañar los resplandores del día. Los más animosos de los espectadores se sobrecogen de espanto y abandonan apresuradamente aquel teatro de sangre. Sólo una mujer, inmóvil como una estatua de mármol, permanece de pie junto a la cruz. Indiferente a cuanto acontecía en torno suyo, tiene clavados sus ojos en el ensangrentado madero, y despidiendo ríos de lágrimas, parece contar una a una las heridas del divino ajusticiado. Dibújase en su frente un dolor que la lengua humana jamás podrá explicar, cruzan su rostro sombras de tan terrible angustia, que conmovía a los mismos verdugos. Es una madre que presencia el horrible espectáculo de la muerte de su único hijo. Es María que ve morir a Jesús. ¡Ah! ¿Quién podrá expresar la intensidad del dolor que experimenta una madre al ver espirar a un hijo tranquilamente entre sus brazos aunque le sea permitido prodigarle todos los amorosos cuidados que dicta el amor? Vedla desolada y llorosa herir los aires con sus lamentos, estrechar entre sus brazos al hijo moribundo cual si quisiera comunicar a sus miembros fríos el calor de sus entrañas. ¡Madres! vosotras lo sabéis…

Pero a esa madre desconsolada no le es dado lo que a todas vosotras, el consuelo de prodigar a su hijo expirante sus maternales cuidados y con ellos hacerle más soportables sus últimos instantes. Lo ve cubierto de llagas y ninguna puede curarle; quisiera estrecharle contra su pecho para recibir en su seno sus últimos suspiros; levanta sus brazos con la esperanza de alcanzarlo, pero bien pronto los deja caer dolorosamente y los cruza sobre el pecho en ademán amoroso.

Jesús es el hijo único de María; es un hijo que vale inmensamente más que todos los hijos de todas las madres juntas, y por tanto lo ama mil veces más que lo que todas las madres pueden amar a sus hijos. Era todo para Ella, y perdiéndolo, lo pierde todo: padre, esposo, hijos. Ella lo ve morir; sus ojos son testigos de la crueldad con que se le maltrata; escucha sus últimas palabras y recoge su postrer aliento. Sin embargo, vedla: para Ella no habría mayor dicha que la muerte, porque la vida es odiosa cuando se está separado de lo que más se ama; no obstante, soportando con resignación heroica su dolor, permanece de pie junto a la cruz, como el sacerdote en el altar, para ofrecer al Eterno Padre el sacrificio de su propio Hijo por la salud del mundo.

El ejemplo de María nos enseña a sufrir. Cuando la espada del sufrimiento atraviese nuestro corazón, fijemos nuestros ojos en María al pie de la cruz, anegada en un mar de angustias y dolores, y digámonos: si Ella sufrió tanto siendo pura e inocente, ¿qué extraño es que suframos nosotros algo, siendo como somos pecadores dignos de eternos castigos?–Ella busca su consuelo en la cruz, y su valentía para presenciar la muerte de su hijo es la mejor prueba de su amor y una fuente de incalculables merecimientos. Busquemos también nosotros nuestro consuelo en la cruz, porque las llagas que Ella abre en el corazón atribulado atraen sobre Él el bálsamo de la divina misericordia y son fuentes de gracias y de merecimientos para los que sufren. «La cruz reanuda admirablemente en la región de la gracia los lazos que Ella ha roto en el orden de la naturaleza».–En los momentos de prueba, lejos de entregarnos a la desesperación que hace perder el mérito del sufrimiento sin aliviarlo, digamos con amor: «Dios mío, yo acepto de vuestra mano la desgracia, como he recibido los beneficios; éste es un medio de agradaros y de probaros mi amor y os lo ofrezco como un débil tributo de mi reconocimiento».


Ejemplo

María no abandona a los que en Ella confían


Había en los Países Bajos una familia de judíos, de la cual nació una niña llamada Raquel, dotada de las más admirables disposiciones para la virtud.

Era costumbre en esa época y en ese país que los pobres implorasen la caridad pública entonando a la puerta de las casas de familias acaudaladas, canciones religiosas, muchas de ellas en honra de María. La niña, por un movimiento interior de la gracia, sentía una complacencia inexplicable al oír esas devotas canciones y en especial cuando llegaba a sus oídos el nombre de María. Las prácticas de piedad cristiana la embelesaban, y siempre que le era posible eludir la vigilancia de sus padres, se asociaba con niños cristianos para aprender las oraciones de la Iglesia. A pesar de la ternura de sus años, y de no conocer los rudimentos de la fe, invocaba fervorosamente a la Reina del cielo a quien llamaba su madre.

Sorprendiéronla sus padres en estas inclinaciones a la religión católica, y trataron por distintos medios de apartarla de lo que ellos llamaban el veneno de las malas doctrinas. Viendo que los halagos, amenazas y castigos no hacían más que enardecer el amor que su hija sentía por la religión, resolvieron llevarla lejos del país y hacerla instruir y educar en un lugar en que no pudiese tener comunicación alguna con los cristianos. Sabedora Raquel del proyecto de sus padres, invocó con el alma afligida a la Santísima Virgen; pidiéndole durante la noche que viniera prontamente a su socorro. La Madre bondadosa se le apareció en sueño, y le dijo que huyera de la casa de sus padres, si quería salvarse. Obedeció la niña inmediatamente, y salió de su casa sin ser sentida a las primeras luces de la alborada.

Una vez fuera de su casa no sabía adónde dirigirse, pero la mano maternal que la guiaba desde el cielo le inspiró el pensamiento de ir a tocar a la puerta de un convento de religiosas Benedictinas que había en la ciudad. Luego que los padres advirtieron la fuga de su hija comenzaron a practicar las más prolijas diligencias para descubrir su paradero. Luego que supieron donde estaba la reclamaron con la autoridad de padres. Las religiosas hicieron presente que ellas la habían dado asilo a instancias de la niña y que, si ella consentía en volverse con sus padres, no tenían dificultad para entregarla. Pero Raquel, que había hallado en el convento todo lo que ansiaba su corazón, dijo que no saldría de allí, porque el derecho que tenía a salvarse en la única religión verdadera era superior al derecho que sobre ella tenían sus obcecados padres.

Éstos llevaron la cuestión ante el tribunal de Lieja, y sabiendo la niña que debía fallarse su causa ante ese tribunal, pidió a la Superiora le permitiese ir a defenderse por sí misma.

No pudo la Superiora negarse a esta solicitud, pues comprendía que aquella admirable niña era manifiestamente guiada por el cielo. En efecto, el día señalado para conocer este asunto ruidoso, Raquel se presentó sola a abogar por su propia causa contra los defensores de sus padres. Estos hicieron presente al tribunal que la poca edad y falta de discernimiento de la niña, la imposibilitaba para obrar en tan grave materia sin el consentimiento de sus padres.

Terminado el alegato de sus adversarios, la niña, visiblemente asistida por el Cielo, desvaneció los argumentos de sus contrarios con tanta destreza y elocuencia que no parecía hablar una niña de pocos años, sino un ángel. Los que refieren este hecho aseguran que jueces y espectadores no acertaban a darse cuenta de aquel prodigio, ni contener las lágrimas de admiración y ternura.

El tribunal sentenció en su favor, y en consecuencia, fue restituida al convento donde fue bautizada con el nombre de Catalina; allí vivió y murió santamente, mereciendo por sus heroicas y excelsas virtudes ser colocada en los altares, siendo conocida y venerada con el nombre de Santa Catalina de Judea.

¡Felices los que escogen a María por conductora en los caminos del cielo!


Jaculatoria


Junto a la cruz consolarte

Y en tu llanto acompañarte,

Quiero, madre dolorida.


