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martes, 24 de noviembre de 2009

El Poder Angélico de los Demonios

Por Luis Eduardo López Padilla
Tomado de Apocalipsis Mariano

De la Nada a la Existencia
Ángeles, Espíritus Puros
Millares de Millares
Coros y Jerarquías
Pecado y Caída de los Ángeles
La Soberbia
Efectos de la Rebeldía en los Demonios
El Castigo de los Ángeles
El Infierno Eterno
La Pena de Daño y la Pena de Sentido
La Desesperación
Eternidad de las Penas
Discurso sobre el Infierno
¿Son Muchos o Pocos los que se Salvan?



De la Nada a la Existencia

“Si alguno dijese que el Diablo no fue primero un ángel bueno hecho por Dios y que su naturaleza no fue obra de Dios (…) sea anatema” (Concilio de Praga en el año 561, DS No. 237).
“El Diablo y demás demonios ciertamente fueron creados por Dios buenos por naturaleza; más ellos, por sí mismos, se hicieron malos” (IV Concilio de Letrán en el año 1215, DS No. 428).
“Dios no perdonó a los ángeles que pecaron, sino que, precipitados en el infierno, los entregó a las prisiones tenebrosas, reservándolos para el juicio” (II Pedro 2, 4).
Antes de pecar, los demonios eran ángeles buenos. Fueron por tanto, creados por Dios, como lo definió el IV Concilio de Letrán: “Dios hizo existir de la nada entre ambos órdenes de criaturas, a saber: la angélica y la de este mundo visible”. San Pablo hace mención expresa de esta creación de los ángeles, en el Verbo y por el Verbo, tal y como lo apuntamos en el capitulo I: “Porque en Él han sido creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra; así las cosas visibles como las invisibles; lo mismo los tronos y las dominaciones que los principados y las potestades; todas las cosas en Él y por Él han sido creadas” (Col 1, 16).
Los ángeles fueron creados de la nada. A diferencia de los hombres que son trinos (cuerpo, alma y entendimiento) los ángeles son solamente binarios (alma y entendimiento) pues no tienen cuerpo. Los ángeles son entonces seres inteligentes, espirituales, inferiores a Dios y superiores por naturaleza al hombre y a las almas desencarnadas. Subrayamos que son superiores al hombre sólo por naturaleza, pues por perfección de la voluntad hacia la posesión del fin, el hombre trino puede ser más perfecto que el ángel, pues es Imagen y Semejanza de la Trinidad de Dios.

Ángeles, Espíritus Puros

Por su parte, la fe nos certifica la realidad de esta clase de seres: Dios, al principio del tiempo, creó de la nada unas sustancias espirituales que son llamadas ángeles. Tal creación aparece en el llamado símbolo Niceno-Constantinopolitano, cuya formulación la ha tomado el Concilio Vaticano I en el contexto de la doctrina sobre la creación: “Dios creó de la nada juntamente al principio del tiempo, a ambas clases de criaturas: las espirituales y las corporales; es decir, el mundo angélico y el mundo terrestre; y después, la criatura humana que, compuesta de espíritu y cuerpo, los abraza, en cierto modo, a los dos” (Const. Dogmática Fide Catholica. DS 3002).
Su Santidad Juan Pablo II dedicó su catequesis de los miércoles del año de 1986 a Dios, Creador del mundo, y a partir del mes de julio prestó su atención precisamente a la creación de los ángeles. En su audiencia del 9 de julio del año citado, el Santo Padre expresó: “Sabemos que el hombre goza, dentro de la creación, de una posición singular: gracias a su cuerpo pertenece al mundo visible, mientras que, por el alma espiritual, que vivifica al cuerpo, se haya casi en el confín entre la creación visible y la invisible. A esta última, según el Credo que la Iglesia profesa a la luz de la revelación, pertenecen otros seres, puramente espirituales, por consiguiente no propios del mundo visible, aunque están presentes y actuantes en éste” (Citado en López Padilla. El Diablo y el Anticristo. México 1988. p. 21).
Desde luego hay quienes piensan que los ángeles son “personificaciones de atributos de acciones divinas”, o quieren ver en ellos vestigios de un politeísmo oriental o reliquias de leyendas babilónicas o simples influjos de la presencia de Dios en el mundo. Pero los ángeles son seres reales, creados libremente por Dios, con inmensa inteligencia y libre voluntad, pero carentes de materia.

Millares de Millares

¿Cuántos ángeles fueron creados por Dios? El profeta Daniel dice “Millares de millares le servían, y diez veces cien mil millares asistían delante de Él” (7, 10). San Juan Crisóstomo, aludiendo a este pasaje de Daniel, dice: “Cien mil veces cien mil millares de ángeles existen en las alturas, millares de millares de arcángeles, y otros tantos tronos, dominaciones, principados y potestades, innumerable muchedumbres incorpóreas, incontables falanges y legiones. Y a todos esos espíritus los creó el Señor con tanta facilidad, cuanto ningún discurso puede expresarse” (Gli Angelli Buoni E Cattivi. Turín 1937 p. 35 citado por Giovanni Siena, La Hora de los Ángeles. Ediciones L Arcangelo).

