La condenación del comunismo
por J. Azpiazu
Condena que muchos olvidan u ocultan a las nuevas generaciones, pero está absolutamente vigente
Nota: En el decreto hemos intercalado entre corchetes "tiempo litúrgico" para ayudar a entender mejor la expresión "Feria V".
Gran revuelo armó en casi todas las naciones la reciente condenación del comunismo hecha por la Sede de Roma. Sobre todo en Italia, entre las huestes de Togliatti, y en Inglaterra, donde la suavidad del laborismo parece que no roza con la condenación; ha tenido también repercusión hondísima aun entre el pueblo protestante.
Pero ¿es nueva la condenación del comunismo? No. La
condenación existía de antiguo; sólo que ahora se ha puesto más claramente de
manifiesto a la vista de todo observador juicioso, y acaso de algunos más o
menos aficionados al sistema de la mano tendida y en peligro
de caer en la apostasía o en la condenación misma.
Un ligero paseo
a través de las encíclicas pontificias a lo largo de los siglos XIX y XX, nos
hará ver la antigüedad de la condenación y, en el fondo, la razón de ser de la
misma.
Propiamente ha
habido en la historia del mundo dos clases de comunismo: uno más o menos
empírico de soñadores o ilusionistas, y otro llamado científico en contraposición
al primero.
A aquél pertenecieron Roberto Owen, Fourier,
Saint Simon y, si se quiere, Proudhon.
No se preocuparon éstos de poder dar un sello científico al sistema, sino que
con hechos –excepto Saint Simon y Proudhon, que fueron teóricos– pensaron que
podrían convertir la vida de familia humana en vida comunitaria. Para ello
funda Owen, en 1824, la Colonia de New Harmony, con sus 124
personas; Fourier intenta formar sus falansterios, de 2.000 personas cada uno…
Pero la vida comunitaria cede y se rompe ante la exigencia de la libertad y de
los lazos de la vida familiar. Los sueños desaparecen en el despertar de la
realidad.
Pero estas
tendencias o ensayos comunistas traen graves consecuencias doctrinales: ruptura
de lazos familiares, doctrinas disolventes del matrimonio, falsas teorías
acerca del derecho de propiedad y multitud de males que afligen a la conciencia
católica.
Todo esto ocurre por el primer tercio del siglo
XIX. New Harmony se fundó en 1824 y se disolvió al poco
tiempo; Fourier vivió de 1772 a 1837; Proudhon publicó en 1840 su obra, tan
frágil en el fondo como célebre por el título: ¿Qué es la propiedad? La
propiedad es un robo.
La Iglesia
acudió al remedio rápidamente.
En 1846 condena Pío IX, en la encíclica Qui
Pluribus, «la nefanda doctrina del comunismo, contraria al derecho
natural, doctrina que echa por tierra los derechos de todos, la propiedad, la
misma sociedad humana».
Más tarde, el mismo Pontífice, en 1874, en su
encíclica Quanta cura, condena «los
funestísimos errores del comunismo y del socialismo, que aseguran que la
sociedad doméstica tiene su razón de ser solamente en el Derecho civil».
Aparece ya la
condenación de los errores por parte de la Iglesia. No impone censuras, pero
declara explícitamente sus derechos y su doctrina, precisamente en los dos
puntos principales atacados entonces por el comunismo utópico: familia y
propiedad.
La segunda fase del comunismo empieza propiamente
en 1867 con la publicación del libro El Capital, de Carlos
Marx. El comunismo de Marx se llama científico, en contraposición al anterior,
llamado utópico, porque Marx trató de darle bases filosóficas y económicas, de
que sus antecesores prescindieron. Pero con Carlos Marx comienza el socialismo
teórico y práctico, porque Marx no se preocupó solamente de escribir, sino de
actuar. La Primera Internacional, fundada en San Martín Halls
(Londres), la fundó Marx en 1864; todas las dificultades que en su formación
tuvo con Lasalle y en las escisiones anarquistas y nihilistas de Bakunin las
sufrió también Marx.
Los Pontífices
salieron al paso de estas direcciones antisociales. El 28 de diciembre de 1878
escribió León XIII su primera encíclica «contra los socialistas, comunistas o
nihilistas, que… se empeñan en trastornar los fundamentos de toda sociedad
civil». El golpe va derecho contra Marx y contra Bakunin.
