lunes, 29 de noviembre de 2021

DÍA VIGÉSIMO SEGUNDO - MES DE MARÍA INMACULADA: por el P. Rodolfo Vergara Antúnez

 

MES DE MARÍA INMACULADA

POR EL PRESBÍTERO

RODOLFO VERGARA ANTÚNEZ



DÍA VIGÉSIMO SEGUNDO

CONSAGRADO A HONRAR LA FELICÍSIMA MUERTE DE MARÍA

ORACIÓN PARA TODOS LOS DÍAS DEL MES

¡Oh María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro nombre y alabanzas. Vuestro santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos. Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas ¡oh María! no os dais por satisfecha con estos homenajes: hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes. Sí; los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones; nos esforzaremos pues, durante el curso de este Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen santa! en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas aún la sombra misma del mal. La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos: nos amaremos, pues, los unos a los otros como hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados. ¡Oh María! haced producir en el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia para poder ser algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres. Amén.

CONSIDERACIÓN

El Sol de justicia no derramaba ya sobre el mundo la luz de sus enseñanzas y de sus ejemplos; pero la Estrella de los mares alumbraba aún con sus suaves resplandores el campo inculto y dilatado en que los obreros del Evangelio sembraban semillas divinas. Jesús había subido al cielo y María vegetaba aún en la tierra como una enredadera separada del olmo que la sostiene. Lejos estaba su tesoro y allí estaba su corazón. La tierra era para ella un doloroso destierro, y en medio de los rigores de su ostracismo, se consolaba tan sólo tornando al cielo sus miradas y respirando de lejos los aires puros de la patria. Peregrina aún sobre la tierra, daba aliento a los sembradores de la palabra divina, que a sus pies iban a deponer las primeras espigas cosechadas en la heredad que había hecho fecunda la sangre de su Hijo.
Cuando la Iglesia, fortalecida por la persecución, había afianzado sus cimientos, su presencia era menos necesaria, y “como una segadora fatigada que busca el descanso en medio del día, quiere reposar a la sombra del árbol de la vida que crece cerca del trono del Señor.” Un ángel desprendido de la celestial milicia, vino a anunciarle que sus deseos serian bien pronto realizados.

Retiróse María al lugar santificado por la venida del Espíritu Santo para aguardar allí su última hora. Los apóstoles y discípulos congregados en gran número, fueron a rendir a la Madre de Dios los postreros homenajes de su amor filial. Reclinada sobre su humilde lecho, los recibió a todos con la afabilidad encantadora que le era característica.

Era la noche: la luz pálida de una bujía alumbraba aquella multitud silenciosa y conmovida que, deshaciéndose en torrentes de lágrimas, rodeaba el lecho de la mujer bendita. Ella entre tanto, con rostro sereno, pero en el cual se dibujaba un tinte melancólico que realzaba admirablemente su belleza más que humana, fijó en todos sus hijos adoptivos mirada cariñosa. Su voz dulcísima, resonando en el recinto fúnebre, los consolaba prometiéndoles que no los olvidaría jamás; que en medio de las celestiales delicias, siempre abrigaría por ellos y por todos los redimidos con la sangre de su Hijo un amor verdaderamente maternal. Clavó después sus ojos en el cielo; una sonrisa suave como el último rayo de la tarde se dibujó en sus labios; un color más encendido que el de la rosa de Jericó se pintó en su rostro embellecido con celestial belleza. Acababa de ver que el cielo se abría en su presencia y que su Hijo bajaba sentado en nube resplandeciente para recibirla entre las purísimas efusiones del amor filial. Veía a legiones innumerables de espíritus angélicos que venían a su encuentro agitando palmas triunfales y trayendo coronas inmarcesibles para coronarla como Reina del empíreo. Arrebatada en inefable arrobamiento, su alma desprendióse dulcemente de su cuerpo a la manera que el lirio de los valles despide al marchitarse un último perfume. El ángel de la muerte, a quien ningún poder humano detiene en su carrera, revoloteaba en torno de esa humilde hija de David sin atreverse a herirla; pero si el Hijo pagó tributo voluntario a la muerte, la madre hubo de someterse también a su imperio.