Coros y Jerarquías

La primera monografía acerca de los ángeles fue compuesta hacia el año 500 de nuestra era por Dionisio Areopagita con el título De Caelesti Hieriarchia (De la Celeste Jerarquía) Es a partir de este autor que se suele enumerar nueve coros u ordenes angélicos, fundándose en los nombres con que se les cita en la Sagrada Escritura (cfr Isaías 6, 2; Gén 3, 4; Col 1, 16; Efe 1, 21 y 3, 10; Rom 8, 38; I Tes 4, 16). El V Concilio de Letrán dice que: “Habiendo Dios creado al principio el cielo y la tierra, dividió el cielo en tres principados, que llamamos jerarquías, y cada jerarquía en otros tantos coros”. Estos tres coros de ángeles constituyen una jerarquía.

Coros

1ª Jerarquía

1º serafines
2º querubines
3º tronos

2ª Jerarquía
4º dominaciones
5º virtudes
6º potestades

3ª Jerarquía
7º principados
8º arcángeles
9º ángeles


Ante esta división jerárquica, hoy por hoy la mayoría de los autores están de acuerdo en poner en la cúspide de la creación angélica al que se le ha dado el nombre de Lucifer, según Isaías 14, 12 – 13 “¡Cómo has caído de los cielos, Lucifer, hijo de la aurora!” (Dirigido al Rey de Babilonia). En latín, Lucifer significa el portador de luz, designa la estrella de la mañana, el planeta Venus que es el primero en brillar y se extingue al último en la aurora. Por eso dice Dios a Su Hijo en el Salmo 109: Ante luciferum genui te: “Antes de Lucifer (antes de la estrella de la mañana) te he engendrado”.
Este tema resulta especialmente importante para los exorcistas ya que hay una especulación y división sobre quién es más importante. Hay quienes dicen que es Lucifer y que Satanás es el segundo de abordo, otros, a la inversa; y otros los identifican como el mismo. El conocimiento individual de los ángeles reiteramos que resulta importante para el exorcista pues es una tradición que está recogida en el ritual del exorcismo preguntarle al demonio por su nombre (Mc 5, 19).
Santo Tomas de Aquino opina que los ángeles se distinguen entre sí específicamente, es decir, que cada ángel constituye por sí solo una especie distinta; dicho en otras palabras, mientras que los hombres pertenecemos a una misma especie humana, poseemos una misma forma sustancial – ser racionales – y nos distinguimos por la materia señalada por la cantidad – conocido como principio de individuación-cada ángel, por su parte, se distingue por su forma, pues cada uno tiene un grado de intelectualidad diverso que constituyen las distintas especies angelicales.
Un aspecto interesante que hay que mencionar sobre los ángeles es que la naturaleza espiritual de los ángeles no excluye la posibilidad de que puedan formarse momentáneamente un cuerpo con objeto de llevar a cabo una misión ante los hombres. La Sagrada Escritura señala infinidad de apariciones de ángeles, y parece claro, en ciertos casos, que no son simples visiones intelectuales sino realidades corpóreas y sensibles, puesto que los ángeles eran vistos y tocados por varias personas a la vez. ¿Cómo se produce este fenómeno? Esto resulta de especial importancia puesto que en el futuro los demonios tomarán forma humana abiertamente para seducir mejor a los hombres, fundamentalmente en el tiempo del reinado del Anticristo. Por lo que lo explicado aquí respecto a los ángeles se aplicará perfectamente a los demonios. Así, los elementos atmosféricos que de ordinario son extremadamente sutiles, pueden sin embargo tomar cierta consistencia a consecuencia de la condensación de dichos elementos. De esta forma, los ángeles en virtud de su potencia natural – muy superior a la del hombre – y dotado si es necesario de un poder sobrenatural, pueden amasar esos elementos y con ellos forman los cuerpos. Aquí hablamos de un cuerpo simplemente como un instrumento ocasional, no un cuerpo vivo que cumpla funciones vitales. No obstante, tampoco debe descartase el hecho de que un espíritu pueda tomar un cuerpo, no en función de un mero accidente sino de que pueda pasar de ángel – ser binario – a hombre – ser trino; esto con el propósito, entre otras razones, de cumplir alguna misión pero ya con consecuencias mucho más complejas. Tenemos que admitir que Dios hace lo que quiere y nadie le puede poner límites.

