martes, 25 de mayo de 2021

UNA GRAN APARICIÓN DE LA VIRGEN MARÍA DEL SIGLO XVI DESTINADA A SER CONOCIDA EN EL SIGLO XX - 2° PARTE

        


Primera Aparición, 2 de Febrero de 1589

Amanecía el día y la Madre Francisca de los Ángeles había dejado a la enferma para ir a Misa. De pronto, la serpiente apareció, arrastrándose por las paredes. La Madre Mariana gritó, desesperada: “Estrella del Mar, María Inmaculada… ¡Sálvame, pues perezco!” Al terminar estas palabras, la rodeó una luz celestial. Sintió que una mano cariñosa le tocaba la cabeza y una dulce voz le decía: ¿Por qué temes, hija mía? ¿No sabes que estoy contigo en la tribulación? ¡Levántate y mírame!

La Madre Mariana se levantó de la cama y contempló a una Mujer majestuosa y dulce. Le preguntó: “¿Quién eres, hermosa Señora?” Ella le contestó: “Yo soy tu Madre del Cielo, a quien invocaste… Viste lo que es el Infierno. Sientes que ahora te saco de allí para colocarte en el Purgatorio a fin de que termines de purificar tu alma, porque tu Señor y tu Dios te destina para grandes y felices sucesos durante tu vida… Di a tu Madre de la tierra que se prepare para viajar a la Eternidad, pues ha llegado el tiempo que… reciba el premio por tantos sacrificios y sufrimientos padecidos para la Fundación… Comunico ahora vida a tus nervios, venas y arterias y apartando de aquí a la maldita serpiente, quedas en dulce tranquilidad como quedan las almas después de salir del lugar de expiación.

Al decir la Virgen estas palabras, la serpiente dio un grito y se precipitó al Infierno con gran estruendo, produciendo un temblor de tierra. La Madre María de Jesús y la Madre enfermera encontraron a la Madre Mariana sin sentido, pero esta volvió en sí y notaron que había recuperado el movimiento del cuerpo. Oraron y alabaron a Dios en acción de gracias, y la enferma pudo comer de nuevo.

Segunda Muerte (1589)

La enfermedad continuó, más con el consuelo de poder moverse y de saber que estaba en paz con Dios y no condenada. Finalmente se agravó tanto, que ya no podía tragar ni líquidos. El miércoles 12 de septiembre de 1589, a las nueve de la mañana, comenzó su agonía y recibió la Extremaunción. Al mediodía del viernes empezó a convulsionar, su rostro se desfiguró y adquirió una palidez mortal. A las tres y media de la tarde elevó sus ojos al cielo, besó el Crucifijo que tenía en las manos y expiró. El Dr. Sancho testimonió su muerte.

La razón de conocer la hora exacta de los acontecimientos es porque en aquella época ya existían relojes. En el siglo XV se inventaron los relojes de una manecilla para marcar las horas y en 1505 el herrero alemán Peter Henlein consiguió construir relojes mecánicos tan pequeños que podían llevarse en el bolsillo.

Las hermanas amortajaron su cuerpo y arreglaron el velatorio en el Coro inferior, que se prolongó viernes y sábado, con masiva asistencia de las almas piadosas de Quito. Sin embargo, su cadáver helado no daba muestras de corrupción. Se proyectó el entierro para el lunes y la noche del sábado las Monjas se retiraron a descansar.

A la mañana siguiente, al dirigirse las hermanas al Coro Alto para rezar el Oficio Parvo, encontraron a la Madre Mariana rezando. Las Monjas se asustaron y fueron en busca de la Madre Priora. Ésta, pensando hallarse frente al alma de la Madre Mariana, le ordenó que le diga qué necesitaba.

La Madre Mariana entonces se acercó y abrazó a Su tía, insistiendo en que estaba viva; fuerte y sana. Entonces procedieron a rezar junto a ella, pero con gran temor. Terminada la oración, fueron al Coro Inferior, sólo para comprobar que allí sólo estaban las mortajas y las andas vacías.

Los Frailes fueron avisados, y la Madre Mariana se confesó con su Director, el Padre Antonio Jurado. Le contó cómo el Señor, al morir ella, la colocó en un Purgatorio espiritual, en el cual ella veía su cadáver y esto le ocasionaba sufrimiento; que había permanecido en ese Purgatorio hasta las 3 de la madrugada del domingo, hora de la Resurrección del Señor, cuando su alma volvió a su cuerpo, volviendo a la vida con la salud perfecta. Le contó cómo se bajó de las andas y apagó una vela que, por un temblor, se había caído y podía incendiar el Monasterio, y que luego se había dirigido al Coro Alto a esperar a sus hermanas.

