Visión de Jesús, Segundo Priorato y Segunda cárcel
En el año 1598 terminó el Priorato de la Madre Valenzuela y la Madre Mariana de Jesús fue electa Priora nuevamente, a pesar de no tener los votos de las inobservantes.
La Madre Mariana iba a rechazar el cargo, cuando el Señor le quitó el habla y el movimiento. Una luz, que sólo ella veía, salió del Sagrario e inundó la Iglesia y el Coro inferior. Conoció todos los dolores que le esperaban en su nuevo Priorato, y luego vio a Jesús saliendo del Sagrario, cargado con la Cruz, llagado, con cuerdas en el cuello y coronado de espinas. Jesús le dijo: “Yo no retrocedí en el Camino del Calvario con esta Cruz grande y pesada, que por tu amor y de todos los pecadores, cargué, ¿y tú quieres dejarme ahora, ingrata? ¡Ay de ti si volvieras a España!”.
Jesús se sentó junto a ella, de tal forma, que una de las cuerdas de su cuello caía sobre la Madre Mariana. Por eso, cuando las Monjas besaban su escapulario, ellas, sin percibirlo, besaban la cuerda del Señor. Al recibir las insignias de Priora, la Madre Mariana se sintió el ser más indigno del mundo y pensó que con justa razón había sufrido la cárcel.
Una Monja inobservante que había deseado intensamente ser elegida Priora, salió de la celebración, seguida por el grupo de inobservantes. Estaban muy amargadas y planeaban formar una Comunidad paralela. Pero llegada la noche, dicha Monja murió repentinamente.
¡Dios había impedido el cisma de Su Monasterio!
Al mes de comenzado su Priorato, las inobservantes escribieron al Obispo, acusando a la Madre Mariana, calumniosamente, de quebrantar el silencio, de no rezar en Comunidad, de comilonas, de conversar con los Frailes Franciscanos hasta tarde en la noche, y de querer suprimir el gobierno del Obispo. Le suplicaban encarcelarla.
La respuesta del Obispo fue el envío de una nota en que ordenaba la suspensión de su cargo de Priora y su inmediato encarcelamiento. Las inobservantes la obligaron a ir directamente a la cárcel sin ni siquiera poder coger su libro de oraciones del Oficio Divino. Con el correr de los días, con diversos pretextos, y aduciendo órdenes del Obispo, las inobservantes fueron encerrando en la cárcel a todas las Fundadoras españolas.
La Madre Valenzuela, quien estaba muy enferma, reprendió a gritos a las inobservantes por su injusticia, pero ellas estaban inamovibles en su maldad. Cuando pudo caminar y llegar hasta la cárcel, fue informada por la Madre Mariana de la nota que las inobservantes habían enviado al Obispo. Entonces le escribió una nota al mismo, pero las inobservantes no la enviaron. El tormento de la Madre Valenzuela era terrible, pues sabía que por haber separado a los Frailes Franciscanos, ella era la causante de tanto mal. Continuamente iba a la cárcel a hacerles compañía.
Mientras tanto, las inobservantes gobernaban a su antojo el Monasterio. Sólo en la cárcel se cumplía la Regla. Durante ese mes, las inobservantes se confesaron, pero a causa de su conciencia culpable, no pudieron comulgar ni un solo día.
Tercera Aparición, 16 de Enero de 1599
A la medianoche del 16 de enero, como era su costumbre, la Madre Mariana entró en oración, mientras sus Hermanas dormían. Había pasado una hora cuando oyó un canto melodioso acompañado de una cítara, y la cárcel se iluminó. Inmediatamente cayó de rodillas delante de la Cruz pintada en la pared, y llamó repetidamente a sus Hermanas, pero ellas no se despertaron.
Entonces vio a San Francisco de Asís tocando la cítara y a la Madre María de Jesús Taboada cantando. Cuando terminó el canto, la Madre le habló del valor del sufrimiento por amor a la Observancia Monástica. Luego San Francisco le dijo que las lágrimas y oraciones que subían de la cárcel, habían llegado al Corazón de Dios, quien en su Amor infinito a ella, los había enviado a los dos para consolarla y deleitarla. Le contó que cuando él vivía en la tierra, un ángel había tocado la cítara para él, y ahora que él estaba en el Cielo, la tocaba para consolar a los Franciscanos que sufrían persecuciones en la tierra. Le dijo que algunos oían la cítara con los oídos físicos, y otros la escuchaban en el espíritu. También la animó a continuar luchando y sufriendo por la Observancia Monástica, porque la recompensa por esto en el Cielo era grande. Y entonces le anunció la visita inminente de la Virgen María. Y se ocultaron.
La claridad aumentó más y apareció la Virgen con el Niño en el brazo izquierdo y el báculo en el derecho. El báculo tenía una Cruz de diamante y en el centro de la Cruz, una estrella de rubí con el nombre María, muy luminoso. La Madre Mariana no se creía digna de este favor, y le dijo a la Virgen, entre otras cosas: “Hermosa Señora, ¿quién eres y qué deseas de mí, en este lugar oscuro en que me encuentro, con mis hijas sufridas?... si estoy delante de una ilusión fantástica, te pido, por el Misterio de la Santísima Trinidad, de la Presencia Real de Jesucristo en la Eucaristía y de la Maternidad Divina, que te apartes de mí, dejándome en las oscuridades de la Fe, tan dulces y encantadoras para mí…”.
La Virgen le respondió: “Hija mía muy amada, ¿por qué eres lenta y pesada de corazón? No es una ilusión fantástica lo que tienes delante de tu vista. Soy María de El Buen Suceso, tu Madre del Cielo, a quien recurres siempre con esta invocación conocida en España… La tribulación con que hoy te prueba mi Hijo Santísimo es un don celestial con el que las almas se fortifican y contienen la ira divina, lista a descargar un castigo tremendo sobre la ingrata Colonia. ¡Cuántos crímenes ocultos se cometen en sus ciudades y pueblos! Precisamente por este motivo se fundó el Convento en este lugar en que Él es agraviado y desconocido… instruye a tus hijas e inculca a las presentes y a las que vendrán, el amor a su divina Vocación y al lugar que Dios y yo escogimos como nuestra posesión y herencia… En todos los siglos, yo viviré aquí exteriorizada en algunas de mis queridas hijas. Aquí, en medio del bullicio del mundo ingrato, Dios tendrá algunas contemplativas Esposas dignas de Su Majestad, las que, en oscuridad, en silencio, en humillación y en desprecio… serán poderosas para aplacar la Justicia Divina y conseguir grandes bienes para la Iglesia, la Patria y las almas.
