El Padre Horacio Bojorge es sacerdote jesuita. Nació en Montevideo, Uruguay en 1934, de padres católicos no practicantes. Se formó en la escuela y el liceo laicos del estado uruguayo. Militó en la acción católica de estudiantes (1949-1952).Ingresó en la Compañía de Jesús en 1953 y se ordenó de sacerdote en Maastricht, Holanda, en 1965. Cursó sus estudios de Humanidades clásicas en Chile (1955-1956). Se licenció en Filosofía en Argentina (1959); en Teología en Holanda (1966) y en Sagrada Escritura en el Instituto Bíblico en Roma (1969).
ACLARACIONES PREVIAS
Como licenciado en Filosofía, Teología y Sagrada Escritura
y no en ciencia política me aproximo a estos temas
políticos con un enfoque y una finalidad pastoral, de
teología espiritual, o, si se quiere, de discernimiento de espíritus.
Carezco de títulos que me acrediten
como especialista en temas políticos,
aparte de la experiencia que dan los
años y los títulos comunes que
tenemos todos los que, aún deseando
exorcizar la realidad política, no
logramos otra cosa que padecerla. Si
me he ocupado aquí o en otros
escritos míos de asuntos políticos, no
ha sido, pues, ni con un enfoque ni
con una intención, ni con un interés
político inmediato.
Por lo demás, para tratar de
intereses vitales no se necesita ser
especialista. La civilización
tecnolátrica en la que vivimos, tiende
a despojarnos del poder de decisión sobre los asuntos más importantes con el pretexto de que no los
entendemos tan bien como los especialistas, a los que confía la decisión
sobre las cosas que afectan nuestros destinos.
EXORDIO
De mis dos estudios sobre el mal
de acedia del que adolece nuestra civilización, me ha brindado la
ocasión de llamar la atención sobre el principal obstáculo que la actual
civilización opone, en forma tenaz, organizada y férreamente
consecuente, a la difusión de la caridad y a la construcción de la
civilización de la caridad.
Estimo que esa oposición que se organiza también como
persecución –las más de las veces tácticamente encubierta y anónima,
más o menos disfrazada o velada–, explica la dificultad que
experimentan los católicos para acceder, por vía de la acción política, a
los puestos de gobierno, legislación y decisión, que le permitan incidir
en la configuración de la vida pública. Se nos exhorta a empeñarnos en
fundar una civilización del amor. Pero el terreno no está vacío, sino
ocupado por una civilización apóstata y anticatólica.
Cuando pedí la opinión de un amigo sacerdote acerca de las causas
de la debilidad política de los católicos, me contestó sin vacilar que residían
en que la conciencia cristiana tiene vedada la mentira, la disimulación y
la organización secreta... No se prospera en política siendo honesto.
Por otra parte, hace años, un amigo Obispo, me hacía notar que la
Iglesia católica no tiene servicios de inteligencia y como el católico suele ser casi infantilmente confiado, está indefensa contra la infiltración
ideológica y psicopolítica, contra agentes agitadores, etc.
¿Una Pregunta Angustiada?
Pienso que no se me ha propuesto este tema desde una curiosidad
teórica sino desde angustiosas experiencias. Los católicos vemos
que se instaura en el mundo, a pesar de nuestras protestas, un
orden anticristiano, en forma cada vez más descarada, insolente y
violenta.
Por otra parte, ya no a nivel legal, sino cultural, los padres católicos
asisten doloridos y consternados, sin comprender del todo la verdadera
naturaleza del fenómeno, a la transculturación de sus hijos. Como
gorriones que descubren al tiempo del emplume que han estado
alimentando pichones de tordo, descubren consternados, aunque no sepan
cómo formularlo, que sus hijos no sólo no han heredado de ellos la fe ni los
módulos culturales católicos, sino que los rechazan. No son ellos, sino
otros los que han creado el mundo en que vivirán sus hijos. Y otros los
que les han educado a los hijos. Esta generación transculturada, a la
que se le han arrebatado los sentimientos de piedad familiar, patriótica
y religiosa, recibe a regañadientes en los colegios católicos una
instrucción religiosa, que aplicada como un parche nuevo en un vestido
viejo, desgarra al hombre viejo y es arrancado en poco tiempo a los
tirones. De pronto se experimenta que nuestras instituciones de
enseñanza no logran trasmitir la fe y la cultura católica a las nuevas
generaciones, sino que educan a menudo apóstatas precoces, que
conocen lo que no aman, y hasta odian lo que han conocido.
