miércoles, 13 de noviembre de 2024

DÍA QUINTO 13/11/2024 - MES DE MARÍA INMACULADA TRADICIONAL por Mons. Rodolfo Vergara Antúnez

 


Día sexto: 

Consagrado a honrar la vida de María en el templo


Oración inicial
para todos los días del Mes


¡Oh María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro nombre y alabanza. Vuestro santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos. Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas ¡oh María! no os dais por satisfecha con estos homenajes; hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes. Sí; los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones; nos esforzaremos, pues, durante el curso de este Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen Santa! en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas aun la sombra misma del mal. La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos, nos amaremos, pues, los unos a los otros como hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados. ¡Oh María! haced producir en el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracias para ser algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres.

Amén.


Consideración


María entró en el templo de Jerusalén como una víctima destinada al sacrificio. Pero esa víctima no sería consumida por las llamas del altar, sino por las llamas del amor. Era el amor a Dios el que la impulsaba en todas sus obras: el amor divino la arrancó de los brazos de su madre y la llevó a la soledad del santuario; el amor la hizo consagrar a Dios para siempre la flor de su virginidad, flor que no había encontrado hasta entonces en el mundo ni terreno en que nacer ni atmósfera en que vivir. Antes que María se abrazase con ella voluntariamente, y no con lágrimas como la hija de Jefté, la virginidad era una hermosa desterrada que tocaba en vano a la puerta de los corazones en solicitud de hospitalario albergue. Fue María la que dio a conocer a los hombres su precio y la que les enseñó que esa virtud busca para vivir el apartamiento y el retiro de la Casa del Señor.

Dice san Jerónimo que María en el templo distribuía sus ejercicios en la siguiente forma: desde la aurora hasta promediada la mañana, entregábase a la oración; hasta el mediodía se ocupaba en obras de mano; se instruía después en la ley y los profetas, y luego se entregaba de nuevo a la oración, que duraba hasta la entrada de la noche. Esto constituía sus delicias y su pan cotidiano, creciendo cada día en amor a Dios y en la perfección de las virtudes. Ella era la primera en las vigilias, la más fiel en cumplir la ley divina, la más asidua en la oración, la más constante en el trabajo, la más profunda en la humildad, la más exacta en la obediencia y la más puntual en sus deberes. Ásperas eran sus penitencias, prolongados sus ayunos, brevísimo su sueño, frugal su alimento, sencillo su vestido y escasas sus palabras. La oración era su vida y su alimento, y durante esas horas felices en que el cielo se entreabría a sus miradas, su alma se derretía en adoraciones y ternísimos y encendidos afectos ante el amado de su corazón. En esos momentos el mundo desaparecía ante sus ojos y ningún pensamiento humano ocupaba su mente. Embriagada en celestiales delicias y enajenada en sublimes arrobamientos, su alma se desprendía en la cárcel de su cuerpo y se transportaba a las moradas del gozo eterno. «Nadie, dice san Ambrosio, estuvo nunca dotado de un don más sublime de contemplación; su espíritu siempre acorde con su corazón, no perdía jamás de vista a Aquel a quien amaba con más ardor que todos los serafines juntos; toda su vida no fue otra cosa que un ejercicio continuo del amor más puro a Dios; y cuando el sueño venía a cerrar sus párpados, su corazón velaba y oraba todavía».

A fuerza de candor y de modestia, ella procuraba ocultar sus altas perfecciones, pero es imposible que el diamante se oculte por mucho tiempo, aunque se esconda bajo una corteza de barro. Los ancianos encanecidos en los trabajos del templo la veían llenos de admiración y la consideraban como el más estupendo prodigio de santidad que hubiera aparecido en Israel. Enteramente entregada a sus deberes y a sus ocupaciones, jamás desperdiciaba el tiempo y siempre estaba pronta para ejecutar todas las obras que podían dar alguna gloria a Dios. A Dios buscaba en todo: era el blanco de sus aspiraciones, el término de sus deseos, el objeto de sus pensamientos y el único móvil de todas sus acciones. Agradar a Dios, he ahí la sola palabra que resume toda la vida de María en la casa del Señor.

Ésta es también la lección más provechosa que nos enseña María durante su vida solitaria: huir del mundo para dedicarnos al servicio de Dios. Es imposible seguir a un mismo tiempo las máximas de Jesucristo y las máximas del mundo; unas y otras se rechazan como la luz y las tinieblas, como el vicio y la virtud. Quien milite bajo las banderas del uno, no puede aspirar a ser discípulo del otro; es una ilusión pérfida pretender vivir en sociedad con los mundanos y llamarse discípulo de Jesucristo, que se abrazó con la cruz y que hizo del sacrificio su ley y su consigna. Para servir fielmente a Dios y santificarse es indispensable alejarse del bullicio disipador que amortigua la piedad e impide oír las inspiraciones divinas.