Las hermanas se admiraban del tono rosado y del vigor de la antes pálida y extenuada Monja. El Dr. Sancho se negó a ir al Monasterio a verificar el milagro, tachándolas de dementes, y se dirigió al Convento de los Franciscanos, para decirles que entierren pronto el cuerpo de la Madre Mariana, pues las monjitas estaban enloqueciendo. Al no encontrar a los Frailes, se dirigió al Monasterio, encontrando viva a la Madre Mariana. Entonces declaró bajo juramento lo ocurrido, junto con los Padres Franciscanos y las Religiosas. Estas declaraciones constan en los Archivos del Monasterio.

El Primer Priorato de la Madre Mariana

La vida de la Madre Priora María de Jesús Taboada se extinguía, como lo había anunciado la Virgen. Entonces el Padre Provincial Franciscano decidió convocar a las Monjas para elegir la nueva Priora. En la primera votación, con unanimidad de votos, resultó canónicamente elegida la Madre Mariana de Jesús Torres, a la sazón de 29 años. La Madre Mariana rogó al Padre Provincial, con lágrimas, que la eximiera del cargo, pues no tenía la edad requerida por la Regla y consideraba que había hermanas mejor preparadas que ella, a lo que el Provincial le exigió que acepte el cargo en nombre de la Santa Obediencia.

La tarde de su elección, un desconocido llegó al Torno y entregó a las monjitas un manjar, diciendo: La Señora, sabiendo que la Madre Mariana de Jesús fue elegida Priora le manda este manjar, diciendo que la tenga siempre presente”. El regalo era tan grande que tuvieron que transportarlo entre varias. La Madre Mariana sonrió sin decir nada al verlo y repartió entre sus Religiosas el manjar, que era exquisito y parecía no acabarse.

Al día siguiente la Marquesa María de Solanda, benefactora del Monasterio, envió presentes y fue personalmente al Monasterio a felicitar a la Madre Mariana. La Madre María le agradeció por el Manjar del día anterior, pero la Marquesa le aseguró que no era ella quien lo había enviado; entonces la tía comprendió que era la misma Virgen quien había enviado el regalo.

La noche de su elección, la Madre Mariana estuvo cinco horas en éxtasis, durante el cual vio la muerte de su tía, la separación de los Franciscanos de la dirección del Monasterio y cómo ella sería perseguida y encarcelada por algunas hermanas.

La salud de la Madre María continuaba deteriorándose, hasta que el 4 de octubre de 1593, día de San Francisco de Asís, amaneció como restablecida. Después de la recibir la Santa Comunión en su celda, recibió nuevamente la Extremaunción. Luego se sentó, sonriente y rejuvenecida, pidió perdón a todas sus hijas, prometió cuidarlas desde el Cielo y bendijo a toda la Comunidad con un Crucifijo que tenía en la mano. Luego dejó caer el Crucifijo y comenzó la agonía. Repetía la jaculatoria “Jesús, María, José y Francisco”. Su última palabra, casi inaudible, fue “Francisco”. Con una sonrisa, exhaló el último suspiro. Habían pasado dieciséis años desde la Fundación del Monasterio.

En el momento de su muerte, la Madre Mariana vio como su alma se presentó al Juicio de Dios y fue destinada a un breve Purgatorio. También vio el Trono de Gloria que la esperaba en el Cielo, en un Coro especial reservado a las Fundadoras de Órdenes Religiosas. Al tercer día, la sepultaron en el Coro inferior, incorrupta. Una vez sepultada, la Madre Mariana rogó al Señor que el alma de la Madre María volara al Cielo; Jesús le pidió entonces una reparación de cinco días. Al quinto día, durante la Santa Misa, en la elevación, la vio subir al Cielo.

La Madre Mariana, llena de pesar por la separación de su tía, siguió gobernando el Monasterio con dulzura y suavidad. Y entonces le llegó la gran prueba. Algunas religiosas del Monasterio estaban descontentas con la severidad de la Regla Franciscana, y hacían continuos esfuerzos para que la dirección del Monasterio pasara al Obispo de Quito. Los Frailes Franciscanos decidieron entonces retirarse parcialmente de la dirección. La Madre Mariana quedó sumida en el dolor, tanto, que una noche bajó al Coro inferior y se postró sobre el sepulcro de su tía. “No resisto más, Madre mía, levántate y favoréceme”, le dijo.