Pecado y Caída de los Ángeles

Hay quienes piensan que el pecado de los ángeles fue carnal. El fundamento para pensar que el pecado de los ángeles fue de índole sexual se encuentra en el texto de Génesis 6, 1 -3, que parece indicar un pecado erótico de los ángeles “fornicando con criaturas terrestres”:
“Cuando la humanidad comenzó a multiplicarse sobre la haz de la tierra y les nacieron hijas, vieron los hijos de Dios que las hijas de los hombres les hacían bien y tomaron por mujeres a las que preferían de todas ellas”.
De esta tradición popular, la Biblia hizo una segunda versión del pecado original, pero de menor valor y de segunda clase. El libro de Henoch (un importante libro apócrifo del Antiguo Testamento, cuyo texto lo ha completado y mejorado Qumran) creador de la primera demonología, lo interpretaba ya como pecado carnal de los ángeles, seducidos por la hermosura de las mujeres. Así lo refiere la II Epístola de Pedro (2, 4) y la Epístola de Judas (6, 7), que aluden a él sin hablar de pecado sexual.
Así algunos Padres de la Iglesia han adoptado esta interpretación. Sin embargo, en el siglo II Justino Mártir ya corregía esta interpretación del Génesis puesto que el demonio ya estaba caído de la gracia cuando tentó a Eva, observa Justino en sus diálogos. La naturaleza espiritual de los ángeles no es compatible con el pecado de la carne, observaba de manera parecida San Juan Crisóstomo (Homilía 22 sobre el Génesis 2). Otros opinan que los hijos de Dios no designan ángeles sino más bien a los hijos de Set. Toda esta revoltura influyó en la Edad Media al extremo de que los demonios asumían formas masculinas o femeninas, de ahí los llamados íncubo o súcubo. Y así se ha asociado una obsesión de confundir y asimilar demonios con sexualidad.

La Soberbia

Pero, en realidad ¿cuál fue el pecado de los ángeles? Esencialmente, un pecado de orgullo, tal como lo propone Santo Tomás de Aquino. En efecto, desde el primer instante de su existencia los ángeles tuvieron un conocimiento de Dios y del Sumo Bien. Conocían las leyes por las que se gobierna el mundo. Tenían una felicidad natural conforme a su naturaleza, pero debían iniciar un camino hacia su perfección que era la posesión de Dios por medio de la visión beatífica. Para llegar a ese fin, Dios les proveyó de la gracia santificante. Así lo confirma San Agustín: “Creó en ellos Dios simultáneamente la naturaleza y derramó la gracia” (De Civit Dei I, XII 1. c.9).
Con la gracia santificante los ángeles podían conseguir su último fin, adhiriéndose voluntariamente al Sumo Bien. Mas no sólo pudieron pecar los ángeles sino que de hecho pecaron muchos de ellos. Luzbel, la más eminente de las criaturas angélicas en resplandor, inteligencia y poder, dio principio al extravío: “Subiré hasta los cielos y seré semejante al Altísimo” (Is 14, 14). En esta expresión pareciere que Lucifer tuvo la intención de destronar incluso al mismo Dios y asumir su puesto. Se ha intentado desde hace mucho tiempo analizar las motivaciones de este pecado narcisista. Es claro que se independizó de Dios en un amor a sí mismo desordenado. Prefirió su autonomía cerrada a la oblación a Dios. Su descaro llegó hasta el extremo de querer asemejarse a Dios, ser como Dios. Su soberbia le trajo la envidia respecto a los seres que serían el objeto de los favores divinos, en particular de los hombres. Así, ese orgullo y envidia degeneraron en el feroz apetito de usurpar la autoridad divina sobre la humanidad; desde entonces el Diablo se atribuiría el título de “príncipe de este mundo”. ¡Un relámpago extraordinario y siniestro debió recorrer todo el cosmos! Non Serviam; No serviré.[1]
San Ireneo nos dice que el Diablo es un ángel apóstata, es decir, un ángel caído. La apostasía del Diablo comenzó cuando él tuvo envidia de la creación del hombre y trató de hacer que se rebelaran contra su Creador los demás ángeles (Contra los Herejes IV – XXIV).
San Juan Crisóstomo dice: “No se le llama demonio por razón de su naturaleza, sino por su corrupción, ya que en un principio no fue demonio sino ángel” (Horus II, 1).
San Agustín, en su Ciudad de Dios, dice: “La lucha de las dos ciudades tuvo su origen en el cielo, cuando las primeras criaturas de Dios, los ángeles, se declararon fieles o infieles a su Señor”. Esta división angélica suscitó la guerra entre los ángeles, ya evocada en Daniel 10, 21 y luego en el Apocalipsis, donde “Miguel y sus ángeles” (12, 7) fueron vencedores por la fuerza de Dios. La criatura suprema que había querido ser dios, cayó de la gloria hasta el fondo del abismo.
Al respecto, algunos autores opinan siguiendo un texto del Apocalipsis, que fue una tercera parte de los ángeles los que se rebelaron (una tercera parte de las estrellas del firmamento). Lo que es cierto es que algunos ángeles se mantuvieron firmes en todo momento en la perfecta obediencia a Dios; otros dudaron; y el resto, antes de caer en la falta definitiva de rebeldía, tuvieron un estado intermedio. Es decir, de la creación a su rebeldía no pasaron instantáneamente. Primero tuvieron sucesivas comunicaciones de Dios que constituían la prueba que debían superar en obediencia y amor al que los había creado. En esas comunicaciones, a unos se les enfrió el amor a Dios, otros dudaron de la Sabiduría o Justicia Divina, y otros pecaron de envidia. Algunos pecaron de rebeldía antes que otros y de la rebeldía algunos pasaron al odio. Después del Castigo Divino todos pasarían al odio.
Lo que es claro es que el pecado de los ángeles es de una radical gravedad, fundándose en las apreciaciones severas que se encuentran en la Escritura: Dios interroga a los hombres después de su caída y los invita a la esperanza, en cambio con el demonio no dialoga, y además lo maldice (Gen 3, 12 – 15). Del mismo modo, reviste paternalmente de túnicas protectoras a la primera pareja pecadora, arrojada del Paraíso, pero maldice y degrada a la serpiente (Gen 3, 14). Cristo hace todo para ayudar a las ovejas perdidas, es decir, a los pecadores, pero aparece sin compromiso ni consideración alguna con el demonio en los exorcismos y condena sin apelación a estos, “reprobados al fuego eterno, preparados para el Diablo y sus ángeles” (Mt 21, 44).
Ahora bien, ¿los ángeles caídos podrán arrepentirse? La respuesta es no, pues su pecado es sin posibilidad de retorno, pues los ángeles no tienen la ambigüedad que caracteriza al hombre. Su pecado al ser puramente espiritual es completo, de una sola pieza y compromete definitivamente su destino eterno.
De la misma manera, ¿es posible, se preguntan algunos, que los demonios pudieran convertirse y que Dios los perdonara, es decir, que hubiera una reconciliación al final del mundo? Dicho en otras palabras, ¿puede Dios, siendo bueno, ser autor de un castigo o sufrimiento eterno para los ángeles? Las palabras de Jesús sobre el infierno son muy claras pues dice que es “donde el fuego no se extingue” (Mc 9, 48 y Mt 6, 19) y la enseñanza dogmática de la Iglesia apenas deja lugar para esta hipótesis. El misterio del amor infinito es tan amplio que envuelve el misterio de la libertad. Muy grave es el drama del amor rehusado, convertido en odio. Se convierte en asunto de vértigo cuando este rechazo se refiere al Amor Absoluto. Así que más que escandalizarse y golpearse el pecho ante esta aparente injusticia, debemos dar nuestro voto de confianza a la justa Misericordia de Dios.
Acorde a las citas anteriores cabe puntualizar y reafirmar que aunque haya sido tan grande la prevaricación de los demonios, es un error sostener lo que antiguos herejes afirmaron, en el sentido de que los demonios son por su propia naturaleza el principio del mal, salidos y engendrados del caos o las tinieblas. Este extravagante error consiste en poner dos principios, uno del bien y otro del mal y tuvo por exponentes a Manes y Prisciliano en los siglos III y IV. Pero no es así: ninguna naturaleza es de suyo mala; el mal no es sino la privación o ausencia del bien, de una perfección de vida. El mal consiste formalmente en una negación o deficiencia, y para explicar su existencia basta la limitación inherente a la criatura.

