lunes, 19 de abril de 2021

SOBRE LA EUTANASIA Y LOS PROBLEMAS BIOÉTICOS CONEXOS por Ignacio Barreiro Carámbula

 



SOBRE LA EUTANASIA Y LOS PROBLEMAS 

BIOÉTICOS CONEXOS

Ignacio Barreiro Carámbula


1. Preguntas preliminares

Ante las presiones crecientes aparecidas en diversas partes del mundo con el fin de introducir la eutanasia y el suicidio asistido en los sistemas de derecho positivo, se impone llevar a cabo un análisis debidamente razonado de esta preocupante campaña. Conviene establecer una distinción entre el suicidio, el suicidio asistido, la eutanasia voluntaria y, finalmente, la eutanasia involuntaria o social. Al respecto se podrá comprobar que las sociedades van de mal en peor. Al mismo tiempo es necesario reconocer que, dado que se ha permitido a los médicos matar a los niños en el vientre materno, esta ulterior perversión de la noble profesión médica no puede sorprendernos.

El suicidio asistido se da cuando una persona que ha decidido poner fin a su propia vida solicita la ayuda de un médico para llevar a cabo su propósito. La eutanasia voluntaria ocurre cuando una persona enferma o simplemente cansada de la vida decide solicitar al médico que la atiende que ponga fin a su propia existencia. Al respecto se debería analizar incluso el testamento biológico, dado que éste puede volverse una vía de acceso a la eutanasia. En cuanto a la eutanasia social, ocurre cuando la ley (positiva) otorga al médico el poder de matar a una persona sin que ésta se lo pida, bajo ciertas condiciones que son cada vez más flexibles.

En primer lugar es necesario preguntarse: ¿existe acaso un derecho a la absoluta autodeterminación del hombre? ¿Es el hombre dueño de sí mismo? ¿Acaso puede el libre albedrío, que forma parte de la naturaleza humana, ser integrado en el derecho positivo recientemente acuñado que permite elegir el momento final de la propia existencia? ¿Se puede hablar de un derecho a la muerte? Como veremos más adelante, algunas respuestas a tales preguntas se basan en una concepción errónea de la libertad, que desemboca en nuevas formas de esclavitud: de hecho, en muchos casos no será el individuo quien podrá elegir el momento de su muerte, sino la sociedad, mediante la eutanasia involuntaria.


2. ¿Qué libertad?

La primera pregunta que debemos plantearnos es en qué consiste la libertad del hombre. Se trata de una pregunta fundamental, porque desde hace casi tres siglos el hombre sufre una distorsión de este concepto básico. La Ilustración ha introducido en nuestra cultura el convencimiento de que el hombre tiene el derecho de gozar de una libertad sin frenos ni restricciones, tanto a nivel interior como social. Se ha afirmado repetidas veces que una de las características de nuestro tiempo es el deseo de libertad. Debemos sin embargo preguntarnos si se trata de un deseo de verdadera libertad o de una visión distorsionada de dicho bien. Hoy en día la libertad del hombre es considerada en forma individualista, como un derecho absoluto. De esta manera la conciencia se transforma en divinización de una subjetividad aislada [1]. Esta forma de entender la libertad como algo absoluto está relacionada con el relativismo contemporáneo, el cual afirma el criterio de la libertad negativa, o sea de la libertad regida únicamente por la libertad en sí misma, sin ningún criterio de control. Se trata de filosofías e ideologías, pero también, cada vez más, de modos de pensar y de actuar sumamente difundidos en la sociedad de nuestro tiempo, que exaltan a la libertad como único principio del hombre, como alternativa a Dios. De esta manera el hombre se transforma (o cree poder transformarse) en un falso dios, para quien la arbitrariedad rige como criterio de comportamiento. En el marco de esta visión subjetivista, el hombre establece sus propias reglas y se siente libre de poder crearse o eliminarse a sí mismo. La consecuencia de ello es que el hombre se siente libre de quitarse la vida o de programar su propia eutanasia.

La libertad no puede ser descrita como la libertad de la indeterminación o de la indiferencia [2], sino como la liberación de todo lo que encadena al ser humano y le impide alcanzar su destino natural, el cual puede ser conocido utilizando la (justa) razón. Permanecer indeterminado con relación al bien y al mal es contrario a la naturaleza, porque por definición el libre albedrío está dirigido hacia el bien y sólo tiende al mal en ausencia del bien.

La persona humana toma conciencia de ser libre a través del proceso cognoscitivo. Reflexionando acerca de su poder de decisión, el hombre toma conciencia de que éste es una fuente de juicios, los cuales a su vez de vuelven fuente de causalidad. En este proceso el hombre vive una primera experiencia de libertad.

Al respecto se deben establecer las siguientes distinciones: dentro de sí, el hombre, utilizando la razón, descubre que existe un orden objetivo que debe respetar; un orden al que puede llegar a conocer a través de la ley natural que está inscrita en su propia naturaleza. Él sabe que es libre de seguir o de rechazar, aun parcialmente, dicho orden. Sabe sin embargo, al mismo tiempo, que no lo puede modificar para satisfacer sus deseos desordenados. Conociendo su propia naturaleza, el hombre es capaz de discernir qué deseos son coherentes con su propia naturaleza y cuáles le son lesivos, cuáles llevan a la total realización de su propia naturaleza y cuáles en cambio la carcomen y pueden llegar a destruirla. Utilizando la justa razón el hombre logra diferenciar las expresiones legítimas, ya sea a partir de diferentes puntos de vista (que pueden ser complementarios) o de aquellas opiniones que son contrarias a la verdad.

Cicerón decía que «el fruto de una libertad excesiva es la esclavitud»[3]. Es evidente que una libertad sin reglas, exclusivamente basada sobre las inclinaciones subjetivas del individuo, desemboca en la anarquía y lleva sucesivamente al predominio del más fuerte. Es éste el camino más seguro para llegar a la tiranía. Una dictadura que en este caso tendrá el poder absoluto de decidir cuándo y cómo deben morir las personas.