Y la Madre María, milagrosamente, le contestó, diciéndole entre otras cosas: “Hija mía, por ahora es necesaria la separación de los Franciscanos… llegará, pues, el tiempo de oro en que los Franciscanos volverán a gobernar mi Monasterio…. Habrá un miembro de mi Comunidad que alterará el espíritu de las Religiosas… Estará ciega, sin luz para ver las cosas de Dios… hará sufrir mucho a la Comunidad, quejándose al Obispo. Ella se gloriará de esto, mas la hora de Dios llegará… Comunícate con las Fundadoras, pues todas reciben visitas celestiales…”.

Entonces la Madre Mariana se postró delante del Santísimo, pidiéndole morir. Una luz brillante salió del Sagrario y una Voz le dijo: “Conviene, hija mía, que por ahora los Franciscanos se separen del Monasterio, más esto no ocurrirá en tu tiempo de Priora”.

Y sobre la Madre Francisca de los Ángeles, quien también pedía a Dios morir por la separación de los Franciscanos, le dijo: “Mándale, por obediencia, que por ahora no pida la muerte”. Así lo hizo la Madre Mariana y la Madre Francisca, besando el escapulario de su Priora, acató la orden.

Primera Mención del Nombre de El Buen Suceso

La Madre Mariana acostumbraba a cargar, de noche, por los claustros, una Cruz grande de madera, llevando además una corona de espinas en la cabeza.

Una noche, en el claustro inferior que conduce al Coro, surgió frente a ella un inmenso mar de fuego. Una voz horrenda que salía de lo profundo de ese mar le dijo: “Aquí queremos sepultar este maldito Convento. Pero esas malditas no nos dejan, especialmente esa maldita…” Dos perros monstruosos se colocaron a los lados de la Madre Mariana.

Ella gritó: “Estrella de los Mares, María Santísima de El Buen Suceso, socórreme”. En ese instante vio aparecer una estrella brillante, enorme, del tamaño del techo del Coro. En el centro de la Estrella se leía “María”. De la Estrella surgió una pequeña canoa dorada, un Ángel conducía la embarcación. “Soy el Arcángel Gabriel, enviado por tu Madre, María de El Buen Suceso, para socorrerte”. El Ángel subió a la Madre Mariana con todo y Cruz a la canoa y avanzó. “Esta canoa significa tu larga vida”, le dijo.

Atravesando el mar de fuego, sufrieron un ataque similar al del barco cuando vino de España. El Arcángel la colocó sana y salva en la tierra firme del claustro. Entonces el Arcángel rezó el Avemaría.  “Son  tantas  las  grandezas  que  encierra  la  salutación  angélica  –explicó-­‐  que  los mortales no consiguen comprender”. Entonces el Arcángel y el mar de fuego desaparecieron, y todo quedó en paz.

La Madre Mariana Francisca invocó a María de El Buen Suceso, pues esa era una devoción española de tiempos inmemoriales, ligada a los santos mártires de Abla: los soldados romanos Apolo, Isacio y Crotato, convertidos al cristianismo y martirizados por el emperador Diocleciano, quienes primero fueron salvados de morir en el fuego de la hoguera por la Virgen de El Buen Suceso, aunque finalmente fueron martirizados. Esta Virgen se representaba con el Niño en el brazo izquierdo, coronados los Dos, y la Virgen con un cetro en su mano derecha.

Segunda Aparición, 2 de Febrero de 1594

Una noche la Madre Mariana escuchó un estruendo terrible: parecía que se derrumbaban las paredes de la Iglesia. Corrió y se postró ante el Sagrario y le preguntó a Jesús qué eran esos ruidos. Jesús, desde el Sagrario, le respondió: “Hija mía, esto que escuchas espiritualmente sufrirán materialmente tus sucesoras, pues llegará el tiempo en que los demonios querrán demoler este Monasterio… pero no lo conseguirán mientras exista espíritu de sacrificio… y tú, hija mía, prepárate a recibir la visita de mi Madre Santísima, con la que quiere favorecerte”.

Se dirigió entonces la Madre Mariana, llena de gozo, al Coro Alto, y comenzó a rezar con la frente en el suelo. Después de un tiempo, percibió a alguien delante de sí y oyó que una voz dulce la llamaba por su nombre. Se levantó enseguida y se encontró con una bellísima Mujer, que tenía en su mano izquierda al Niño Jesús y en la mano derecha, un báculo de oro, adornado con piedras preciosas.  La Madre Mariana le preguntó:

“Hermosa Señora, ¿Quién sois y qué queréis?...”.