Desaparecida la Primera Internacional en vida del
mismo Marx (1876), se creó por sus discípulos y seguidores, en
1889, en París, la Segunda Internacional, que arraigó
rápidamente.
La reacción de
la Iglesia no se hace esperar.
Prescindiendo de la encíclica Diuturnum, del
mismo León XIII (29 de junio de 1891), en que vuelve el Papa a rechazar «los
tremendos monstruos de la sociedad civil –así los llama el Pontífice– del
comunismo, socialismo y nihilismo», aparece en escena la gran encíclica Rerum
Novarum, de 15 de mayo de 1891.
Nacida la
Segunda Internacional, ya estaban formándose los sindicatos socialistas, ya
actuaba en España la Unión General de Trabajadores, aunque con poco éxito
todavía, cuando le sale al encuentro León XIII con una encíclica cuyo resumen
es el siguiente: «la doctrina que enseña al obrero el socialismo es perniciosa,
falsa y contraproducente; en cambio, la que le enseña el catolicismo es
salvadora». Magnífico y sencillo plan de uno de los documentos más hermosos que
han salido de pluma humana. El ataque es de frente. Toda la encíclica va a eso:
a condenar el fundamento filosófico y social del marxismo: el materialismo
absurdo y la negación de la propiedad privada. Y no sólo los condena el Papa,
sino que en su constructiva encíclica aporta remedios; porque toda la última
parte del egregio documento referente a los deberes del Estado en cuanto a una
sobria intervención social, defendida por León XIII, es totalmente nueva en el
mundo de la doctrina política.
En 1917 aparece en Rusia la Tercera Internacional.
Sin ánimo de agotar el filón de las condenaciones, que sería inexhaustible, nos
encontramos ya con Pío XI y con su encíclica Quadragesimo anno, de
15 de mayo de 1931. Si este documento, como afirma el Papa en su proemio, no es
más que una confirmación y ampliación de la doctrina de León XIII cuarenta años
atrás, ha de contener idénticos ideales y análoga argumentación. Y así es, en
efecto. Sólo que cuando Pío XI escribía esta encíclica había gobernado ya el
socialismo en media Europa, regía el comunismo en Rusia, que había lanzado en
1917 la Tercera Internacional; pululaban por todas partes las escisiones
socialistas que todos hemos conocido en el campo de la política y de la
sociología, dando lugar al Pontífice a que, después de recorrer las diversas
categorías de comunistas y socialistas, unidas por un lazo común de
materialismo y ateísmo, concluyera: «el socialismo, ya se considere como
doctrina, ya como hecho histórico, ya como acción, si sigue siendo verdadero
socialismo.., es incompatible con los dogmas de la Iglesia, católica» (Quadragesimo
anno, núm. 22); «socialismo y catolicismo son términos
contradictorios» (Quadragesimo anno, núm. 48).
Durante su pontificado, Pío XI no pierde jamás de
vista al principal enemigo de la Iglesia en aquellos tiempos. Así, en la
encíclica Caritate Christi compulsi, de 3 de mayo de 1932, en
la encíclica Acerba nimis, dirigida a los católicos mejicanos
oprimidos por el comunismo y la persecución religiosa en 1932, en la Dilectissima
nobis, dirigida a los católicos españoles, y en la encíclica Divini
Redemtoris, cuyo propio título dice ser: contra el comunismo
ateo, condena al comunismo.
La labor del
actual Pontífice es ya más conocida de nuestros lectores.
Hagamos un alto
y reflexionemos un poco.
El comunismo y
el socialismo, hermanos gemelos de una doctrina –el materialismo ateo– y
movidos por una misma ansia de persecución a Cristo, han sido atacados por la
Iglesia desde su nacimiento. Lo que ocurre es que los católicos más ciegos o
menos atentos a esta trayectoria de ideas espirituales no han querido o no han
podido ver estas condenaciones de la Iglesia al comunismo.
El comunismo
necesariamente trae consigo la apostasía de las masas, la incredulidad, el odio
a la Iglesia, la furia contra todo lo divino. Por otra parte, la Iglesia tiene
su Código canónico, publicado en su última recopilación en 1917, en el cual
condena la apostasía y la maquinación contra la Iglesia con censuras y
excomuniones.