Pero, para conseguirlo, no es necesario ir a buscar el silencio de los claustros. El retiro y apartamiento del mundo puede encontrarse también entre las paredes del propio hogar con sólo cerrar sus puertas al bullicio y pasatiempos mundanos. No es necesario huir de la sociedad para encontrar a Dios, porque no es posible vivir sin el concurso de los demás; basta que evitemos la compañía de los malos y de los que no siguen la doctrina ni practican la ley de Jesucristo. Es preciso apartarse de la vida disipada, ociosa y holgazana que sólo se emplea en proporcionarse satisfacciones, en halagar la vanidad y condescender con las inclinaciones de la carne. Esa vida lleva directamente al pecado, engendra la indiferencia y aleja de Dios; esa vida enciende las pasiones, aviva la sensualidad y concluye con todo deseo de la propia santificación. La ley cristiana es ley de abnegación y sacrificio; ella impone el constante vencimiento de las pasiones, la mortificación de la carne, la guarda de los sentidos, la muerte del amor propio y la huida de la ociosidad. Y para alcanzar tan grandes y preciosos bienes, es preciso vacar diariamente algunos momentos a la oración, frecuentar los sacramentos y practicar la piedad. Son éstas las fuentes puras donde el alma encuentra gracias en abundancia: es ahí donde se retemplan las fuerzas para el combate, y se hallan el consuelo y la esperanza que hacen soportables las desgracias de la vida. Si queremos santificarnos, no vayamos a buscar la santidad en otra parte; si deseamos la paz de nuestras almas, no vayamos a pedirla al mundo, que vive en turbación perpetua; si anhelamos consuelos, no los pidamos al mundo, que él sólo puede darnos amarguras y desengaños.


Ejemplo
María, Virgen fidelísima


San Vicente Ferrer, comúnmente llamado el Ángel del Apocalipsis por la unción celestial de su palabra, profesaba una entrañable devoción a la Santísima Virgen desde los albores de su infancia. Él fue quien introdujo la piadosa y laudable costumbre de saludar a María después del exordio de los sermones, costumbre que se ha conservado hasta el presente. El amor que sentía por esta bondadosa Madre lo comunicaba a todas las almas que convertía, asegurando por este medio su perseverancia en el bien. Al pie de una imagen que veneraba en su celda buscaba las luces necesarias para el ejercicio del ministerio de la predicación, y este era el resorte secreto del éxito admirable de su palabra.

Irritado el espíritu del mal por las innumerables almas que arrebataba a su imperio, empleó todos sus recursos infernales para hacerle perder la vida de la gracia. Empezó por tentarlo de un modo violento y terrible contra la angelical virtud de la pureza, que Vicente amaba con sin igual ardor y cuidaba con indecible esmero. Un día en que se ocupaba en preparar un discurso sobre esta misma virtud, rogó encarecidamente a la Santísima Virgen que se la conservara por toda la vida. Mas, no bien hubo formulado este ruego, cuando oyó una voz que le decía: «Vicente, no puedo concederte lo que me pides porque muy luego perderás la virtud que tanto estimas».

Trémulo, confuso y abismado en amarguras quedó el glorioso Apóstol al oír aquella respuesta, que creía ser de los labios de la dulce Madre a quién había invocado. Y postrándose con el alma atribulada y los ojos anegados en lágrimas a los pies de su querida imagen le decía: ¿Cómo es posible, Madre mía, que consientas que este hijo que tanto te ama manche su cuerpo y su espíritu con un pecado que me hará indigno de presentarme ante tus ojos virginales? Todo lo temo de mi miseria, pero también todo lo he esperado siempre de tu protección; ¿y ahora me abandonas a mi miseria, negándome tu amparo?

Compadecida la bondadosa Madre de las angustias de Vicente, le hizo oír estas palabras:

«No te aflijas, querido hijo mío, porque la voz que te ha puesto en tanta congoja, es la voz de Satanás que quería inducirte a la desesperación: consuélate, pues has de saber que mientras tú me seas fiel, yo lo seré también contigo, intercediendo por ti ante mi divino Hijo».