Al punto, luz misteriosa bañó con resplandores celestiales la estancia de María y cánticos que no ha escuchado jamás oído humano, turbaron el silencio de la callada noche, cuyos ecos repitieron los sepulcros de los reyes y las ruinas de sus palacios. María había dejado de existir; pero la muerte se había despojado en su presencia de todos sus horrores: ella no fue más que un dulce y apacible sueño. Las brisas de la noche, robando sus aromas a las flores del valle, soplaban perfumadas en la fúnebre estancia, y el brillo melancólico de las estrellas penetraba por entre sus rejas silenciosas.

La muerte es ordinariamente el reflejo de la vida. María, cuya existencia fue enteramente consagrada a Dios, no podía dejar de tener un fin adecuado a lo que fue su vida. María murió a impulso del deseo de unirse al amado de su corazón. Su vida fue un largo y prolongado suspiro de amor; su muerte fue el instante en que ese suspiro se escapó de su pecho para ir a clavarse como una saeta en el corazón de Jesús y no separarse jamás de ahí.

Por mucho que amase María a su castísimo cuerpo, su separación le era grata, porque mediante esa separación iba a unirse con Dios. Si tanto anhelaba ese momento el apóstol San Pablo, ¿cuánto lo anhelaría aquella que no hizo otra cosa que amar? No hay un deseo más vehemente en el corazón del que verdaderamente ama, que el de unirse con el objeto amado; por eso María, sí vivía en la tierra separada de Jesús, era solamente porque cumplía la voluntad de Dios, pero para ella la vida era un tormento y uno de los muchos sacrificios que le fueron impuestos. Jamás recibió María noticia más fausta que la de su muerte, y jamás un alma humana se desprendió más fácilmente de un cuerpo humano. El fruto bien maduro se desprende del árbol con la más leve sacudida. Así como la paloma, libre de los lazos que la tenían cautiva, emprende sin violencia el vuelo a las alturas, así María, libre de Su cuerpo, voló a las regiones del gozo eterno.

¡Qué muerte tan envidiable! De todas las ventajas del amor divino es ésta la más preciosa y la más apetecible. ¡Qué dulce es la muerte para las almas que aman!

EJEMPLO

María, Auxilio de los cristianos

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Visión de San Pío V.

La bondadosísima Madre de Dios, no solamente se complace en acudir en auxilio de las necesidades particulares de sus devotos, sino que ostenta su misericordia y poder en las calamidades públicas que afligen a los pueblos. Testimonio fehaciente de esta verdad es la célebre victoria obtenida en las aguas de Lepanto por las armas cristianas contra los musulmanes, que amenazaban con una formidable flota a Italia y a la Europa entera.

Para conjurar este peligro, el gran Pontífice San Pío V convocó a los príncipes cristianos para resistir unidos al poderoso enemigo de la Cristiandad y de los pueblos. Respondieron a su llamamiento Italia, España y Venecia, y con su auxilio se reunió una flota de doscientas galeras tripuladas con más de veinte mil combatientes, bajo las órdenes del denodado guerrero español Don Juan de Austria.

Aunque la armada cristiana era una de las más poderosas que había surcado los mares de Europa, era inferior a la flota otomana en número y calidad. Pero los cristianos, más que del poder de sus armas, esperaban la victoria de la protección divina alcanzada por la intercesión de María, que por disposición del Papa, era invocada en toda la Cristiandad por medio del Santísimo Rosario. Animosos marcharon al combate los cristianos bajo tan poderoso patrocinio, mientras que el turco ensoberbecido con su poder se regocijaba de antemano de su triunfo.

Avistáronse las dos formidables flotas en las aguas del mar jónico, y entraron en lucha el 7 de octubre de 1571. Al tiempo de entrar en batalla, don Juan de Austria izó en el palo mayor de la nave capitana una bandera con la imagen de Jesús crucificado que inflamó el valor de los guerreros cristianos, y el estandarte de María se desplegó al viento en cada una de las principales naves. A la sombra de estas gloriosas enseñas se peleó con un arrojo invencible, hasta que tomada por don Juan de Austria la nave capitana de los turcos y muerto su jefe, entró la confusión en la flota otomana, y un grito de victoria salió ardiente y sonoro de los labios de los soldados cristianos.

