Día sexto:
Consagrado a honrar la vida de María en el templo
Oración inicial
para todos los días del Mes
¡Oh María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro nombre y alabanza. Vuestro santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos. Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas ¡oh María! no os dais por satisfecha con estos homenajes; hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes. Sí; los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones; nos esforzaremos, pues, durante el curso de este Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen Santa! en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas aun la sombra misma del mal. La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos, nos amaremos, pues, los unos a los otros como hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados. ¡Oh María! haced producir en el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracias para ser algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres.
Amén.
Consideración
María entró en el templo de Jerusalén como una víctima destinada al sacrificio. Pero esa víctima no sería consumida por las llamas del altar, sino por las llamas del amor. Era el amor a Dios el que la impulsaba en todas sus obras: el amor divino la arrancó de los brazos de su madre y la llevó a la soledad del santuario; el amor la hizo consagrar a Dios para siempre la flor de su virginidad, flor que no había encontrado hasta entonces en el mundo ni terreno en que nacer ni atmósfera en que vivir. Antes que María se abrazase con ella voluntariamente, y no con lágrimas como la hija de Jefté, la virginidad era una hermosa desterrada que tocaba en vano a la puerta de los corazones en solicitud de hospitalario albergue. Fue María la que dio a conocer a los hombres su precio y la que les enseñó que esa virtud busca para vivir el apartamiento y el retiro de la Casa del Señor.
Dice san Jerónimo que María en el templo distribuía sus ejercicios en la siguiente forma: desde la aurora hasta promediada la mañana, entregábase a la oración; hasta el mediodía se ocupaba en obras de mano; se instruía después en la ley y los profetas, y luego se entregaba de nuevo a la oración, que duraba hasta la entrada de la noche. Esto constituía sus delicias y su pan cotidiano, creciendo cada día en amor a Dios y en la perfección de las virtudes. Ella era la primera en las vigilias, la más fiel en cumplir la ley divina, la más asidua en la oración, la más constante en el trabajo, la más profunda en la humildad, la más exacta en la obediencia y la más puntual en sus deberes. Ásperas eran sus penitencias, prolongados sus ayunos, brevísimo su sueño, frugal su alimento, sencillo su vestido y escasas sus palabras. La oración era su vida y su alimento, y durante esas horas felices en que el cielo se entreabría a sus miradas, su alma se derretía en adoraciones y ternísimos y encendidos afectos ante el amado de su corazón. En esos momentos el mundo desaparecía ante sus ojos y ningún pensamiento humano ocupaba su mente. Embriagada en celestiales delicias y enajenada en sublimes arrobamientos, su alma se desprendía en la cárcel de su cuerpo y se transportaba a las moradas del gozo eterno. «Nadie, dice san Ambrosio, estuvo nunca dotado de un don más sublime de contemplación; su espíritu siempre acorde con su corazón, no perdía jamás de vista a Aquel a quien amaba con más ardor que todos los serafines juntos; toda su vida no fue otra cosa que un ejercicio continuo del amor más puro a Dios; y cuando el sueño venía a cerrar sus párpados, su corazón velaba y oraba todavía».
A fuerza de candor y de modestia, ella procuraba ocultar sus altas perfecciones, pero es imposible que el diamante se oculte por mucho tiempo, aunque se esconda bajo una corteza de barro. Los ancianos encanecidos en los trabajos del templo la veían llenos de admiración y la consideraban como el más estupendo prodigio de santidad que hubiera aparecido en Israel. Enteramente entregada a sus deberes y a sus ocupaciones, jamás desperdiciaba el tiempo y siempre estaba pronta para ejecutar todas las obras que podían dar alguna gloria a Dios. A Dios buscaba en todo: era el blanco de sus aspiraciones, el término de sus deseos, el objeto de sus pensamientos y el único móvil de todas sus acciones. Agradar a Dios, he ahí la sola palabra que resume toda la vida de María en la casa del Señor.