Estas consoladoras palabras devolvieron la paz al corazón de Vicente y tornaron en suavísima alegría su pasada tristeza. Teniendo por defensora a la que es fuerte como un ejército ordenado en batalla, no temió ya los asaltos del infierno. Esta asistencia maternal de María se hizo sentir especialmente en la última hora de su siervo fiel, anticipándole con su presencia las delicias del cielo y arrojando de su lecho de muerte al espíritu maligno que intentaba dar el último asalto a aquella alma privilegiada.

La Santísima Virgen es fiel hasta la muerte con los devotos suyos que imploran su asistencia en el peligro y le sirven con fidelidad en la vida.


Jaculatoria


En tu regazo, ¡oh María!,
Desde hoy dejo el alma mía.


Oración


¡Oh María!, madre de Dios y madre nuestra, nosotros venimos hoy a vuestros pies en solicitud de nuevas gracias y de nuevos favores, porque sabemos que jamás se agota vuestra piedad y amor para con vuestros hijos necesitados. Vos sabéis que vivimos en un mundo que tiende a todas horas lazos a nuestra inocencia. Pero nosotros que os hemos escogido por madre y prometido despreciar las pompas y vanidades del mundo, venimos a protestaros que con el auxilio de la gracia jamás nos separaremos de la senda que nos habéis trazado con vuestros ejemplos y virtudes. No, Señora nuestra, el mundo no tendrá encantos bastante poderosos para inducirnos a olvidar por un momento las dulzuras de vuestro amor, ni cadenas bastante fuertes que nos retengan lejos de vuestro lado. ¡Ah, qué sería de nosotros sin vos!, ¡a dónde iríamos a buscar el consuelo en nuestras penas y el alivio en nuestras dolencias; en qué fuente iríamos a beber esos goces purísimos con que sabéis recompensar el amor de los que os buscan; a dónde iríamos a buscar luz en nuestras dudas, dirección en nuestros negocios, consejo en nuestras vacilaciones! ¿Quién se compadecería de nuestra miseria, quién tomaría a su cargo los intereses de nuestra salvación, quién intercedería por nosotros delante de Dios, nuestro juez? ¡Ah!, ¡quién sino vos, dulce Madre, que no desoís jamás los clamores de vuestros hijos y que tenéis siempre pronta vuestra diestra para arrancar de los brazos de la misma muerte a los que iban a perecer! Con vos todo lo tenemos: gracia, consuelo, salvación. Ayudadnos, y seremos siempre vuestros fieles hijos y vuestros rendidos siervos.

Amén.


Oración final
para todos los días del Mes


¡Oh María, Madre de Jesús, nuestro Salvador y nuestra buena Madre! Nosotros venimos a ofreceros con estos obsequios, que traemos a vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros agradables, y a solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestro santo servicio. Dignaos presentarnos a vuestro divino Hijo; que en vista de sus méritos y a nombre de su santa Madre dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud; que haga lucir con nuevo esplendor la luz de la fe sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia Él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro; que confunda a los enemigos de su Iglesia, y que, en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad, que nos colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir.

Amén.


Prácticas espirituales


1. Ofrecer al Sagrado Corazón de Jesús, por medio del Corazón Inmaculado de María, todos nuestros pensamientos, palabras, obras, trabajos y sufrimientos en satisfacción de nuestros pecados.

2. Rezar devotamente el Acordaos por la conversión de los pecadores.

3. Hacer un acto de mortificación interior o exterior en honra de los dolores de María.


Fuente: Mes de María Inmaculada; Mons. Rodolfo Vergara Antúnez; Arancibia Hnos. y Cía. Ltda., edición de 1985.

martes, 12 de noviembre de 2024

DÍA QUINTO 12/11/2024 - MES DE MARÍA INMACULADA TRADICIONAL por el P. Rodolfo Vergara Antúnez

 


Día quinto: 

Consagrado a honrar la presentación de María en el templo


Oración inicial
para todos los días del Mes


¡Oh María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro nombre y alabanza. Vuestro santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos. Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas ¡oh María! no os dais por satisfecha con estos homenajes; hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes. Sí; los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones; nos esforzaremos, pues, durante el curso de este Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen Santa! en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas aun la sombra misma del mal. La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos, nos amaremos, pues, los unos a los otros como hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados. ¡Oh María! haced producir en el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracias para ser algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres.

Amén.


Consideración


Tres años habían pasado desde el día del nacimiento de María, cuando el prematuro desarrollo de su razón advirtió a sus ancianos padres que había llegado la hora de la separación, dando cumplimiento al voto que habían hecho de consagrar a Dios el primer fruto de su matrimonio.