Dentro de poco tiempo la patria en que vives dejará de ser Colonia y será República libre. Entonces será conocida con el nombre de Ecuador, y necesitará de almas heroicas para sostenerse en medio de tantas calamidades públicas y privadas.
Aquí Dios encontrará siempre esas almas a manera de violetas ocultas… y ningún monarca poderoso de la tierra podrá, con sus tesoros, edificar nuevos edificios en este lugar, que es posesión de Dios… ¡Los esfuerzos de los hombres contra el Cordero de Dios son vanos! Yo cuidaré con solicitud maternal este Monasterio… y si fuera necesario sostener con milagros las murallas que guardan la clausura, yo las sostendré…
En el siglo XIX vivirá un presidente verdaderamente cristiano, varón de carácter, a quien Dios Nuestro Señor dará la palma del martirio en la plaza donde está éste mi Convento. Él consagrará la República al Divino Corazón de mi Hijo Santísimo. Esta Consagración sostendrá la Religión Católica en los años posteriores, los que serán aciagos para la Iglesia.
(El Presidente Gabriel García Moreno consagró solemnemente Ecuador al Sagrado Corazón de Jesús, el 25 de marzo de 1874, Fiesta de la Anunciación y de la Encarnación del Verbo. Fue el primer país en el mundo en hacerlo. Un año más tarde, el 6 de agosto de 1875, García Moreno fue asesinado brutalmente por la masonería en la Plaza de Quito, que queda al pie del Palacio Presidencial y diagonal al Monasterio de la Inmaculada Concepción.)
En esos años en los que la masonería, esa maldita secta, se apoderará del gobierno civil, habrá una persecución cruel a todas las Comunidades Religiosas y se lanzará también violentamente sobre ésta mi Comunidad. Para esos hombres desgraciados el Monasterio estará acabado, mas vive Dios y vivo yo… les colocaremos dificultades imposibles de vencer, y el triunfo será nuestro.
Por esto es Voluntad de mi Hijo Santísimo que tú misma mandes a ejecutar una estatua mía, tal como me ves, y la coloques sobre la cátedra de la Priora, para que Yo desde allí gobierne mi Monasterio, colocando en mi mano derecha el báculo y las llaves de la clausura en señal de propiedad y autoridad.
A mi Divino Niño lo harás colocar en mi mano izquierda: primero, para que los mortales entiendan que soy poderosa para aplacar la Justicia Divina y alcanzar piedad y perdón a toda alma pecadora que a Mí acuda con corazón contrito… Y segundo, para que en todos los siglos, mis hijas comprendan que yo les muestro y les doy como modelo de su perfección religiosa a mi Hijo Santísimo y su Dios…
La separación de los Franciscanos en este tiempo fue permisión Divina… Mas, pasados pocos siglos ellos volverán a gobernar ésta mi querida grey… será feliz y premiado de Dios aquel Prelado, hijo mío tan querido, el que… pedirá al Vicario de mi Hijo Santísimo aquí en la Tierra, que los Franciscanos gobiernen este Monasterio. Este día será cuando la corrupción de las costumbres en el mundo parezcan llegar al ápice…
Felices, bienaventuradas y muy amadas de Dios serán mis hijas de ese tiempo, que… manifestaren el deseo de sujeción a los Franciscanos, en cumplimiento de su Regla, a aquel Obispo, hijo mío tan querido. Sus nombres serán escritos en el Corazón Santísimo de Jesús…”.
La Madre Mariana Francisca le contestó: “Linda Señora, vuestra hermosura me encanta… Mas permitidme que os haga saber que ninguna persona humana, por más entendida que fuese en el arte de la escultura, podrá trabajar en madera vuestra encantadora Imagen, tal como me pedís, con todos los detalles… yo no sabría explicar ni menos podría saber y dar la estatura de vuestra talla”.
La Virgen le respondió: “Nada te atemorice, hija mía, acércate a mis pies: mi siervo Francisco con sus manos llagadas trabajará mi Imagen y los Espíritus Angélicos serán sus oficiales, y él mismo me colocará su cordón… En cuanto a la altura de mi talla, mídela tú misma con el Cordón Franciscano que traes a tu cintura…”.
Respondió la Monja: “Linda Señora, mi Madre querida, ¿atreverme yo, que soy criatura terrenal, a tocar vuestra Frente Divina, cuando ni los ángeles pueden hacerlo?...”.
La Virgen le respondió: “Me alegra tu humilde temor y veo el amor ardiente a tu Madre del Cielo que te habla; trae y pon en mi mano derecha tu cordón, y tú, con la otra extremidad toca mis pies”. La Madre Mariana hizo lo que la Virgen le ordenaba, temblando de reverencia. La Virgen le entregó su extremo del cordón, que milagrosamente se había estirado hasta alcanzar su estatura y le dijo: “Aquí tienes, hija mía, la medida de tu Madre del Cielo, entrégala a mi siervo Francisco del Castillo, explicándole mis facciones y mi postura: él trabajará exteriormente mi Imagen porque es de conciencia delicada y observa escrupulosamente los Mandamientos de Dios y de la Iglesia, ningún otro será digno de esta Gracia. Tú, de tu parte, ayúdalo con tus oraciones y con tu humilde sufrimiento.
Pronto saldrás de esta cárcel… Despierta ya de tu sueño a fin de que… eleven la recitación matinal del Oficio Parvo que tanto me complace…”.
Dicho esto la Virgen se ocultó y la Priora encendió las velas y empezó a despertar a sus Hermanas que dormían y, con fervor extraordinario, se pusieron a rezar el Oficio Parvo.