Y la Iglesia,
en vista del auge del comunismo, ante al engaño de no pocos católicos y el
error de muchos obcecados, aplica las sanciones de su Código en un Decreto de 1
de julio contra los comunistas y lo lanza a la publicidad.
He aquí la
realidad de lo sucedido.
—
Razones y alcance de la condenación del comunismo
El texto de la
Sagrada Congregación del Santo Oficio condenando el comunismo (1 de julio de
1949) reprueba y condena las acciones humanas favorables al comunismo (párrafos
1 y 2), y castiga a las personas inscritas en el comunismo o favorecedores del
mismo (párrafos 3 y 4). En consecuencia, el Decreto prohíbe a todos, conforme a
la doctrina general del canon 1.399 (párrafos 2, 3 y 4), inscribirse en el
comunismo o difundir y propagar sus escritos; a la vez prohíbe que sean
admitidos los comunistas a la recepción de los sacramentos (párrafo 3), y
aplicando el canon 2.314, censura a los que defienden y propagan el comunismo
materialista y anticristiano con excomunión reservada al Sumo Pontífice.
Razones de la condenación del comunismo
No hay que ir muy lejos para comprender las razones
de la condenación del comunismo. El título de la encíclica Divini
Redemptoris, de Pío XI (17 de marzo de 1937), contra el comunismo
ateo nos lo manifiesta.
El comunismo es
ateo, antiespiritualista, antieclesiástico, anticatólico y, por tanto,
condenable.
Por consiguiente, los bautizados entregados
voluntaria y conscientemente al comunismo, a sus doctrinas y consecuencias, son
verdaderos apóstatas, y como tales, condenados (canon 2.314). El sello del
ateísmo ha caracterizado siempre el socialismo, y, sobre todo, el comunismo
bolchevista ruso (recuérdese la Liga de los sin Dios), el mismo
sello anticristiano y de invitación a la apostasía llevan actualmente los
ensayos comunistas yugoslavos, checos y polacos, y lo llevaron los regímenes
comunistas mejicano de 1932 y español de 1936.
Toda la encíclica de Pío XI, Divini
Redemptoris, contra el comunismo tiende a probar verdades encerradas
en este párrafo:
«Esto es lo que, por desgracia, estamos viendo; por
primera vez en la Historia asistimos a una lucha fríamente calculada y
cuidadosamente preparada contra todo lo que es divino. El comunismo es por
naturaleza antirreligioso; considera la religión como “opio del pueblo”, porque
los principios religiosos que hablan de la vida de ultratumba desvían al
proletariado del esfuerzo por realizar el paraíso soviético, que es de esta
tierra» (número 22).
No es, sin
embargo, el ateísmo la única razón condenatoria del comunismo. Porque, aparte
de esta ausencia de Dios, tiene en su seno el comunismo otra serie de doctrinas
que están en abierta oposición con la doctrina católica, como son, por ejemplo,
la doctrina de la lucha de clases y la doctrina contra el derecho natural de la
propiedad privada, repetidas veces condenadas por la Iglesia.
Vistas
sumariamente las razones de la condenación del comunismo, aun sin perjuicio de
ampliarlas más adelante, lleguémonos al punto principal.
Alcance de la condenación del comunismo
Empecemos por
una afirmación que es preciso probar.
Tanto el
comunismo como el socialismo son hijos del sistema de Carlos Marx, y se
diferencian entre sí, no en el fondo de la doctrina, sino en las distintas
maneras de aplicarla en la vida. En general, es más duro, pero más consecuente
consigo mismo, el comunismo; más suave, aunque inconsecuente, el socialismo.
Marxismo,
comunismo y socialismo son exactamente iguales, con diferencia de grado
únicamente, no de especie.
Marxismo, socialismo y comunismo
Los mejores intérpretes del marxismo y de su
doctrina son Engels y Lenin. El primero porque fue gran amigo e incansable
colaborador de Marx durante largos años; el segundo porque fue quien, en los
tiempos modernos, recogió más puramente la doctrina marxista y la aplicó en
Rusia (1917). Hay que prescindir, naturalmente, de detalles de ejecución, como
los citados por Antonio Ramos en su libro Nosotros los marxistas. Lenin
contra Marx (Madrid, Ed. España, 1932).