Con el corazón partido de dolor, los dos ancianos esposos toman el camino de Jerusalén para depositar en el templo el tesoro más caro de sus corazones, el consuelo de su senectud y el único embeleso de su hogar tanto tiempo solitario. Entre tanto, María deja alegre y contenta aquel hogar querido, porque si amaba tiernamente a sus padres, suspiraba por vivir en la amable soledad del santuario para consagrarse enteramente a Dios. Largos parecíanle los caminos que veía serpentear al través de las montañas y llanuras; y cuando, desde el fondo del valle, vio levantarse las altas cúpulas que protegían la santa casa del Señor, su tierno corazón se derretía en santos afectos y palpitaba de la más dulce alegría.

¿A dónde vas, tierna niña, cuando apenas despunta en ti la alborada de la vida? ¿Por qué tan presto abandonas el techo de tu hogar y el regazo y las caricias de tu madre? ¿Por qué te desprendes de sus brazos amorosos para entregarte en manos de personas desconocidas, en las cuales no hallarás la ternura maternal? «El pájaro encuentra abrigo, responde, y la tórtola su nido: y yo, tímida paloma, voy a buscar mi nido en los altares del Señor». Oigo una voz que me habla al corazón y me dice: «Hija mía, olvídate de tu pueblo y de la casa de tu padre, y el Rey se complacerá en tu belleza». «Yo voy en seguimiento de mi Amado, porque Él es todo para mí y yo soy toda para Él».

Colocada la hermosa niña a la sombra del santuario del Dios de Israel, sólo se ocupó en prepararse para desempeñar la más augusta misión que se haya jamás confiado a humana criatura. Puesta en manos del Sumo Sacerdote, subió en compañía de los ángeles los escalones del santuario y se incorporó entre las vírgenes de Sión. Tierna planta que crecerá al abrigo del mundo, fecundada por el calor de la caridad divina y regada por mano de los ángeles.

Así es como en la edad más tierna, María consuma su sacrificio, buscando en el santuario un asilo para su inocencia. Allí, desprendida de todos los afectos del mundo y profundamente recogida dentro de sí misma, se absorbe en la contemplación de las verdades eternas y se embriaga en los purísimos goces del amor divino. Desde el principio del mundo, jamás se había hecho al cielo una oblación más pura, dice san Andrés de Creta; ninguna criatura había ejecutado hasta entonces un acto de religión más agradable a Dios. El Sumo Sacerdote acepta, en nombre de Yahvé, esa oblación de inestimable valor, coloca a la sombra del tabernáculo ese precioso depósito y concluye bendiciendo a los dos ancianos y felices esposos.

Hay en el mundo ciertas almas privilegiadas a quienes Dios llama al retiro y a la amable soledad del claustro. Con mano amorosa las escoge entre la multitud, las segrega del mundo y las conduce al silencio de su templo y de su casa para hacerlas sus esposas.

Esas almas comienzan a sentir entonces un vacío que no pueden llenar los más dulces placeres y los más agradables pasatiempos de la vida. Atraídas por un encanto irresistible, suspiran por la soledad y buscan en su seno la paz y el gozo que les niega el mundo, y como tímidas palomas, atraídas por el perfume del incienso, forman su nido en las grietas del santuario. Allí, Dios les habla al corazón, y al escuchar esa voz dulcísima, cortan todos los lazos que las ligan al mundo y se entregan enteramente a su servicio.

¡Almas afortunadas! vosotras sois verdaderamente las hijas predilectas del mejor de los padres. Si Él os llama, es porque quiere regalaros con todos los tesoros de su bondad, porque quiere vivir con vosotras en toda la dulce intimidad en que viven los esposos. Considerad que esta gracia de inestimable precio no la otorga a todas, y ya que vosotras habéis tenido la suerte de fijar la elección divina sin merecimiento alguno de vuestra parte, no tardéis un instante en acudir a su llamado. ¡Qué ingratas seríais si, despreciando la vocación de Dios, rehusaseis enrolaros entre las santas vírgenes que viven a la sombra del santuario! A ejemplo de María, id presto a donde os llama el esposo de las almas. María no tarda, no delibera, no deja para después su resolución; oye y marcha.

Dios quiere víctimas sin mancha, y no los restos despreciables, sino las primicias del corazón. No querer pertenecer a Dios desde temprano, es exponerse a no pertenecerle nunca, porque esa dilación voluntaria y culpable lo aleja de las almas y acaso para no volver a tocar la puerta que no se abrió a sus primeros toques.