(El "Oficio Parvo" o "Pequeño Oficio de la Inmaculada", es una oración de alabanza a la Virgen María que va honrando todos sus Privilegios según la época litúrgica del año, y es propio de las almas Consagradas a Dios.
El “Oficio Parvo” sigue el horario del “Oficio Divino” o “Liturgia de las Horas”, que distribuye siete oraciones de alabanza a Dios, durante las distintas horas del día: Laudes, seis de la mañana; Tercia, nueve de la mañana, Sexta, doce del día, Nona, tres de la tarde, Vísperas, seis de la tarde, Completas, nueve de la noche, Vigilia Nocturna o Maitines, doce de la noche.
Los Franciscanos, cuyo Beato Juan Duns Scoto es por excelencia el Teólogo de la Inmaculada Concepción, emplearon desde 1480 un "Oficio de la Inmaculada" compuesto por Bernardino de Busti.
Santa Beatriz de Silva, al fundar la Orden de la Inmaculada Concepción, incorporó el "Oficio Parvo" o "Pequeño Oficio de la Concepción Inmaculada de la Bienaventurada Virgen María" a sus estatutos, y la Orden fue aprobada, en 1489, con un claro énfasis en el rezo de ese Oficio.)
Visión del Dragón Infernal
Terminada la oración de Maitines y Laudes, la Madre Mariana tuvo la visión de un dragón inmenso que andaba por el Monasterio, cuyos ojos lanzaban fuego. Este fuego consumía a las inobservantes, cuyos pensamientos continuaban anclados en cómo impedir para siempre el regreso de los Franciscanos y en cómo oprimir más a las Fundadoras españolas. Los únicos lugares donde el dragón no podía entrar era al Coro alto y a la cárcel; al acercarse a esos lugares se agitaba y huía.
Antes de iniciar la Hora de Sexta del Oficio Parvo, la Madre Mariana les pidió a sus Hermanas que ofrecieran esta oración por la salvación de las inobservantes. Así lo hicieron, y durante la oración, todas las Fundadoras vieron al espantoso dragón. Luego las Religiosas hicieron su penitencia, y comenzaron la oración mental de Regla. En ese momento vieron a San Francisco de Asís, provisto de un arco, lanzando flechas encendidas contra el dragón. El dragón, mal herido, dio un grito horrible, abrió la tierra y se hundió en el abismo. En ese instante se sintió un largo y fuerte temblor de tierra.
Amanecía en Quito y la gente, asustada por el temblor, imploraba misericordia al Cielo. Las inobservantes no podían moverse de sus camas, y gritaban pensando que las paredes se les iban a caer encima. Una, la que había asumido por sí misma la dirección del Monasterio, logró levantarse e impedir que la Madre Valenzuela liberara a las prisioneras.
Debemos anotar aquí que la Madre Mariana, cada vez que era encarcelada, llevaba consigo una arpa que la Marquesa de Solanda le había regalado. La Madre Mariana tenía una hermosa voz, y acompañándose del arpa, cantaba para alegrar a sus Hermanas prisioneras. Durante este encarcelamiento, compuso unas coplas, que entre otras, decían:
Al oír estas coplas, la Madre Valenzuela se armó de valor, le arrebató las llaves de la Clausura a la Monja insubordinada y le envió una nota al Obispo dándole cuenta de la injusticia cometida con las Madres Fundadoras por las inobservantes. El Obispo envió una nota ordenando la liberación inmediata de las inocentes, el reconocimiento de la Madre Mariana como la legítima Priora y la entrega de las llaves de la Clausura a ella. Y decretó que la Capitana de las inobservantes sea colocada en un cuarto oscuro con un Crucifijo y una calavera, para que reflexione. Encarcelada la Capitana, la Madre Mariana la atendía personalmente, y dos veces le pidió al Obispo que le conceda la libertad. Finalmente, cumplido un mes, la Madre Mariana logró el permiso del Prelado y la trasladó a la enfermería, pues estaba enferma. Allí, junto con la enfermera, Madre Francisca de los Ángeles, la cuidó con cariño hasta que se repuso. Pero una vez restablecida, esta monja rebelde no se enmendó.
Visión de Jesús y Tercera Cárcel
La Madre Mariana continuó su priorato con humildad y suavidad, pero sin permitir faltas contra la Regla. Sus correcciones siempre eran cariñosas. Asimismo, su vida de penitencias continuó: los lunes y viernes besaba los pies de las demás Monjas; los martes ponía algo amargo en su comida; los miércoles y sábados comía en el suelo, sin velo, y con una cuerda en el cuello; los jueves se tendía en el piso para que su Comunidad pase sobre ella.
Sin embargo, el Obispo, al no conocer la vida íntima del Convento ni la Regla, se dejaba convencer por los alegatos de las inobservantes. En su visita Pastoral, recibió muchas acusaciones contra la Priora, y dispuso que le quiten el velo y la recluyan en su cuarto, pasando el gobierno del Monasterio a la Vicaria. La Comunidad entera lloró cuando la Madre Mariana se despidió, a excepción de la Monja Capitana y sus seguidoras, quienes cambiando la orden del Obispo, querían llevar a la Madre Mariana a la cárcel del Monasterio.
La Madre Mariana calmó a defensoras y acusadoras, e hizo que una inobservante lea la carta del Obispo, donde claramente decía reclusión en su propio cuarto o celda. En ese instante vio a Jesús en el Sanedrín, acusado y calumniado, y vio los sentimientos de su Sagrado Corazón: amor y perdón para sus perseguidores, ofrecimiento de su dolorosa Pasión por la salvación de las almas, y amargura por las traiciones de sacerdotes y Monjas hasta el fin del mundo
Jesús, volteándose hacia ella, le dijo: “Esposa mía, no me dejes con tanto dolor y amargura; si me amas de verdad, te pido que inseparablemente me acompañes durante toda la vida. Te hago saber, que este sacrificio… será germen… para que en este Convento, tan querido de Mi Corazón, haya en todos los siglos almas víctimas… las que… vivan en la práctica de mi sublime perfección, siendo… pararrayos que detengan la ira divina en los tiempos aciagos por los que atravesará la Iglesia en este suelo…”. Entonces la Madre Mariana se arrodilló, y besándole pies y manos, entregó las llaves a la Vicaria. Dejó puesta la llave de su celda por fuera, para que la encerraran si lo deseaban, pero la Madre Valenzuela y la Vicaria dejaron la puerta abierta y escondieron la llave, para evitar que la encierren las inobservantes. En su nueva reclusión, la Madre Mariana compuso nuevas coplas, de las cuales copiamos un extracto:
En la celda de la Madre Mariana estaba la enorme Cruz en la que se crucificaba frecuentemente y los otros instrumentos de penitencia que usaba. Mientras estaba recluida, las monjas inobservantes con su Capitana a la cabeza, inventaron sinnúmero de calumnias sobre la Madre Mariana y las hicieron llegar al Obispo.
