sábado, 27 de noviembre de 2021

DÍA VIGÉSIMO - MES DE MARÍA INMACULADA: por el P. Rodolfo Vergara Antúnez

 

MES DE MARÍA INMACULADA

POR EL PRESBÍTERO

RODOLFO VERGARA ANTÚNEZ

DÍA VIGÉSIMO

MARÍA EN LA ASCENSIÓN DE JESÚS


ORACIÓN PARA TODOS LOS DÍAS DEL MES

¡Oh María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro nombre y alabanzas. Vuestro santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos. Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas ¡oh María! no os dais por satisfecha con estos homenajes: hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes. Sí; los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones; nos esforzaremos pues, durante el curso de este Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen santa! en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas aún la sombra misma del mal. La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos: nos amaremos, pues, los unos a los otros como hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados. ¡Oh María! haced producir en el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia para poder ser algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres. Amén.

CONSIDERACIÓN

Jesús había terminado ya su misión sobre la tierra, había llegado la hora en que los decretos eternos lo llamaban al cielo a recibir las coronas y palmas del glorioso triunfador. Cuarenta días habían transcu-rrido desde su resurrección cuando, en compañía de su Madre y de sus apóstoles y discípulos se encaminó Jesús al monte Olivote. El teatro primero de sus padecimientos debía ser también el último testigo de su gloria y la tierra que recibió las primeras gotas de sangre, conservó la última huella marcada por sus pies durante su peregrinación terrestre.

Allí, después de haber fijado sus amorosas miradas en María, como si le dijera: ¡hasta luego! y de haber bendecido a sus discípulos, se levanta majestuosamente en los aires y vuela por los espacios llevado en las plumas de los vientos, entre los acordes ecos de las arpas angélicas y mientras las nubes, abriéndose a su paso, iban agrupándose a sus pies para formar digna peana al libertador del linaje humano. Esas mismas diáfanas y blanquí-simas nubes agrupadas en torno suyo lo arrebataron a las miradas absortas de los discípulos, hasta que un ángel, desprendido de la celeste turba, vino a sacarlos de su arrobamiento para decirles: «Varones de Galilea, ¿por qué os entretenéis mirando al cielo? el mismo a quién habéis visto subir volverá un día rodeado de gloria y majestad.»
Los discípulos bajaron los ojos asombrados a la vista de tan estupendo prodigio; pero María vería sin duda penetrar a su Hijo en la mansión del gozo eterno cuyas puertas acababa de abrir con su muerte para dar entrada en ella a los desventurados hijos de Adán. Ella lo verla tomar posesión del trono que le estaba aparejado como vencedor de la muerte y del pecado, vería la corona inmortal con que fue ceñida su frente por mano del Eterno Padre. La que había bebido en toda su amargura el cáliz de la pasión, era conveniente que bebiese también en el cáliz de eterno gozo que Jesús acercaba en ese momento a sus labios. La que iba a quedar todavía en la tierra, como una enredadera privada de su arrimo, era justo, que para consolarse en su orfandad contem-plase anticipadamente la gloria que coronaba a su Hijo.

Penetremos también nosotros como María en esa morada feliz, término dichoso de nuestra amarga peregrinación. Fijemos en ella nuestra vista para avivar nuestros deseos de alcanzarla por el mérito de nuestras buenas obras, y no separemos jamás de allí nuestro pensamiento. ¡Patria querida! ¡Quién pudiera respirar tus brisas perfumadas, descansar a la sombra de tus árboles de vida y beber en tus fuentes de dicha inmortal! ¡Ah! qué necios somos al poner nuestro corazón en la tierra, al cifrar nuestra felicidad en los vanos gozos del mundo y al fijar nuestros ojos en este valle de miserias, donde la desgracia es nuestra herencia, el llanto nuestro pan de cada día y la vaciedad el resultado de nuestros locos afanes. En el cielo todo es biena-venturanza: allí no hay hambres que atormenten, ni fríos que entumezcan, ni ardores que abrasen, ni dolencias que martiricen. Allí no hay más que una sola edad, -la juventud; una sola estación,- la primavera; un día sin noche, un cielo sin nubes… Allí el alma siente saciados todos sus deseos; la inteligencia, contemplando a Dios, conoce toda verdad; el corazón amando a Dios, se embriaga en océano de amor. Y todos esos goces serán eternos como el mismo Dios, allí no habrá jamás ni cambios, ni mudanzas, ni temores; lo que se poseyó desde el principio, será eternamente poseído.

EJEMPLO

Nuestra Señora de la Salette

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Una de las últimas apariciones con que la Santísima Virgen ha demostrado su inagotable amor por los hombres es la que tuvo lugar el 19 de septiembre de 1846 en la montaña de la Saleta en Francia. Los favorecidos con esta maravillosa aparición fueron dos pastorcitos de aquellos contornos, llamados Melania Matthieu y Maximino Girant, hallados dignos por su angelical candor de ser ecos de la voz misericordiosa de María que llama al mundo a penitencia.

Cuando el sol había disipado las brumas que en la mañana coronan las alturas de la montaña, los dos pastores treparon por sus laderas guiando las ovejas confiadas a su cuidado. Cuando llegó la hora de hacer sestear el ganado, los dos niños bajaron a una hondonada donde brotaba un manantial de purísimas corrientes. Hallábanse en aquel sitio agreste y silencioso, cuando vieron cerca de ellos, sentada junto al barranco, a una esbelta y hermosísima Señora cercada de una luz suave como la de la luna, que tenía los codos apoyados en las rodillas y el rostro oculto entre las manos en la actitud del que padece un gran dolor. Sorprendidos los inocentes niños con esta aparición en aquellos parajes solitarios y absortos, tuvieron miedo y se preparaban a huir cuando la Señora, poniéndose en pie, les dice con una voz dulcísima que serenó sus corazones: «No temáis, hijos míos, acercaos, que quiero anunciaros una importante nueva.»

