lunes, 15 de noviembre de 2021

DÍA OCTAVO - MES DE MARÍA INMACULADA: por el P. Rodolfo Vergara Antúnez– COMPLETO

 

MES DE MARÍA INMACULADA

POR EL PRESBÍTERO

RODOLFO VERGARA ANTÚNEZ

DÍA OCHO

CONSAGRADO A HONRAR LA VISITACIÓN DE MARÍA A SANTA ISABEL


ORACIÓN PARA TODOS LOS DÍAS DEL MES

¡Oh María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro nombre y alabanzas. Vuestro santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos. Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas ¡oh María! no os dais por satisfecha con estos homenajes: hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes. Sí; los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones; nos esforzaremos pues, durante el curso de este Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen santa! en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas aún la sombra misma del mal. La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos: nos amaremos, pues, los unos a los otros como hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados. ¡Oh María! haced producir en el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia para poder ser algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres. Amén.

CONSIDERACIÓN

Acababa de realizarse en María el gran misterio de la Encarnación del Verbo. Dios había tomado ya posesión de su castísimo seno y habitaba en él comunicándole todos los tesoros de su amor y caridad. La Santísima Virgen se abrasaba en vivísimas llamas de celo por la gloria de Dios y por el bien de los hombres. Fruto de ese celo fue la visita de María a su prima Santa Isabel para ir a derramar la gracia, la salvación y la vida en la casa del an­ciano Zacarías, y sacar el alma de Juan Bau­tista de las sombras del pecado y de la muerte.

La larga distancia que separaba a Nazaret de la morada de Isabel, un camino erizado de montañas, cortado por torrentes y despeñaderos y cruzado por extensos desiertos; la delica­deza de su edad, el hábito de una vida silen­ciosa y retirada, nada es bastante a detener el celo de María. Ya a salvar un alma y a acre­centar la dicha de la estéril esposa de Zacarías, que había concebido en el invierno de la ancianidad un tardío, pero precioso fruto.

Al ver a María, Isabel experimenta una emo­ción desacostumbrada. Su rostro se anima; sus ojos se encienden; brilla en su frente un rayo de inspiración profética y, en medio de los transportes de su admiración, exclama; Tú eres bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre -María, en un rapto de ce­lestial arrobamiento al contemplar las mara­villas del Señor prorrumpe en un cántico de gratitud: Mi alma glorifica al Señor y mi espí­ritu se transporta de gozo en Dios mi Salvador.

Así es como la Madre de Dios abre la senda del apostolado y da a los obreros del Evange­lio la primera lección de celo por la salvación de las almas. Ella interrumpe el éxtasis dulcísimo en que se embebecía en la contempla­ción del amado de su alma que habita en su seno, para ir a derramar el raudal de la gracia que emanaba de la fuente que en sus entrañas llevaba. Su caridad la hacía olvidarse de sí mis­ma para comunicar a otros sus celestiales in­cendios. Para ello tiene que soportar grandes sacrificios y someterse a humillaciones profun­das. No importa: comprende mejor que nadie el mérito del sacrificio y el precio de la humi­llación voluntaria; sabe que el Dios humanado, que lleva en su seno, ha venido al mundo a sacrificarse en aras del amor y a envilecerse para dar muerte a la soberbia. El amor de Dios y el amor del prójimo la conducen hasta la le­jana morada donde el Precursor de su Hijo va a ser dado a luz; ella se apresura a santificarlo para que sea un digno heraldo del Redentor y un apóstol que atraiga los hombres a la penitencia con sus palabras y el ejemplo de la santidad.