En aquellos días fue un delegado del Obispo en visita secreta al Convento. La Madre Valenzuela y las hermanas observantes le hablaron de las virtudes de su Priora y de las calumnias de las inobservantes. El Padre delegado le expuso la verdad al Obispo, quien nuevamente envió una nota disponiendo la libertad de la Madre Mariana y la restitución de su Priorato. Al día siguiente, el Padre delegado, citó a la Madre Mariana en confesión, quien contestó a todas sus preguntas con palabras delicadas, sin culpar a ninguna Monja, atribuyendo todo a la permisión divina. El Padre delegado le contó luego al Obispo, impresionado, que le parecía haber hablado con una mártir de los primeros siglos de la Iglesia.
El Obispo se sintió muy afligido de haber mandado a encarcelar a la Madre Mariana tres veces, por prestar oídos a la maledicencia, y le escribió una hermosa carta. En una parte, la carta decía: “De hoy en adelante, quien me denuncie a Vuestra Reverencia será encarcelada y se le aplicarán inmediatamente penas mayores, sin olvidar las disculpas que se pedirán a esas hijas de intención desleal”.
Así la Madre Mariana continuó dirigiendo el Monasterio con su bondad, sabiduría y celo por la observancia de la Regla Franciscana, hasta el término de su Priorato.
La Elección de la Nueva Priora
Pasaban los días y no se llegaba a un consenso en la elección. Las inobservantes querían elegir Priora a su Capitana, y para ello conquistaron a las Hermanas Legas, encargadas de asistir en los quehaceres domésticos a las Monjas.
Juntas, inobservantes y Legas, decidieron salir de la clausura e ir en procesión, vela en mano, hasta el Coro Inferior de la Iglesia, donde estaba el Obispo, quien había venido al Convento para la elección. La Madre Valenzuela, angustiada, buscó a la Madre Mariana, mas ella estaba tranquila y la reprendió por no confiar en Dios.
Al llegar la procesión a la puerta, la Madre Mariana les preguntó a dónde iban. Las inobservantes respondieron que iban donde el Obispo para que les haga justicia. “No iréis” les dijo con grave acento la Priora. Entonces las inobservantes trataron de romper el cerrojo de la puerta, para salir. La Madre Mariana elevó sus ojos a la Virgen de la Paz, una pequeña estatua de la Virgen que la Madre María de Jesús Taboada había traído de España, sin decir nada. En ese momento la Madre Valenzuela, valiente, les arrebató las velas que llevaban y las arrojó lejos.
Se oyó entonces un ruido. Se voltearon y vieron a la estatua de la Virgen de la Paz, que giraba dándoles la espalda. “Infelices, ¿qué hacéis?... Tarde lloraréis vuestras locuras, y para perpetua memoria de este caso, quedaré así volteada de espalda a vosotras, para que seáis el escarmiento de vuestras Franciscanos”. La Imagen estaba iluminada y con el rostro severo. Las inobservantes cayeron inconscientes, llenas de terror.
La Madre Mariana y las demás observantes se arrodillaron llenas de respetuoso temor. Hasta el día de hoy puede observarse el milagro en la Imagen, que está en el Coro Alto: la cabeza está vuelta hacia atrás y no corresponde con la orientación del resto del cuerpo; las Monjas desde entonces disimulan el hecho, colocando su vestido de acuerdo con la posición de la cabeza.
Las Monjas observantes trataban de hacer reaccionar a las inobservantes y a las Legas, que eran bastantes. Estaban heladas, con aspecto cadavérico, y no reaccionaban. Entonces la Madre Mariana puso a la Comunidad a rezar tres Avemarías con los brazos en Cruz, delante de la Imagen de la Virgen de la Paz. Luego la Madre Mariana hizo que las sienten, sopló sobre cada una para que despierten y, tomándolas de la mano derecha, las puso en pie. Las inobservantes, repuestas, miraban con miedo hacia la Santa Imagen. La Madre Mariana les ordenó que se retiren, y todos notaron cómo, al pasar las inobservantes y las Legas al pie de la Imagen, tres grandes lágrimas se desprendieron de sus ojos.
La Madre Mariana fue a ver a las hermanas Legas, que lloraban arrepentidas y pedían perdón. La Priora las acariciaba, diciéndole que estaban totalmente perdonadas, pero que el Obispo tenía que levantar la excomunión que ahora pesaba sobre ellas. Y añadió: “Algunas de vosotras preparaos para morir, pues ya os llega la hora. Y para aseguraros esta verdad, veréis, con vuestros ojos, convertidas en huesos y con vuestros nombres, la vela que cada una llevaba en sus manos en tan indiscreta cuanto culpable procesión”. Luego la Madre Mariana envió a la Madre Francisca de los Ángeles a darles agua de anís del país, pues habían quedado débiles y enfermas.
Al día siguiente, la Capitana y sus inobservantes, reclutaban simpatizantes, pues la elección de la nueva Priora sería al día siguiente. Pero las Legas ya no las apoyaron, y les recordaron que ellas, las inobservantes, también habían quedado excomulgadas, por haber querido romper la clausura. Mientras tanto, la Madre Mariana y las observantes, oraban y hacían penitencia por ellas, para que Dios iluminara sus almas ciegas.