Ejemplo
María, Virgen Clemente


Santa María Egipcíaca, célebre penitente que hace recordar en sus extravíos y penitencia a la pecadora del Evangelio, debió a María su maravillosa conversión. Diecisiete años hacía que esta joven disoluta llevaba en Alejandría una vida de escándalos, cuando se embarcó un día para Jerusalén entre muchos cristianos que iban a celebrar la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. Allí continuó en sus desórdenes sin tener consideración que se hallaba en el teatro mismo en que se operó la redención del mundo. Pero un día en que los fieles penetraban en el templo para adorar la Santa Cruz, quiso ella seguirlos, pero sin intención de ejecutar un acto de cristiana piedad. Era allí donde la divina misericordia la aguardaba para torcer el rumbo de esta barca rota, que fluctuaba en medio de la tempestad mundana. Cuando intentó penetrar en la iglesia, sintió que una mano invisible la detenía; y cuanto mayores eran sus esfuerzos, tanto más poderosa era la fuerza que la repelía.

Este prodigio abrió los ojos de la pecadora, y comprendió que sus enormes delitos la hacían indigna de ver y adorar el sagrado madero en que Jesucristo obró nuestra redención. Una luz interior iluminó todo su pasado y presentáronse a su mente todas sus culpas como un escuadrón de espectros infernales. Confusa, avergonzada de sí misma y deshecha en lágrimas, alzó la vista al cielo, y vio una imagen de María que coronaba la fachada del templo. Se acordó entonces de que en los años de su inocencia había oído decir que María era Madre de misericordia, y exclamó en medio de sus sollozos: «¡Tened compasión de esta infeliz criatura, oh, vos, que sois refugio de pecadores! pues siendo yo la mayor de todas, tengo particular derecho a vuestra protección. No merezco que Dios derrame sobre mí las gracias que derrama hoy sobre tantas almas fieles que se aprovechan de la sangre de Jesucristo; pero, a lo menos, no me niegues el consuelo de ver y adorar en este día el sacrosanto madero en que mi dulce Redentor obró la salvación de mi alma. ¡Yo os prometo, Señora, que después de este favor, me iré a un desierto a llorar mis pecados por el resto de mi vida, y a perder en la soledad hasta la infeliz memoria del mundo a quien he servido!».

Animada entonces de una dulce confianza, entra en la iglesia sin resistencia; y postrada de nuevo a los pies de la Santísima Virgen, le pide que sea su conductora en el camino de la salvación. No bien había terminado su oración, cuando oye como de lejos una voz que le dice: «Pasa el Jordán, y hallarás descanso».

Salió entonces de la ciudad, llevando tres panes por toda provisión. Llegó al anochecer a las orillas del Jordán, y pasó toda la noche orando en una iglesia dedicada a San Juan Bautista. A la mañana siguiente purificó su alma en las aguas de la penitencia, recibió la sagrada Eucaristía y pasó el río en una embarcación que halló en la ribera. El desierto la recibió en sus impenetrables soledades y la ocultó durante cuarenta y siete años a las miradas del mundo. Allí no tuvo más sustento que raíces silvestres, ni más compañía que las aves del cielo. La oración y la penitencia eran sus ocupaciones y su delicia, las lágrimas su pan de cada día y los recuerdos del mundo y las sugestiones de la concupiscencia sus implacables enemigos.

Dios permitió que al morir recibiese la visita de San Zósimo, primera y única persona a quién vio durante los años que vivió en el desierto. De su mano recibió el viático de los moribundos, después de haberle revelado los secretos de su conversión y de su vida penitente para edificación del mundo y eterno testimonio de la misericordia de María.


Jaculatoria


Informa sobre este anuncio
Ven a mi amparo, Señora,
Que un pecador os implora.