Dice Lenin:
«Llamamos marxismo al sistema de ideas y doctrinas
de Marx. Marx es el continuador y consumador genial de las tres grandes
corrientes espirituales del siglo XIX que tienen por cuna a los tres países más
cultos de la Humanidad: la filosofía clásica alemana, la economía política
clásica inglesa y el socialismo francés, entrelazadas con las ideas
revolucionarias francesas en general» (Lenin, Carlos Marx. La
traducción castellana está publicada en Carlos Marx, El capital, edic.
1935, página 29.)
Análogas ideas
vuelve a repetir Lenin en un artículo suyo:
“Tres fuentes y tres partes integrantes del marxismo”
(publicado en C. Marx, Obras
escogidas, Edición del Instituto Marx-Engels-Lenin de
Moscú, Ediciones Europa América, 1938, págs. 70 y
siguientes): «La doctrina de Marx… es la legítima heredera de lo mejor
que creó la Humanidad en el siglo XIX, bajo la forma de filosofía alemana, la
economía política inglesa y el socialismo francés.»
El marxismo es
eso. Una reacción, más o menos científica, contra los movimientos utópicos
comunistas anteriores, de Fourier, Owen, Blanc, Saint Simon y aun Proudhon; que
nace de tres fuentes, que vamos a examinar separadamente.
La fuente práctica de la economía inglesa
¿Qué aprendió
Marx de la economía inglesa?
En su amplísimo
conocimiento de la vida de Inglaterra, donde pasó Marx casi cuarenta años
(1849-1883), conoció perfectamente la industria de aquel capitalismo naciente,
que sin el freno de una legislación social, trabajaba a mansalva en provecho del
capital con salarios cortos y jornadas largas.
Páginas y páginas, capítulos y capítulos de El
capital, de Marx, están llenos de datos perfectamente clasificados y
autenticados de cosas espantosas. La Factory Art inglesa
(1850) autorizaba el trabajo de doce horas los cinco primeros días de la semana
y de ocho el sábado, quitando solamente hora y media para comer; en los
trabajos de alfombras se trabajan setenta y ocho horas semanales (pág. 319); en
los de algodón, doce y trece al día (pág. 727); los panaderos tenían una
jornada de once de la noche a seis de la mañana, y luego pasaban repartiendo el
pan gran parte del día (pág. 322). Modistas había que trabajaban veintiséis y
aun treinta horas seguidas por la competencia de las propietarias (pág. 326);
doce horas, más las extraordinarias, se trabajaban en las minas de carbón (pág.
330); había trabajos que durabas veinticuatro horas, y se continuaban de no
aparecer a tiempo los relevos (pág. 331).
Los salarios
eran escasísimos: niños había que trabajaban doce horas de jornada y ganaban
cuatro o cinco chelines por semana (pág. 335); jornadas de diez horas se
computaban a chelín y medio, y las horas extraordinarias, a tres chelines (pág.
631); propietarios había que porque habían oído que las judías alimentaban más,
daban éstas, en vez de pan (pág. 660), a sus trabajadores.
El trabajo de
niños era también espantoso: niños había que a los siete años empezaban a
trabajar desde las seis de la mañana hasta las nueve de la noche (pág. 316);
fábricas en que la mitad de los operarios eran menores de trece años, y no
mayores de dieciocho los restantes; fábricas había en que obligaban a los niños
a seguir trabajando después de haber dormido en ellas solamente tres horas
(pág. 337).
Frente a este
panorama pone Marx el del hambre y el de las enfermedades; el enorme ejército
industrial obrero de reserva, que conforme aumenta la maquinaria va quedando
sin trabajo. Marx aprovecha el censo de Inglaterra y Gales de 1861 para ir
anotando, industria por industria, la baja de la mano de obra existente por el
aumento de maquinaria. (pág. 221); recuerda que en un semestre de 1866 van
quedando sin trabajo en sólo Londres de 80 a 90.000 hombres (pág. 732); sabe
que la procreación es de ordinario mayor en la miseria, y para hacer campaña
recoge frases de economistas como éstas: «la pobreza parece estimular la
procreación» (A. Smith); «Dios ha querido que los hombres dedicados a oficios
más útiles nazcan en gran abundancia.» (Galliano); «la miseria más bien
estimula el aumento de población» (Laing) (pág. 734).