Oración


¡Quién me diera ¡oh madre atribulada! torrentes de lágrimas para llorar con Vos al pie de la cruz y acompañaros en vuestra amarga desolación! Jamás mujer ni criatura alguna fue víctima de más terribles sufrimientos: parece que Dios se hubiera complacido en inventar tesoros de dolores para atormentaros. Yo veo vuestra alma sumergida en un océano insondable de amarguras, mil agudas espadas despedazan vuestro corazón de madre; ríos de lágrimas se derraman de vuestros ojos y se arrancan de vuestro pecho ayes tan lastimeros, que conmueven a los mismos feroces verdugos de Jesús. ¿Quién ha sufrido más que Vos? ¿Quién ha experimentado jamás dolores más intensos? ¡Oh corazón virginal, corazón llagado por el amor, Corazón abrevado de hiel y coronado de espinas! yo os adoro, os amo con todas las efusiones del amor de un hijo amante y agradecido: Vos sufristeis por mí; por mi amor y por mi salvación entregasteis a la muerte a vuestro adorado Hijo; por salvar al hijo culpable, sacrificasteis al hijo inocente. ¡Oh gran sacerdotisa del Calvario y corredentora de los hijos de Adán! recibid hoy el homenaje de nuestro amor reconocido en las lágrimas que nuestros ojos vierten al contemplaros tan atribulada al pie de la cruz. Yo en adelante quiero compartir con Vos vuestros dolores y no olvidaré jamás la sangrienta tragedia que desgarró vuestro corazón maternal. Concededme la gracia de vivir y morir abrazado con la cruz del sacrificio, como un débil reflejo de la heroica abnegación con que Vos presenciasteis las agonías y los padecimientos de Jesús, a fin de que sufriendo valerosamente por Dios, merezca algún día la recompensa decretada para los mártires del sufrimiento y los dignos discípulos de la cruz. Amén.


Oración final
para todos los días del Mes


¡Oh María, Madre de Jesús, nuestro Salvador y nuestra buena Madre! Nosotros venimos a ofreceros con estos obsequios, que traemos a vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros agradables, y a solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestro santo servicio. Dignaos presentarnos a vuestro divino Hijo; que en vista de sus méritos y a nombre de su santa Madre dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud; que haga lucir con nuevo esplendor la luz de la fe sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia Él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro; que confunda a los enemigos de su Iglesia, y que, en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad, que nos colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir. Amén.


Prácticas espirituales


1. Hacer una visita a Jesús Sacramentado en acción de gracias por el inmenso beneficio de la Redención.

2. Rezar siete Salves en honra de los dolores de María al pie de la cruz.

3. Dar una limosna a los pobres en obsequio de la generosidad con que María se asoció a los misterios de nuestra Redención.


Fuente: Mes de María Inmaculada; Mons. Rodolfo Vergara Antúnez; Arancibia Hnos. y Cía. Ltda., edición de 1985.

viernes, 22 de noviembre de 2024

DÍA QUINCE 22/11/2024 - MES DE MARÍA INMACULADA TRADICIONAL por Mons. Rodolfo Vergara Antúnez

 


Día quince: 

Destinado a honrar el cuarto dolor de María


Oración inicial
para todos los días del Mes


¡Oh María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro nombre y alabanzas. Vuestro santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos. Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas ¡oh María! no os dais por satisfecha con estos homenajes; hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes. Sí; los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones; nos esforzaremos, pues, durante el curso de este Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen Santa! en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas aun la sombra misma del mal. La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos, nos amaremos, pues, los unos a los otros como hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados. ¡Oh María! haced producir en el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia para poder ser algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres. Amén.


Consideración


Había llegado la hora fatal, anunciada por el anciano Simeón, en que el corazón de María sería despedazado por una espada de dos filos. Jesús había caído en poder de sus enemigos, quienes espiaban desde largo tiempo el momento oportuno para hacerlo la víctima sangrienta de sus venganzas. Arrastrado de tribunal en tribunal, como un homicida o incendiario sorprendido en el acto de perpetrar su crimen, fue en todas partes el blanco de las injurias, de los baldones y de los más crueles e inhumanos tratamientos.

Descargaron sobre sus espaldas una lluvia de rudos azotes, ciñeron su cabeza con una corona de punzadoras espinas y cargaron sobre sus hombros chorreantes de sangre una pesada cruz, instrumento de su cercano suplicio. Así, cargado con aquel enorme peso, lo obligaron a recorrer el largo y áspero sendero que mediaba entre el Pretorio y el Calvario, apresurando a fuerza de golpes su marcha lenta y fatigosa. De esa manera se arrastraba penosamente aquella figura de hombre, dejando marcadas sus huellas con un reguero de sangre, mientras que a lo largo del camino se agrupaban multitud de espectadores, que demostraban en sus rostros o la satisfacción del odio, o una estéril compasión.

Una mujer llorosa, sumergida en un dolor inexplicable, penetró por medio de la multitud para salir al encuentro del divino ajusticiado; y desafiando las iras de los verdugos, se acerca a Él y clava en su rostro ensangrentado los ojos anegados en lágrimas. Es María que va en busca de su Hijo. En la víspera de ese día funesto, lo había dejado sano y lleno de vida; pero apenas habían transcurrido unas cuantas horas lo ve convertido todo en una pura llaga. ¡Cuál sería su dolor y su sorpresa! Jesús levanta sus ojos para verla, su mirada se encuentra con la de su madre, y aunque sus labios nada hablan, sus ojos y su corazón le dicen: «¡Oh madre desolada!, ¿cómo habéis venido hasta aquí sin temer las iras de mis verdugos? Apartaos, que vuestra vista redobla mis tormentos; dejadme morir en paz por la salvación de los pecadores y pagar con exceso de amor el exceso de su ingratitud». Y María con sus ojos, más bien que no con sus labios, le diría: «¡Oh hijo muy amado! ¿Quién os ha reducido a tal extremo de sufrimiento y de dolor? ¿Qué habéis hecho, ¡oh, inocentísimo cordero!, para ser tratado de este modo? Porque resucitabais los muertos, ¿os conducen al suplicio?, porque sanabais a los enfermos, ¿os han azotado cruelmente?, porque dabais vista a los ciegos, oído a los sordos, movimiento a los paralíticos, ¿os han coronado de espinas, y cargado con esa cruz? ¡Ah!, permitidme padecer con Vos y morir con Vos en ese madero. Yo no quiero vivir ya; la vida sin Vos me es aborrecible y la muerte sería mi único consuelo…».

El dolor de María no sólo es grande por su intensidad, sino sublime por el heroísmo con que sabe soportarlo. Ella, lejos de rehusar el sufrimiento, le sale al encuentro y con paso resuelto va a buscarlo a su misma fuente. María pudo evitar, huyendo a la soledad, la vista de ese espectáculo sangriento. Pero no, ella vuela en alas del amor que todo lo vence y que todo lo soporta; se abraza con la cruz, y olvidándose de sí misma para no pensar más que en el amado de su corazón, desafía los peligros para ir a ofrecer algún alivio a su hijo perseguido.

¡Ah, cuánto acusa este heroísmo nuestra cobardía, no ya para buscar, sino para aceptar el sufrimiento y el sacrificio! Muy distantes de amar la cruz, la rechazamos con repugnancia, y si la aceptamos, es porque no está en nuestra mano rechazarla. Y, sin embargo, la cruz es la llave del cielo y cargados con ella hemos de atravesar el camino de la vida, si queremos recibir recompensas inmortales. Y ¡qué tesoro de paz se oculta en el sufrimiento voluntariamente aceptado! No hay dulzura comparable con la que saborea el alma amante de Jesús, cuando carga sus hombros con la cruz que Él arrastró a lo largo del camino del Calvario. Gozar cuando el amado sufre, no es gozo, es amargura; sufrir cuando el amado padece, es dulcísimo gozo. Unamos nuestros pesares, trabajos y desgracias a los de María y hallaremos fuerza, aliento, valor y hasta alegría en medio de las espinas de que está sembrado el camino de la vida.


Ejemplo
La medalla milagrosa


Conocida es en todo el mundo la medalla que, por los portentos que se operaron con ella, ha recibido el nombre de milagrosa. Su forma fue revelada en 1830 por la misma santísima Virgen a una hermana de la Caridad de París. Representa en el anverso a María en pie y con los brazos extendidos, haciendo brotar de sus manos un haz de rayos, símbolo de las gracias que María derrama sobre los hombres. Al rededor se lee esta inscripción, dictada por los labios de la bondadosa Madre: ¡Oh María, concebida sin pecado, rogad por nosotros que recurrimos a Vos!

Llenos están los anales de la piedad cristiana con los prodigios de todo género obrados por esta medalla, que parece ser como un talismán que encierra el secreto de la más decidida protección de María. Entre otros innumerables hechos que atestiguan esta verdad, referiremos una conversión verificada en la isla de Chipre en 1864.