Resulta que sentimos que somos débiles hasta en política educativa.
Y nuestra debilidad termina de desconsolarnos cuando
contemplamos la progresiva pérdida de identidad en nuestras filas, la
asimilación a la mentalidad neopagana, la mundanidad mental y la
deserción de nuestros consagrados y sacerdotes, el éxodo del pueblo
hacia las sectas, los cultos afros, o hacia las supersticiones de la New
Age, la apostasía de nuestros hijos, el abandono de la práctica religiosa
de tantos –no sólo de los jóvenes–, la pérdida de la identidad católica, el
olvido o el menosprecio de la propia historia, la desnaturalización
horizontalista del culto...
Los que en nuestra juventud conocimos un catolicismo militante y
combativo, galvanizado por una piedad eucarística sólida y mística a la vez,
disciplinado y heroico, hoy, en medio de nuestra tribulación sentimos como
dichas de nosotros, las palabras del salmo 43:
Ahora Señor, nos rechazas y nos avergüenzas,
Ya no sales, Señor, con nuestras tropas:
Nos haces retroceder ante el enemigo
Y nuestro adversario nos saquea
Nos entregas como ovejas a la matanza
Y nos has dispersado entre las naciones
Vendes a tu pueblo por nada
No lo tasas muy alto
Nos haces el escarnio de nuestros vecinos
Irrisión y burla de los que nos rodean;
Nos has hecho el refrán de los paganos
Nos hacen muecas los incrédulos
Éstas o semejantes pueden ser, me atrevo a conjeturarlo, las
vivencias que motivan la pregunta por las causas de la debilidad política de
los católicos. Y en mis reflexiones y enfoques trataré de no perder esto de
vista.
Un poco de historia sobre esta exposición.
La invitación para hablar esta noche sobre los católicos y la política,
se originó en el interés despertado por un trabajo mío aparecido el año
pasado en la revista “Gladius” N° 46, titulado «Cripto-herejías modernas:
Naturalismo y Gnosis. La inversión antropocéntrica de la Fe
católica». En ese artículo retomo un estudio del filósofo y politólogo
católico italiano Augusto del Noce, que contiene lúcidas enseñanzas
sobre catolicismo y política. Del Noce ha sido un crítico no sólo del
marxismo y de su original concreción italiana, sino también de la
actuación de los partidos demócrata cristianos europeos y en
particular de la “Democrazia Cristiana” en Italia.
Ese artículo, dio pie a que se me propusiera disertar sobre dos temas
posibles: 1) Causas de la debilidad política de los católicos y 2) ¿Es
totalitario el catolicismo?
¿Teologías deicidas?
El artículo de la revista “Gladius” al que me he referido, es un
capítulo de un libro «Teologías deicidas. El
pensamiento de Juan Luis Segundo
en su contexto. Reexamen, Informe
crítico, evaluación». Se trata de un
libro de crítica al pensamiento de un
jesuita uruguayo que refleja en sus
obras los principales errores
teológicos de este siglo. Esos
errores teológicos, principalmente
el naturalismo y la gnosis, –que
no son sino dos formas de las que
se reviste la acedia teológica–,
tienen por principal y desastroso
efecto que destruyen la comunión
del hombre con Dios.
Los errores de los teólogos
de la muerte de Dios, o de los teólogos que proponen abiertamente un cristianismo sin religión,
anuncian claramente su programa antiteo. En cambio los errores de
otros, no son tan abiertos ni se dicen tan explícitamente, y son, por eso,
quizás los más peligrosos y dañinos. Bajo las apariencias de un
discurso cristiano y hasta teológico, en realidad, destruyen la fe. Se les
puede adaptar la versión teológica del grito “¡El Rey ha muerto, viva el
Rey!: ¡Dios ha muerto! ¡Viva Dios!”.
Dediqué un capítulo de ese estudio, el séptimo, a trazar un bosquejo
histórico de las herejías modernas. En ese capítulo, atendí particularmente a
las que me parecen las dos herejías fontales: el naturalismo y la gnosis.