Llegó el día siguiente. En la tarde, luego de muchas votaciones, el Obispo se sentía cansado, y todavía no había consenso, faltando siempre poquísimos votos para reelegir a la Madre Mariana. Entonces las inobservantes se dirigieron al Prelado, diciéndole que querían más libertad, y que la Capitana fuera su Priora. La Capitana tomó la palabra, y le dijo al Obispo: “Valga esta ocasión en la que todas pedimos que las españolas vuelvan a su tierra o sean encarceladas perpetuamente. Así nos dejarán libres y tranquilas”.
Al oír estas palabras, el Obispo ordenó que a la Capitana se la encarcele, colocándole una mordaza para su lengua suelta, y anuló el voto para las inobservantes, quienes quedaban obligadas a realizar los oficios más humildes. La sentencia del Obispo tuvo un efecto sobrenatural, pues la Capitana quedó muda.
Cuando la Capitana habló con el Obispo, la Madre Mariana tuvo una visión terrible. Vio como dos monos feroces se acercaban a ella y a las demás inobservantes, echando fuego por ojos, nariz y boca, y depositaban ese fuego en sus corazones aumentando su envidia y su ira. Vio que la Capitana no se salvaría, al igual que muchas de sus seguidoras, por la vida relajada que llevaban, y que por esto no recibían las Gracias que a torrentes se vierten sobre las Religiosas de Claustro, muriendo de sed junto a la fuente. La Madre Mariana lloró al ver todo esto.
En ese momento se le apareció Jesús, como estuvo en Getsemaní, con el Corazón transido de dolor por la pérdida de las almas, especialmente de los sacerdotes y de las Religiosas. Lo escuchó decir: “…tú, mi Esposa, ¿qué harás por Mí, ya que hice mucho por ti? ¡Oh, cuánto me cuestan estas almas religiosas, sácalas de las fauces del lobo infernal! ¡Cómo me duele el perderlas!”
La Madre Mariana respondió: “Mi Amado, ¿qué queréis, qué pedís de mí? ¿Queréis que viva y muera en la cárcel, en un aislamiento absoluto de las criaturas…? Acepto, aquí estoy… mi naturaleza se horroriza, más mi espíritu está listo para el sacrificio…”.
El Señor le respondió: “No es la vida, ni la salud, ni la cárcel, lo que quiero de ti, mi amada Mariana, sino el sufrimiento por el período de cinco años consecutivos de las penas del Infierno que el alma de esta pobre Hermana tenía que sufrir por toda la Eternidad. Te señalo cinco años en memoria de las cinco Llagas de mi humanidad dolorida durante mi Pasión… durante este tiempo Yo me ausentaré de tu vista material y no te daré el menor consuelo, ni alivio para tus dolores, así como el alma de esta pobre Hermana no lo hubiera tenido en la oscura cárcel del Infierno. Es cierto que interiormente Yo estaré contigo, fortaleciéndote, porque de otro modo, ni tú, ni cualquier mortal, por santo que fuese, podría tolerar siquiera un minuto, tantas penas. Dime: ¿aceptas mi pedido?”
El Divino Maestro le mostró los cinco años, que a la Madre Mariana le parecieron una Eternidad. El Obispo y las demás hermanas notaron que temblaba. El Prelado lo atribuyó a pesar por el castigo impuesto a la Capitana, y le ordenó calmarse.
Entre tanto, la Madre Valenzuela había llevado a la Capitana a la cárcel, y ya estaba de regreso para iniciar una nueva votación. Le entregó la llave de la cárcel al Obispo, e hizo salir, una a una, a las inobservantes. Luego roció agua bendita, y cerró las puertas. El Obispo y las Hermanas invocaron al Espíritu Santo, a la Virgen y a San Francisco de Asís, y procedieron a la elección de la nueva Priora, que recayó en la Madre Valenzuela.
La Madre Valenzuela, con lágrimas, rogó al Obispo que, para empezar bien su Priorato, trajeran a la sala a la encarcelada y a sus compañeras, para que les fuese levantada al excomunión. Así se hizo. Y luego de que la Capitana besó el escapulario de la nueva Priora, el Obispo la envió de regreso a la cárcel hasta nueva orden. Luego bendijo a todas y se fue, y comenzó la celebración por la elección, que duró tres días.
Terminado el festejo, las inobservantes más rebeldes visitaron a la Madre Valenzuela, diciéndole que la Madre Mariana había escondido en el Coro Inferior una caja grande de zinc, llena, según ellas, de joyas regaladas por personas de Quito, al igual que de dulces y licores. La acusaron de enviar las joyas a su tierra y de comer y embriagarse delante de Jesús Sacramentado, mientras fingía orar.
La Madre Valenzuela quedó preocupada, y, siguiendo a la Madre Mariana, observó como echaba agua bendita sobre la tal caja. Y un día, estando solas en el Coro Inferior, le pidió ver el contenido de la caja. La Madre Mariana accedió y le hizo acuerdo de la procesión con velas de las inobservantes, cuando la Madre Valenzuela les arrebató y arrojó las velas al suelo. Entonces le dijo que aquellas velas se habían transformado en huesos, con el respectivo nombre de cada Religiosa que la portaba. Le explicó que había recogido estos huesos con las Madres Francisca de los Ángeles y Lucía de la Cruz, y había mandado a hacer la caja para guardarlos. La Madre Valenzuela gritó y se desmayó al ver el terrible espectáculo de los huesos en la caja.
Llegaron algunas Monjas al Coro Inferior, preocupadas por el grito y desmayo de su Priora. También llegaron las inobservantes, quienes exigieron entonces que se abra el contenido de la caja. La Madre Valenzuela, recuperada, les dijo: “…veréis con vuestros propios ojos el fruto de vuestros pecados…. Pedid perdón a Dios”. La Priora dio orden que se convoque a toda la Comunidad con la campana. Luego la misma Priora fue a traer a la Capitana prisionera.
La Madre Valenzuela explicó a la Comunidad la acusación que habían hecho las inobservantes a la Madre Mariana, y a continuación hizo colocar la caja de zinc en el centro del Coro. La Priora pidió que se acerquen la presa y las inobservantes, y abrió la caja. “Ved, Hermanas, las velas que trajisteis en las manos durante la procesión, hace pocos días. Se convirtieron en vuestros propios huesos y con vuestros propios nombres. ¡Leed cada una!...” les dijo.