Vivía allí un hombre acaudalado que, a causa de la pérdida de una hija muy amada, había abandonado toda práctica de religión y había caído en la más completa indiferencia religiosa. Este caballero enfermó gravemente, hasta el punto de que fueron inútiles todos los esfuerzos para restituirle la salud. Uno de los sacerdotes de la isla lo visitaba frecuentemente con la esperanza de que aceptase los auxilios de la religión. Pero el corazón del buen sacerdote se llenaba de amargura al ver que todas sus exhortaciones obtenían la misma respuesta dilatoria: «Ya tendremos tiempo; lo veremos dentro de algunos días; por ahora no tengo disposiciones; espero mejorarme».

Mientras tanto los síntomas de la muerte se hacían cada vez más próximos. Ya la respiración era fatigosa y el hielo mortal comenzaba a hacerse sentir en las extremidades. Y sin embargo, el endurecimiento de aquel corazón continuaba, y siempre la misma respuesta: Después… por ahora no… Los labios lívidos apenas tenían fuerzas para articular una palabra, y las pupilas negábanse ya a recibir la luz del día, y en pocas horas se cerrarían para siempre; y sin embargo la obstinación continuaba.

En esos momentos angustiosos tuvo el buen sacerdote la inspiración de acudir a la medalla milagrosa. Sentado estaba junto al moribundo sin atreverse a hablarle de aquella medalla, porque pocos momentos antes le había dicho terminantemente que no quería oír hablar de religión ni de sacramentos. No sabiendo qué hacer, encomendó fervorosamente a la santísima Virgen la suerte de aquel pecador obstinado y colocó disimuladamente la medalla sobre la almohada. ¡Oh, maravillosa clemencia de María!, pocos momentos después, el enfermo se vuelve a él y le dice: «Y bien, ¿cuándo comenzamos?»

—«¿Qué es lo que desea comenzar?» le preguntó el sacerdote, temiendo que el enfermo se refiriese a otra cosa. —«Mi confesión; pues que si se ha de hacer alguna vez, convendría hacerla pronto».

La confesión comenzó desde aquel mismo instante, pareciendo que aquella vida que tocaba a su término, hubiese recobrado toda su fuerza. Terminada la confesión, el sacerdote le presentó la medalla, diciéndole que a esa prenda de la protección de María debía el cambio operado en su corazón. El moribundo la cogió en sus manos trémulas y la llevó a sus labios, cubriéndola de ósculos de ternura y de lágrimas de arrepentimiento. En esa actitud escapose suavemente de su pecho el último suspiro.

Si esta medalla lleva consigo tan admirables tesoros de gracias, procuremos llevarla siempre sobre el pecho, y repetir con frecuencia la jaculatoria que lleva al pie para asegurar en nuestro favor la protección de María.


Jaculatoria


Yo quiero también, María,

Llevar la cruz en mis hombros

Y ayudarte en tu agonía.


Oración


¡Oh, dolorida Madre de Jesús!, qué triste es para mí contemplaros en la calle de la amargura, sumergida en el más acerbo desconsuelo al ver tratado a vuestro Hijo como un malhechor y arrastrado ignominiosamente a la muerte. Pero, más que vuestros mismos dolores, me asombra el heroísmo con que desafiasteis los peligros y salisteis valerosamente al encuentro de Jesús. Alcanzadme, os ruego por los méritos de la pasión de Jesús y de vuestros dolores, la gracia de sobreponerme con santo valor a todas las aflicciones, disgustos, enfermedades, miserias y dolores de la vida. Hacedme sentir, ¡oh, Virgen santa!, en medio de los pesares la paz y consuelos celestiales que gustan las almas que saben sufrir por Dios; que yo mire esta tierra como un doloroso destierro y que no tenga otro amor ni otro deseo que unirme a Jesús y a Vos en el padecimiento, aceptando con satisfacción la cruz que Dios se digne cargar sobre mis hombros. Aceptad, ¡oh, afligida Madre!, las lágrimas de compasión que vierto, que es dulce para la madre ver que sus hijos participan de sus dolores y unen sus lágrimas con las suyas. En recompensa de este signo de mi filial amor, dadme fuerzas para arrastrar mi cruz y no desfallecer hasta dejarla en el Calvario, donde, muriendo con Jesús, tendré la dicha de resucitar con Él para gozar eternamente en el cielo. Amén.


Oración final
para todos los días del Mes


¡Oh María, Madre de Jesús, nuestro Salvador y nuestra buena Madre! Nosotros venimos a ofreceros con estos obsequios, que traemos a vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros agradables, y a solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestro santo servicio. Dignaos presentarnos a vuestro divino Hijo; que en vista de sus méritos y a nombre de su santa Madre dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud; que haga lucir con nuevo esplendor la luz de la fe sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia Él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro; que confunda a los enemigos de su Iglesia, y que, en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad, que nos colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir. Amén.


Prácticas espirituales


1. Hacer el santo ejercicio del Via Crucis uniéndose a los dolores de Jesús y María en el camino del Calvario.

2. Hacer un cuarto de hora de meditación sobre la pasión de nuestro Señor Jesucristo.

3. Imponerse alguna mortificación corporal en honra de los padecimientos del Hijo y de la Madre.


Fuente: Mes de María Inmaculada; Mons. Rodolfo Vergara Antúnez; Arancibia Hnos. y Cía. Ltda., edición de 1985.

jueves, 21 de noviembre de 2024

DÍA CATORCE 21/11/2024 - MES DE MARÍA INMACULADA TRADICIONAL por Mons. Rodolfo Vergara Antúnez

 


Día catorce: 

Consagrado a honrar la vida oculta de María en Nazaret


Oración inicial
para todos los días del Mes


¡Oh María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro nombre y alabanzas. Vuestro santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos. Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas ¡oh María! no os dais por satisfecha con estos homenajes; hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes. Sí; los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones; nos esforzaremos, pues, durante el curso de este Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen Santa! en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas aun la sombra misma del mal. La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos, nos amaremos, pues, los unos a los otros como hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados. ¡Oh María! haced producir en el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia para poder ser algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres.

Amén.


Consideración


Desde su vuelta del destierro, la santa familia volvió a habitar la solitaria estancia de Nazaret en el más completo apartamiento del mundo, oculta y desconocida de los hombres. Esta época fue, sin embargo, la más venturosa de la vida de María, porque no es la más feliz la vida que «pasa con estruendo como un arroyo de invierno, sino cuando se asemeja a una corriente de agua que se desliza en plateados hilos por entre la hierba de las praderas». Pobre y humilde era su condición, continuo su trabajo y escaso su alimento; pero en cambio poseía el tesoro más preciado de la tierra, vivía al lado de su Hijo, se embebecía en su contemplación, escuchaba atenta sus palabras, recogía sus sonrisas, velaba su sueño, y eso la hacía más feliz que los príncipes y reyes en medio de los esplendores de la grandeza. Enteramente dedicada a su servicio, todo lo dejaba y todo lo olvidaba por Él, y hasta las privaciones y contratiempos le parecían placenteros, porque Jesús todo lo endulzaba con su ternura de hijo. La oración y el trabajo compartían sus días y sus noches, y sólo eran interrumpidos para recibir las lecciones de santidad y perfección que recibía de los labios de su Hijo y de su Dios. María fue la primera y más aprovechada discípula del Maestro divino. En la escuela de Nazaret se ejercitó en la práctica de las más heroicas virtudes y penetró hondamente en el conocimiento de los grandes misterios de la bondad y de la sabiduría divinas. Jamás hubo en el mundo criatura más honrada. Pobre y humilde en la apariencia, tenía, sin embargo, bajo su dominio al Criador del Cielo y de la tierra, el cual, como hijo fiel y sumiso, la obedecía con amor y con respeto. Al considerar este espectáculo, no se sabe qué admirar más, si la humildad del hijo o la grandeza y dignidad de la madre. Si ser esclavo de Dios es un honor incomparable, ¿cuánto más debería serlo el de tenerlo por súbdito y ser obedecido por Él? Así transcurrieron los años silenciosos, pero fecundos en lecciones y enseñanzas de la vida oculta de María. Treinta años de felicidad y de sosiego ocupados en el servicio de Dios y en la práctica de las más heroicas virtudes.