Oración


¡Oh María!, al considerar vuestra pronta, entera e irrevocable consagración a Dios en los más tiernos años de vuestra vida, al veros, como la paloma, ir a construir vuestro nido en el silencio de la casa del Señor y lejos de la Babilonia del mundo, venimos a suplicaros, os dignéis despertar en nosotros el deseo de imitaros en vuestra entera consagración al servicio de Dios, esposo y padre de nuestras almas. Los años de nuestra vida han transcurrido, Señora nuestra, en la disipación y en la tibieza, dividiendo nuestro corazón entre Dios y el mundo y acaso dando a este la mejor parte. ¡Cuántas veces hemos desoído los llamamientos divinos y seguido las inspiraciones de nuestro amor propio y las sugestiones del demonio! ¡Cuántas veces Jesús ha venido a tocar a la puerta de nuestro corazón en solicitud de un recibimiento amoroso, y lo ha encontrado sordo a sus clamores y ocupado en afectos terrenos y miserables! ¡Ah, Señora nuestra!, vos que sois nuestra guía y maestra, nuestro modelo y protectora, dignaos inspirarnos un amor ardiente a Dios para consagrarnos desde hoy a su servicio, ahogando todo afecto que no lo tenga a Él por principal objeto. No más afecciones puramente terrenas, no más horas perdidas en vanos intereses, no más pensamientos pecaminosos, no más entretenimientos inútiles, no más amor por las riquezas, honores y deleznables placeres del mundo. Yo quiero seguiros, dulce Madre, y penetrar con vos en el santuario del Dios de las virtudes y buscar allí mi reposo y mi morada para no pensar ya en otros intereses que en los de mi santificación. Y ya que no me es dable morar con vos en la soledad y apartamiento del mundo, permitidme al menos hacer de mi corazón un santuario de virtudes y de mi alma una morada del Dios vivo, para disfrutar allí de las dulzuras que están reservadas a los felices moradores de la soledad y a los fieles servidores del Señor.

Amén.


Oración final
para todos los días del Mes


¡Oh María, Madre de Jesús, nuestro Salvador y nuestra buena Madre! Nosotros venimos a ofreceros con estos obsequios, que traemos a vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros agradables, y a solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestro santo servicio. Dignaos presentarnos a vuestro divino Hijo; que en vista de sus méritos y a nombre de su santa Madre dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud; que haga lucir con nuevo esplendor la luz de la fe sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia Él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro; que confunda a los enemigos de su Iglesia, y que, en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad, que nos colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir.

Amén.


Prácticas espirituales


1. Hacer una fervorosa comunión espiritual, pidiendo a Jesús, por la intercesión de María, que nos conceda un intenso amor a Dios.

2. Abstenerse, por amor a María, de toda palabra de murmuración o de crítica.

3. Hacer un cuarto de hora de lectura espiritual.


Fuente: Mes de María Inmaculada; Mons. Rodolfo Vergara Antúnez; Arancibia Hnos. y Cía. Ltda., edición de 1985.



lunes, 11 de noviembre de 2024

DÍA CUARTO 11/11/2024 - MES DE MARÍA INMACULADA TRADICIONAL por el P. Rodolfo Vergara Antúnez

 



Día cuarto: Dedicado a honrar el dulce nombre de María


Oración inicial
para todos los días del Mes


¡Oh María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro nombre y alabanza. Vuestro santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos. Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas ¡oh María! no os dais por satisfecha con estos homenajes; hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes. Sí; los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones; nos esforzaremos, pues, durante el curso de este Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen Santa! en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas aun la sombra misma del mal. La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos, nos amaremos, pues, los unos a los otros como hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados. ¡Oh María! haced producir en el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracias para ser algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres.

Amén.


Consideración


Objeto de grande interés es ordinariamente para los padres el nombre que han de poner al hijo recién nacido, porque parece que el nombre guardará íntima relación con el destino del hombre, siendo una especie de presagio de lo que ha de ser más tarde.

Pero Joaquín y Ana no tuvieron que inquietarse en buscar un nombre adecuado a la hermosa niña que acababan de dar a luz en la tarde avanzada de su vida. Ese nombre bajó del cielo y le fue comunicado por el ministerio de un ángel: era el de María.

Algunos días después de su nacimiento, la hija de Ana recibió ese nombre que tan dulce había de ser para los oídos de los que la aman, que es miel para los labios, esperanza para los tímidos, consuelo para los tristes y júbilo para el corazón cristiano. Muchos siglos ha que los peregrinos de la tierra lo pronuncian de rodillas y con sentimiento de profunda veneración, en homenaje de respetuoso acatamiento hacia la persona que lo lleva. Millones de almas lo repiten con filial amor y lo llevan esculpido en lo más secreto del corazón. Manan de él raudales de dulzura y lleva en sí mismo el sello de su origen celestial, comunicando a los que lo pronuncian con amor una virtud celestial, que hace brotar santos afectos y pensamientos purísimos en el alma.

Por eso, ese nombre está grabado con caracteres de oro en cada una de las páginas de la historia del mundo, en los anales de todos los pueblos cristianos y en todos los monumentos de la piedad de los fieles.

Todos los que lloran y padecen encuentran al repetirlo alivio y descanso en sus tribulaciones. Por eso el náufrago lo pronuncia en medio de la tempestad, el caminante al borde de los precipicios, el enfermo en medio de sus dolencias, el moribundo en el estertor de su agonía, el guerrero en lo reñido del combate, el menesteroso en las horas de su angustiosa miseria, el sacerdote en medio de las difíciles tareas de su ministerio, el alma atribulada cuando la tentación arrecia, el desgraciado cuando el infortunio lo hiere, y el pecador arrepentido al implorar la divina clemencia.