Ese capítulo séptimo es, precisamente, el artículo publicado en “Gladius”
que suscitó el deseo de oír de mí algo más sobre estos asuntos. Con la sola
diferencia de que en ese artículo incluyo el tratamiento de dos hechos, que
me parecen muy importantes e iluminadores y son: el fatalismo y el
fanatismo modernos. Rasgos de la modernidad que van a caracterizar
también su versión eclesiástica, el progresismo o, como voy a decir
enseguida, el partido del mundo dentro de la Iglesia.
Modernismo y progresismo
El modernismo, que es la infiltración del idealismo moderno en la
Iglesia católica, introduce en ella una visión fatalista propia del
mito moderno del progreso, junto con el cual se desarrolla un
fanatismo revolucionario y rupturista, que caracteriza al progresismo.
El progresismo vive dentro de la Iglesia la mística de la mentalidad
rupturista, revolucionaria, propia del espíritu moderno e internaliza
ese espíritu revolucionario cuyo lema podría expresarse así: “hay que
destruir lo existente para que venga lo mejor”. Donde lo existente, no por
casualidad, es el orden cristiano existente o lo que va quedando de él.
El contexto teológico, filosófico y cultural, que describo en estos
escritos, es –como se ve– imprescindible para comprender hechos de la
interna eclesial, como las causas y la naturaleza del enfrentamiento entre los así llamados progresistas y conservadores y de la encarnizada
persecución que han padecido los últimos a manos de los primeros.
Esta escisión, que es un cisma latente dentro del catolicismo, se
debe al surgimiento en la Iglesia del partido del mundo que he descrito
en «En mi sed me dieron vinagre».
Sin duda que de estos estudios emana también cierta luz acerca de la
división eclesial y de las diversas concepciones acerca de la acción política
de los católicos. Permiten comprender, por ejemplo, que, lo que separa de
hecho a progresistas y conservadores, es su filosofía de la historia, y su
concepción acerca del sentido de la historia. Los progresistas
comparten la filosofía evolucionista y optimista que ha ido plasmando
la modernidad. Es lógico que, en consecuencia, tengan ideas opuestas
acerca del rol de los católicos en la vida política.
Conservadores y progresistas
Los conservadores consideran que lejos de haber un progreso
humano y moral paralelo al progreso técnico y científico en el hombre
de la civilización que se desenvuelve desde el Renacimiento a aquí, ha
habido más bien una involución y un retroceso. Como ello se debe a que
se han abandonado los principios del orden humano natural y del orden
sobrenatural, hay que volver a aquellos principios que se concretan
precisamente en el orden social público cristiano –la civilización cristiana,
la ciudad católica, la civilización del amor– que desde hace más de un siglo
es la propuesta de los Papas en su magisterio ordinario al hombre
contemporáneo.
Y dado que la revolución mundial ha logrado
descristianizar totalmente los antiguos pueblos cristianos, la
cristianización del poder público, exige los deberes que le incumben al laico en transformar la sociedad según Cristo.
Para los progresistas, por el contrario, desde el Renacimiento a
acá el balance es positivo. La Modernidad ha traído el progreso que la
Iglesia debe abrazar y una renovación del mundo al que deben
adaptarse o sacrificarse los modos de ver de antes, deponiendo sus
reparos y resistencias tradicionalistas. La Iglesia debe acompañar a la
Humanidad en ese avance cuyo sentido es positivo y en el fondo va en la
dirección del Reino. Los progresistas acusan a los conservadores de
inmobilismo, de cerrarse a lo bueno que hay en el mundo moderno, y los
suelen descalificar como tradicionalistas, fundamentalistas, restauracionistas.
Desde filas conservadoras, se responde que se haría necesaria una
acción política de los católicos en términos de oposición a todo lo que va
en la dirección del deterioro humano y moral, pero que no se descalifican
con ello los avances científicos y técnicos en sí.
La objeción más seria que se le devuelve al progresismo es que
da la espalda a la visión revelada de la historia, y cree de manera
ingenua en un desarrollo histórico lineal y progresivo, en una evolución
siempre ascendente. Sin embargo, los hechos lo desdicen y no es esa la
visión revelada de la historia. Para los progresistas, las fuerzas políticas
son en sí y sustancialmente buenas y lo que deberían hacer los católicos es
colaborar con esas fuerzas políticas progresistas y contribuir a plasmar los
ideales sociales y económicos de la modernidad. Conciben la conquista del
bien como un proceso o evolución histórica progresiva. Son optimistas,
aunque no tienen argumento alguno para probar su fe histórica en el
progreso y el buen fin de la historia.