Las inobservantes dieron un grito de horror. Lloraban y pedían perdón a Dios, a la Virgen de la Paz y a la Madre Mariana, y culpaban a la Capitana de haberlas incitado. Sólo la Capitana y las calumniadoras temblaban sin decir nada. La Priora ordenó que a ellas la Madre Mariana le entregara su hueso en la mano, cayendo cada una sin sentido al recibirlo. Les dieron a beber “agua de anís del país”, la bebida milagrosa de la Madre Mariana, y al despertarse todas lloraban, con vergüenza y miedo, menos la Capitana, que con un gesto de desprecio le dijo a la
Madre Mariana: “¡Embustera!” La Priora levantó el brazo para golpearla, pero la Madre Mariana se interpuso. Algunas inobservantes corrieron a abrazar a la Madre Mariana. Luego, la Capitana fue encerrada de nuevo en la cárcel. La Madre Valenzuela hizo que la secretaria anote todo lo ocurrido en un pergamino, que fue encerrado dentro de la caja donde habían vuelto a guardar los huesos, junto a un pequeño Cristo de metal, para eterno escarmiento de las inobservantes del Monasterio.
Cinco Años en el Infierno
Al día siguiente, la Madre Mariana fue al Coro Inferior a orar, cuando sintió un suave rumor que salía del nicho donde estaba la Virgen de la Paz. La Virgen le dijo: “Hija de mi Corazón, soy la Reina de la Paz y la Madre del Bello Amor. Prepara tu corazón… para que con tu heroísmo salves el alma de tu hermana que está en la cárcel. Ya es tiempo de que te sacrifiques por ella, o el alma de ella se perderá. Cuánto me hace sufrir la perdición de un alma religiosa”. La Imagen de la Virgen de la Paz había cobrado vida y lloraba al hablar con la Madre Mariana. Inmediatamente, la Madre Mariana se ofreció para todo lo que Dios quisiera de ella.
Entonces la Madre Mariana vio a Jesús Crucificado, lleno de angustia, con la Corona de Espinas. Él le dijo: “Esposa mía, ya es tiempo de cumplir el ofrecimiento que me hiciste para salvar el alma de tu Hermana… sufriendo los cinco años de Infierno para que ella no sufra eternamente. Cumple tu palabra o la Divina Justicia caerá sobre esa alma culpable. Rubrica en este momento”. La Madre Mariana tuvo la visión en ese momento de cómo dos negros gigantescos despedazaban el corazón de la Capitana y le decían que para ella sólo había dos opciones: matarse en ese instante o salir al mundo, para vivir sin tanta opresión. Volvió a mostrarle el Señor cómo serían esos cinco años, sin el menor consuelo divino ni humano, y la dejó en libertad de tomar su decisión. Entonces sintió en su corazón un amor tan grande a Jesús, que se sintió feliz de poder ayudarlo a salvar almas, y llena de fervor le contestó: “Mi Divino Redentor… no puedo sino ofrecerme con agrado para sufrir los cinco años de Infierno para que ella pueda conseguir su salvación eterna… confiando en vuestra Fuerza Divina y en el Amor que me tienes… acepto aquello… como Vos sufristeis en las tres horas de agonía en la Cruz la pena de perdición de los condenados, sabéis, por experiencia propia, lo que es esta pena, espero, por tanto, que me sostendréis”.
Jesús le contestó: “Corazones como el tuyo… deseo para la salvación de las almas. Y estos corazones los encontraré siempre en éste mi querido Convento. Yo seré tu secreta fortaleza. Tú sufrirás los cinco años de Infierno y en cambio ya está salvada el alma de tu Hermana. Ella sufrirá primero una fuerte enfermedad, la que tú aprovecharás para conquistarla y convertirla, sufriendo la dureza de su genio, y cuando ella sane, después de presentarse al Juicio y conocer su mala vida, comenzará tu Infierno”. La Madre Mariana vio el Juicio de esta Religiosa, en el que, salvada del Infierno, era sin embargo condenada a permanecer en el Purgatorio hasta el día del Juicio Final.
En aquellos días, extraños ruidos salían de la cárcel. Un día, estando en el Coro Inferior, la Priora y la Madre Mariana oyeron gritos y voces roncas dentro de la cárcel. La Madre Valenzuela se aterró, y la Madre Mariana le dijo: “Madre, esta pobre Hermana es víctima del diablo. Visitémosla y retirémosla un momento al Claustro Inferior para que no se desespere…”. La Madre Mariana venció las objeciones de la Madre Valenzuela, se persignaron y entraron a la cárcel. Encontraron a la presa gritando: “¡Me estoy muriendo, muriendo! ¡El demonio me lleva!”, mientras corría y se golpeaba la cabeza contra las paredes.
La Madre Mariana oró y ella cayó sin sentido. La Madre Mariana, llorando, la recogió, y sus lágrimas caían sobre el rostro de la Monja. Entonces le pidió a la Madre Valenzuela, que estaba atemorizada en la puerta, que la enfermera le trajera “agua de anís del país” para reanimarla. La Madre Valenzuela le replicó: “Voy a pedir todo esto… pero si ella vuelve en sí, ¿qué haréis sola?” La Madre Mariana le contestó: “No os preocupéis, Madre, Jesús y María me acompañan”.
Al quedarse sola, la Madre Mariana vio a los dos negros, que tímidos, estaban pegados a la pared. La Madre Mariana les gritó: “Bestias viles y abominables, ¿qué hacéis aquí?... Todos los esfuerzos por llevaros el alma de mi Hermana serán vanos. Jesucristo murió por ella, y a pesar de vosotros, ella se salvará. ¡Os ordeno en nombre del Misterio de la Santísima Trinidad, de la Divina Eucaristía, de la Maternidad Divina de María Santísima, de su Glorioso Tránsito y Asunción en Cuerpo y Alma a los Cielos, que inmediatamente desocupéis este lugar santo y nunca más volváis a mortificar con vuestra abominable presencia a ninguna de mis Hermanas, que justa o injustamente estén aquí!” Entonces hubo un estruendo, la tierra tembló, y se oyeron aullidos. La Priora y cinco Religiosas más que llegaban trayendo remedios, se asustaron. Una de las Madres le dijo a la temerosa Priora: “Madre, no os asustéis. Algo diabólico debe estar pasando en la cárcel, pero la Madre Mariana es muy buena y contra ella nada pueden los demonios…”.