Efectos de la Rebeldía en los Demonios

¿En qué se degradó la naturaleza superior de los ángeles culpables? Los ángeles conservan su naturaleza espiritual y no se transforman en animales, como suelen en ocasiones manifestarse dentro del folklore mitológico. Siguen siendo “príncipes de este mundo”, aunque caídos. Todos los exorcistas saben muy bien y han constatado la superioridad de este adversario en el ejercicio de su ministerio.
El Padre Gabriel Isaac, exorcista de Lyon, reconoce en los siguientes términos la superioridad terrible del demonio: “Impresionante experiencia: las palabras del demonio a través del poseso traducen una curiosa mezcla de verdades lúcidas y de maldad total. Una especie de verdad perversa que hace daño y parece demasiado fría para ser verdadera, como si el demonio quisiera envenenar al exorcista hasta el fin” (Revista Panorama de fecha 1989 No. 12 citado por René Laurentin en El Demonio, ¿Símbolo o Realidad? Desclée De Brower. Bilbao 1998).
La Sagrada Escritura expresa simbólicamente la degradación del demonio mediante la imagen de la serpiente, mismo que está reducido siempre bajo el talón del hombre. No obstante, aún cuando haya habido esta degradación, los demonios siguen siendo sumamente inteligentes, astutos, más aún, mañosos, eficaces y asertivos en su combate a favor del mal.
Los teólogos suelen distinguir entre la degradación de la inteligencia y de la voluntad, que es mucho más grave. La inteligencia del demonio fue afectada por cuanto que su tendencia natural hacia Dios, fuente de toda luz, fue desviada. Empero, su inteligencia desequilibrada sigue siendo penetrante y capaz de grandes victorias; pensemos en los grandes estadistas perversos como Stalin o Hitler que fueron sin duda agentes peligrosos de Satanás. Por lo que respecta a la voluntad aún está más degradada. Para comprender este hecho, citaremos los que ha escrito Mangenot, parafraseando el pensamiento de Santo Tomás de Aquino:
“Los demonios en todos sus actos no buscan y no quieren más que el mal. Si, a veces, uno de sus actos parece bueno en sí, está siempre viciado por alguna circunstancia mala; cuando los demonios dicen la verdad, por ejemplo, es para engañar mejor. Cuando confesaban la divinidad de Cristo en la tierra, no era para tributarle gloria ni atraerle adoradores, sino para combatirlo mejor. Los demonios en efecto, según la doctrina de Santo Tomás, no pueden hacer actos si no es conformándose con el fin que se habían propuesto en su rebelión primera, ya que se han adherido a ella con todas las fuerzas de su ser hasta el punto que, desde entonces, no pueden querer ningún otro. Ahora bien, este fin es perverso en sí: es la guerra a Dios y, por consiguiente, a todo bien. Por lo tanto, todos sus actos, de una u otra manera, están dirigidos hacia el mal. Después de la caída, el pecado forma parte, en cierto modo, de la naturaleza de los demonios y ya no es separable de ella” (Dict de Theol. Cath. 4, 4003. Ídem p. 102).
En conclusión, perdieron los demonios la luz sobrenatural de la fe y perdieron el conocimiento sobrenatural que constituye la base fundamental de la sabiduría. Y es muy importante para nuestro estudio decir que mantuvieron la ciencia sobrenatural especulativa, cuyo órgano fueron las revelaciones que se les hicieron de los misterios de Dios, tanto antes de su caída como las que pudieran recibir después de ella por el ministerio de los ángeles buenos. Así, por ejemplo, revelaciones del Reino de Dios y de Su Iglesia, de la Encarnación del Verbo y de otros muchos misterios, no perdieron el conocimiento que les fue dado antes de su separación de los ángeles fieles, y este saber, junto con su gran poder, lo han utilizado totalmente para sus fines.
No obstante, el demonio no es el mal absoluto o la perversión en sí. En cuanto criatura de Dios y mantenerle en la existencia, más vale ser que no ser, pues ni los demonios así desean ser aniquilados. En este sentido, Dios permanece fiel a su proyecto creador, respetando la libertad que otorgó sin reserva a sus criaturas superiores, aún cuando éstas hayan escogido su rebeldía y su desdicha.