Estas dulces palabras infundieron valor en el pecho de los tímidos pastores, y acercáronse a la Señora y se colocaron el uno a su diestra y el otro a su siniestra. En esta disposición, con el acento de una persona oprimida de dolor les habló más ó menos en estos términos: «Hijos míos, vengo a deciros que mi divino Hijo está irritado con los que, por su culpa, no observan la ley, y va a castigarlos pronto. Si no lo ha hecho antes, es porque yo detengo su brazo vengador; pero pesa ya tanto que no bastan mis fuerzas a contenerlo, si mi pueblo no se enmienda. Nadie en el mundo es capaz de com-prender las penas que sufro por los hombres, cuyos crímenes provocan la justa indignación de mi Hijo. Sólo a mi intercesión debéis la dilación del castigo; porque las súplicas de cualquier otro mediador no son ya bastantes, y por esto las mías son conti-nuas…»

«Mi Hijo, dio a los hombres seis días para trabajar, y se reservó el séptimo; pero los hombres se lo niegan, no absteniéndose de trabajar los domingos … Las blasfemias son otro crimen con que irritan a Dios en gran manera; viendo que se profana indignamente su santo nombre, mezclándolo con palabras obscenas o injuriosas, por el más leve motivo… Innumerables cristianos desprecian la observancia del ayuno y de la abstinencia, y se arrojan, como perros voraces a la comida, sin hacer distinción de días ni de manjares prohibidos. »

Después de estas quejas y amenazas, la celestial Señora comunicó separadamente a los dos pastores ciertos secretos que debían reservar por algún tiempo: pero que al fin, fueron comunicados al Papa Pío IX, de inmortal memoria, el año de 1851. Súpose entonces que los secretos confiados a Melania consistían en el anuncio de grandes castigos, si los hombres y los pueblos continuaban en el mal camino, de los cuales más de uno ha tenido ya cabal cumplimiento; y los secretos de Maximino anunciaban la misericordia y rehabi-litación de todos.

Terminada la entrevista con los pastorcillos, la Reina del cielo les añadió: «Os encargo que participéis a mi pueblo todo lo que os he dicho…» Luego comenzó a alejarse y a elevarse en los aires llena de majestad, hasta que vuelto el peregrino rostro hacia el Oriente fue desapareciendo como una visión fantástica ante los ojos atónitos de los pastores que la seguían con ávidas miradas, quedando iluminado el espacio con una claridad deslumbradora.

Hoy corona aquellos agrestes y memorables sitios una suntuosa basílica en honra de la bienaventurada Virgen María, para eterna memoria de esta dulce aparición, cuya verdad ha sido confirmada por la voz de los milagros y la aprobación de la iglesia.

Acudamos a María para que continúe siendo nues-tra abogada e intercesora delante de la Divina Justicia, justamente irritada por nuestras culpas.

JACULATORIA

Jamás perece ¡oh María!

quien a tu seno se acoge

y en tu protección confía.

ORACIÓN

¡Oh amorosísima María! ¡Qué dulce es para los desgraciados levantar hacia Ti sus miradas supli-cantes e invocar tu protección en medio de las aflicciones de la vida! Hay en tu seno de madre consuelos que en vano se buscan en la tierra y bálsamo tan celestial que cura por completo las llagas más hondas que el pesar abre en el alma. No en vano todos los que padecen te invocan como a la soberana consoladora de todos los males, como el remedio de todas las dolencias, como el refugio en todas las necesidades públicas y privadas. Felices los que en Ti confían, felices los que te llaman y más felices aún los que te aman como madre y te veneran como reina. Por el gozo que experi-mentaste al ver subir al Cielo a tu Hijo para recibir las coronas del triunfo, te ruego que no me dejes jamás desamparado en medio de las tinieblas, de los peligros y de las desgracias que siembran el camino de la vida. No me desampares, Señora, hasta dejarme en posesión de la patria celestial; templa con tu mano cariñosa las amarguras de mi vida, y si fuere del agrado de Dios que yo padezca, dígnate sostenerme en las horas de la prueba para que no desfallezca antes de tocar el término de mi jornada, a fin de que sufriendo con Jesús, merezca gozar también de las eternas recompensas. Amén.

Oración final para todos los días

¡Oh María!, Madre de Jesús, nuestro Salvador, y nuestra buena Madre nosotros venimos a ofreceros con estos obsequios que traemos a vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros agradables, y a solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestro santo servicio. Dignaos presentarnos a vuestro divino Hijo; que en vista de sus méritos y a nombre de su santa Madre dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud; que haga lucir, con nuevo esplendor, la luz de la fe sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro; que confunda a los enemigos de su Iglesia, y que, en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad, que nos colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir. Amén.

PRÁCTICAS ESPIRITUALES

1. Hacer un cuarto de hora de meditación sobre la felicidad del cielo, a fin de avivar en nuestro corazón el deseo de alcanzarla con nuestras buenas obras.

2. Oír una misa en sufragio del alma más devota de María.

3. Sufrir con paciencia las contrariedades ocasio-nadas por las personas con quienes vivimos y tratamos.

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