La Mujer le respondió: “Soy María de El Buen Suceso, la Reina del Cielo y de la Tierra… En el brazo derecho tengo el báculo que ves, pues quiero gobernar éste mi Monasterio como Priora y Madre.  Los Franciscanos están para dejar el gobierno de este Convento, el cual necesita, más que nunca, en esta dura prueba que durará siglos, de mi amparo y protección. Satanás comenzó a querer destruir esta obra de Dios valiéndose de hijas mías ingratas, mas no lo ha de conseguir porque soy la Reina de las Victorias y la Madre del Buen Suceso, bajo cuya invocación quiero hacer prodigios en todos los siglos, a favor de la conservación de éste mi Convento y de sus moradoras… Tu vida será larga para la Gloria de Dios y de su Madre que te habla. Mi Hijo Santísimo te presentará el dolor en todas sus formas, y para infundirte el valor que necesitas, tómalo de mis brazos, y recíbelo en los tuyos…”.

La Virgen colocó entonces al Niño en los brazos de la Madre Mariana, quien lo estrechó contra su corazón y lo colmó de cariños. El contacto con María y Jesús duró hasta las tres de la mañana. Durante la Aparición, la luz que emanaba de la Madre y el Hijo iluminaban el lugar con una claridad intensa; al terminar, todo quedó en oscuridad.

La Madre Mariana, transformado el rostro y el alma por la grandeza del don recibido, se dirigió a su asiento de Priora para esperar a las Hermanas que venían a rezar el Oficio Parvo.

Despedida de los Frailes Franciscanos y Primera Cárcel

Llegó el día de la elección de la nueva Priora y salió electa la Madre Magdalena de Jesús Valenzuela. La nueva Priora, débil de carácter, condescendió con las exigencias de las Monjas inobservantes de la Regla Franciscana y rápidamente gestionó la salida de los Franciscanos de la dirección del Monasterio, pasando el gobierno del mismo al Señor Obispo.

Sin los Franciscanos vigilando con caridad y firmeza el cumplimiento de la Regla, comenzó el relajamiento de la clausura y del silencio estricto. La Madre Mariana le pidió a la Madre Magdalena, con humildad, que frene las inobservancias. Enterado de esto el Obispo, quien no entendía la Regla Franciscana, mandó un documento ordenando que se encarcele a la Madre Mariana durante tres días, se le quite el velo, se le dé una disciplina pública en el comedor y que coma en el suelo.

La Madre Mariana quedó además privada, durante esos días, de la Santa Misa y de la Sagrada Comunión. Terminados los tres días, la colocaron en un cuartucho miserable, prohibiéndole la comunicación con las demás Monjas. Pero las otras seis Fundadoras españolas y ocho Monjas observantes no resistieron ese aislamiento y fueron a ver a la Madre Mariana. Entonces las inobservantes gestionaron un nuevo documento del Obispo, en el que ordenaba que se las encarcele a las quince durante un mes.

Las quince Monjas fueron encerradas y privadas, durante todo el mes, de la Santa Misa, de los Sacramentos y del Oficio Divino. Las inobservantes quisieron sacarles los hábitos, pero el Obispo permitió que les sacaran únicamente los velos. Sólo podían salir de la cárcel conventual para el comedor; permitiéndoles comer poco y en el suelo; y siendo objeto de desprecios y burlas en ese momento.

La Madre Mariana dirigió entonces una nota al Obispo, pidiéndole que les conceda asistir a la Santa Misa y rezar el Oficio Divino en el Coro alto. Las Monjas inobservantes trataron de impedir la entrega de la nota, pero la Madre Mariana hizo valer su calidad de Fundadora, y el Obispo finalmente concedió que asistan a la Santa Misa y al Oficio Divino, sin levantar en lo demás el encarcelamiento.

Las demás Monjas observantes sufrían al ver a sus Hermanas encarceladas y las iban a visitar, siendo también encarceladas las visitantes, de tal manera que se elevó a veinticinco el número de Monjas prisioneras. Las Prisioneras besaban humildemente los pies de sus perseguidoras en el comedor, y hasta cosieron con abnegación y amor sus vestidos en la cárcel; y soportaban el martirio de no tener la Santa Comunión, sin quejarse.