3. El suicidio

Tanto la sana razón como la ley natural nos enseñan que el suicidio, la instigación al suicidio y la asistencia al suicidio son gravemente inmorales. En la antigüedad clásica y en muchas culturas no cristianas encontramos múltiples justificaciones del suicidio, tales como los ejemplos que aparecen en la filosofía estoica y en la cultura japonesa. Los filósofos estoicos exponen argumentos sumamente articulados para sostener el carácter lícito del suicidio, afirmando que éste se encuentra moralmente justificado en determinadas circuns-tancias: en presencia de sufrimientos insoportables, cuando se carece de los medios económicos necesarios para seguir viviendo y en presencia de enfermedades incurables[4]. Entre las normas del Juramento de Hipócrates, que se remontan al siglo V a. C., encontramos la regla según la cual el médico debe abstenerse de suministrar o de aconsejar el uso de venenos para anticipar la muerte natural del enfermo. La prohibición de ayudar a un ser humano a cumplir su propio propósito suicida no fue admitida en el Imperio Romano antes del siglo V d. C., cuando fueron aceptados los valores cristianos referentes a la vida humana[5]. En cambio, el suicidio es claramente condenado por Aristóteles. En la Ética a Nicómaco, éste sostiene que «el morir para escapar de la pobreza, del amor o de otras fuentes de dolor no es un acto de coraje sino de cobardía, ya que huir del mal es señal de debilidad, y en tal caso no se enfrenta a la muerte como algo hermoso, sino para escapar del mal»[6]. Por lo tanto, está claro que este filósofo condena incluso el suicidio en tantos casos. A continuación afirma en la misma obra, refiriéndose al suicidio, que éste constituye una injusticia hacia uno mismo y hacia la ciudadanía, razón por la cual la polis prescribe penas contra el suicidio[7]. Al respecto podemos ver incluso una afirmación de Cicerón: «Tu mismo, o Polibio, y todas las personas rectas, debéis conservar vuestra vida y no alejaros de ella sin la voluntad de quien os la ha dado, para que ello no parezca sustraerse a la función humana que Dios os ha encomendado»[8]. Más tarde, Santo Tomás demuestra cuán antinatural es el suicidio, ya que va contra la tendencia natural de la autoconservación. El suicidio hace daño a la sociedad porque con esa muerte, dicha sociedad se ve privada del aporte del suicida. Por lo tanto el suicidio constituye una ofensa hacia Dios, quien es el verdadero propietario de nuestra vida[9]. Por otra parte el Doctor Angélico nos suministra un argumento perfectamente natural cuando explica como el suicidio puede ser la consecuencia de un amor desordenado hacia el proprio cuerpo. De hecho, a través del suicidio la persona busca liberarse de las angustias de la vida presente[10]. Esta visión desordenada puede ser la causa de la elección de ciertas personas que rechazan los tratamientos médicos ordinarios o proporcionados, o deciden suspender los tratamientos necesarios para la conservación de la vida, porque tienen un temor exagerado de sufrir la natural decadencia del cuerpo.

Al mismo tiempo se debe tener en cuenta el hecho de que en el ser humano coexiste, junto al deseo natural de la autoconservación, cierta tendencia hacia la autodestrucción, causada por la herida que el hombre lleva en su propia naturaleza[11] y por el hecho de que hemos sido creados a partir de la nada[12]. Esta nostalgia de la nada es un trágico autoengaño, causado por el deseo de verse librado del peso y de los dolores causados por la existencia. La justa razón nos ayuda a comprender que viviremos siempre, ya sea en la perfecta beatitud, ya sea en la angustia del dolor. Quienes se rebelen contra la justa razón se encontrarán frente a un vacío y una angustia que puede ser la causa de la tentación de autoeliminarse. Experimentarán el vacío del relativismo. Referente a semejante situación, se puede incluso entender que el deseo de anticipar la muerte tenga quizás su origen en el tedio, en la indiferencia frente a una vida que no promete ninguna novedad y a la cual no se le pide ya más nada. Un tedio provocado por un vacío existencial, por la ausencia de ideales que lleven a la persona a comprometerse y a dar sentido a su existencia.

El suicidio es un acto moral gravísimo, un error cuando es llevado a cabo con plena conciencia y deliberado consentimiento. Se dan sin embargo casos en los cuales una persona se suicida debido a una enfermedad mental, o porque cae en un estado de angustia que no es capaz de soportar. Esta incapacidad de soportar la angustia puede también ser la consecuencia de un vacío filosófico o trascendental. Se dan situaciones en las cuales una persona toma la triste decisión de suicidarse perturbada por la confusión o la desesperación de haber perdido el pleno control de sus propias facultades mentales. En tales casos se dan factores psicológicos y patologías mentales que pueden atenuar e incluso eliminar la responsabilidad moral[13]. Tratándose de casos en que ciertas personas toman la decisión de suicidarse debido a diversas formas de disminución o de pérdida de su plena capacidad de entender o de querer, la asistencia aportada al suicidio asume un carácter de particular crueldad. El magisterio de la Iglesia explica, utilizando una argumentación que pude ser comprendida por cualquier persona de buena voluntad, que «compartir la intención suicida de alguien, ayudándole a llevarla a cabo mediante el llamado “suicidio asistido”, significa colaborar, en ciertos casos en primera persona, con una injusticia que no puede ser nunca justificada, ni siquiera cuando se trate de responder a una solicitud»[14]. Estimo que resulta evidente que si una persona que goza del total ejercicio de sus facultades mentales, ayuda a otra persona a suicidarse (en lugar de asistirla y ayudarla a resolver sus problemas), está cometiendo una acción gravemente reprensible. Obviamente se puede distinguir entre la responsabilidad de quien colabora con un suicida a petición del mismo y la de quien por su propia iniciativa aconseja a alguien cometer este gesto de desesperación, volviéndose de esta manera el instigador de una acción gravemente inmoral. Alentar a alguien a suicidarse puede ser la consecuencia del error contemporáneo de que ciertas vidas no merecen ser vividas debido a la «baja calidad de vida». Por lo tanto, instigar o aconsejar a otros a optar por la muerte es la señal de un terrible error con respecto a la naturaleza de la vida que se encuentra bastante difundido en la actual sociedad contemporánea. La instigación al suicidio o aconsejar hacerlo son actos particular-mente despreciables cuando la persona objeto de dicha instigación o consejo sufre de una enfermedad mental o atraviesa una grave situación de angustia personal. El deber de todo hombre de buena voluntad frente a quienes se encuentran fuertemente desalentados ante las adversidades de la vida, consiste en devolverles la esperanza y ayudarlos, si fuera necesario, a encontrar una adecuada asistencia profesional.