Este es el flanco débil del progresismo ya que va contra la fe
católica. Todo sueño de lograr la instalación del Reino de Dios en la tierra
por vía progresiva, es descalificado por la doctrina católica.
Notemos de paso, que las etiquetas “progresista” y “conservador”
han sido acuñadas en talleres de un pensamiento para el que la
primacía la tiene el cambio y lo actual, más que la verdad. En el fondo
resultan del enfrentamiento entre dos grandes corrientes filosóficas: la del
primado del ser y la del primado del devenir. Por eso en la ideología
moderna y progresista, no importa lo que es sino si es actual. (¡Ya fue!).
Quiero hacerles notar que esta pérdida de influencia en los centros de
decisión política no es sólo de los católicos, sino en general de todos los
hombres sometidos a la dictablanda o a la tiranía soft de la democracia
tecnocrática y globalizadora.
Todos los católicos tenemos el derecho y el deber –y debemos
tratar de ejercitarlos para conservarlos– de pensar sobre nuestra
responsabilidad política, sus posibilidades y sus límites.
Por otra parte, muchas veces, los que saben demasiado de una
materia son, por eso mismo, poco aptos para divulgarla. A menudo han
sido de tal manera enarbolados en los privilegios de su tecnocracia, y llegan
a estar tan ensoberbecidos, que ya no se preocupan por perder el tiempo
hablando con los despojados de sus derechos. Y se hacen intérpretes
tiránicos del bien común, como los pseudoprofetas del rey, que dictaminan
sin preguntar.
También en la Iglesia el pueblo quiere saber de qué se trata.
Dos tesis que, a mi parecer, habría que preguntarse si son
verdad, y que, a primera vista, me parece que no lo son:
1) ¿Son los católicos realmente políticamente débiles? y 2) ¿La
debilidad política es un mal? O ¿En qué sentido y condiciones puede
decirse que sea un mal?
¿Son los católicos realmente políticamente débiles?
Prescindamos por un momento de la situación del catolicismo en nuestro país, que es la que nos viene abrumando, se diría que
históricamente, con una sensación de impotencia y debilidad.
Miremos primero panorámicamente la historia de la Iglesia y tomemos
después en consideración algunos casos concretos que parecen desmentir
nuestra impresión local.
Si se consideran globalmente nuestros dos mil años de historia, la
Iglesia católica ha perdurado y ha sobrevivido a la ruina, decadencia y
desaparición de todos los reinos y regímenes políticos. No hay ninguna
otra institución histórica que haya sobrevivido como ella durante estos
dos milenios. ¿Cómo decir que es débil el único organismo que
sobrevive a los que presumiblemente habrían sido más fuertes? Esta
observación nos exige por lo pronto hilar más fino con el concepto de
debilidad.
Durante esos dos mil años, los tres primeros siglos fueron de
persecución universal y violenta, primero por parte del judaísmo oficial y
luego por parte del Imperio Romano. Establecida la paz con el Imperio
sobrevinieron épocas de desgarramiento interior de los cristianos debido a
las grandes herejías. Siguió la era de las invasiones bárbaras. Sobrevino
luego la devastación musulmana de las Iglesias de África del Norte y Asia
Menor. El primer milenio terminó con el gran Cisma, una ruptura
catastrófica de la unidad de la Iglesia. Más tarde, en Occidente, surgieron
cátaros, valdenses, husitas, que fueron brotes anticatólicos medievales. A
partir de la Reforma protestante se instaló una rabia anticatólica que no ha
cesado de inflamar ciertos espíritus y cuya difusión coincide con el primer
mundo, sajón, opulento, y política, económica, tecnológica y militarmente
hegemónico.
Si uno abre los ojos a esa historia de dos mil años y en particular
a la segunda mitad del pasado milenio, desde la Reforma protestante, parece que los hechos hacen inaceptable la tesis de que los católicos
sean políticamente débiles.
Continuará en la parte N°2...
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