Grandes son las ventajas de la vida oculta y apartada del mundo. Nada hay que turbe tanto el espíritu como el tumulto atronador de los pasatiempos y diversiones del mundo. La paz huye lejos del alma que vive en medio del ir y venir de los negocios humanos y de los intereses materiales. No hay descanso ni reposo en la Babilonia donde se agitan los mundanos en busca de una felicidad, que no es más que una sombra fugitiva. La paz y el reposo sólo moran en la Jerusalén silenciosa, cuyos moradores hallan la felicidad dentro de sí mismos, en el testimonio de una conciencia pura y del deber cumplido. Sin esta condición, la felicidad es una palabra vana. Dios no hace oír su voz sino en el recogimiento y el silencio del alma que se aparta del bullicio del mundo. Sólo esas almas silenciosas y recogidas tendrán la dicha de recibir sus inspiraciones y gustar de sus consolaciones. Los ricos perfumes sólo se conservan en vasos bien cerrados; del mismo modo la gracia divina sólo fructifica en almas cerradas para las disipaciones mundanales. Es imposible servir fielmente a Dios y hacer el negocio de la propia santificación, cuando se ocupa la mayor parte del tiempo en satisfacer las multiplicadas exigencias del mundo. Es imposible no olvidar a Dios y cumplir los deberes del propio estado, cualquiera que sea, cuando se está pendiente de las caprichosas exigencias de la vanidad, que no conoce límites en sus aspiraciones. El mundo es un tirano cruel cuyos antojos son leyes imprescriptibles y cuyas veleidades no dejan tiempo para ocupaciones más serias. Quien quiera servirlo, necesita consagrarle la vida entera, descuidando por necesidad el cumplimiento de los deberes que tiene para con Dios, el prójimo y su propia santificación. De todos esos peligros se aleja el que, como María, vive sin estrépito ni disipaciones en el apartamiento del mundo.


Ejemplo
María, Estrella del mar


Por los años de 1541 el Obispo de Panamá se embarcó, en viaje para España, reclamado por asuntos de su ministerio, en una flota que llevaba el mismo rumbo. Un cielo sin nubes, brisas bonancibles y un mar sereno presagiaban un viaje felicísimo en los primeros días. Pero estos signos de bonanza no duraron mucho tiempo: señales evidentes de tormenta aparecieron en el cielo y no tardó en desencadenarse una terrible tempestad que puso en inminente riesgo a los antes alegres navegantes. Espantados pasajeros y tripulantes por lo recio del temporal, llegaron a perder toda esperanza humana de salvación. Conociendo el venerable Prelado la gravedad de la situación, se revistió de sus ornamentos pontificales y se subió sobre cubierta para exhortar a todos los que allí estaban para que implorasen la protección de la Estrella de los mares y se arrepintiesen de sus culpas. Todos entonaron de rodillas las Letanías Lauretanas con el fervor que inspira la inminencia del peligro: y confundíanse los ecos de la flébil plegaria y los sollozos de los afligidos navegantes con los bramidos de las agitadas olas que se precipitaban sobre los navíos como fieras enfurecidas.

Terminada la invocación, divisaron con espanto una ola gigantesca que crecía a medida que se aproximaba; y al verla llegar, un solo grito de ¡María! ¡Sálvanos que perecemos!… se arrancó de todos los labios. Y, ¡oh prodigio!, aquel monte de agua que amenazaba concluir con el navío, convirtiose repentinamente en mansa ola, que vomitó de entre su nevada espuma, un bulto como de una caja de madera que iba golpeando el costado derecho del bastimento. Bien pronto aparecieron en el cielo señales de bonanza, disipáronse las nubes y el sol brilló en el cielo límpido y sobre un mar sereno

Atraídos por la curiosidad, recogieron los marineros el bulto que flotaba al lado del navío; ¡y cuál no fue su sorpresa al ver que aquella caja contenía una preciosa imagen de María con su Hijo Santísimo en los brazos!… Aquellos felices navegantes no hallaban expresiones de gratitud que correspondiesen a sus sentimientos, considerando que la Santísima Virgen, no solamente los había salvado de una muerte segura, sino que además les daba un nuevo signo de su amor, enviándoles de una manera tan prodigiosa una imagen suya, haciendo mensajeras de este don a las mismas olas que momentos antes los amenazaban con el naufragio y la muerte.

Esta imagen fue trasladada con gran veneración a Valladolid por el afortunado Obispo, donde se le venera bajo el nombre de Nuestra Señora del Rosario en Medina de Rioseco.

María jamás desoye las súplicas de los hijos que la invocan en el peligro.


Jaculatoria


Gloriosa Reina del cielo
Sé en la aflicción mi consuelo.


Oración


¡Oh María! Vos que durante treinta años no os separasteis ni un solo momento de Jesús vuestro Hijo, viviendo íntimamente unida a Él y enteramente consagrada a su servicio en el albergue apartado de Nazaret, otorgadme la gracia de comprender las dulzuras divinas de la unión con Dios. Que Jesús viva conmigo bajo los velos de la fe, como vivió con Vos bajo las sombras de la vida oculta y retirada del mundo; que viva en mí por la unión amorosa de mi corazón con el suyo, como vivió en Vos no formando sino un solo corazón y una sola alma; que yo no sepa en adelante amar, ni desear, ni gustar nada fuera de Dios; que Él sea siempre mi vida, mi fuerza, el corazón de mi corazón y el alma de mi alma, de modo que pueda exclamar con el apóstol: «Yo vivo, pero no soy yo quien vivo; es Cristo el que vive en mí». Haced, Señora mía, que muera en mí el amor desordenado a las criaturas y que, desocupado de todo afecto a los honores, riquezas y pasatiempos del mundo, pueda consagrar a Dios, el dueño legítimo de mi alma, todos los instantes de mi vida en el apartamiento de la vida oculta, sin que desee ni aspire a otra cosa que a servirlo, agradarlo, y gozarlo en esta vida para embriagarme después en el cielo en las inefables delicias de la eterna bienaventuranza. Amén.


Oración final
para todos los días del Mes


¡Oh María, Madre de Jesús, nuestro Salvador y nuestra buena Madre! Nosotros venimos a ofreceros con estos obsequios, que traemos a vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros agradables, y a solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestro santo servicio. Dignaos presentarnos a vuestro divino Hijo; que en vista de sus méritos y a nombre de su santa Madre dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud; que haga lucir con nuevo esplendor la luz de la fe sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia Él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro; que confunda a los enemigos de su Iglesia, y que, en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad, que nos colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir.

Amén.


Prácticas espirituales


1. Recitar el Oficio parvo de la Santísima Virgen uniéndose a las alabanzas con que los ángeles la glorifican en el cielo.

2. Saludar a María con el Ángelus por la mañana, a mediodía y por la tarde.

3. Abstenerse, por amor a María, de toda palabra de murmuración o de crítica.


Fuente: Mes de María Inmaculada; Mons. Rodolfo Vergara Antúnez; Arancibia Hnos. y Cía. Ltda., edición de 1985.

miércoles, 20 de noviembre de 2024

DÍA TRECE 20/11/2024 - MES DE MARÍA INMACULADA TRADICIONAL por Mons. Rodolfo Vergara Antúnez



Día trece: Dedicado a honrar el dolor de María por la pérdida de Jesús

Oración inicial
para todos los días del Mes

¡Oh María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro nombre y alabanzas. Vuestro santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos. Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas ¡oh María! no os dais por satisfecha con estos homenajes; hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes. Sí; los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones; nos esforzaremos, pues, durante el curso de este Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen Santa! en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas aun la sombra misma del mal. La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos, nos amaremos, pues, los unos a los otros como hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados. ¡Oh María! haced producir en el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia para poder ser algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres.
Amén.

