Desde hoy, con el favor
divino, iremos publicando, paso a paso, y de un modo breve, las primeras
Fuentes Documentadas de la Religión Católica gracias al legado de la Sagrada
Tradición, correspondiente al periodo de los Padres Apostólicos (siglos
I y II d.C), que junto con las Sagradas Escrituras fueron conformando el depositun
fidei, la doctrina de la Fe. Para determinar si un dogma o principio de fe
es verdadero y obligatorio como objeto de creencia, se requiere que su fundamento esté claro en ambas u
en una de las dos Fuentes de la Divina Revelación, confirmado por el Magisterio
eclesiástico. Las Fuentes únicas de la Revelación Pública de Dios al hombre sólo
se contienen en la Sagrada Tradición y en la Sagrada Escritura,
bajo la asistencia y custodia del Magisterio de la Iglesia.
Sabemos que recién en
el siglo IV d.C se codificaron los Textos inspirados que compondrían la Sagrada
Biblia (Sagrada Biblioteca), por lo cual, la enseñanza a los fieles, en los
cuatro primeros siglos de la Religión Católica, se basaba en la predicación y
cartas de los apóstoles, en la lectura del Antiguo Testamento, en la
predicación y escritos de sucesores directos de los Apóstoles, los Padres
Apostólicos, cuyos escritos tienen una profunda importancia para conocer qué
creían los primeros cristianos. Se caracterizan por ser textos descriptivos o
normativos que explican la naturaleza de la doctrina cristiana. Las primeras
comunidades solo tenían una parte de los Textos Sagrados, que se fueron agregando con el paso del tiempo y básicamente su
instrucción religiosa consistía en escuchar las narraciones de los dichos del Señor, las Fórmulas de Fe en la Catequesis y en el Culto mas la predicación de sus obispos y presbíteros. Recién en el siglo IV quedará compilada y canonizada la Sagrada Escritura para el uso de las Iglesias y comunidades. Y serán los Monasterios de vida religiosa contemplativa que se dedicarán a transcribir con el paso de los siglos los Libros santos y las obras de la Santa Tradición para uso de las generaciones futuras.
Para conocer las
Primeras Fuentes de la creencia cristiana seguiremos magníficos estudios
recientes sobre Patrología (Estudio de la vida, las obras y la doctrina de los
Santos Padres de la Iglesia) de eruditos Profesores e investigadores que reúnen
exactitud, claridad y ortodoxia, como Johannes Quasten y Daniel Ruiz Bueno,
ambos teólogos y expertos en Patrología. Al primero lo pueden encontrar en
NUESTRA BIBLIOTECA SAN ENRIQUE II /zona baja del blog.
El editor.
PRIMERAS
FUENTES DOCUMENTALES DE LA FE CATÓLICA
1.- EL SÍMBOLO DE LOS APÓSTOLES
El Símbolo de los Apóstoles (Symbolum Apostolicum) es un breve resumen de las principales doctrinas del cristianismo; se le puede llamar, pues, un compendio de la teología de la Iglesia. Su forma actual, que consta de doce artículos, no es anterior al siglo VI. A partir de esta época estuvo en uso en las Galias, en España, Irlanda y Alemania, en los cursos de instrucción para catecúmenos. Sin embargo, el nombre mismo de Symbolum Aposlolicum es más antiguo.
Hacia fines del siglo IV, Rufino [Nota editor: Rufino de Aquilea, 345-411, teólogo, historiador traductor y monje] compuso un comentario “sobre los Apóstoles”, en el cual su origen, una tradición afirmaba que los Apóstoles, después de haber recibido el Espíritu Santo y antes de separarse para ir a sus respectivas misiones en diferentes países y naciones, redactaron de común acuerdo un breve sumario de la doctrina cristiana como base de sus enseñanzas y como regla de fe para los creyentes (ML 21,337) [Nota Editor: Migne Latino, Volumen 21, página 337]. Ambrosio [San Ambrosio de Milán 340 - 397, obispo, teólogo y orador] parece hacer suya la opinión de Rufino, porque en su Explanación del Símbolo advierte deliberadamente que el número doce de los artículos está en correspondencia con los doce Apóstoles: Ecce secundum duodecim Apostolos et duodecim sententiae comprehensae sunt. La afirmación de que cada uno de los Apóstoles compuso uno de los artículos del Símbolo la encontramos por vez primera en el siglo VI. Un sermón del Pseudo-Agustín [autor que no es Agustín de Hipona], de este siglo, explica así su origen: “Pedro dijo: Creo en Dios Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra... Andrés dijo: Y en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor...” (ML 39.2189-2190), aportando cada Apóstol uno de los doce artículos. Esta explicación del siglo VI sobre el origen del Símbolo de los Apóstoles prevaleció durante toda la Edad Media. Fue, pues, grande la sorpresa cuando Marco Eugenio, arzobispo griego de Éfeso, declaró en el Concilio de Ferrara (año 1438) que las Iglesias orientales no sabían nada ni de la forma del Credo usada en la Iglesia occidental ni de su origen apostólico. Unos años más tarde, el humanista italiano Lorenzo Valla negó enfáticamente la paternidad apostólica del Symbolum Aposlolicum.