Así busca María la gloria de Dios y así se emplea su caridad en beneficio de sus herma­nos. ¡Qué hermosas y fecundas enseñanzas para nosotros que con tan fría indiferencia miramos la salvación de las almas! Vemos a millares que se pierden porque no hay una mano compasiva que las arranque del vicio, del error y de la muerte. Nos parece que esa tarea de caridad está sólo reservada a los mi­nistros del Evangelio, sin pensar que cada uno tiene el deber de dar gloria a Dios y de atraer a los que se separan del camino del bien y de la salvación. Cada hombre tiene un campo más o menos vasto en que emplear su celo. Todos tienen medios de influir sobre los suyos, a fin de preservarlos de la perdición y enderezarlos por el buen camino. No es mies la que escasea, sino operarios celosos que la cieguen. Dios quiere que por amor suyo cada uno de nosotros se haga un obrero de su viña. El que ama verdaderamente a Dios, no puede dejar de interesarse por la salud de las almas que son hijas de sus sacrificios y frutos de su sangre. Si comprendiéramos el precio de las humillaciones y de los dolores de Jesucristo, entonces nos esmeraríamos en dilatar el reino de Dios y atraer ovejas a su rebaño. Entonces antepondríamos con gusto a todas las ambi­ciones mundanas la gloria de asociarnos a la obra de la redención, derramando, si no nues­tra sangre, al menos nuestros sudores, a fin de salvar una sola alma. Porque salvar un alma es una gloria más grande que todas las obras del genio, que todos los prodigios del arte, que todo el honor de los conquistadores y que la posesión del mundo entero. Porque la salvación de un alma da más gloria a Dios que cuanto los hombres pueden darle consagrándole todo lo que forma el orden material. Y bien, ¿dónde están las obras de nuestro celo? ¿Qué hemos hecho para dilatar el reino de Dios conquistando almas para el cielo? ¿Cuáles son las que nos servirán de corona en el día de las supremas recompensas? Dejemos nuestras casas y olvidémonos un momento de nosotros mismos, como María, para ir en busca de almas que santificar, de corazones que en­cender en amor divino y de inteligencias que iluminar con las luces de la fe. Acudamos en auxilio del apostolado católico, que apenas basta para las numerosas necesidades que re­claman su atención. Consideremos que existen muchos pequeñuelos que piden pan y que no hay quién se lo distribuya.

EJEMPLO

El castigo de un sacrilegio

El célebre escritor católico Luis Veuillot refiere en una de sus obras el hecho siguiente, que demuestra cómo castiga Dios a los profa­nadores de las imágenes de su santa Madre.

Es sabido que en el silo de 1793 la Francia fue teatro de escenas que la historia recuerda con horror. La impiedad triunfante convirtió a este país en un lago de sangre y lágrimas, en cuyo abismo cayeron el trono y los altares. Los sacerdotes fueron perseguidos de muerte, los templos prostituidos y las santas imágenes derribadas.

En ese tiempo un ejército francés se dirigió a los Pirineos para contener al ejército espa­ñol que invadía el territorio con motivo del asesinato del rey Luis XVI. Tres jóvenes fran­ceses, que se encaminaban a incorporarse en las huestes de la Convención, se detuvieron al frente de un templo católico en cuyo frontis­picio se veía una estatua colosal de la Santí­sima Virgen.

A la vista de esta imagen se le ocurrió a uno de ellos hacerla blanco de sus tiros para ejercitarse en el manejo de las armas. Otro de los compañeros aceptó entre burlas impías el sacrílego proyecto; el tercero, menos descreído, intentó en vano disuadirlos de tal propósito.

En efecto, los tres cargaron sus fusiles: apuntó el primero, y la bala fue a clavarse en la frente de la sagrada Imagen; apuntó el se­gundo y el proyectil dio en el pecho de la efi­gie de María. Vacilaba el tercero, y bien hubiera querido excusarse de cometer aquel atentado sacrílego; pero temeroso de las burlas de sus compañeros, apuntó temblando y con los ojos cerrados, y la bala fue a estrellarse en la rodilla de la venerada estatua. El pueblo es­taba horrorizado, pero en aquellos tiempos de terror nadie se atrevía a manifestar sus senti­mientos; sin embargo, una anciana, sin poder contener su indignación, les dijo como inspi­rada por una luz profética. «Vais a la guerra; pero sabed que la nefanda acción que acabáis de cometer os acarreará grandes desdichas.»

Efectivamente, desde su salida de la pobla­ción comenzaron a experimentar muchos y muy graves contratiempos antes de reunirse con el ejército francés. A poco de su llegada trabóse una acción entre los ejércitos. Nuestros tres camaradas concurrieron a ella y pe­learon con denuedo; pero de lo alto de una ro­ca salió un tiro, y una bala fue a clavarse en la frente del primero de ellos, precisamente en el mismo lugar en que había herido la sa­grada imagen de María. Al verle caer mortal-mente herido, y al observar el lugar en que tenía la herida, los dos compañeros se estreme­cieron de espanto y volvieron a resonar en sus oídos las fatídicas palabras de la anciana.