Entre tanto, el Papa, como un nuevo Moisés, oraba fervorosamente en el fondo de su palacio, y una visión celestial le dió a saber el triunfo de los cristianos en el momento en que la batalla se decidía en su favor. La conmemoración de este fausto acontecimiento es el objeto de la fiesta del Rosario, que celebra la Iglesia el primer domingo de Octubre.

Un siglo después, el poder de la Media Luna se presentó de nuevo amenazante bajo los muros de Viena con un ejército de doscientos mil hombres. Una cruzada de los príncipes cristianos, inspirada por el Papa Inocencio XI y mandada por Juan Sobieski, rey de Polonia, reprodujo el drama libertador de Lepanto. El día en que debía librarse la gran batalla asistió Sobieski a la misa con todos sus generales y se mantuvo durante toda ella con los brazos extendidos en cruz. Terminado el sacrificio se levantó exclamando: «Vamos al encuentro del enemigo bajo la protección del cielo y la asistencia de María.» - Pocos días después volvía al mismo templo a depositar a los pies de su celestial protectora las banderas tomadas al enemigo.

JACULATORIA

Salud ¡oh Madre admirable!

lirio hermoso de los valles

y pura flor de los campos.

ORACIÓN

¡Oh María! ¿Cuál será mi muerte? Cuándo yo considero mis pecados y pienso en ese momento decisivo de mi salvación o condenación eterna, me siento sobrecogido de espanto y de temor. ¡Oh Madre llena de bondad! el único sostén de mis esperanzas es la sangre de Jesucristo y vuestra poderosa intercesión. ¡Oh consoladora de los afligidos! no me abandonéis en esa hora y no rehuséis consolarme en esa extrema aflicción. Si hoy me siento atormentado por el remordimiento de mis pecados, por la incertidumbre del perdón, por el peligro de volver a caer en él, por el rigor de la Divina Justicia. ¿Qué será entonces? Si Vos no venís en mi auxilio, yo seré perdido para siempre. ¡Oh María! antes del momento de mi muerte, obtenedme un vivo dolor de mis pecados, un verdadero arrepentimiento y una entera fidelidad a Dios por todo el tiempo que me queda de vida. Esperanza mía, ayudadme en esas terribles angustias de la postrera agonía; alentadme para que no desespere a la vista de mis faltas que el demonio procurará poner delante de mis ojos; obtenedme la gracia de poder invocaros fervorosamente en esa hora a fin de que espire pronunciando vuestro santo nombre y el de vuestro Divino Hijo. Vos, que habéis otorgado esta gracia a tantos de vuestros siervos, no me la rehuséis a mí. ¡Oh María! yo espero aún el que me consoléis con vuestra amable presencia y con vuestra maternal asistencia; más si yo fuera indigno de tan inestimable favor, asistidme, al menos, desde el cielo, a fin de que salga de esta vida amando a Dios para continuar amándolo eternamente. Amén.

Oración final para todos los días

¡Oh María!, Madre de Jesús, nuestro Salvador, y nuestra buena Madre nosotros venimos a ofreceros con estos obsequios que traemos a vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros agradables, y a solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestro santo servicio. Dignaos presentarnos a vuestro divino Hijo; que en vista de sus méritos y a nombre de su santa Madre dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud; que haga lucir, con nuevo esplendor, la luz de la fe sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro; que confunda a los enemigos de su Iglesia, y que, en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad, que nos colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir. Amén.

PRÁCTICAS ESPIRITUALES

1. Hacer un cuarto de hora de meditación sobre la muerte de María, a fin de estimularnos a vivir santamente para obtener una muerte dichosa.

2. Examinar atentamente la conciencia para descubrir nuestra pasión dominante y aplicarnos a corregirla.

3. Rezar las Letanías de la buena muerte para alcanzar de Jesús, por mediación de María, la gracia de tenerla feliz.

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