El Castigo de los Ángeles

Al margen de profundizar en el importantísimo tema del infierno, de momento diremos que las consecuencias del pecado de los ángeles fueron, esencialmente, el verse privados de todos los dones gratuitos que Dios les había otorgado; la exclusión de la eterna bienaventuranza; el oscurecimiento de su inteligencia y la obstinación de su voluntad en el mal, y finalmente, el lanzamiento al infierno con todos sus dolores y suplicios.
Los dones de los que fueron privados, tal y como ya se ha explicado, se refieren al orden sobrenatural (la gracia santificante, las virtudes y los dones del Espíritu Santo) en contraposición a los dones puramente naturales que son propios de la naturaleza angélica y que sí conservaron después de su pecado (Royo Marín, OP. Dios y su Obra. Cap. III Art. 8 No. 426).
El castigo de los demonios es pues eterno. Enseñó el Papa Virgilio en el año 543 lo siguiente: “Si alguno dice o piensa que el castigo de los demonios o de los hombres impíos es temporal y que en algún momento tendrá fin, o que se dará la reintegración de los demonios o de los hombres impíos, sea anatema” (DS 411. En este sentido, Santo Tomás afirma: “La Misericordia Divina libra del pecado a los que se arrepienten; pero a los que por estar adheridos irrevocablemente al mal, no son capaces de arrepentimiento, no los libra la Misericordia de Dios”.

El Infierno Eterno

Al estado horrible de una voluntad depravada junto con una oscuridad de la inteligencia, se liga irremediablemente el terrible sufrimiento y dolor para los demonios de tener que residir eternamente en el infierno. Desde luego, el dolor que sufren los espíritus diabólicos no es corporal pues no tienen cuerpo, su sufrimiento es espiritual.
Ahora bien, la pena de los demonios es análoga a la pena de los hombres que se destruyen en cuerpo y alma por el pecado: por las pasiones desordenadas de la carne o del espíritu, la droga, el sexo, la avaricia, la voluntad del poder, etc. El rechazo del amor, para el cual fueron creados los seres – ángeles u hombres –, su desvío hacia el egoísmo, hace de ellos un fuego terrible y devorador porque un fuego interior es el amor convertido y pervertido en odio. Es la desgracia evangélica del que “quiere guardar su vida, la perderá”, así como la felicidad del cielo es de “quien pierde su vida por Mí, la salvará” (Mt 8, 35). El egoísmo y el odio queman. El amor, colma. Todo esto es parte de la experiencia del infierno que es una realidad terrible, incomprensible, hoy negada y rechazada sistemáticamente por una gran mayoría de seres humanos; pero para los demonios es una realidad ya viva y actuante. Así, el lugar propio dispuesto por la Justicia y la Misericordia Divina para castigo de los demonios, y de las almas que se les unan por su culpa, es el infierno, el lugar material e ígneo, cuya ubicación en el universo no ha sido revelado por Dios, pero que presume se encuentra en el mismo centro de la tierra.
Es una manera de cárcel, formada por fuego real, no metafórico, en la que son atormentados los espíritus malignos y las almas pero no por ninguna cualidad sensible, pues son incapaces no estando unidas a sus cuerpos, sino por una ligazón definitiva y forzosa a ese elemento que produce en su voluntad una repulsión equivalente a una horrible tortura. Esa es la explicación que da Santo Tomás de Aquino del tormento del fuego con relación a los espíritus. A este lugar fueron destinados los ángeles rebeldes inmediatamente después de su pecado. Ahora bien, San Pablo dice en Efesios (6, 12), que debemos “revestirnos de la armadura de Dios, porque nuestra guerra no es contra la carne y la sangre sino contra los espíritus y potestades, contra los dominadores de este mundo de tinieblas, contra los espíritus del mal que moran en las alturas”, es decir, en el aire que nos rodea; por lo cual en otro lugar (Ef 2, 2) San Pablo llama a Satanás “príncipe de las potestades de este aire”. Esto no quiere decir que solamente una parte de los ángeles rebeldes hayan sido lanzados al infierno, sino que todos fueron lanzados a él, pero por una permisión divina, salen de ahí para morar en los aires y llevar adelante su labor de asechanza contra el hombre en sus diversas manifestaciones, como lo veremos un poco más adelante.
Ahora bien, esto produce una disminución en el tormento para los demonios. Bueno, accidentalmente sí pero no se aminora en su fuerza esencial, porque “dondequiera que estén fuera del infierno”, dice Santo Tomás de Aquino, “siempre tienen delante el fuego del infierno como preparado para su castigo”; y como esta visión, en su misma perspectiva los aflige, como se ha dicho, dondequiera que estén son atormentados por el fuego del infierno…. Y esto es lo que significa la frase: “(…) y el Diablo, dondequiera que esté, ya bajo el aire, ya bajo la tierra, lleva consigo los tormentos de sus llamas” (I D.XLIV, Q.III A.3).
También hay otros autores que opinan que los demonios más culpables estarían encerrados en el infierno, y los menos culpables podrían salir de él para ir a tentar a los hombres. Otros simplemente afirman que los demonios habitan “en el aire”. Desde luego, siempre bajo el supuesto de que los espíritus son extraños al espacio, porque no se les puede localizar si no es metafóricamente según su situación y su acción. Así es como se entiende el morar en los aires o en el infierno o en el abismo; estas dos últimas palabras son sinónimas pues infernus significa lugar inferior.