La cárcel había sido trabajada con dedicación por los Frailes Franciscanos. Quedaba en el Claustro Inferior, contigua al Coro Inferior, y medía ocho metros por cuatro noventa. La puerta era doble, con grandes trancas en la primera hoja, y un gran cerrojo de hierro, además de trancas, en la segunda. En lo alto de las dos hojas había una pequeña ventana con barras de hierro, recubierta con tela de alambre, que dejaba filtrar alguna luz. La única otra abertura era una ventanita de cuarenta centímetros por cincuenta, en una pared. Esa ventana tenía también barras de hierro, y una puertita interior de tabla, donde estaba pintada, por un lado, la escena de la Anunciación, y por el otro, una escena de Jesús atado con gruesas correas y dos Ángeles llorando. En una pared había un pequeño nicho con una Cruz colgante, y debajo de él, una cavidad grande con un banco de piedra, para dormir. En dos de las cuatro paredes, a todo lo largo, había bancos de ladrillo, de un metro diez de largo. Del techo colgaban tres candiles.

En el centro de la cárcel habían dos columnas circulares, de un metro setenta de altura, con tablas redondas en la parte superior, que servían de altares. Uno de los altares tenía una estatua de Jesús atado a una columna sobre la que estaba un gallo, con San Pedro a sus pies pidiéndole perdón. En el otro altar, una bella estatua de la Virgen Dolorosa. En cada una de las dos columnas habían tres argollas de hierro, de las que colgaban sendas correas de hierro, con esposas que se echan llave en el extremo; para los pies, manos y cintura. También había un cepo, y un armario para alimentos, costuras, libros e instrumentos de penitencia. El piso era de ladrillo. La cárcel del Monasterio era un lugar que infundía temor y respeto.




Una noche, cuando Madre Mariana oraba en su pobre cama, una Cruz pintada en la pared de la cárcel se iluminó. Era tanta la claridad que se despertaron todas las cautivas. Entonces la Cruz creció al tamaño real y las Fundadoras españolas cayeron en éxtasis.

Visión de la Madre Mariana de Jesús.

La Madre Mariana contempló la escena del Gólgota. El Señor le dijo que sus llagas se debían a las Religiosas inobservantes y que su dolor continuaría por los siglos hasta que se restableciera el gobierno de los Franciscanos en el Monasterio de la Inmaculada Concepción. También vio como la Madre Valenzuela, al morir, estaría en el Purgatorio hasta el día del Juicio.

Visión de la Madre Francisca de los Ángeles.

Vio a San Francisco de Asís recorriendo el claustro con arco y flecha; disparando flechas a diestra y siniestra. Una de las flechas alcanzó el corazón de una Hermana, que murió instantáneamente. San Francisco le reveló a la Madre Francisca que esa Hermana era la principal causante de la separación de los Franciscanos, y que sobre ella caería toda la culpa de las futuras inobservancias de la Regla. A la mañana siguiente se encontró el cadáver de la Hermana con el rostro negro y amoratado.

Visión de la Madre Ana de la Concepción.

Vio a la Virgen apagar la lamparita del Santísimo. La Virgen le dijo: “Hija mía, así estará apagado el espíritu de mis hijas en todos los siglos hasta que vuelva el gobierno de los Franciscanos… Pero también tendré hijas santas que amando mi Inmaculada Concepción, amarán a mi siervo Francisco, y serán columnas firmísimas que conservarán el Monasterio en el mismo lugar que fue fundado, en el corazón de la ciudad, para aplacar la Divina Justicia por los crímenes que en ella se cometen…” Durante todo el día y la noche siguiente, la lámpara del Santísimo permaneció apagada, sin que nadie, de dentro ni de fuera del Convento la pueda prender. Al segundo día, se encendió sola.

Visión de la Madre Lucía de la Cruz.

Vio a Nuestro Señor Jesucristo con el Sagrado Corazón visible en el pecho, rodeado de espinas y sangrando a raudales. La Sangre de Su Corazón inundaba los patios y claustros del Monasterio, hasta convertirse en un mar de Sangre. Él le dijo: “En este mar de Sangre de mi Corazón estoy pronto a lavar las culpas de aquellas que recurran a Mí, arrepentidas”.

Visión de la Madre Magdalena de San Juan.

Vio a San Juan Evangelista, sonriente y alegre. Él le contó que la noche de la Última Cena, cuando él estaba reclinado en el Pecho del Maestro, le fue revelada la futura Fundación de este Monasterio, al que Jesús amaba mucho.