La Madre Francisca de los Ángeles entró primero y notó un humo espeso dentro de la cárcel. La Madre Mariana pidió agua y perfumador de ambiente. La Madre Lucía quemó el incienso, mientras la Madre Magdalena de San Juan rociaba con agua bendita las paredes. Hecho esto, hicieron reaccionar a la enferma. Le hicieron tomar el agua de anís y las Madres Mariana y Francisca la sacaron al sol y la hicieron pasear por el Claustro. Luego la regresaron a la cárcel, pero la pobre Monja tenía tan arraigado el odio en su corazón, que no podía pedir perdón ni querer bien a su benefactora. Al día siguiente amaneció muy enferma y la trasladaron a la enfermería, por pedido de la Madre Mariana. Cuando arreglaban la cama, la enfermera, Madre Francisca, le confió a la Madre Mariana que, en la Comunión, el Señor le había contado del sacrificio que ella iba a hacer para salvar a la Capitana, y que la Madre Mariana era la más preciosa joya que Él poseía en la Colonia. La Madre Francisca le dijo que ella la consolaría durante su Infierno, pero la Madre Mariana le respondió, con lágrimas en los ojos, que nadie podría consolarla durante esos cinco años. También le pidió que no le cuente de su sacrificio a nadie, pero la Madre Francisca le dijo que el Señor también se los había comunicado en la Comunión a las Madres María de la Encarnación, Ana de la Concepción, Lucía de la Cruz, Magdalena de San Juan y Catalina de la Concepción.
Luego trasladaron a la presa a la enfermería y llamaron al doctor, que diagnosticó neumonía altamente contagiosa. Les recomendó que la trasladaran a un cuarto alejado y que viniera alguien de afuera a cuidarla, para que no se contagie toda la Comunidad. La Madre Priora habló con la Madre Mariana, diciéndole que no convenía hacer entrar a una extraña al Convento y que era preferible dejar que la Hermana muera. La Madre Mariana le pidió entonces a la Priora que rezaran durante media hora al pie del Sagrario, para pedirle al Señor que manifieste Su Voluntad. La Madre Valenzuela quería renunciar al Priorato para no enfrentar el problema, pero el Señor le dijo a la Madre Mariana que no era Su Voluntad que ella renuncie al Priorato, pues eso era como rechazar la Cruz de Cristo; que tampoco debía introducir gente de fuera, y menos aún, abandonar a la Hermana enferma. El Señor también le dijo que era ella, la Madre Mariana, junto con las otras Fundadoras, quienes debían cuidarla, y nadie más. Le manifestó además que ninguna se contagiaría, pues ésa era su Voluntad.
La Madre Valenzuela quedó confusa y edificada a la vez, pues las Madres Fundadoras, por su categoría, hubieran debido eximirse, según el pensamiento errado del mundo, de la tarea humilde de cuidar a una enferma contagiosa. Sólo las almas de gran Luz saben que, cuanto más alto es el rango, tanto más se debe humillar la criatura, habiendo dado ejemplo perfecto de esto la Madre de Dios. Así pues, las Madres Fundadoras, recibieron arrodilladas la Bendición de su Priora, y empezaron a cuidar a la pobre enferma; encargo que les había sido manifestado a ellas también, personalmente, por el Señor en la Comunión. La enferma las esperaba furiosa y les dijo que sólo esperaba sanarse para poder encarcelarlas.
Uno de los remedios decretado por el médico, era un baño muy caliente en tina, de la que ellas no disponían. Las Monjas no sabían que hacer cuando la Marquesa de Solanda llegó al torno, solicitando hablar con la Madre Mariana. Acudieron aquella y la Priora, y la Marquesa les contó que había soñado la noche anterior que la Madre Mariana cuidaba a una persona enferma, y que esta persona, manipulada por dos negros enormes con ojos de fuego, agredía de palabra y obra a la Madre, hasta que caía muerta, saliendo su alma del cuerpo en forma de una blanca paloma, que le agradecía a la Marquesa todos los favores y limosnas que les había hecho a ella y al Convento. La Marquesa contaba todo esto bañada en lágrimas, pues quería mucho a la Madre Mariana. Entonces la Madre Mariana le contestó que efectivamente una Hermana estaba enferma, y que necesitaban una tina para darle baños calientes. La Marquesa, muy contenta, dijo que les enviaría inmediatamente la tina y además les dejó una considerable cantidad de dinero para la atención de la enferma.
Durante los treinta días que duró su enfermedad, la enferma escupió, insultó, golpeó y arrojó inmundicias a las Hermanas, sobre todo a la Madre Mariana, cada vez que la atendían. La Madre Mariana sonreía, se cambiaba el hábito y seguía atendiéndola con caridad cristiana. El día treinta la enferma estaba muy mal. Podía ver a los negros descomunales, y aterrada gritaba que se la querían llevar. Las lágrimas de la Madre Mariana, que caían sobre su cabeza la calmaban, y suplicaba que le den más de ese “remedio”. Llamaron al Confesor, quien asustado, advirtió que la Monja moría impenitente. Entonces la enferma entró una dolorosa agonía de dos días, convulsionando, y finalmente murió en los brazos de la Madre Mariana. Pero la Madre Mariana les dijo a sus Hermanas: “(Ella) está ahora delante del Juicio de Dios y ya está comprendiendo todo el mal que hizo. Ella volverá a vivir… entonces se enmendará. Después morirá, pero se salvará y su Purgatorio durará hasta el día del Juicio Final. Así me reveló el Señor en estos momentos”.