Es necesario precisar, al respecto, que es condenable ofrecer asistencia psicológica en favor del suicidio con base en una distinción ulterior que no puede en ningún caso legitimar dicha acción. No es aceptable, de hecho, la tesis de quienes sostienen que no se debe nunca prestar asistencia a la intención suicida de jóvenes que gozan de buena salud (y que pueden sin embargo tener tendencias suicidas), pero que en cambio dicha asistencia debe ser siempre ofrecida a las personas enfermas, discapacitadas o termi-nales[15]. Esta distinción, en última instancia, pone en evidencia una mentalidad favorable a la eutanasia. Comporta en primer lugar un abandono de la terapia y en segundo lugar, representa un mensaje negativo para el enfermo, para el cual la vida puede entonces no tener sentido y el suicidio aparecer como una solución «oportuna».

Resulta evidente la responsabilidad de la secularización libertaria y relativista de la sociedad contemporánea en la trágica opción de la autoeliminación. Sobre todo cuando define al suicidio como la «última libertad de la vida». Es ésta la consecuencia lógica de la opción en favor de la ideología de la libertad sin responsabilidad[16], que presenta al suicidio como un «derecho humano».

No es posible asimilar el suicidio al sacrificio de la vida en aras de una causa superior (la defensa del bien o el servicio a la sociedad, por ejemplo), mientras que negarse a tener hijos constituye una forma de suicidio, si ello responde a diversas formas de hedonismo [lo cual, por otra parte, implica vivir al día y aplazar la proyección[17]] o a la pérdida de esperanza respecto al futuro de la sociedad. En cambio, el negarse a tener hijos se justifica cuando la persona decide no contraer matrimonio como consecuencia de una vocación religiosa o por el deseo de servir en una forma particular y con total dedicación a la sociedad o cuando existe un temor justificado de transmisión de una enfermedad hereditaria.

La legalización del suicidio asistido marca un avance hacia la legalización de la eutanasia voluntaria. Significaría embarcarse en una pendiente resba-ladiza que conllevaría, en primer lugar, un debilita-miento de la protección de los derechos de las personas enfermas o en fin de vida: se correría el riesgo de pasar fácil y rápidamente de los enfermos terminales a aquellos con prognosis reservada, y de éstos a aquellos con escasa esperanza de cura en un tiempo razonable o simplemente portadores de una discapacidad.


4. ¿Existe el derecho de morir?

La sociedad contemporánea, tanto nacional como internacional, ha acuñado una nueva clase de derechos humanos inexistentes y, por lo tanto, falsos. A menudo estos «nuevos derechos» no son sino tentativas de consagrar tendencias patológicas de los seres humanos. El hombre, por su naturaleza misma, desea vivir. Ha visto desde siempre en la muerte una «enemiga». En cambio, algunas ideologías contemporáneas incluyen el «derecho a la muerte» entre los «nuevos derechos». Hans Jonas, por ejemplo, forma parte de quienes invocan el «derecho de morir», aunque él mismo reconoce el carácter paradójico de este derecho. De hecho admite que la muerte es un mal, o en el mejor de los casos, algo a lo cual hay que resignarse[18]. Si se admite que el suicidio sea un derecho, se extiende el espectro de las consideraciones a otros aspectos y problemas: el encarnizamiento terapéutico, la hidratación y la alimentación de las personas en coma profundo, el peso que tiene al respecto la «deseabilidad» de la vida[19] y así sucesivamente. Es evidente que el encarnizamiento terapéutico, sobre todo en ciertos casos, es censurable. Sin embargo, no entran jamás dentro del mismo ni la hidratación ni la alimentación «artificiales», que no son terapias sino medios para mantener en vida a una persona.

¿Por qué mantener con vida a una persona en «estado vegetativo»? Y sobre todo, ¿Por qué hacerlo cuando no hay esperanza de curación? Ante todo se debe considerar el hecho de que, privadas de la hidratación y la alimentación «artificiales», estas personas mueren y no por causa de su enfermedad, sino por la negada suministración de hidratación y de alimentación. Mueren porque alguien ha omitido el cumplimiento de un deber que por otra parte no es ni particularmente complicado ni excesivamente costoso hacia un discapacitado. Todos los seres humanos tienen el derecho de ser asistidos y curados. Empezando por los discapacitados. Todos tienen derecho a la vida. Por lo tanto hablar de «derecho a morir» es una contradictio in adiecto, que no puede ser superada ni aún invocando el derecho a la autodeterminación. En varios países, en particular en los Estados Unidos de América, existen movimientos pro-eutanasia que reclaman insistentemente el reconocimiento de este «derecho», así como el del suicidio asistido[20]. A menudo, en apoyo a estos reclamos, se invoca el así llamado «derecho a morir con dignidad». Se trata de una manipulación verbal. Todos los hombres, de hecho, tienen derecho a morir con dignidad. Sin embargo, quienes invocan este argumento para apoyar el derecho a la eutanasia y/o al suicidio asistido identifican a la dignidad con la sola falta de sufrimiento, del cual el hombre no puede absolutamente librarse, aun cuando no se encuentre en situación de enfermedad.