La Madre Magdalena vio también un sacrilegio enorme que se cometería en una ciudad de estas tierras. El país aparecía como el Calvario y aquella ciudad como el Gólgota, donde Jesús expiraba pisoteado, profanado en el Santísimo Sacramento, por los mismos que asesinarían a un inocente Padre Jesuita, cuya alma entraría directamente al Cielo sin pasar por el Purgatorio.

Vio también a un hombre que se paseaba por las calles de esa ciudad y que le decía a sus amigos que “había pasado la noche más entretenida de su vida agarrando Frailes”.   Vio cómo al continuar su paseo, le cayó una viga de una construcción matándolo de contado, y cómo su alma descendió de inmediato al Infierno.

Vio a las Monjas del Monasterio de Concepcionistas de esa ciudad haciendo, con lágrimas, oración y reparación por el sacrilegio cometido. Y conoció que esa reparación era necesaria para evitar un castigo terrible que habría venido sobre el país: una inundación total.

La noche del 2 de mayo de 1897, las tropas de Eloy Alfaro arrestaron a numerosos jesuitas en Riobamba. El 4 de mayo, el Colegio y la Capilla del Colegio San Felipe Neri, de la Orden Jesuita, fueron invadidos por las tropas liberales. A las 7:15 de la mañana, los alfaristas rompieron las puertas de la Capilla, y abalearon el retablo y el púlpito. Saquearon y profanaron el Altar y el Sagrario, pisoteando las Hostias consagradas. Luego, al grito de "¿Dónde están los frailes?", allanaron los dormitorios de los sacerdotes. A las 7:30, ingresaron al cuarto del Padre Rector, Emilio Moscoso.  Lo encontraron con el Rosario en la mano, matándolo de contado con un balazo en la frente. Luego saquearon su cuarto, y sustituyeron su Rosario con un fusil y una cartuchera para justificar su muerte.

La revelación final del Apóstol San Juan fue que el mundo no acabaría antes de que los Frailes Franciscanos volvieran al gobierno del Monasterio de la Inmaculada Concepción.

Visión de la Madre Catalina de la Concepción.

Vio Ángeles del Cielo que instalaban en diversos sitios, en patios y claustros, unos tornos, que los hacían girar, despedazando a las Monjas. Luego los Ángeles les entregaban Palma y Corona y sus almas volaban al Cielo. Una Voz decía: “Estas son las almas heroicas en la penitencia que con su martirio voluntario lavaron sus culpas, las de sus Hermanas y las de los pobres pecadores…”.

Visión de la Madre María de la Encarnación.

Vio la deliberación de la Santísima Trinidad sobre cómo redimir al hombre. Dios Hijo se ofreció para rescatarlo, y en ese momento hizo un acto de humildad tan profundo que jamás podrá repetirlo ninguna creatura. Entonces la Santísima Trinidad envió al Arcángel San Gabriel a donde la pequeña y humilde María, que estaba orando. Cuando Ella se entregó a la Voluntad de Dios en la forma más absoluta que jamás nadie ha hecho ni nunca lo hará, diciendo: “Hágase en mí según Tu Palabra”, el Padre y el Espíritu Santo obraron el inefable Misterio. El Espíritu Santo estrechó con tanta fuerza el Corazón de María con el Amor de Dios, que brotaron tres gotas de sangre, con las cuales Él formó el Cuerpo perfecto al que se unió el Hijo.

La Madre María de la Encarnación vio como crecía el Niño en el vientre de María, Su Nacimiento y Su vida oculta en Nazaret. Dios sostuvo en la vida a esta Monja para que no muriera de amor con estas visiones.

Visiones de las demás Religiosas.

Las demás Religiosas vieron el castigo de las Monjas inobservantes. Vieron que las más responsables se perderían, que otras recibirían su purificación en el propio Monasterio, y que las menos culpables terminarían su Purgatorio cuando los Frailes Franciscanos volvieran a la dirección del Monasterio.

La Madre Valenzuela se sentía abrumada al ver a Hermanas inocentes encarceladas y envió una nota al Obispo pidiendo la liberación del castigo. Se declaraba culpable de haberse dejado manipular por las inobservantes, y pedía que la Madre Mariana asumiera de nuevo el Priorato. El Obispo reprendió por carta a la Madre Valenzuela y ordenó la excarcelación de todas, pero no el cambio de Priorato.  La dura prueba había terminado.


Continuará...


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