Ese nombre se oye también pronunciar en los momentos más solemnes de la vida; porque todos saben que el nombre de María no sólo es consuelo en los grandes dolores de la vida y escudo de protección en todos los peligros, sino también preciosa garantía que asegura un éxito favorable en todas las empresas.

No es extraño entonces que los Santos hayan profesado tan ardiente devoción por el nombre de María. Cuando San Hernán lo pronunciaba postrábase de rodillas y permanecía allí por largo tiempo. Un amigo suyo que lo notó, preguntole qué hacía en aquella postura, a lo que él contestó: Estoy cogiendo dulces frutos del nombre de María, pues me parece que todas las flores de la tierra y los aromas más delicados se han reunido en él para deleite mío: yo siento que una virtud desconocida se exhala de ese augusto nombre cuando lo pronuncio, bañándome en celestiales delicias y consuelos, y quisiera permanecer siempre de rodillas para seguir gustando tan exquisita suavidad.

Si tales son los efectos de ese nombre bendito, necios seremos si no lo repetimos con frecuencia, si no buscamos en él nuestro descanso, nuestro consuelo, nuestra fuerza. Hay días malos en la vida en que nuestro corazón no siente atractivo alguno por el bien y en que está como embargado por el hielo de la indiferencia; entonces alcemos al cielo nuestros ojos y digamos: ¡María!… Hay horas en que fatigados de nuestra penosa marcha, nos sentimos desfallecer, sin tener ánimo y valor para el combate; entonces volvamos nuestras miradas a la que es fuerte como un ejército ordenado en batalla, y repitamos: ¡María!… Hay momentos en que la desgracia parece anegarnos en sus aguas amargas y en que la desesperación nos hace perder toda esperanza; entonces dirigiendo nuestras plegarias a la Consoladora de los afligidos, digamos: ¡María!… Hay sobre todo un instante supremo: aquel en que daremos un adiós eterno a cuanto hemos amado en la vida, instante de dolorosa ansiedad, de tristes desengaños, de eterna separación, instante en que se decidirá nuestra eterna suerte; entonces volvamos nuestros ojos al cielo y repitamos: ¡María!… Que el nombre de María sea en todas las circunstancias de nuestra vida la expresión de nuestros sentimientos: en los momentos de gozo sea nuestro cántico de reconocimiento: en el combate, nuestro signo de victoria; en la desolación, nuestro grito de socorro; y en la hora de la muerte, nuestra corona y nuestra recompensa.


Ejemplo
María, socorro de los que la invocan


Era el año de 1755. Un espantoso terremoto, que parecía querer reducir a escombros la Europa entera, produjo en el mar tan grandes levantamientos que sus olas turbulentas invadían las playas y se extendían por los campos vecinos, devastándolo todo a su paso. La hermosa ciudad de Cádiz, situada en las riberas españolas, se vio casi sepultada en las aguas. Las olas azotaban con furia sus murallas y penetraban en sus calles como implacables enemigos.

La situación de la ciudad era verdaderamente desesperada; pocos momentos debían bastarle al mar enfurecido para esparcir sus ruinas por el fondo del abismo. Todo era llanto, gemidos y lamentos desesperados, pues ningún auxilio podía salvarla de la potente ira del ciego elemento. El momento era supremo; la desolación y espanto universales: perdida ya toda esperanza, los gaditanos sólo pensaron en prolongar por algunos instantes la triste vida refugiándose en sitios elevados. Pero los corazones afligidos se levantan instintivamente al cielo para buscar en él el remedio y el consuelo. Se acordaron de su celestial Protectora, y acudieron en gran número al templo de Nuestra Señora de la Palma, y cayendo a sus plantas benditas, imploraron su protección con lágrimas y súplicas. Era el último recurso que les quedaba, pero era el más poderoso, porque nunca deja de acudir María en socorro de los que la invocan en la aflicción y el peligro.

Un venerable sacerdote que se hallaba en aquellos momentos en el templo, advirtiendo el universal desconsuelo de los que entraban en tropel a postrarse a los pies de la imagen de María, los exhortó a confiar en su protección con palabras llenas de santa unción. Y tomando en sus manos el estandarte de María les dijo con una fe y un ardor sin límites: «Seguidme, y si tenéis fe, veréis cómo la Madre de Dios os va a librar de la inundación… No, Virgen Santísima, continuó dirigiéndose a María, vos no podéis permitir que perezca un pueblo que os ama y confía en vuestra bondad».