5. Eutanasia

Bajo el término «eutanasia» han sido clasificadas diversas prácticas médicas o no médicas cuyo objetivo es provocar la muerte. Se podría proponer la siguiente definición: por eutanasia, en su verdadero y proprio sentido, debe entenderse una acción u omisión que por su naturaleza y la intención de quien la lleva a cabo, produce la muerte con el fin de eliminar el dolor o una vida considerada, en forma errónea, como carente de la necesaria calidad para merecer ser vivida.

Se trata de un crimen perpetrado por diversas sociedades paganas, antes de que volviera a ser propuesto y practicado en el mundo contempo-ráneo. En numerosas sociedades primitivas las personas ancianas no autosuficientes eran sacrificadas o abandonadas. Se encuentran huellas de esta triste costumbre en algunas tribus de Norteamérica. En Esparta los niños deformes eran arrojados de lo alto del monte Taigeto; en la antigua Roma los lanzaban desde lo alto de la Roca Tarpeya. Aristóteles justifica la muerte de los niños nacidos con un hándicap grave[21]. El hecho de que en el Juramento de Hipócrates, escrito en la isla de Kios en Grecia en el siglo V a. C., la eutanasia sea considerada como un delito grave, un homicidio, es una clara indicación de que esto acontecía. Históricamente es evidente que la ley condena como criminales ciertos actos que se efectúan en una determinada sociedad, porque busca proteger a las personas de dichos actos penándolos con la fuerza de ley.

Sin entrar a un relato pormenorizado de la historia de la eutanasia contemporánea, debemos recordar que la misma fue nuevamente propuesta en Alemania a fines del siglo XIX. Esta se vio estimulada por la publicación en 1922, en Leipzig, de la obra La legalización de la destrucción de una vida que no merece ser vivida, cuyos autores fueron el médico Dr. Alfred Erich Hoche y el jurista Karl Binding. Ambos proponían la eliminación de los enfermos en fase terminal, de los enfermos mentales incurables y de las personas en estado de coma[22]. Con la llegada al poder del Partido nacionalsocialista fue lanzada una fuerte propaganda en favor de la eutanasia de las personas cuya vida era considerada como no digna de ser vivida y la de los consumidores considerados improductivos. En 1939 un decreto de Hitler autorizó la práctica de la eutanasia en niños nacidos con graves defectos o aquejados de enfermedades congénitas. Este programa fue rápidamente extendido a los enfermos mentales y a los discapacitados adultos, terminando por incluir aun a los epilépticos y paralíticos[23]. Es de señalar que para llevar a cabo semejante programa se esgrimía un falso principio de benevolencia, afirmando, de hecho, que dichas personas eran eliminadas por su propio bien. Argumento que sostienen algunos partidarios de la eutanasia hoy en día. El terrible programa nazi se vio ampliado incluso por razones prácticas, debido a la falta de camas para los soldados y los civiles enfermos o heridos durante la segunda guerra mundial[24].

En 1935, algunos intelectuales liberales tales como George Bernard Shaw y Bertrand Russell fundaron en Gran Bretaña la Sociedad Británica de Eutanasia. La misma tenía los siguientes elementos en común con el nazismo: se arrogaban la calidad de ser los dueños de la vida, de ser jueces del nivel de calidad de vida necesario para seguir viviendo y del criterio con base en el cual se debía establecer cuándo una persona merece ser protegida y respetada[25]. Ambas ideologías, aparentemente muy diferentes, tienen en común una visión instrumental de la vida. Según dicha perspectiva, la vida es un bien únicamente cuando permite el ejercicio de determi-nadas funciones positivas y agradables. Por el contrario, cuando la vida implica depender de los demás o se caracteriza por un nivel mínimo de interacción social, la misma debe ser considerada como inútil[26].

Se ha tratado reiteradamente de establecer una distinción entre la eutanasia pasiva y la eutanasia activa. La activa sería la consecuencia de una intervención directa con el fin de suprimir la vida. En cambio la pasiva provocaría la muerte de un ser humano por omisión de asistencia. Examinando el punto con detención, se comprueba que a nivel moral no existen diferencias entre ambas formas de eutanasia. La supresión de las terapias ordinarias y proporcionadas a las cuales tiene pleno derecho el paciente y una acción que busque provocar directamente la muerte tienen el mismo objetivo: la muerte del paciente. La diferencia que se establece en ciertos casos tiene por finalidad tratar de dar cierto carácter «noble» a la eutanasia pasiva, haciéndola aparecer como no condenable ante la opinión pública. Dicha forma de abandono terapéutico es considerada como un delito en numerosos países civilizados. La misma no debe ser confundida con el encarnizamiento terapéutico, o sea con la utilización de medios extraordinarios faltos de un fundamento científico sólido con cierta posibilidad de un resultado positivo. Debe quedar claramente establecido que la utilización de dichos medios extraordinarios es facultativa por parte del paciente o de sus representantes legales en caso de que no esté en condiciones de manifestar su voluntad. Al mismo tiempo debe quedar bien claro que, la privación de los medios de mantenimiento vital es una forma de eutanasia. Sin embargo, es necesario establecer una distinción entre suicidio, suicidio asistido y eutanasia. En el caso del suicidio asistido el ser humano que se propone poner fin a su propia vida lo hace con la ayuda de otros. Por lo tanto el responsable de su propia muerte es ante todo quien toma esta decisión, pero lo son igualmente quienes lo ayudan a llevar a cabo dicho propósito. En el caso de la eutanasia, es un tercero quien pone en acción los medios tendientes a provocar la muerte: «A nivel jurídico se produce un salto de calidad enorme y dramático: porque para legalizar la eutanasia, bajo la forma que sea, es necesario que alguien quite la vida a otro hombre inocente, o sea que no esté en condiciones ni desee atentar contra la vida y la seguridad de quien sea»[27].