Consideración

Un incidente doloroso acibaró el corazón de María después de la feliz cesación de su destierro y de la vuelta a su patria y a su hogar. Fieles observadores de la ley, los dos santos Esposos se dirigieron un día a Jerusalén en la época del tiempo pascual. Confundidos entre la multitud de piadosos peregrinos que iban a visitar el templo, partieron de Nazaret llevando a Jesús en su compañía cuando frisaba en los doce años de edad. Después de cumplir los deberes religiosos, dejaron la Ciudad santa, formando parte de grupos diferentes, según era costumbre: José en el grupo de los hombres y María en el grupo de las mujeres; pero los niños podían indiferentemente agregarse a cualquiera de los grupos.
Las sombras de la noche habían caído ya sobre la tierra cuando José y María se reunieron en el lugar de la primera jornada. Al reunirse, la primera pregunta de uno y otro fue la misma: «¿Dónde está Jesús?» Ni uno ni otro pudieron contestarla. Jesús había desaparecido, y la más amarga desolación se apoderó del corazón de los afligidos Esposos. Si la tierra hubiera temblado anunciando su completo desquiciamiento, y si las trompetas del juicio hubieran señalado el momento de la última hora, el corazón de María no habría sufrido la conmoción que experimentó al notar la pérdida de su Hijo. Interrogaron a sus parientes y amigos, penetraron desolados entre la multitud con la esperanza de que el niño los hubiera perdido de vista. ¡Vanos esfuerzos! De todos los labios se desprendían respuestas negativas; nadie daba razón de Jesús. La noche era tenebrosa como la pena que embargaba a los dos despedazados corazones. Muchos dolores se ocultarían bajo las sombras de esa noche; pero no habría ninguno como el de María.
Tomaron entonces solos y silenciosos el camino de Jerusalén sin que los arredrase ni el cansancio ni los peligros. Las lágrimas de la afligida madre iban señalando la solitaria ruta, y de trecho en trecho se dejaba oír su voz dolorida que llamaba a Jesús con la esperanza de que respondiese a sus clamores. Así llegaron a la Ciudad, y desde las primeras luces de la aurora recorrieron diligentemente sus calles, preguntando a los transeúntes si por acaso habían visto al amado de su corazón; pero, ilusorias esperanzas, vagas probabilidades era todo el resultado de sus investigaciones.
Cada momento que pasaba hacía más agudo el dolor de María; había perdido su tesoro, la luz de su vida, el solo embeleso de su corazón; en una palabra, era una madre que había perdido al único hijo de sus entrañas. Todo le era soportable con Jesús, todo le era amargo sin Él. ¿Dónde estaría? ¿Habría caído en manos de sus enemigos? ¿Se habría hecho indigna de su amor y de su compañía? Mil dolorosos pensamientos cruzaban por su mente, despedazando su alma. Por tres veces vio venir la noche y nacer el día; y el día y la noche transcurrían dejándola sumergida en su dolor; hasta que dirigiéndose otra vez al templo para derramar allí sus dolorosas lágrimas, vio a Jesús que, rodeado de los doctores de la ley, los maravillaba con la sabiduría que a raudales brotaba de sus labios. —¿Quién es este prodigioso niño? exclamaban algunos a pocos pasos de la Madre. —Es Jesús, mi hijo, dijo María, en los transportes de su inmenso gozo; y acercándose al Mesías, le dice con una dulzura que revelaba aún los últimos dejos de su pesar: «Hijo mío, ¿por qué has obrado así con nosotros? Tu padre y yo te buscábamos llenos de aflicción…»
¡Ah! ¡Y con cuánta facilidad perdemos nosotros a Jesús por medio del pecado! Por un placer momentáneo, por la satisfacción de alguna pasión mezquina, por seguir las máximas del mundo, por el respeto humano, por un interés sórdido, perdemos su gracia y su amistad bienhechora, sin pensar por un momento que perdiendo a Jesús, todo lo perdemos. ¿Qué importan entonces todos los bienes de la tierra, todos los honores del mundo, todos los goces de la vida? «¿Qué importa al hombre ganar un mundo si pierde su alma?» Pero lo que es más triste, es ver la indiferencia con que se mira la pérdida de Dios. Si se pierde la fortuna, cuántas lágrimas y sacrificios para recuperarla; si se pierde la salud, cuántos afanes por recobrarla; si se pierde la estimación de los hombres, cuánta solicitud por encontrarla de nuevo. Pero si se pierde a Dios, que es el sumo bien, se ríe y duerme sin cuidado, sin que se derrame una lágrima y sin que se haga diligencia alguna por volver a su amistad. Veamos en este dolor de María cuánto debe ser nuestro empeño por encontrar a Jesús cuando tengamos la desgracia de perderlo por el pecado.

Ejemplo
Desgraciado del que olvida a María

Hubo en una ciudad de Francia un joven, como tantos otros, que olvidando los principios de la religión, se entregó con avidez febril a la lectura de libros impíos y licenciosos.
Como siempre acontece, la fe y la inocencia naufragaron en ese mar de errores y máximas funestas que llenan las páginas de esas infames producciones del infierno.
Perdida la fe, comenzó a resbalar por la pendiente del vicio y acabó por precipitarse en el abismo del crimen, cometiendo uno que comprometió gravemente su honor.
Devorado por los remordimientos y asustado de su propia obra, se echó en los brazos de la desesperación, en vez de buscar los del arrepentimiento, y llegó a concebir la realización de un crimen mucho mayor que el que causaba su desesperación: el suicidio. En el paroxismo de su desesperación, no comprendía que el suicidio en vez de salvar su honor, lo enlodaba más y más añadiendo un crimen a otro crimen.
Agitado por este sombrío pensamiento, y sin dar lugar a la reflexión, se precipitó un día desde lo más alto de la ribera al fondo de un caudaloso río, creyendo que su mala acción permanecería secreta. Pero, por un prodigio inexplicable, su cuerpo flotaba sano y salvo sobre las corrientes del río, a pesar de los esfuerzos que hacía para sumergirse. Un pescador que arreglaba sus redes en la ribera, al ver que un hombre era conducido por la corriente se apresuró a prestarle socorro, creyendo que habría sido víctima de algún accidente involuntario. Mas, cuando el generoso pescador estaba a punto de salvarlo, el demonio, sin duda, sugirió al infeliz la idea de que la causa que le impedía sumergirse era un Escapulario que llevaba al cuello, último y único resto de las santas creencias de su infancia. Acto continuo, el desgraciado joven se lo arranca del cuello y lo arroja a la corriente, y en el mismo instante se sumerge en el fondo de las aguas sin que el pescador pudiera impedirlo.
Este hecho nos manifiesta que la Santísima Virgen no olvida ni a sus hijos más ingratos, si se visten con la sagrada insignia de su Escapulario y que está dispuesta a procurarles hasta el último momento medios de salvación.

Escapulario de la Virgen del Carmen

Jaculatoria

Sálvanos, Madre piadosa,
De una vida disipada
Y una muerte desastrosa.

Oración

¡Oh María! por la dolorosa angustia que experimentó tu corazón de madre al verte separada por tres días de tu idolatrado Hijo, dígnate alcanzarnos la gracia de llorar siempre con amargas lágrimas nuestros pecados, que han sido la causa de haber tantas veces perdido la amistad divina. ¡Oh mil veces desventurados los que pierden a Jesús sin deplorar su ausencia y sin echar de menos su dulce y amable compañía! No permitas jamás ¡oh madre nuestra! que insensibles a tan dolorosa pérdida, disfrutemos tranquilos de los pérfidos goces del mundo, sin pensar que lejos de Dios existe abierto a nuestros pies un profundísimo abismo. ¡Ah! perdiendo a Jesús, te perdemos también a Ti que eres nuestra más dulce esperanza, nuestro consuelo más puro y nuestra más segura tabla de salvación. ¡Qué haríamos sin Ti, oh estrella de los mares, en medio de las tormentas que agitan la vida llenándola de peligros! ¡Qué haríamos sin Ti, oh consoladora de los afligidos, en medio de las desgracias y contratiempos que siembran de pesares el camino de la vida! ¡Qué haríamos sin Ti, ¡oh inexpugnable fortaleza! en medio de las tentaciones que suscitan para perdernos los enemigos de nuestra salvación! ¡Oh María! somos tus hijos no nos desampares; somos tus siervos, no nos olvides; somos tus vasallos, no nos desconozcas. Llena de piedad y de misericordia alárganos tu mano protectora en la hora del peligro; y si por desgracia sucumbiéramos, no tardes en venir en nuestro auxilio y en ponernos a salvo hasta dejarnos en posesión de la tierra feliz donde disfrutaremos eternamente de tu amabilísima compañía.
Amén.

Oración final
para todos los días del Mes

¡Oh María, Madre de Jesús, nuestro Salvador y nuestra buena Madre! Nosotros venimos a ofreceros con estos obsequios, que traemos a vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros agradables, y a solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestro santo servicio. Dignaos presentarnos a vuestro divino Hijo; que en vista de sus méritos y a nombre de su santa Madre dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud; que haga lucir con nuevo esplendor la luz de la fe sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia Él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro; que confunda a los enemigos de su Iglesia, y que, en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad, que nos colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir.
Amén.