Seguido de una inmensa multitud, que invocaba con lágrimas a su excelsa Patrona, avanzó el sacerdote por las calles con el estandarte en alto.

Llegaron bien pronto al lugar en que las aguas invadían con temible furia. La emoción era general: millares de personas tenían fijos los ojos y clavadas las almas en la sagrada enseña. El sacerdote lleno de confianza y con voz suplicante, exclamó: «¡Oh María!, vos que todo lo podéis, haced que no pasen de aquí las aguas». Y diciendo esto, clavó en tierra el sagrado estandarte, como si quisiera poner un dique insalvable a las olas irritadas; y, ¡oh prodigio!, las olas para las cuales los altos muros no habían sido obstáculos que les impidieran inundar la población, detuviéronse de improviso delante de la imagen de María, y comenzaron a retroceder, como si la misma omnipotente mano que en un principio les puso por vallado una cinta de deleznable arena, hubiese en aquel instante renovado su mandato.

En presencia de aquel estupendo prodigio, el pueblo cayó de rodillas bendiciendo la mano de su celestial Protectora, y exclamando entre sollozos de gratitud: Milagro, milagro… Y en efecto, sesenta y dos pies había subido el mar en aquel día memorable sobre el nivel ordinario, y si hubiese continuado el ascenso, Cádiz habría irremisiblemente desaparecido.


Jaculatoria


Concédeme, ¡dulce Madre!,
Que en la vida y en la muerte
Lleve tu nombre en mis labios.


Oración


¡Oh, Madre de gracia y de misericordia!, no pueden nuestros labios pronunciar vuestro dulce nombre sin que el corazón se inflame en purísimas llamas de amor por vos. Hay en vuestro nombre tan inefables delicias, que es imposible repetirlo sin experimentar consuelos y dulzuras que no son de esta tierra, sino gotas desprendidas de la felicidad del cielo. Si es grato el aroma de las flores, si la miel es dulce y sabrosa para los labios, si las vibraciones del arpa llegan deleitables al oído en la mitad de la callada noche, muy más grato, dulce y deleitable es vuestro nombre, ¡oh, María!, para el corazón de los que os aman. Tesoros de amor se encierran para el hijo en el nombre de su madre; en el vuestro, ¡oh, Madre!, se ocultan tesoros de bendiciones para nosotros vuestros infortunados hijos. Haced, Señora nuestra, que cuando la tribulación nos visite, que cuando la tentación nos asedie, que cuando el desaliento nos rinda, podamos acudir a vos llamándoos por vuestro nombre. No os mostréis entonces sorda a nuestro llamamiento y a nuestros clamores; como la madre corre presurosa al oír el grito de angustia de sus hijos, venid en nuestro socorro, vos que sois la más amorosa de las madres. Si el mundo nos abandona, si los hombres ensordecen a nuestros lamentos, si nos dejan solos con nuestro dolor, sed vos la compañera de nuestras desgracias, la consoladora de nuestras penas, el asilo de nuestra orfandad, la fuerza de nuestra debilidad, la luz en nuestras tinieblas, el guía de nuestro camino y el abrigo seguro contra las tempestades del mundo. Permitid, en fin, que sean el vuestro y el de Jesús los últimos nombres que modulen nuestros labios embargados por el hielo de la muerte, para obtener la gracia de morir santamente y volar al cielo a cantar eternamente vuestras alabanzas.

Amén.


Oración final
para todos los días del Mes


¡Oh María, Madre de Jesús, nuestro Salvador y nuestra buena Madre! Nosotros venimos a ofreceros con estos obsequios, que traemos a vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros agradables, y a solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestro santo servicio. Dignaos presentarnos a vuestro divino Hijo; que en vista de sus méritos y a nombre de su santa Madre dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud; que haga lucir con nuevo esplendor la luz de la fe sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia Él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro; que confunda a los enemigos de su Iglesia, y que, en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad, que nos colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir.

Amén.


Prácticas espirituales


1. Invocar frecuentemente el nombre de María pidiéndole su protección.

2. Hacer un cuarto de hora de meditación sobre alguna de las virtudes de María con el propósito de imitarla.

3. Contribuir con alguna limosna al culto público de la Santísima Virgen.



Fuente: Mes de María Inmaculada; Mons. Rodolfo Vergara Antúnez; Arancibia Hnos. y Cía. Ltda., edición de 1985.