Investigaciones recientes sobre este punto prueban suficientemente que su contenido esencial data de la era apostólica.
La
forma actual, sin embargo, se desarrolló gradualmente. Su larga historia está
íntimamente ligada al desarrollo constante de la liturgia bautismal y de la
preparación de los catecúmenos. Nada contribuyó tanto a la composición del
Credo como la necesidad de una fórmula de este tipo para la profesión de la fe
de los candidatos al sacramento de iniciación. Desde el tiempo de los Apóstoles
fue costumbre de la Iglesia exigir antes del bautismo una profesión explícita
de fe sobre las doctrinas esenciales de Jesucristo. Los candidatos debían
aprender de memoria una fórmula determinada y tenían que recitarla en voz alta
delante de la asamblea. De esta costumbre proviene el rito solemne de la traditio
[entrega
del Símbolo de la Fe] y redditio symboli [recepción
del Símbolo de la Fe]. La confesión de la fe era parte
integral de la liturgia, y si uno no se percata plenamente de este hecho, no
puede comprender su historia.
1. La fórmula cristológica.
La forma más primitiva del Credo se conserva en los Hechos de los Apóstoles, 8,37. Felipe bautizó al eunuco de Etiopía después que éste hizo profesión de su fe de esta forma: “Yo creo que Jesucristo es el Hijo de Dios”. Este pasaje prueba que el Credo empezó por una simple confesión de fe en Jesucristo como Hijo de Dios. No había necesidad de exigir más a los candidatos al bautismo. Era suficiente que reconocieran a Jesús como Mesías, tratándose sobre todo de los conversos del judaísmo. Con el correr del tiempo fueron añadiéndosele nuevos artículos. Poco después la palabra “Salvador” fue incluida en la fórmula, y así surgió el acróstico ΙΧΘΥΣ, símbolo favorito del mundo helenístico, pues IXOYZ “pez” consta de las iniciales de las cinco palabras griegas que significan “Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador”. Tertuliano [Quinto Septimio Florente Tertuliano (c. 160-c. 220) de Cartago] y la inscripción de Abercio son testigos de la popularidad de esta fórmula en la segunda mitad del siglo II. Sin embargo, en la literatura cristiana antigua se encuentran mucho antes expresiones de fe en Cristo de una mayor precisión y alcance. Ya San Pablo, en su epístola a los Romanos (1,3), presenta el Evangelio de Dios como el mensaje de “su Hijo, nacido de la descendencia de David según la carne, constituido Hijo de Dios, poderoso según el Espíritu de Santidad a partir de la resurrección de entre los muertos, Jesucristo nuestro Señor”. Fórmulas semejantes se encuentran en I Cor. 15,3 y en I Petr. 3,18 22. Es posible que estas fórmulas fueran de uso litúrgico. Esto se colige, sobre todo, del pasaje de San Pablo en Phil. 2,5-11. Hacia el año 100, Ignacio de Antioquía (Trall. 9) [ 35-108 y 110, Obispo, teólogo, escritor, conoció y fue discípulo de San pablo y San Juan, Apóstoles] declara su fe en Jesucristo con palabras que recuerdan muy de cerca el segundo Artículo del Credo: “Jesucristo, del linaje de David e hijo de María, que nació, comió y bebió verdaderamente, fue verdaderamente perseguido bajo Poncio Pilatos, fue verdaderamente crucificado y murió a la vista de los moradores del cielo, de la tierra y del infierno; que, además, resucitó verdaderamente de entre los muertos, resucitándole su propio Padre. Y a semejanza suya también a los que creemos en Él nos resucitará del mismo modo su Padre, en Jesucristo, fuera del cual no tenemos la verdadera vida”.
2.
La fórmula trinitaria
Además de la fórmula cristológica existió desde los tiempos apostólicos, para el rito bautismal, una confesión de fe trinitaria, que terminó prevaleciendo sobre la otra. Fue sugerida por el precepto del Señor de bautizar a todas las naciones “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. Hacia el año 150, el mártir Justino dice (Apol. I 61) [San Justino, 100-168, filósofo, uno de los primeros apologetas] que los candidatos del bautismo “reciben el lavado del agua en el nombre de Dios Padre y Señor del universo, y en el de nuestro Salvador Jesucristo y en el del Espíritu Santo”. La Epístula Apostolorum [es una obra apócrifa del Nuevo Testamento de mediados del siglo II d. C.], compuesta hacia la misma época, aumenta el número de secciones de esta profesión de fe de tres a cinco. Su credo no sólo contiene la fe “en el Padre, moderador del mundo entero, y en Jesucristo, nuestro Salvador, y en el Espíritu Santo Paráclito”, sino que añade “y en la santa Iglesia y en la remisión de los pecados”.