Ésta es también la lección más provechosa que nos enseña María durante su vida solitaria: huir del mundo para dedicarnos al servicio de Dios. Es imposible seguir a un mismo tiempo las máximas de Jesucristo y las máximas del mundo; unas y otras se rechazan como la luz y las tinieblas, como el vicio y la virtud. Quien milite bajo las banderas del uno, no puede aspirar a ser discípulo del otro; es una ilusión pérfida pretender vivir en sociedad con los mundanos y llamarse discípulo de Jesucristo, que se abrazó con la cruz y que hizo del sacrificio su ley y su consigna. Para servir fielmente a Dios y santificarse es indispensable alejarse del bullicio disipador que amortigua la piedad e impide oír las inspiraciones divinas.
Pero, para conseguirlo, no es necesario ir a buscar el silencio de los claustros. El retiro y apartamiento del mundo puede encontrarse también entre las paredes del propio hogar con sólo cerrar sus puertas al bullicio y pasatiempos mundanos. No es necesario huir de la sociedad para encontrar a Dios, porque no es posible vivir sin el concurso de los demás; basta que evitemos la compañía de los malos y de los que no siguen la doctrina ni practican la ley de Jesucristo. Es preciso apartarse de la vida disipada, ociosa y holgazana que sólo se emplea en proporcionarse satisfacciones, en halagar la vanidad y condescender con las inclinaciones de la carne. Esa vida lleva directamente al pecado, engendra la indiferencia y aleja de Dios; esa vida enciende las pasiones, aviva la sensualidad y concluye con todo deseo de la propia santificación. La ley cristiana es ley de abnegación y sacrificio; ella impone el constante vencimiento de las pasiones, la mortificación de la carne, la guarda de los sentidos, la muerte del amor propio y la huida de la ociosidad. Y para alcanzar tan grandes y preciosos bienes, es preciso vacar diariamente algunos momentos a la oración, frecuentar los sacramentos y practicar la piedad. Son éstas las fuentes puras donde el alma encuentra gracias en abundancia: es ahí donde se retemplan las fuerzas para el combate, y se hallan el consuelo y la esperanza que hacen soportables las desgracias de la vida. Si queremos santificarnos, no vayamos a buscar la santidad en otra parte; si deseamos la paz de nuestras almas, no vayamos a pedirla al mundo, que vive en turbación perpetua; si anhelamos consuelos, no los pidamos al mundo, que él sólo puede darnos amarguras y desengaños.
Ejemplo
María, Virgen fidelísima
San Vicente Ferrer, comúnmente llamado el Ángel del Apocalipsis por la unción celestial de su palabra, profesaba una entrañable devoción a la Santísima Virgen desde los albores de su infancia. Él fue quien introdujo la piadosa y laudable costumbre de saludar a María después del exordio de los sermones, costumbre que se ha conservado hasta el presente. El amor que sentía por esta bondadosa Madre lo comunicaba a todas las almas que convertía, asegurando por este medio su perseverancia en el bien. Al pie de una imagen que veneraba en su celda buscaba las luces necesarias para el ejercicio del ministerio de la predicación, y este era el resorte secreto del éxito admirable de su palabra.
Irritado el espíritu del mal por las innumerables almas que arrebataba a su imperio, empleó todos sus recursos infernales para hacerle perder la vida de la gracia. Empezó por tentarlo de un modo violento y terrible contra la angelical virtud de la pureza, que Vicente amaba con sin igual ardor y cuidaba con indecible esmero. Un día en que se ocupaba en preparar un discurso sobre esta misma virtud, rogó encarecidamente a la Santísima Virgen que se la conservara por toda la vida. Mas, no bien hubo formulado este ruego, cuando oyó una voz que le decía: «Vicente, no puedo concederte lo que me pides porque muy luego perderás la virtud que tanto estimas».
Trémulo, confuso y abismado en amarguras quedó el glorioso Apóstol al oír aquella respuesta, que creía ser de los labios de la dulce Madre a quién había invocado. Y postrándose con el alma atribulada y los ojos anegados en lágrimas a los pies de su querida imagen le decía: ¿Cómo es posible, Madre mía, que consientas que este hijo que tanto te ama manche su cuerpo y su espíritu con un pecado que me hará indigno de presentarme ante tus ojos virginales? Todo lo temo de mi miseria, pero también todo lo he esperado siempre de tu protección; ¿y ahora me abandonas a mi miseria, negándome tu amparo?