Dicho esto la Madre Mariana, la muerta se estremeció y abrió los ojos. Buscó a la Madre Mariana, quien la tenía en sus brazos, y llorando, quiso hablar pero no pudo. Le dieron a beber “agua de anís del país”, y entonces la ex-‐Capitana pudo hablar y contó que venía de la Eternidad. La Madre Mariana la tranquilizó y le dijo que una vez restablecida, podría hacer su confesión general con un Padre Franciscano. Desde ese momento, la enferma fue dócil y agradecida, y no quería separarse nunca de la Madre Mariana. Al mes ya estaba sana. Entonces mandó llamar a la Priora y le pidió perdón a sus pies. La Priora le respondió: “No basta que te humilles y pidas perdón aquí. Hazlo en Comunidad y después volverás a la cárcel de donde saldrás muerta”.
La antigua rebelde le respondió así: “Sí, Madre… bien merezco la prisión perpetua, pues, por la Misericordia de Dios, me he librado de la cárcel eterna del Infierno, por los ruegos de la Madre Marianita. Volveré a la cárcel hoy mismo si así me ordena Vuestra Reverencia… Fuera de esta vida mortal, recibí también una fuerte y justa reprensión de Nuestra Madre Fundadora, pero ella no me apartó de sus pies…”. La Madre Mariana y las demás Fundadoras que la habían cuidado, le rogaron a la Priora que no la encarcele, pues ya no era necesario, y la Priora accedió, imponiéndole algunas penitencias públicas, que hizo con gran humildad.
Pasado poco tiempo, la Madre Mariana rezaba en el Coro Inferior, junto a la convertida, cuando vio a Jesús, que le dijo: “Esposa querida mía, ya es tiempo de que sufras por cinco años las penas del Infierno que aceptaste con caridad heroica para salvar el alma de tu pobre Hermana… Desciende a lo profundo de tu alma y… enciérrala en la Llaga de mi costado, que fue abierta para asilo de mis almas predilectas, colócala bajo el maternal cuidado de mi hermosa Virgen Madre. Purifica más tu alma con la Gracia de la absolución que recibirás… y mañana, después de permanecer contigo en la Comunión, sin haberse consumido aún del todo las Especies Sacramentales, comenzará tu Infierno”. Jesús la bendijo y se escondió en el Sagrario. La Madre Mariana obedeció a Jesús, llamó a su Director Espiritual, hizo una extraordinaria confesión, y se preparó para recibir la Comunión del día siguiente.
A la mañana siguiente, durante la Comunión, la Madre Mariana estrechaba a Jesús en su corazón, como queriendo retenerlo para siempre. Consumida la Hostia, la Madre Mariana sintió un fuerte dolor en el corazón, como si se lo arrancaran del pecho… y quedó completamente insensible a Dios. Sintió hastío al pensar en Él, y una especie de odio. Al pensar en el sacrificio que ella había hecho por su Hermana, en lugar de amor, sentía furor y total desconfianza en Dios. Intelectualmente recordaba todos los Misterios de la Redención, pero estos recuerdos eran para ella ahora fuente de rabia y desesperación. Comprendía quién era Dios, la Virgen y el Cielo, pero sentía que para ella estaba todo acabado definitivamente, sin esperanza alguna de poseerlos. La noción de cinco años había desaparecido de su mente; ella sólo discernía que estaba condenada para siempre. Voces roncas le susurraban: “Eternidad… Eternidad… para siempre… para siempre… Monja que desperdició el tiempo… merece… el más horrible padecimiento…”.
Sus sentidos también eran atormentados. Pasaba de un intenso calor ardiente, al frío más glacial, más que si estuviera enterrada en la nieve. Ante sus ojos desfilaban visiones infernales; oía las blasfemias de los condenados y de los demonios, le llegaban olores repugnantes, su cama le parecía que tenía puntas afiladas que la traspasaban, en el paladar tenía un sabor horrible, desconocido; era azufre que los demonios le hacían tragar a la fuerza, mientras le golpeaban la cabeza, incitándola a la rabia, a la desesperación, a la blasfemia. Su voluntad ya no era libre de hacer el mal o el bien, sólo estaba presa, sufriendo el rigor de la Justicia Divina. Quería recurrir a la Misericordia de Dios, pero encontraba que ya no estaba disponible para ella. Se sentía rechazada por Dios y sentía el deseo de acabar con su existencia. No había la menor tregua para ella, ni física ni moral, vivía y respiraba una atmósfera de odio.
Externamente, era un modelo de dulzura, humildad y mansedumbre y observancia de la Regla. Pero la alegría había desaparecido y su semblante tenía una tristeza mortal; su color rosado era ahora amarillento, los ojos hundidos, enflaquecida. Las Fundadoras supieron por Jesús, al comulgar, que la Madre Mariana ya estaba en su Infierno y que nadie podía aliviar su dolor. Les mostró donde estaba el corazón de la Madre Mariana: oculto en Su Sagrado Corazón y custodiado por su Madre Inmaculada; habiendo quedado totalmente impedida su dueña, por lo tanto, de amarlo y conversar con Él. La oración mental practicada en Comunidad, se convirtió para ella en un tormento cruel. Durante sus cinco años de Infierno, el único que supo de estos padecimientos, y quien posteriormente los narró en forma verídica y exacta, fue su Director Espiritual, quien la mandaba a comulgar por Obediencia. El Padre Confesor, en cambio, no entendía lo que pasaba en su alma y la reprendía severamente.
La antigua Monja rebelde, convertida, era tentada por las inobservantes, pero ella se refugiaba en la Madre Mariana, quien la aconsejaba con dulzura, sin dejar traslucir su tormento interior. Terminaron los tres años de Priorato de la Madre Valenzuela (la entrada al Infierno de la Madre Mariana había transcurrido al término del primer año de su Priorato), y fue elegida como nueva Priora la Madre Inés Zorrilla. La Madre Mariana no fue electa pues su aspecto físico era el de una persona consumida y enferma, no apta para sobrellevar el duro cargo de Priora. Durante los festejos, alegró a su Comunidad tocando el arpa y cantando con melodiosa voz, sin ella sentir el menor consuelo, y sintiendo más bien aumentar el odio en su alma.
Transcurrieron los tres años de Priorato de la Madre Zorrilla. Concluido éste, se llamó a elecciones nuevamente, y salió elegida la Madre Valenzuela. La Madre Mariana tampoco fue tomada en cuenta esta vez, pues para esta época ya lucía como un cadáver viviente.
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