Ante estos
montones de basura social y moral, que Marx se complace en amontonar ante el
lector en más de un centenar de páginas; ante la miseria del salario y ante su
más mísera concepción por los economistas; ante el panorama de casas sucias,
enfermedades y muerte del trabajador, contrastando con las enormes ganancias
del capital, Marx acaba por hacer suya aquella frase de otro economista alemán
(Thünen): «El hombre se ha dejado esclavizar y vive esclavizado de su propio
producto: el capital».
¿Qué
consecuencias puede sacar un lector, sobre todo si es trabajador y pobre, de la
lectura de páginas y páginas por este estilo? De no tener un juicio más que
equilibrado; de no saber distinguir situaciones y hechos, materialismo y
cristianismo, teorías y realidades; tiene que deducir, mal o bien, las mismas
conclusiones que quiere sacar Marx, a saber: que el capital chorrea sangre y
lodo (pág. 854), que el monopolio del capital se convierte en grillete del
régimen de producción (página 856), que el capitalista explota al trabajador
robándole su propio beneficio. Luego es justo (!), concluirá Marx, que el
proletariado se alce contra el capitalismo y lo expropie.
He aquí cómo
influye en el socialismo la primera fuente, la economía inglesa. Aquí cabe
decir que el socialismo es hijo del liberalismo.
La fuente científica
Pero falta la base científica. Marx la pone en la
célebre teoría del doble valor en cambio y en uso del capital, y en la
consiguiente plusvalía del producto robado por el capitalista al trabajador.
Porque todo el valor del objeto está en el trabajo (Marx), y al dar el
capitalista el salario al trabajador y vender luego el objeto por un precio
superior, se queda con una ganancia que propiamente es del trabajador y no del
propietario. Esa plusvalía robada constituye la ganancia del capitalista y
forma la base de la injusta expropiación del trabajador. Así ha revestido de
forma científica su inducción, y lo ha hecho con una teoría que para Marx es «lo
mejor de su libro», según propia confesión en carta a Engels. (El capital, prólogo
del Instituto Marx-Engels-Lenin, pág. 7.)
Esta tesis es
la que Marx se esfuerza en probar detenidamente en su lenta, árida, fatigosa,
pero menuda y bien dirigida argumentación contra el capital.
Económicamente
falla Marx. Si fuera verdadera, el trabajador tendría derecho a expropiar a
quien primero le expropió. Pero es que Marx no da importancia alguna al valor y
a la productividad del capital (trabajo muerto), como él lo llama. Aquí está su
grave error. A través de su falsa aplicación de la teoría de los valores,
piensa que el capital industrial (porque es trabajo muerto) nada vale en
absoluto; y como ve por añadidura que sin el trabajo vivo del obrero nada
produce el capital, piensa que éste en la producción es igual a cero. No le
ocurre que en manos del obrero el trabajo muerto del capital se torna vivo,
vigoroso y fuerte.
El argumento se
podría volver contra Marx con sólo indicar que tampoco el trabajo vivo sin el
capital (trabajo muerto) puede hacer prácticamente nada –sobre todo en las
actuales circunstancias– y que, por consiguiente, ha de ser igual a cero.
Es el gran
equívoco económico de la obra de Marx.
La fuente filosófico-religiosa
Llegamos ahora
a la base filosófico-religiosa de Marx.
Marx era judío y ateo. Llega a Berlín pocos años
después de la muerte del filósofo Hegel, cuya doctrina estaba en Alemania en su
apogeo. Era «el filósofo alemán» por antonomasia, y apenas se podía hablar
contra él. En su juventud, Marx adoptó a regañadientes la doctrina hegeliana;
pero pronto «se adhirió al círculo de los hegelianos de izquierda, dirigidos
por Bruno Bauer, que aspiraban a sacar de la filosofía de Hegel conclusiones
ateas y revolucionarias». (Lenin, C. Marx, publicado en Obras
escogidas de Carlos Marx, Barcelona, edic. Europa-América,
t. I, pág. 33.)
Marx, como Feuerbach, en un principio fue algo
hegeliano; después, acérrimo materialista. Manifestó esta tendencia: en su
tesis de doctorado, intitulada así: Diferencia entre la filosofía
natural de Epicuro y Demócrito, tesis encabezada con estas palabras,
aunque clásicas, muy izquierdistas: Odio a todos los dioses. En la
comparación sale triunfante Epicuro. ¿Se quiere más grosero materialismo?