Conviene subrayar la diferencia que existe entre la eutanasia y la aceleración de la muerte, debida en ciertos casos al suministro de analgésicos. Cuando el enfermo padece dolores terribles, la única forma de aliviar los mismos es mediante el suministro de calmantes, incluso en cantidades importantes. Estos son suministrados aunque exista el riesgo de acelerar de esta forma la muerte del paciente. En este caso nos encontramos ante lo que la doctrina ha calificado como un acto de doble efecto: se busca un bien (el control del dolor) y como consecuencia involuntaria pero previsible se produce la aceleración de la muerte del enfermo. En estos casos el médico debe ser extremadamente prudente y evaluar si el riesgo está justificado. Está claro que el intento de aliviar el sufrimiento insoportable del enfermo justifica una disminución insignificante de la duración de vida del paciente, debido a un efecto colateral involuntario[28]. Sin embargo, en caso de que se suministre una dosis masiva de analgésicos con la finalidad de acelerar la muerte, estaremos en presencia de un caso de eutanasia.


6. Análisis de las motivaciones del suicidio asistido y de la eutanasia

De las dos versiones opuestas de la libertad que hemos examinado, derivan dos versiones diver-gentes del modo de considerar la vida. Si la vida es el don de un Creador bueno y providente, se deduce que el hombre no dispone libremente de la misma, ya sea de su propia vida o de la de los demás miembros de la sociedad. La vida debe ser recibida tal como el Creador la ha entregado y debe ser regida de conformidad con sus leyes. No se puede, por lo tanto, disponer libremente de la vida. El hombre es el administrador de su propia vida y en determinados casos, también de la vida de los demás. Pero no es jamás su propietario. Es administrador de la vida de otros cuando ejerce los poderes de la patria potestad (sobre los hijos menores de edad) o la tutela (sobre los incapacitados o inhabilitados). Por lo tanto, es responsable lato sensu de la vida de otros y por lo tanto debe respetar y hacer respetar todos los derechos de los seres humanos, empezando por el más fundamental de estos derechos que es el derecho a la vida. Si, por el contrario, se niega la existencia de un Creador y se estima que la vida es el resultado de un desarrollo autónomo de la materia (que, por lo tanto, se considera eterna), se debe admitir que el hombre goza de cierto grado de autonomía en la forma de administrarla. Digo que el hombre goza de cierto grado de autonomía porque cualquier enfoque científico del estudio de la naturaleza lleva al descubrimiento de leyes que son propias de la naturaleza y que el hombre debe respetar por su proprio bien y el de la sociedad en que vive. Obviamente esto es válido si se estima que los seres inferiores al hombre existen en función del hombre. Hoy en día, se dan formas extremas de ecologismo que por el contrario niegan esta finalidad de la creación. El hombre tiene sin lugar a dudas una responsabilidad respecto a la creación. Debe manejar la naturaleza en forma tal que siga siendo un hábitat acogedor para el ser humano e idóneo para su supervivencia (debe, por lo tanto, respetar los bosques porque son fuente de oxígeno, debe administrar correctamente los recursos hídricos, etc.).

Existen motivaciones diversas detrás de la reclamación de reconocer a la eutanasia y el suicidio como un derecho. En primer lugar está la convicción de que la persona humana es propietaria de su propia vida, como ya fue indicado; que el ser humano es libre y puede disponer de sí mismo en su totalidad (por lo tanto incluso de su vida) y de sus cosas; que él es la fuente de los criterios de sus acciones morales.

En lo que se refiere en particular a la eutanasia, se afirma que la vida no es el don de un Creador benévolo, sino que es simplemente un hecho establecido. Esta perspectiva puede ser analizada a partir de tres aspectos: una compasión desorde-nada, una ideología libertaria, una visión utilitarista.

a) La compasión desordenada. Se refiere a una conmiseración injusta respecto a quien se encuentra al final de su vida, sin ninguna esperanza de restablecimiento, o respecto a quien sufre de una discapacidad. Esta conmiseración resulta injusta, no por el sentimiento que se manifiesta frente a quien sufre, sino por la solución propuesta. En ciertos casos podrá ser sincera. Sin embargo, la sinceridad no hace que sea verídica, como quisiera el relativismo. El sentimiento de conmiseración no puede nunca legitimar la eliminación de quien sufre. En otros casos se invoca la eutanasia no por el sufrimiento del enfermo, o sea que no es requerida debido a la conmiseración hacia éste, sino por el malestar que experimentan las personas que lo rodean. Este presupuesto responde a una lógica perversa, según la cual todos los que sufren deberían ser eliminados. Por ejemplo, se eliminarían muchos pobres. Hay incluso quien propone eliminar no sólo a los pobres, sino a aquellos que, naciendo, podrían ser causa de pobreza. Existen de hecho, en los países industrializados, centros de poder que propugnan una «selección cuantitativa» de los seres humanos, so pretexto de que los recursos son limitados. Para que la Humanidad pueda sobrevivir sería por lo tanto necesaria una planificación eficaz de la población mundial. Dicha planificación sería particularmente urgente en el Tercer Mundo, donde existe una trágica disparidad entre los recursos de subsistencia y el crecimiento de la población[29]. Aún más, en ciertos casos, es lícito sospechar que se trata de una conmiseración fingida, instrumen-talizada para introducir la eutanasia por vía judicial. Esto, de hecho, ha ocurrido cuando los jueces, haciendo caso omiso de la ley, no han sancionado el homicidio cometido para poner fin a la vida de una persona enferma que se encontraba en situación de dolor, sin esperanza de cura. Esto es algo muy grave. Los jueces, de esta manera, se transforman ilegítimamente en legisladores, utilizando la conmiseración como arma de su compromiso militante en favor de la eutanasia y del suicidio asistido[30].