Prácticas espirituales

1. Hacer un acto de contrición detestando de corazón todo pecado.
2. Practicar la virtud de la humildad ejecutando algún acto humillante o hablando bajamente de nosotros mismos.
3. Hacer una confesión con todo esmero para recobrar la amistad divina, si la hubiésemos perdido por el pecado, o para afianzarla con el aumento de gracias que se nos comunica por medio de los Sacramentos.

Fuente: Mes de María Inmaculada; Mons. Rodolfo Vergara Antúnez; Arancibia Hnos. y Cía. Ltda., edición de 1985.

martes, 19 de noviembre de 2024

DÍA DUODÉCIMO 19/11/2024 - MES DE MARÍA INMACULADA TRADICIONAL por Mons. Rodolfo Vergara Antúnez

 


Día duodécimo: 

Consagrado a honrar el dolor de María en la huida a Egipto


Oración inicial
para todos los días del Mes


¡Oh María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro nombre y alabanzas. Vuestro santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos. Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas ¡oh María! no os dais por satisfecha con estos homenajes; hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes. Sí; los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones; nos esforzaremos, pues, durante el curso de este Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen Santa! en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas aun la sombra misma del mal. La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos, nos amaremos, pues, los unos a los otros como hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados. ¡Oh María! haced producir en el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia para poder ser algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres.

Amén.


Consideración


Era la mitad de una apacible noche. José y María rendidos por la fatiga del trabajo, dormían el dulce sueño de la inocencia y del deber cumplido. Repentinamente José despierta sobresaltado y se levanta de prisa: era que un ángel le acababa de dar la orden de emprender un viaje a Egipto para poner a salvo la vida del recién nacido, amenazada por la saña de Herodes. María, sin desplegar sus labios para proferir una queja, corre a la cuna de su Hijo, que dormía tranquilamente el sueño de los ángeles, fija sobre Él una mirada de angustia, lo envuelve cuidadosamente en sus pañales, lo carga amorosamente en sus brazos, lo cubre con un pobre manto y se aleja con paso presuroso de la tierra de sus antepasados para encaminarse al país del destierro.

Un silencio sepulcral dominaba en las calles: todos reposaban en el sosiego de sus abrigados albergues y nadie transitaba a lo largo de los solitarios caminos que conducían a Jerusalén. Entre tanto, una tierna doncella y un triste anciano marchaban en silencio, temerosos hasta del ruido de sus propios pasos, a la luz de los suaves rayos de la luna que brillaba en un cielo sin nubes. «Érase todavía en la estación del invierno, dice San Buenaventura; y al atravesar la Palestina, la santa familia debió de escoger los caminos más ásperos y solitarios. ¿Dónde se habrá alojado durante las noches? ¿qué lugar habrá podido escoger durante el día para reponerse un poco de las fatigas del viaje? ¿dónde habrá tomado la frugal comida que debía sostener sus fuerzas?».

Caminos solitarios, senderos quebrados y peñascosos, colinas empinadas, bosques espesos, arenales abrasados, desfiladeros peligrosos, sinuosidades en que los bandoleros espiaban al viajero, cavernas oscuras que servían de guarida a los malhechores: he ahí lo que debían atravesar los desvalidos peregrinos y tristes desterrados de Israel. Pero no sólo era la naturaleza con sus desiertos sin sombra, sin agua y sin ruido, con sus altas montañas y tupidos bosques y solitarias hondonadas, lo que hacía en extremo penosa la marcha de los viajeros: eran el miedo, el frío, el hambre y la sed. Ellos debían ocultarse a las pesquisas de los espías de Herodes y alejarse de las poblaciones y seguir los senderos menos frecuentados. El frío entumecía sus miembros, porque no tenían ni un techo que los guareciera de las brisas húmedas de la noche, ni más lecho que las yerbas empapadas por el rocío, ni más abrigo que sus sencillos mantos. Sus provisiones eran escasas, y el hambre se dejó sentir más de una vez sin que encontraran, para satisfacerla, ni una fruta silvestre, ni un tallo de hierba. Al través de aquellos páramos abrasados por el sol, ni una fuente de agua les ofrecía sus corrientes cristalinas para humedecer sus fauces, secas por el cansancio, el calor y la fatiga, y ni siquiera un soplo de fresca brisa venía a templar el ardor de aquella temperatura de fuego.

Por fin, después de un viaje largo y penoso, llegaron a Egipto, la tierra de la proscripción, donde no encontraron ni un pariente, ni un amigo, ni una mano generosa que les prestase amparo. Era un país de idólatras y donde se miraba con desdén e indiferencia al extranjero. En su patria los santos Esposos habían llevado una vida humilde y laboriosa; pero jamás faltó el pan en su mesa. Mas ¡ay! en el país del destierro sus privaciones eran continuas y un trabajo asiduo durante el día y una parte de las noches no era bastante a proveerlos de lo necesario. «¡Con frecuencia, dice un escritor, el Niño Jesús acosado por el hambre, pidió pan a su Madre, que no podía darle otra cosa que sus lágrimas!…».

No dejemos perder ninguna de las saludables enseñanzas encerradas en este misterio de suprema angustia y de maravillosa resignación a la voluntad divina. La prudencia humana habría podido alegar mil especiosas excusas y oponer al decreto del ángel numerosos inconvenientes. Era de noche; convendría esperar la claridad de la aurora, los caminos estaban poblados de bandidos; carecían de todo recurso para emprender un largo viaje; iban a un país extraño, dejando patria, hogar, parientes, amigos. ¿No habría otro medio que ofreciera menos dificultades para salvar al niño? ¿Por qué se les exige tan penoso sacrificio?

He aquí lo que hubiera dictado la prudencia humana. Pero los santos Esposos ni siquiera preguntan al ángel si el cielo se encargaría de protegerlos durante tan larga jornada. Bástales saber que tales son los designios de Dios para inclinarse sumisos y adorar su voluntad, abandonándose sin reserva en los brazos de su providencia. Si María nos ofrece en el curso de su vida maravillosos ejemplos de perfecta sumisión a la voluntad de Dios, nunca brilló con luz más viva esa virtud que en la huida a Egipto. ¿Adónde os encamináis ¡oh doncella desvalida! con vuestro pequeño niño en medio de una noche fría y solitaria? Yo voy a Egipto, al país lejano del destierro. Pero, ¿quién os obliga a encaminaros al lugar del destierro y abandonar el suelo que os vio nacer, el techo que os guarece, los amigos, los parientes y cuanto ama vuestro corazón? La voluntad de Dios. —Pero ¿vuestra ausencia se prolongará mucho tiempo? —Tanto como Dios quiera. —¿Cuándo tornaréis a vuestros lares abandonados y volveréis a aspirar los aires de la patria? —Cuando Dios lo ordene; yo no tengo otra patria, ni otro gusto, ni otro deseo que el cumplimiento de la voluntad de Dios.

¡Ah! y cuánto acusa nuestra conducta la resignación de María. Ella se abandonaba en los brazos de la Providencia, porque sabía que Dios se encarga de proveer a nuestras necesidades y de darnos los medios de cumplir sus designios. Nosotros, al contrario, pretendemos conformar la voluntad de Dios a nuestros propios gustos y la contrariamos audazmente toda vez que así nos lo aconsejan las conveniencias terrenales. Dios no anhela otra cosa que nuestro bien, y cuando permite que seamos atribulados, es porque así conviene a los intereses de nuestra santificación. Sírvanos la conducta de María de saludable lección para que sepamos adorar en todo tiempo la Voluntad divina.


Ejemplo
La confianza filial recompensada


En el Seminario de Tolosa había un niño de muy felices disposiciones para la virtud, y entre otras prendas que lo adornaban, se distinguía por una confianza ilimitada en la protección de María.

Una noche, al pasar el superior la visita de inspección acostumbrada para asegurarse de que todos los alumnos estaban recogidos, lo encontró arrodillado en su cama. —¿Por qué no se ha acostado Vd., mi querido amigo? le dijo el superior. —Porque he dado mi escapulario al portero para que me lo remiende con el cargo de que me lo devolviese antes de acostarme; y como no me lo ha traído todavía, no me atrevo a recogerme sin él. —¿Y por qué no podría Vd. pasar una noche sin su escapulario? repuso el sacerdote. —Porque temo morirme esta misma noche; y no quisiera que me sobreviniera este trance sin tener en mi poder este escudo de protección: pues la Santísima Virgen ha prometido que el que muera con esa especial divisa de su amor no padecerá el fuego eterno.