Compadecida la bondadosa Madre de las angustias de Vicente, le hizo oír estas palabras:
«No te aflijas, querido hijo mío, porque la voz que te ha puesto en tanta congoja, es la voz de Satanás que quería inducirte a la desesperación: consuélate, pues has de saber que mientras tú me seas fiel, yo lo seré también contigo, intercediendo por ti ante mi divino Hijo».
Estas consoladoras palabras devolvieron la paz al corazón de Vicente y tornaron en suavísima alegría su pasada tristeza. Teniendo por defensora a la que es fuerte como un ejército ordenado en batalla, no temió ya los asaltos del infierno. Esta asistencia maternal de María se hizo sentir especialmente en la última hora de su siervo fiel, anticipándole con su presencia las delicias del cielo y arrojando de su lecho de muerte al espíritu maligno que intentaba dar el último asalto a aquella alma privilegiada.
La Santísima Virgen es fiel hasta la muerte con los devotos suyos que imploran su asistencia en el peligro y le sirven con fidelidad en la vida.
Jaculatoria
En tu regazo, ¡oh María!,
Desde hoy dejo el alma mía.
Oración
¡Oh María!, madre de Dios y madre nuestra, nosotros venimos hoy a vuestros pies en solicitud de nuevas gracias y de nuevos favores, porque sabemos que jamás se agota vuestra piedad y amor para con vuestros hijos necesitados. Vos sabéis que vivimos en un mundo que tiende a todas horas lazos a nuestra inocencia. Pero nosotros que os hemos escogido por madre y prometido despreciar las pompas y vanidades del mundo, venimos a protestaros que con el auxilio de la gracia jamás nos separaremos de la senda que nos habéis trazado con vuestros ejemplos y virtudes. No, Señora nuestra, el mundo no tendrá encantos bastante poderosos para inducirnos a olvidar por un momento las dulzuras de vuestro amor, ni cadenas bastante fuertes que nos retengan lejos de vuestro lado. ¡Ah, qué sería de nosotros sin vos!, ¡a dónde iríamos a buscar el consuelo en nuestras penas y el alivio en nuestras dolencias; en qué fuente iríamos a beber esos goces purísimos con que sabéis recompensar el amor de los que os buscan; a dónde iríamos a buscar luz en nuestras dudas, dirección en nuestros negocios, consejo en nuestras vacilaciones! ¿Quién se compadecería de nuestra miseria, quién tomaría a su cargo los intereses de nuestra salvación, quién intercedería por nosotros delante de Dios, nuestro juez? ¡Ah!, ¡quién sino vos, dulce Madre, que no desoís jamás los clamores de vuestros hijos y que tenéis siempre pronta vuestra diestra para arrancar de los brazos de la misma muerte a los que iban a perecer! Con vos todo lo tenemos: gracia, consuelo, salvación. Ayudadnos, y seremos siempre vuestros fieles hijos y vuestros rendidos siervos.
Amén.
Oración final
para todos los días del Mes
¡Oh María, Madre de Jesús, nuestro Salvador y nuestra buena Madre! Nosotros venimos a ofreceros con estos obsequios, que traemos a vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros agradables, y a solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestro santo servicio. Dignaos presentarnos a vuestro divino Hijo; que en vista de sus méritos y a nombre de su santa Madre dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud; que haga lucir con nuevo esplendor la luz de la fe sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia Él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro; que confunda a los enemigos de su Iglesia, y que, en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad, que nos colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir.
Amén.
Prácticas espirituales
1. Ofrecer al Sagrado Corazón de Jesús, por medio del Corazón Inmaculado de María, todos nuestros pensamientos, palabras, obras, trabajos y sufrimientos en satisfacción de nuestros pecados.
2. Rezar devotamente el Acordaos por la conversión de los pecadores.
3. Hacer un acto de mortificación interior o exterior en honra de los dolores de María.
Fuente: Mes de María Inmaculada; Mons. Rodolfo Vergara Antúnez; Arancibia Hnos. y Cía. Ltda., edición de 1985.