b) La ideología libertaria. En este caso el hombre, cualquier hombre, se considera dueño absoluto de su propia existencia. Reivindica el derecho de poder disponer de ella a su antojo, con la única limitación de no perjudicar los derechos de los otros miembros de la sociedad. De ahí deriva el reconocimiento del derecho al suicidio, al suicidio asistido y a la eutanasia (incluso mediante disposiciones incluidas eventualmente en el testamento biológico). La Weltanschauung liberta-ria es equivocada, tanto del punto de vista teorético (de hecho, nadie es dueño de su propia vida) como del punto de vista práctico (en una sociedad proclive a la eutanasia, muchas personas, por ejemplo, que se encuentran al final de su vida o sufren de un hándicap, pueden ser objeto de presiones, a las cuales les será difícil resistir, para que ellas mismas soliciten la eutanasia).

c) La visión utilitarista. Ésta puede ser más o menos radical, pero tiene siempre un mínimo común denominador: afirma que el propietario de la vida no es el individuo, sino la sociedad en su conjunto. Sobre todo, una visión socialista y materialista lleva a considerar a la sociedad políticamente organizada como poseedora del derecho de disponer de la vida de las personas que han perdido la capacidad de entender o de querer, o que no son socialmente útiles. So pretexto de reducir los costos financieros que incumben al Servicio Sanitario Nacional, se negará el tratamiento médico a las personas terminales, a los ancianos que no están en condiciones de auto-administrarse, a los discapaci-tados considerados como improductivos. Se entra de esta manera en una pendiente resbaladiza que desemboca en la eutanasia. Esto no constituye una novedad. Como ya hemos señalado, el nazismo en su momento había ejecutado programas de este tipo. El derecho natural se opone a semejante visión utilitarista: para él, todas las personas, incluso las que sufren de discapacidades graves, aportan su contribución a la sociedad, aunque ésta no tenga un valor económico. No es posible compartir lo que propone en Gran Bretaña, por ejemplo, la escritora Mary Warnock, según la cual una persona que sufre de demencia senil tiene el deber de morir, para no estropear la vida a sus familiares y no derrochar los recursos del Sistema Sanitario Nacional[31]. En estos casos de eutanasia utilitaria, no viene ni siquiera tenida en cuenta la conmiseración respecto al enfermo o al anciano. El criterio que inspira dicha acción y pretende ser la base del derecho a aplicar es el de la utilidad económica. Se deja de lado el principio del bien del paciente y se aplica cruelmente el falso principio del bien de la sociedad. Sobre esta base se ha legalizado en Holanda la eutanasia neo-natal, reglamentada incluso por el protocolo de Groninga[32]. La prohibición absoluta del suicidio asistido y de la eutanasia es un debido acto de justicia social. Toda persona débil o vulnerable debe de hecho ser defendida y protegida, incluso frente a las presiones sociales que podrían inducirla a considerar la muerte como un deber «por buena educación»[33].

La eutanasia utilitaria desembocará incluso en el aborto de niños portadores de discapacidades, o dará mayor legitimidad a dicho acto. Esto ocurrirá con base en una argumentación compasiva pero sobre todo utilitaria: se afirma que, visto que un niño discapacitado no estará en condiciones de mantenerse a sí mismo y que la sociedad se verá obligada a mantenerlo y a tomar a su cargo los gastos médicos necesarios, una mujer no tiene derecho a infligir dichos costos a la sociedad. Por lo tanto si el niño que lleva en su seno tiene un hándicap, esta mujer tiene el deber de abortar. Y en el caso de que se niegue a hacerlo se le debe obligar. Este doble crimen (homicidio del niño en el vientre materno y violación del derecho de la madre de llevar a término su embarazo) es practicado en algunos países. Por ejemplo, en la China comunista se impone por ley a las parejas el no tener más de un hijo.

Resulta muy preocupante la tendencia actual favorable a la práctica de la eutanasia, en particular la que se apoya sobre presuntas razones utilitarias. Todo lleva a presumir que dicha tendencia se acentuará por diversas razones: a) la debilitación de las creencias religiosas y el consiguiente proceso de secularización, así como la ignorancia del derecho natural; b) el «invierno demográfico», vale decir la disminución de los miembros activos y productivos de la sociedad; c) la organización socialista de los servicios sanitarios para la cura de los enfermos. El Estado buscará así adoptar normas legales que permitan u ordenen la eutanasia, incluso para disminuir los gastos sanitarios. En algunos países han sido ya aprobados parámetros referentes al carácter lícito de una asistencia mínima. Aún sin llegar a aprobar leyes que permitan la eutanasia, el Estado acabará por establecer la reducción de la asistencia médica, sobre todo de los servicios más costosos, tratándose de personas de edad avanzada. Los recursos se reservarán para curar a las personas jóvenes y a aquellos enfermos que puedan recuperar la salud y ser nuevamente productivos. Es evidente que estamos ante una discriminación injusta[34], propugnada con argumentaciones y con un lenguaje que tratan de «ennoblecer» esta plaga: se habla, por ejemplo, de «eutanasia solidaria» para legitimar el asesinato de seres humanos con el objetivo de salvar otras vidas consideradas como de mayor valor[35].

Cualquier persona que reflexione sobre el tema de la vida humana comprenderá que se trata de un bien del que no se puede disponer libremente. El principio de «no matar a un inocente» es una norma universal, grabada en la conciencia del ser humano. De este principio se desprenden dos consecuencias opuestas a la eutanasia. La primera consiste en reconocer que ningún hombre puede arrogarse el derecho de disponer de la vida y la muerte de otro ser humano inocente (ni aun cuando la vida sea considerada como negativa desde el punto de vista de la calidad). La segunda se refiere al derecho subjetivo de disponer de la propia vida. Quien afirma la indisponibilidad de la vida no se refiere por lo tanto a opciones o valores religiosos, sino a valores esencialmente humanos.

Es oportuno ahondar en el significado de ambas afirmaciones. Ni la sociedad políticamente organi-zada ni el individuo tienen el derecho de quitar la vida a una persona inocente o a sí mismo, aun cuando se trate de una existencia carente de sentido. El homicidio directo o voluntario de un ser humano inocente es siempre algo gravemente inmoral.