—No tenga Vd. temor, le dijo el superior pues nada nos induce a creer que esté tan próximo su fin: mañana, a primera hora, yo haré que se le devuelva su escapulario; y entretanto, acuéstese y duerma tranquilo. —Padre mío, replicó el joven, yo no puedo acostarme sin mi santo escapulario; no tendría tranquilidad ni vendría el sueño a mis ojos, de temor de morirme sin él.

El buen sacerdote, profundamente compadecido de la aflicción del santo joven y no menos edificado de aquella confianza verdaderamente filial en la protección de María, bajó al aposento del portero, recogió el escapulario y lo entregó al niño, quien después de besarlo devotamente, lo colgó alegremente de su cuello, diciendo: «Ahora sí que dormiré tranquilo»; y se durmió, invocando tiernamente el nombre de María.

Al día siguiente, el mismo superior, al pasar la revista ordinaria para ver si sus alumnos se habían levantado a la hora señalada, entró al cuarto del devoto niño y lo halló todavía en la cama, lo que no le sorprendió, creyendo que estaría reparando la pérdida de sueño de la noche anterior a causa de la falta de su escapulario. Se acercó a él, lo llamó dos o tres veces, y viendo que no respondía, le removió suavemente para despertarlo; y nada… Aplicó su mano en la boca para percibir su aliento, y pudo cerciorarse con indecible sorpresa que el piadoso niño había pasado del sueño de la vida al sueño de la muerte. Había expirado teniendo estrechado fuertemente al corazón el santo escapulario que con tan vivas instancias había reclamado.

María había querido recompensar la filial confianza de su joven devoto no permitiendo que muriese sin el precioso documento por el cual sus devotos quedan libres de las penas eternas. Este hecho nos demuestra la benevolencia con que mira la Madre de Dios a los que se revisten de su santo hábito.


Jaculatoria


Danos ¡oh dulce María!
Tu maternal protección,
Y acepta desde este día
Mi vida y mi corazón.


Oración


¡Corazón de María, Madre de Dios y Madre nuestra! ¡Corazón amabilísimo, objeto de las eternas complacencias de la Santísima Trinidad y digno de la veneración de los ángeles y de los hombres! disipad el hielo de nuestros corazones, encended en ellos el fuego del amor divino y comunicadnos un santo entusiasmo por la imitación de vuestras virtudes. Sobre todo haced que os imitemos en esa heroica conformidad con los designios de Dios y en esa perfecta sumisión a su adorable voluntad. Bien sabéis ¡oh Corazón humilde y resignado! que nuestros corazones son rebeldes a los decretos divinos resistiendo muchas veces a ellos para seguir nuestras inclinaciones. Haced que jamás hagamos otra cosa que lo que sea del agrado de Dios y bien de nuestras almas, y que en nada nos busquemos a nosotros mismos ni demos satisfacción a nuestros gustos.

¡Oh santos Esposos de Nazaret! Vosotros que protegisteis durante el largo y penoso destierro al divino Fundador de la Iglesia, dignaos velar sobre esa sociedad de salvación y de vida; protegedla y sed para ella torre inexpugnable que resista heroicamente a los ataques de sus enemigos.

Sed nuestro camino para llegar a Dios, nuestro socorro en las pruebas, nuestro consuelo en las penas, nuestra fuerza en la tentación, nuestro refugio en la persecución. Asistidnos especialmente en el momento de nuestra muerte haciéndonos experimentar en esa hora, decisiva de nuestra suerte, los efectos de vuestro poder, dándonos un asilo en el seno de la misericordia divina, a fin de que podamos bendecir al Señor eternamente en el cielo en vuestra compañía.

Amén.


Oración final
para todos los días del Mes


¡Oh María, Madre de Jesús, nuestro Salvador y nuestra buena Madre! Nosotros venimos a ofreceros con estos obsequios, que traemos a vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros agradables, y a solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestro santo servicio. Dignaos presentarnos a vuestro divino Hijo; que en vista de sus méritos y a nombre de su santa Madre dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud; que haga lucir con nuevo esplendor la luz de la fe sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia Él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro; que confunda a los enemigos de su Iglesia, y que, en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad, que nos colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir.

Amén.


Prácticas espirituales


1. Repetir varias veces en el día la tercera petición del Padre nuestro, Hágase tu voluntad así en la tierra como en el Cielo; prometiendo a María imitarla en su perfecta conformidad con la voluntad de Dios.

2. Rogar a Dios por la persona o personas que nos hacen mal, perdonándolas de todo corazón.

3. Rezar las Letanías de la Santísima Virgen, pidiéndole por las necesidades actuales de la Iglesia católica.


Fuente: Mes de María Inmaculada; Mons. Rodolfo Vergara Antúnez; Arancibia Hnos. y Cía. Ltda., edición de 1985.


lunes, 18 de noviembre de 2024

DÍA UNDÉCIMO 18/11/2024 - MES DE MARÍA INMACULADA TRADICIONAL por Mons. Rodolfo Vergara Antúnez





Día undécimo: Destinado a honrar el dolor de María en la profecía de Simeón

Oración inicial
para todos los días del Mes

¡Oh María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro nombre y alabanzas. Vuestro santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos. Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas ¡oh María! no os dais por satisfecha con estos homenajes; hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes. Sí; los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones; nos esforzaremos, pues, durante el curso de este Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen Santa! en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas aun la sombra misma del mal. La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos, nos amaremos, pues, los unos a los otros como hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados. ¡Oh María! haced producir en el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia para poder ser algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres.
Amén.

Consideración

Cuando José y María penetraban llenos de júbilo en el sagrado recinto llevando las palomas del sacrificio, un santo anciano llamado Simeón se sintió iluminado por una inspiración divina. Bajo los pobres pañales del hijo del pueblo reconoció al Mesías prometido; y tomándolo de los brazos de su Madre, lo levantó en alto, inundadas sus rugosas mejillas por lágrimas de gozo. Dirigióse en seguida a María, y después de un largo y triste silencio, la dijo con voz profética: «Tu alma será tras pasada con una espada de dolor», porque este niño será el blanco de las persecuciones de los hombres.
A la luz de esta siniestra profecía, vio la dolorida Madre el cuadro sombrío de la pasión de su Hijo. Ella inclinó suavemente la cabeza, como una caña se dobla al soplo de la tempestad, y sintió que una espada de doble filo se introducía en sus entrañas de madre. Desde ese momento, toda felicidad concluyó para Ella, y aceptando sin quejarse la disposición divina, acercó sus labios al cáliz que bebería durante su vida entera. Cuando estrechaba a su Hijo amorosamente entre sus brazos, y lo colmaba de maternales caricias, las palabras de Simeón venían a derramar gotas de hiel en la copa de sus goces de madre. No le fue con cedido a María lo que es dado a todas las madres: gozar en paz del amor de sus hijos e indemnizarse de los rigores de la suerte con una sonrisa amorosa de sus labios entreabiertos por la inocencia. Ella veía a todas horas escrita en la frente de Jesús la sentencia de muerte que los hombres habían de fulminar contra Él en recompensa de sus beneficios. Esa idea lúgubre la sorprendía en el sueño, la molestaba en las vigilias, la perseguía durante el trabajo y la perturbaba durante las escasas horas del descanso. ¡Ah! ¡La túnica de Jesús, tejida por sus propias manos, antes de ser tenida con la sangre del Hijo, fue empapada en las lágrimas de la Madre!..
Los tormentos de los mártires, los rigores de los penitentes, las penas interiores de las almas atribuladas nada tienen de comparable con este dolor. Los mártires sufrieron por un momento, pero María sufrió durante su vida entera. Sin embargo, a esos presagios siniestros, a esas imágenes sombrías y desgarradoras, Ella opone una fe generosa y una resignación heroica. Adora de antemano los designios de Dios y saluda con efusión la hora de la salvación del linaje humano efectuada por los padecimientos del hijo de sus entrañas. Hija ilustre de Abrahán, Ella se prepara a trepar a la montaña del sacrificio, a aderezar el altar y a poner fuego al holocausto. Todo eso era preciso para la salud del mundo y exigido por la gloria de Dios, y no trepida un momento en sacrificarse con tal de dar cima a tan gloriosas empresas.
En su largo y prolongado martirio soportado con tan heroica resignación, María nos enseña a sufrir y a sobrellevar con alegría la cruz de los pesares de la vida. La verdadera gloria y el verdadero mérito se fundan principalmente en el sufrimiento y en la cruz. El sacrificio es la corona y el perfume del amor, y quien ama a Dios no puede menos que resignarse a los trabajos y penalidades a que somete la virtud de sus siervos y prueba los quilates del amor que le profesan. Quien ama a Dios anhela sufrir por Él para darle la prueba de la firmeza de su amor. Servir a Dios en medio de los consuelos es servirlo por interés y amarlo sin merecimientos. Por eso las almas amadas de Dios son las que arrastran una cruz más penosa, porque Él se complace en habitar cerca de los que padecen. Se engaña quien crea alcanzar el cielo sin sufrir. Después que Jesucristo y después que María alcanzaron el triunfo a fuerza de padecer, ningún elegido podrá conquistar la victoria sino padeciendo. Si queremos ser los discípulos de Jesús, es preciso que tomemos su cruz y marchemos sobre sus huellas ensangrentadas, pues no sería justo que el discípulo fuera de mejor condición que el Maestro.
El sacrificio es necesario, porque sin él la santificación es imposible. El hombre que no se somete a esa ley imperiosa, renuncia a su felicidad, que no puede obtenerse sino a costa del sufrimiento. Por más que trabajemos, la desgracia y los pesares nos seguirán a todas partes como nuestra propia sombra. El rey en su trono, el rico en sus palacios, el labriego en su rústica morada, el menesteroso bajo su techo de paja están asediados de penalidades. Dios lo ha dispuesto así para que no nos hagamos la ilusión de que la tierra es el paraíso y de que esta aquí el término de la jornada. Y bien, si nadie está exento de padecer, ¿cómo es que no hacemos provechoso el sufrimiento, aceptándolo con resignación y con espíritu de penitencia? ¿Cómo es que el dolor nos arranca injustas quejas y nos sumerge en la desesperación? No nos quejemos y desesperemos cuando sobrevengan sobre nosotros las olas de la tribulación; levantemos al cielo nuestros ojos llorosos en busca de consuelo, de resignación y de fuerza; pero al mismo tiempo bendigamos a Dios, que nos concede los medios más seguros para alcanzar la posesión de la felicidad y que nos permite de esa manera asemejamos a Jesús y a María.