La Pena de Daño y la Pena de Sentido

La Escritura y la Teología distinguen “dos penas” del demonio: la de daño y la de sentido o de fuego.
La de daño es la mayor que puede haber para una criatura de Dios, pues Dios es la misma fuente del ser. La ruptura con Él, por tanto, es el mayor mal que puede sobrevenir. Toda vez que Dios es amor y el único bien. Este tipo de pena no se trata de un castigo impuesto, pues el demonio rechazó a Dios. Ya no tiene ningún deseo de Dios, el único deseo es combatirlo y arrastrar a otras criaturas atrayéndolas a su rebelión y a su blasfemia, por lo que la pena de daño no quita a los demonios ni su actividad natural, ni un cierto gozo en hacer el mal, gozo satánico, ese gozo hacia el cual arrastran a los pecadores con una embriaguez fascinante. Sin embargo, según experiencia de los exorcistas, los demonios no quieren reconocer el dolor de su condenación. Ironizan y se burlan de ello. Para ellos el infierno es cosa de risa.
Pero la realidad es que el infierno ni para los demonios ni para el hombre es cosa de risa, sobre todo ahora que desgraciadamente tampoco se predica de su existencia. Efectivamente, el relativismo que caracteriza nuestra época ha minimizado también la espantosa realidad ultraterrena del infierno. Hablar del infierno hoy en día suscita sonrisas irónicas o compasivas. La literatura y el cine, con una marcada frivolidad, han convertido al infierno en una caricatura. Un sitio iluminado con llamas que no queman y repleto de inofensivos diablillos y diablillas, seductoras por cierto. Vamos, un lugar agradable donde se la puede pasar uno bien o muy bien, donde están los amigos y los “cuates”, sin mayores dolores de cabeza.
Pero insistimos, la realidad, pésele a quien le pese, es radicalmente distinta. Y es claro que quien no quiera admitirlo ahora, que no tenga la menor duda de que el último día de su vida, el día de su muerte, ¡se va a llevar la gran sorpresa de toda su vida! Una sorpresa por cierto desagradable y sin remedio; sin solución alguna posible. Y esto en gran medida ha sido provocado o causado por una errónea teología que se ha venido desarrollando en los últimos 40 o 50 años, donde se nos ha presentado una vida cristiana pacifista, simplona, donde el amor a los hermanos es la cantaleta en la homilía de la mayoría de las misas dominicales, donde los sacerdotes evitan a toda costa asustar a los fieles con ideas de un Dios justiciero, y menos atormentador o castigador con llamas de fuego que casi nadie cree en su existencia.
Sin embargo, la fe católica dice totalmente lo contrario. Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento contienen reiteradas y concretas menciones. Del fuego del infierno se habla en Mt 25, 41; 3, 10; 5, 22; 7, 19; 13, 40 y 42; 18, 19; Ap 14, 10; 19, 20; 20, 15 y 10, 15; 21, 8, etc. Constantemente Jesucristo habla del fuego, del que “no se extingue y donde el gusano no muere” (Mc 9, 48), imágenes tomadas de una hoguera o basura donde pululan los gusanos y se prolonga la combustión lenta.
“Se ha encendido el fuego de mi ira y quemará hasta lo profundo del Seol” dice el Deuteronomio (32, 22). El Seol, según comentaristas de la Sagrada Escritura, es una palabra de origen incierto que indica un lugar de sombras en el fondo de la tierra, donde bajan todos los muertos, sin distinción, del que no pueden subir y en el que llevan una vida disminuida, olvidada y sin posibilidad de alabar a Dios. Poco a poco se ha ido considerando como el reino de la muerte. Al progresar la doctrina sobre la retribución y la resurrección, el Seol, traducido por Hades en la versión griega, va adquiriendo una mayor definición, ya hacen referencia a compartimentos que separan ahí a los justos de los impíos. Se identifica posteriormente como lugar de castigo por el fuego, con la gehenna.
Jesucristo, en la parábola de las ovejas y los cabritos, dice a éstos: “Apartaos de mi, malditos, al fuego eterno preparado para el Diablo y sus ángeles” (Mt 25, 41). Esta frase es terrible pues llegado el momento de perder a Dios para siempre, el condenado exclamará y se dará cuenta que ha perdido a su Creador, a su Redentor y a su Padre; que ha perdido a Dios y con Dios ha perdido a María, ha perdido la vista de los ángeles, ha perdido la conversación de los bienaventurados y el paraíso que era su patria; ha perdido todas las cosas, los méritos adquiridos, las virtudes infusas, el consuelo y la paz; ha perdido a Dios y con Dios ha perdido hasta la esperanza de tener jamás ningún bien. No hay en el mundo una situación en el pasado, en el presente o en el futuro tan terrible y tan desgraciada que el saberse condenado para siempre. No existe una desventurada situación que sea siquiera reflejo pálido de la realidad de la condenación.
Para comprenderlo mejor, entendamos que además de la privación de todos los bienes, el condenado tendrá que padecer toda especie de males. Ya lo dice el Señor: “Reuniré todos los males posibles para oprimir a mis enemigos” (Dt 32, 23). El fuego del infierno quema pero no consume; arde pero no ilumina; sus llamas no saltan alegremente sino que son silenciosas como la desesperación de los condenados que no tienen voz para clamar. No hay para ellos clemencia posible, ni esperanza ni atenuación. Sólo la conciencia de que su tormento no tendrá alivio ni fin. Es la más pavorosa de las eternidades. Tendríamos que detenernos un instante, olvidar el aturdimiento de la vida moderna, y pensar un poco en esto. Por eso dijo el Señor y advirtió que era preferible perder un miembro antes que todo el cuerpo sea arrojado a la gehenna (Mt 5, 29 – 30; Mc 9, 43 – 48). Se denominaba gehenna al Valle de Hinnon en las afueras de Jerusalén, donde ardía siempre un fuego al que se arrojaba la basura para incinerarla y donde antes se habían hecho sacrificios humanos a Moloch. Esta es la figura del infierno.