Si luego la decisión de quitar la vida incumbe al médico, éste se vuelve un agente de muerte. Estaremos en presencia de una profunda perversión de la profesión médica, ya condenada en el mencionado Juramento de Hipócrates y declarada contraria a los principios deontológicos de numerosos Códigos de deontología médica[36]. No debemos ignorar el hecho de que han existido y existen aún distorsiones contrarias a la moral y la deontología médica. Basta recordar las prácticas legalizadas del aborto provocado y los intentos de introducir la eutanasia mediante testamentos biológicos. Debe señalarse que cuando el médico acepta provocar un aborto o practicar la eutanasia, está colaborando con la realización de un homicidio o suicidio y pierde la confianza que el paciente debería tener hacia él. Se vuelve «sospechoso»[37].

Debe igualmente ser señalado que muchas súplicas de enfermos graves que tal vez invocan la muerte como una liberación, no son necesariamente la manifestación de un pedido de eutanasia. Se trata más bien de invocaciones de ayuda, y muy a menudo de pedidos de afecto. Porque de hecho, aparte de la cura médica, el enfermo necesita amor, calor humano. Refiriéndose a la eutanasia, San Agustín observaba que «no resulta nunca lícito el homicidio de otra persona, aunque ésta lo desee e incluso lo pida, porque, encontrándose suspendido entre la vida y la muerte, suplica para verse ayudado a liberar el alma que lucha contra las ataduras del cuerpo y de las cuales desea despegarse; ello no es lícito ni aun cuando el enfermo ya no esté en condiciones de seguir viviendo»[38].

Los enfermos terminales o con enfermedades consideradas incurables deben ser atendidos con amor y dedicación profesional. Existen enfermos terminales, pero no enfermos incurables. El médico, frente a la imposibilidad de curar al enfermo, debe acompañarlo hasta su muerte natural con curas de apoyo y paliativas del dolor, recurriendo incluso en ciertos casos a analgésicos. La sociedad debe alentar la creación de «hospicios», o sea de clínicas cuyo objetivo sea volver realmente humana la asistencia a los pacientes terminales. Es probable, sin embargo, que la experiencia de los «hospicios» provoque debates sobre el deseo de morir y el sufri-miento[39].

A lo largo de la toda la historia, aquellos que han sido favorables a la eutanasia han demostrado un profundo desprecio hacia la vida. Fue sumamente evidente este desprecio en la doctrina y la praxis cátaras. Se puede observar asimismo en algunas sectas islámicas (por ejemplo en los Asesinos de la Montaña) y en ciertos grupos marxistas. En el siglo pasado ha sido demostrado por el nazismo y el comunismo. Hoy se encuentra igualmente presente en ciertas democracias totalitarias[40]. La eutanasia es un deseo patológico del hombre. La inclinación natural del mismo, de hecho, es la de vivir y si fuese posible, vivir para siempre. Esta patología aparece cuando el hombre carece de una visión trascendental de la vida, que confiera una verdadera razón a su existencia.


7. Trasplante de órganos

El problema del trasplante de órganos vitales individuales está estrechamente ligado a la eutanasia. Sólo se podrán extraer órganos vitales individuales de un cuerpo humano cuando se haya llegado a una certeza real y absoluta de la muerte del donante. Es evidente que el punto de partida debe ser la determinación del momento de la muerte de la persona, independientemente del hecho de que ello sirva o no para el trasplante de órganos. No es posible hacer un bien (salvar la vida de una persona que necesita un órgano) mediante una acción gravemente injusta, que provoca la muerte de otro ser humano. La extracción de órganos sin respetar criterios objetivos y adecuados que permitan constatar la muerte del donante es una forma (disfrazada) de eutanasia. Se requieren criterios científicos precisos y claros, o sea que no dejen subsistir dudas sobe el momento de la muerte. Esto nos lleva a una breve reflexión sobre el criterio de la muerte cerebral como criterio exclusivo de la determinación de la muerte (del donante de órganos). Este criterio es insuficiente para probar la muerte del donante, y ello por varias razones. De hecho, ha sido demostrado que pacientes que responden a los criterios clínicos actualmente vigentes para constatar la muerte cerebral, no presentan necesariamente la pérdida irreversible de todas las funciones cerebrales[41]. Puede darse que en personas consideradas en estado de muerte cerebral, el corazón esté sano y siga latiendo en forma espontánea, que la circulación sanguínea se mantenga activa, que el cuerpo tenga color, calor y vitalidad. Puede incluso darse que órganos vitales tales como los riñones, los pulmones, el páncreas y los intestinos estén sanos. Los miembros y el tronco pueden tener movimientos por efecto de reflejos espontáneos o provocados por estímulos dolorosos. Un eventual embarazo puede ser mantenido[42]. Todo esto demuestra que el «muerto cerebral» no es un cadáver. Por ello es inmoral la extracción de órganos de una persona que se encuentra en esas condiciones. De hecho, la extracción sería la causa de su muerte. En este caso no existen dudas sobre la regla moral a aplicar, que es clara: no matar. Eventualmente la duda puede referirse a las condiciones en que se encuentra la persona: ¿está efectivamente muerta, o aún viva? En caso de que subsistan dudas no es lícito actuar[43].


8. Conclusiones

Como conclusión debemos decir que el hombre se encuentra ante una encrucijada. Por un lado una visión de la libertad le hace aceptar y valorar plenamente y en forma positiva la vida como un don fundamental de Dios; por otro lado una visión de la libertad autodestructiva de sí misma lo lleva, en consecuencia, a la destrucción de la propia vida. Nuestra dignidad se basa sobre nuestra libertad, pero una libertad vivida en el respeto de la naturaleza humana. Por lo tanto, se trata de una libertad que se ejerce en conformidad con la verdad objetiva de la persona humana.