Quien ejerce más influencia en Marx es Luis
Feuerbach, sobre todo con su libro La esencia del cristianismo, publicado
en Leipzig en 1840. Su aparición, dice Engels, la celebramos (Marx y él) con un
gozo indescriptible. Como que decía muy bien con el izquierdismo de Marx un
libro que explicaba el nacimiento del cristianismo y de los dogmas religiosos
por los instintos y sentimientos populares como lo hizo la filosofía religiosa
de Marx y Engels; como el mismo Marx preconizó, la filosofía materialista de
Feuerbach iba a servir de anillo entre la filosofía hegeliana y el socialismo,
fundamentando su básica «concepción materialista de la Historia», principal
teoría filosófica de Marx.
La expuso brevísimamente en la Crítica de
la economía política, publicada en Londres en 1859 (hay traducción
española de Jacinto Barriel, Editorial Atlante, Barcelona), compendiada en
estas palabras:
«El resultado general al cual llegué y que, una vez
encontrado, me sirvió de hilo conductor de mis estudios, puede formularse
brevemente de la siguiente manera: En la producción social de su vida, los
hombres contraen ciertas relaciones independientes de su voluntad, necesarias,
determinadas. Estas relacione de producción corresponden a cierto grado de
desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. La totalidad de esas
relaciones forma la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la
que se levanta una superestructura jurídica y política, y a la cual responden
formas sociales y determinadas de conciencia. El modo de producción de la vida
material determina de una manera general el proceso social político e
intelectual de la vida. No es la conciencia del hombre lo que determina su
existencia, sino su existencia social lo que determina su conciencia» (págs.
9-10).
Concretando estas ideas el P. Víctor Cathrein, S.
J. –el mejor relatador del socialismo marxista a pesar de la antigüedad de su
obra (El socialismo. Traducción de Sabino Aznarez, Barcelona,
Gustavo Gili, 1907, págs. 103 y sgs.)–, y completándolas con otras de la
correspondencia nutridísima de los dos jefes socialistas, las reduce a estas
proposiciones: «No existe dualismo alguno entre la materia y el espíritu. Nada
hay invariable, todo se halla en proceso de evolución siempre creciente que
nunca llega a su término. El factor que determina y dirige el proceso de
evolución es el conjunto de las condiciones económicas. En cada momento
histórico la estructura económica de la sociedad forma la base que explica toda
la superestructura de las instituciones jurídicas, políticas, religiosas y
filosóficas».
Surge ya claro
que la materia es el único motor de la vida aun intelectual, y que, por
consiguiente, ha de prescindirse en ella de Dios y del espíritu. Con su
filosofía de la naturaleza, piensa explicar Marx la eternidad de la materia y
la ausencia de Dios Creador. Aquí está el materialismo ateo.
A esta doctrina
materialista tipo Feuerbarch ha de añadirse otra de tipo Hegel.
Como
materialista, Marx odia a Hegel, idealista. Pero comprende que puede aprovechar
como elemento de método –no de fondo– la filosofía hegeliana, trasplantándola
del idealismo al mundo de la realidad, y decide aplicarla a manera de capa
externa que cubra su materialismo, y dé tono científico a su teoría de la
evolución de la Humanidad hacia la dictadura del proletariado.
Posee Hegel su famosa trilogía de la tesis, la antítesis y
la síntesis, como estados diversos de la evolución de la idea
en su perpetuo devenir, y esa trilogía la aplica Marx del modo siguiente: la
existencia del régimen capitalista actual es la tesis hegeliana;
pero como por medio de la lucha de clases habrá una pugna que se desarrollará
en revoluciones violentas, aparecerá la antítesis hegeliana; la cual, a su vez,
merced a las leyes económicas y científicas marxistas (plusvalía, concentración
de capitales, &c.), producirá como fruto maduro la desaparición del
capitalismo y la dictadura del proletariado (síntesis hegeliana).
Así logra unir Marx en una teoría dos enemigos irreconciliables; el idealismo de Hegel y el materialismo de Feuerbach, haciendo de la dialéctica del primero alma y elemento vitalizador del materialismo del segundo. Ya está en la calle el sistema materialista.
Continuará en la segunda parte y final...
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