Habría que preguntarse por qué la Escritura llama al infierno lugar de tormentos y abismo de la Ira de Dios. La lógica nos indica que dentro del infierno la Divina Justicia se desahoga, se sacia, se satisface, triunfa y, por usar una frase de la Escritura misma, lava sus manos en la sangre de los pecadores, queriendo con ello significar que con las heridas que él mismo les hace, reconozcan que es el Señor ofendido y ultrajado, que venga sus agravios (Ez 7, 9).
Por eso nos preguntamos, ¿qué será de un ser en medio de todas las penas y todos los males? Dolores, olores, contracciones, convulsiones, fatigas, fiebres, úlceras, tormentos que sirvieron para ajusticiar a los malhechores, que inventaron tiranos para ensangrentar a los mártires, todo ello como instrumentos de dolor y sufrimiento eterno. Así, los ojos, los oídos, la lengua, y aún el sentido del olfato, dejarán de padecer pena alguna, con el insoportable hedor que exhalarán los corrompidos y agusanados cuerpos de los condenados, amontonados unos sobre otros y encerrados en una cárcel que no tiene respiración (Ap 14, 11; Mt 13, 50; Salmo 18, 15, Is 34, 3).
La idea del infierno ha inquietado a grandes pensadores y artistas. La descripción que hace Milton del imperio infernal es grandiosa, si bien no lo sitúa en el centro de la tierra sino en las tinieblas exteriores, donde está el caos, donde se edifica el pandemonium, capital del Hades. Por contraposición, Dante Alighieri, ubica el infierno en las profundidades de la tierra y hasta proporciona ciertas medidas, lo que permite a Galileo (Opere Letterarie p. 274, ob. cit. Los Demonios y las Brujas. J. L. Pagano. Ediciones Universidad Católica Argentina 1996) calcular la dimensión total del ámbito subterráneo y su situación geográfica. Así, el techo del infierno, con eje en Jerusalén, alcanzaría a Moscú y comprende los Balcanes, Medio Oriente, llega casi hasta la India y cubre el norte de África de este a oeste. Parecería que la maldad infernal ha hecho reiterada erupción en esta vasta zona, si nos detenemos a pensar en todas las guerras que ahí han nacido y se han desarrollado.
Del mismo modo, muchos de los problemas que afligen a la humanidad contemporánea se incuban, extraña coincidencia, sobre el techo del infierno, en cuyo epicentro fue crucificado el Dios que se hizo Hombre por Amor a los hombres. Sin remontarnos demasiado en el tiempo recordemos episodios recientes en que la ferocidad humana reivindicó la premisa de Hobbes, del Homo Homini Lupus. Y nos referimos a la guerra del Golfo, las luchas intestinas en la antigua Yugoslavia y en Chechenia, y los terribles enfrentamientos en Irak, Palestina y el Líbano.
Terminando con Dante, en la Divina Comedia, Satanás no habita un suntuoso palacio sino que se retuerce en el infierno, mientras que con sus tres bocas tritura a los máximos traidores: Judas, Bruto y Casio (Inferno. C. XLIV).
Existen numerosas visiones que han tenido algunos videntes, santos y místicos de nuestro tiempo, como en Fátima, donde el Cielo mostró el infierno terrible. En el caso de Lucía, la visión del infierno que la Virgen de Fátima le reveló en julio de 1917 es esta: “Abrió (la Virgen) las manos. Su luz penetró la tierra y vimos un mar de fuego, y sumergidos en ese fuego los demonios y las almas, como si fuesen brasas, transparentes y negras o bronceadas, con forma humana, que flotaban en aquel incendio, sostenidas por las llamas que salían del mismo con nubes de humo, cayendo en todas partes como caen las chispas en los incendios, sin peso ni equilibrio, entre gritos y gemidos de desesperación que horrorizaban y hacían temblar de dolor y espanto. Los demonios se distinguían por formas horribles y repugnantes de animales espantosos y desconocidos, pero transparentes, como carbones negros calentados al rojo vivo”.
Así pues, que nadie se engañe ya que claramente el Catecismo de la Iglesia Católica (1035) determina que las almas que mueren en pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, el fuego eterno, agregando que la pena principal consiste en la separación eterna de Dios, en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira. La enseñanza constante de la Iglesia Católica, nos guste o no nos guste, nos parezca bien o nos parezca mal, está clarísimamente definida en el Evangelio: “El Juez Universal entonces dirá a los de su izquierda: Apartaos de mi, malditos, al fuego eterno, preparado para el Diablo y sus ángeles (…) e irán a la condenación eterna” (Mt 25, 41 – 46).
Siguiendo la actual tentación diabólica de desmitificar el Evangelio, han intentado, en oposición al Magisterio Eclesiástico, desvirtuar los textos evangélicos negando la existencia del infierno o al menos su eternidad; pero como son demasiado contundentes las pruebas, se ha lanzado la idea de que nadie va al infierno, ya que este sería algo como un fantasma para asustarnos. A esto respondió el Vaticano II no aceptando una enmienda a Lumen Gentium 48, que rechazaba dicha hipótesis, porque ya está señalado en la cita de Juan 5, 29 que habrá quienes se condenarán. En Mateo 7, 13, en Lucas 13, 24 dice también Jesucristo que “muchos van por el camino y entran por la puerta de la perdición; y que muchos querrán entrar por la puerta de la vida y pocos lo conseguirán”.