3.
La fórmula combinada
Aunque en la Epistula
Apostolorum la fórmula básica de tres miembros se aumentó con la adición de
dos nuevos artículos, no fue éste el único método de desarrollo, sino que hubo
también el de ampliar cada artículo del Símbolo por separado. Esta última forma
está representada por el tipo que podemos llamar fórmula combinada, porque
combina las fórmulas cristológica y trinitaria. La inserción de la confesión de
Cristo, que originariamente era independiente (todavía conserva su
independencia en la praefatio de la liturgia eucarística), vino a
destruir la simetría del Símbolo trinitario primitivo. El resultado fue una
fórmula de ocho o nueve cláusulas con una extensa regla de fe cristológica,
parecida a la que se usaba en Roma hacia el 200. Así vemos que el rito romano
del bautismo descrito en la Tradición apostólica de Hipólito [San
Hipólito de Roma, 170?- 235 d.C. Presbítero y teólogo ] contiene este Credo:
Credo in Deum patrem omnipotentem
Et in Christum lesum, filium Dei,
Qui natus de Spiritu Sancto ex Maria Virgine
Et crucifixus sub Pontio Pilato et mortuus est et sepultus,
Et resurrexit die tertia vivus a mortuis,
Et ascendit in caelis,
Et sedit ad dexteram patris,
Venturus iudicare vivos et mortuos
Et in Spiritum Sanctum et sanctam ecclesiam,
Et carnis resurrectionem.
Tertuliano [Quinto
Septimio Florente Tertuliano
(c. 160-c. 220) de Cartago] conocía ya este símbolo romano primitivo a fines
del siglo II, y hay razones más que suficientes para creer que fue compuesto mucho
antes del tiempo en que oímos hablar de él por vez primera. Profundas y extensas investigaciones han
demostrado que esta fórmula romana del Símbolo tiene que ser considerada como
la madre de todos los Credos occidentales, así como también de nuestro Símbolo
Apostólico. Durante el siglo III fue pasando de una Iglesia a otra hasta que
llegó a prevalecer en todas partes. Pero no se puede probar —como lo pretendió Kattenbusch
[1851-1935,
teólogo protestante]—que
este Credo romano sea también el arquetipo de las formas orientales. Parece más
probable que se trate de dos ramas independientes de un tronco común que tenía
sus raíces en Oriente.
De todos modos, un proceso de desarrollo
parecido al que hemos seguido en Occidente puede apreciarse también en Oriente.
A una sencilla confesión trinitaria se le fueron añadiendo afirmaciones cristológicas.
Pero, mientras en Occidente se dio más importancia al nacimiento de Jesús de la
Virgen María, Oriente introdujo nuevas frases relativas a su nacimiento eterno,
antes de la creación del mundo. A estas adiciones
se las ha calificado de «antiheréticas›.
Pero sólo en casos aislados raros podemos tener la certeza de que estas
añadiduras fueron debidas a la lucha contra los herejes. Muchas de ellas fueron
introducidas porque dentro de la Iglesia se sintió la necesidad de dar cada vez
más cabida en el Credo a los principales dogmas del cristianismo en forma abreviada
para la instrucción de los catecúmenos. Así como la liturgia bautismal evolucionó
de un sencillo rito a un rito solemne, así también el Credo bautismal se convirtió
de una simple confesión trinitaria en un breve compendio de la doctrina
cristiana. Y así como hubo varias liturgias, hubo también varios Credos. El más conocido en Oriente es el de
Jerusalén, conservado en las Instrucciones catequéticas de Cirilo [San Cirilo
de Jerusalén, 330-386, obispo],
y el de cesarea tal como nos lo da el historiador Eusebio [Eusebio de
Cesarea, 263/30-339, obispo, exégeta y padre de la historia de la Iglesia, sus escritos están entre los primeros relatos de la historia del cristianismo primitivo].
Todavía se discute entre los eruditos si el Símbolo de Nicea es una forma
alterada del tipo usado en Cesarea o del usado en Jerusalén.
Es, pues, evidente que el texto actual del
Símbolo de los Apóstoles no aparece antes de principiar el siglo VI. Se habla por vez primera en Cesáreo de Arlés
[470-542,
arzobispo y monje francés]. El Credo romano del siglo V difiere aún considerablemente
del nuestro, por cuanto no incluye las palabras creatorem caeli
et terrae -
conceptus - passus, mortuus
descendit ad inferos - catholicam - sanctorum communionem - vitam aeternam. No obstante,
todos los elementos doctrinales encerrados en el Símbolo Apostólico figuran ya
hacia fines del siglo I en las numerosas y variadas fórmulas de las que se
encuentran en la primitiva literatura cristiana.
+++++++
Nota: Se omitió
la extensa bibliografía por espacio, verla en el libro directamente. Las rúbricas y subrayados son nuestros para facilitar su lectura.
Visto en el libro “Padres Apostólicos” de Johannes Quasten, Bac 1961, páginas 31-34.
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