Como consecuencia de una visión de la libertad basada sobre la naturaleza intrínseca del ser humano, es necesario comprometerse a proteger el don más fundamental que nos ha dado el autor de la naturaleza, que es la vida, del peligro de la mentalidad eutanásica que parece dominar la sociedad de nuestro tiempo. Esta mentalidad es el resultado de la pérdida del sentido natural de la existencia en la sociedad de hoy. El hombre actual debe reencontrar el camino de la justa razón y comprender que tiene la obligación de respetar el derecho natural. Sólo así comprenderá cuán absurdos y malvados son el suicidio y la eutanasia.


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[1] Zenon GROCHOLEWSKI, La legge naturale nella dottrina della Chiesa, Roma, Consult Editrice, 2008, pág. 57.

[2] Tomás ALVIRA, Naturaleza y libertad. Estudios de los conceptos tomistas de voluntas ut natura y voluntas ut ratio, Pamplona, EUNSA, 1995, pág. 114.

[3] CICERÓN, De re publica, I, 68.

[4] Rosangela BARCARO, Eutanasia. Un problema paradigmatico della bioetica, Milán, Franco Angeli, 2007, pág. 34.

[5] Ibid., pág. 35.

[6] ARISTÓTELES, Etica Nicomachea, III, 1116a, 13-15.

[7] Ibid., V, 1138a, 4-14.

[8] CICERÓN, Sommium Scipionis, III, 7.

[9] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa theologiae, II–II, 64, 5.

[10] Ibid., II–II, 126, 1.

[11] La existencia de esta insuficiencia de la naturaleza es un dato al cual puede acceder el hombre mediante un simple ejercicio de introspección.

[12] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa theologiae, I, 104, 3, ad 1. Charles JOURNET, El mal, Madrid, Rialp, 1965, pág. 140.

[13]  Declaración «Iura et bona» sobre la eutanasia, I, 5 de mayo de 1980.

[14] Karol Wojtyla 

[15] Wesley J. SMITH, Culture of Death. The Assault on Medical Ethics in America, San Francisco, Encounter Books, 2000, pág. 105.

[16] Elio SGRECCIA, Manuale di bioetica. VI. Fondamenti di etica biomedica, Milán, Vita e Pensiero, 2007, pág. 920.

[17] Riccardo CASCIOLI, «Meno bambini, meno futuro», Noi genitori & figli, supplemento de Avvenire, a. IV, núm. 27 (2000), pág. 24.

[18] Hans JONAS, Il diritto di morire, Génova, Il Melangolo, 1992, pág. 9.

[19] Ibid., pág. 50.

[20] Mario PICOZZI-Omar FERRARIO, L’ombra del nazismo. Legiferare sulla fine della vita: rischi e paure, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 2009, pág. 161.

[21] ARISTÓTELES, Política, VII, 1335b.

[22] Wesley J. SMITH, Forced Exit, Nueva York, Encounter Books, 2006, pág. 82.

[23] Ibid., págs. 88-89.

[24] Mario PICOZZI-Omar FERRARIO, op .cit., pág. 102.

[25] Mario PALMARO, «Eutanasia. Perché la retta ragione dice no», Quaderni di San Raffaelle, núm. 1 (2009), pág. 35.

[26] Michele ARAMINI, Eutanasia. Spunti per un dibattito, Roma, Ancora, 2006, pág. 70.

[27] Mario PALMARO, «Eutanasia. Perché la retta ragione dice no», loc. cit., pág. 33.

[28] Bert GORDIJN, «Cure palliative e prevenzione dell’eutanasia attiva», en Salvatore PREVITERA (a cura di), Vivere «bene» nonostante tutto. Le cure palliative in Europa e in Italia, Acireale, Istituto Siciliano di Bioetica, 1999, pág. 73.

[29] Michel SCHOOYANS, Aborto e Politica, Roma, Libreria Editrice Vaticana, 1991, pág. 171.

[30] Hilary WHITE, «Twenty cases of assisted suicide not persecuted in Britain», Lifesitenews.com, 17 de diciembre de 2010, https://www.lifesitenews.com/news/twenty-cases-of-assisted-suicide-not-prosecuted-in-britain.

[31] http://spuc-director.blogspot.com/2008/09/baroness-warnock-and-dutyto-die.html.

[32] Elio SGRECCIA, Manuale di bioetica, cit., pág. 916.

[33] Michele ARAMINI, Eutanasia, cit., pág. 65.

[34] Roberto GALBIATI, «Eutanasia», Quaderni di San Raffaelle, núm. 1 (2009), pág. 28.

[35] Giuseppe MATTAI, Nascere e morire oggi, Palermo, Edizioni Augustinus, 1989, pág. 80.

[36] El Código italiano de Deontología Médica del 16 de diciembre de 2006 (así como el más reciente del 18 de mayo de 2014) establece que «la defensa de la vida, de la salud física y psíquica del hombre y el alivio del sufrimiento» (art. 3) son objeto exclusivo de la actividad sanitaria. L. EUSEBI, «Diginità umana e bioetica. Sui rischi correlati all’asserito “diritto” di morire», Medicina e Moral, núm. 3 (2009), pág. 403.

[37] Mario PALMARO, «Eutanasia. Perché la retta ragione dice no», loc. cit., pág. 38.

[38] SAN AGUSTÍN, Epístola 204, 5; CSEL, 57, 320.

[39] Michele ARAMINI, Eutanasia, cit., pág. 105.

[40] Michael SCHOOYANS, La dérive totalitaire du libéralisme, París, Mame, 1995.

[41] Paolo BECCHI, Morte cerebrale e trapianto di organi, Brescia, Morcelliana, 2008, pág. 98.

[42] Ugo TOZZINI, Mors tua, vita mea. Espianto d’organi umani: la morte è un’opinione?, Nápoles, Grafite, 2000, pág. 14.

[43] Antonio ROYO MARÍN, Teología moral para seglares, Madrid, BAC, 1996, pág. 168.

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