A la mañana siguiente, el ejército español vencido en la jornada anterior, volvió con nue­vos bríos a presentar batalla a los franceses; y los dos compañeros, silenciosos y cabizbajos, ocuparon sus puestos, diciendo uno de ellos: ¡Hoy me toca a mí!… Y en efecto, cuando el ejército francés retrocedía perseguido por el español, del fondo de un precipicio salió un tiro disparado por un soldado herido, y la bala fue a atravesar de parte a parte el pecho de aquel que había herido en el pecho la esta­tua de María. El infeliz sacrílego, revolvién­dose en un charco de sangre, pedía a grandes voces un sacerdote; pero los convencionales lo dejaron morir abandonado en el camino sin auxilio espiritual ni temporal.

El único que quedaba, aquel que se había opuesto al sacrílego atentado, se llenó de tan grande horror al ver la triste suerte de sus compañeros, que, temiendo morir como ellos, prometió a Dios confesarse tan pronto como le fuera posible. Pero viendo que el Señor se mostraba clemente, llegó a olvidarse de su promesa, y dirigiéndose algún tiempo después a España enrolado en el ejército de Napoleón, al pasar a inmediaciones del lugar del sacrile­gio, disparósele el fusil a un soldado francés, y la bala fue a clavarse en la rodilla del infe­liz sacrílego, esto es, en el mismo lugar en que él había herido la sagrada imagen.

La Santísima Virgen tuvo misericordia de este desgraciado alcanzándole la gracia del más sincero arrepentimiento, y con él la sa­lud del alma; pero la herida se mostró, du­rante veinte años, rebelde a todos los recur­sos de la ciencia.

Este hecho manifiesta que Dios tiene reser­vados tremendos castigos para aquellos que ofenden o insultan a su Madre.

JACULATORIA

Refugio del pecador,

Del afligido consuelo,

Ampárame desde el cielo

Al escuchar mi clamor.

ORACIÓN

¡Oh Virgen inmaculada! ¡Cuán dulce consuelo experimenta mi alma al contempla­ros en este día tomar la penosa ruta que conduce a la pobre morada de Isabel! Vos sois conducida en alas de la más ardiente caridad para ir a sacar a un alma querida de la oscuridad del pecado y santificarla en el vientre de su madre. Este rasgo de ge­neroso celo alienta en mí la esperanza que siempre he fundado en vuestra maternal protección. Acudid ¡oh Madre mía! en auxi­lio de mi debilidad para librarme de las sombras del pecado, que sin cesar me cer­can. Vos sois el refugio de los pecadores y vuestra mano está siempre pronta a libertarlos del peligro y sacarlos del preci­picio. Dirigid vuestra vista ¡oh María! por toda la extensión de la tierra, y en todas partes se presentará a vuestros ojos el do­loroso espectáculo que ofrecen tantos des­venturados náufragos que se pierden en los mares del mundo. ¡Cuántos pecadores vi­ven contentos atados a las cadenas de los vicios! ¡Cuantos infieles, sentados a la som­bra de la muerte, no conocen aún el precio de la redención! ¡Cuántos herejes, ramas tronchadas del árbol de la fe, perecen pri­vados de la savia que sólo se encuentra en el Catolicismo! Apiadaos, Señora mía, de todos esos infelices que siguen un camino de perdición eterna. Haced que todos ellos reconozcan sus yerros y detesten sus extravíos para que, formando una sola familia, unidos a nosotros por los vínculos de una misma creencia y un mismo amor, os reconozcamos todos por Madre hasta que esa unión, comenzada en la tierra, se con­sume y estreche eternamente en el cie­lo. Amén.

Oración final para todos los días

¡Oh María!, Madre de Jesús, nuestro Salvador, y nuestra buena Madre nosotros venimos a ofreceros con estos obsequios que traemos a vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros agradables, y a solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestro santo servicio. Dignaos presentarnos a vuestro divino Hijo; que en vista de sus méritos y a nombre de su santa Madre dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud; que haga lucir, con nuevo esplendor, la luz de la fe sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro; que confunda a los enemigos de su Iglesia, y que, en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad, que nos colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir. Amén.

PRÁCTICAS ESPIRITUALES

1. Rezar una tercera parte del Rosario pidiendo a María por la conversión de los infie­les, herejes y pecadores.

2. Esmerarse en cumplir con exactitud to­das las prácticas ordinarias de piedad.

3. Aprovechar santamente el tiempo no desperdiciándolo en frivolidades o pasatiempos inútiles.

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