Ejemplo
María, Arca de paz y alianza eterna

Uno de los testimonios más espléndidos de predilección en favor de sus devotos, dados por María en la serie de los siglos, es la institución del Santo Escapulario del Carmelo.
Cuando los solitarios que vivían desde la más remota antigüedad en la célebre montaña del Carmelo se vieron obligados a trasladarse a Europa a causa de las hostilidades de los Sarracenos, ingresó en su piadoso instituto un varón ilustre llamado Simón Stock, que bien pronto llegó a ser el mayor ornamento de la Orden.
Deseoso desde muy niño de la perfección evangélica, fue transportado por el espíritu de Dios a la soledad de un desierto, a la edad de doce años, donde tuvo por celda y santuario la concavidad de un añoso tronco carcomido por el tiempo.
Treinta y tres años hacía que moraba, desconocido de los hombres, en aquella apartada soledad, cuando una revelación de la Santísima Virgen, de quien era enamorado devoto, le hizo saber el arribo de los ermitaños del Carmelo a las playas de Inglaterra y el deseo que Ella abrigaba de que ingresase en esta orden tan grata a sus maternales ojos.
Admitido entre los solitarios del Carmelo, creció su entusiasmo por María y su celo por dilatar su culto y hacerlo amar de los hombres. Elevado más tarde al rango de Superior general de la Orden, suplicó durante muchos años a María que atestiguase su predilección por sus hijos del Carmelo con alguna gracia que atrajese a su regazo mayor número de devotos. Al fin accedió María a las instancias de su siervo, y un día que oraba fervorosamente al pie de su venerada Imagen, vio abrirse el cielo y descender a su celda la Reina de los ángeles, resplandeciente de luz y de belleza.
Traía en sus manos un escapulario, y poniéndolo en las de Simón le dijo con amorosa sonrisa:—«Recibe, amado hijo, este escapulario para ti y para tu Orden, en prenda de mi especial benevolencia y protección. Por esta librea se han de conocer mis hijos y mis siervos; en él te entrego una señal de predestinación y una escritura de paz y alianza eternas, con tal que la inocencia de vida corresponda a la santidad del hábito. El que tuviere la dicha de morir con esta especial divisa de mi amor no padecerá el fuego eterno, y por singular misericordia de mi Divino Hijo gozará de la bienaventuranza».
Basta considerar estas palabras para comprender que la Santísima Virgen distingue a los hijos del Carmelo con una especial predilección entre todos los redimidos con la sangre de su Hijo. Ella ha firmado una escritura de paz y alianza eterna: es decir, una promesa de protección que se extiende hasta las regiones de la eternidad, con tal de que por su parte procuren evitar el pecado, los que visten el Escapulario.
Y como si esto no bastase, todavía añadió una nueva promesa en favor de los carmelitas, hecha al Papa Juan XXII.
Este insigne devoto de María y decidido protector de la Orden carmelitana fue favorecido con una aparición de la Santísima Virgen en la que le dirigió estas palabras: «Yo, que soy la Madre de misericordia, descenderé al Purgatorio el primer sábado después de la muerte de mis cofrades, los carmelitas y libraré de sus llamas a los que estén allí, y los conduciré al monte santo de la vida eterna».
¿Quién será el hijo de María que, sabedor de los insignes privilegios de que está revestido el Santo Escapulario deje de revestir con él su pecho como con un escudo de protección?

Jaculatoria

Fuente de todo consuelo,
Envíame desde el cielo
Tu maternal bendición.

Oración

¡Oh María! la más atribulada de las madres, permitid que nos unamos en este día a los dolores que experimentó vuestro Corazón desde el momento en que os fue anunciada la amarga suerte de vuestro Hijo. Vos sois bella y amable desde vuestra aurora, ya sea que llevéis en vuestros brazos a éste divino niño cuyas gracias os embellecen, ya sea que seáis glorificada en el cielo entre los resplandores de la gloria; pero más bella y más amable aparecéis a nuestros ojos, cuando os contemplamos sumergida en un mar de angustias y pesares y cuando vemos que dolorosas lágrimas inundan vuestros ojos. ¡Es tan dulce para el que sufre encontrar en el objeto de su amor y de su culto los mismos dolores y las mismas penas! Virgen afligida, nosotros tenemos en Vos una madre que ha compartido sus lágrimas con nosotros y que ha acercado a sus labios una copa más amarga que la nuestra. Vos habéis sido víctima del dolor, por eso sois tan misericordiosa; y como sabéis por experiencia lo que es el sufrimiento, sabéis compadeceros de los que sufren, ofreciéndoles vuestros consuelos. ¡Oh María! alcanzadnos de vuestro Hijo la gracia de la resignación para soportar con santa alegría las aflicciones, los pesares, las miserias y las desgracias de la vida, a fin de unirnos a Vos y mezclar con los vuestros nuestros dolores y merecimientos, y para que, llorando en vuestra compañía, podamos alcanzar también las recompensas que están reservadas a los que padecen con verdadero espíritu de penitencia.
Amén.

Oración final
para todos los días del Mes

¡Oh María, Madre de Jesús, nuestro Salvador y nuestra buena Madre! Nosotros venimos a ofreceros con estos obsequios, que traemos a vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros agradables, y a solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestro santo servicio. Dignaos presentarnos a vuestro divino Hijo; que en vista de sus méritos y a nombre de su santa Madre dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud; que haga lucir con nuevo esplendor la luz de la fe sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia Él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro; que confunda a los enemigos de su Iglesia, y que, en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad, que nos colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir.
Amén.

Prácticas espirituales

1. Rezar siete Salves en honra de los dolores de María, pidiéndole que nos enseñe a sufrir con fruto.
2. Hacer un acto de mortificación de los sentidos uniéndose a los dolores de María.
3. Sufrirlo todo de todos sin incomodarse ni quejarse.

Fuente: Mes de María Inmaculada; Mons. Rodolfo Vergara Antúnez; Arancibia Hnos. y Cía. Ltda., edición de 1985.