La Desesperación

Una de las características principales del condenado, y terrible por cierto, es la desesperación. Una desesperación inconcebible en este mundo en el que siempre queda un resquicio de esperanza, solamente equiparable al del suicida, pero con la diferencia de que al condenado no le queda ni siquiera esa aparente salida. No puede escaparse de la vida eterna. A esto explícitamente aludía Nuestro Señor (Mc 9, 48) cuando se refería a la gehenna “donde el gusano no muere”. Ese gusano que roe el alma sin pausa y sin descanso, destruyendo sin aniquilar, es precisamente la desesperación. Por eso afirma Santo Tomás (Q. XL A 2) que arrepentirse del pecado tiene lugar de dos modos: per se y per accidens. Per se, se arrepiente el que abomina de cuanto es pecado; per accidens el que aborrece por razón de alguna circunstancia adjunta, como la pena u otra cosa semejante. Así pues, los malos no se arrepentirán, hablando con propiedad, de los pecados, porque la voluntad de la malicia del pecado persevera en ellos; pero sí se arrepentirán per accidens en cuanto son afligidos por la pena que sufren por el pecado. Es por eso que el condenado, en medio de su desesperación, odia a Dios porque odia el sufrimiento que se le inflige en razón de su conducta. La falta de justicia que entraña la condenación le impide ver la bondad de Dios y esa carencia, con el sufrimiento que trae aparejada, lo impulsa a un odio sin límite. Es precisamente ese odio el que lo mantiene, el que lo retiene prisionero y le impide pedir el perdón. Su arrepentimiento, por el mal que sufre, carece de humildad y de amor. En consecuencia lo hace eternamente sufrir y padecer sin fin.
El Libro de la Sabiduría (11, 16) dice que por donde uno peca por ahí será atormentado. Santo Tomas (Q LXVII A 7 – 4) recuerda que cada uno será atormentado por aquello mismo de que se sirvió para pecar, en cuanto a los principales instrumentos de pecado, aunque el hombre peca en el alma y en el cuerpo, por lo que en los dos será castigado. Por ejemplo, en la Divina Comedia, al describir los suplicios del infierno, Dante les adjudica carácter retributivo. Así los hipócritas son pisoteados por una muchedumbre que desfila con capas de plomo, doradas por fuera, y los sodomitas se consumen en su propio fuego interior, mientras que los violentos son sumergidos en un lago de sangre.

Eternidad de las Penas

Una realidad incuestionable es que las penas de sentido, por muy pequeño que sea su sufrimiento, si es eterno son terribles. Lo espantoso de la pena de sentido es que se da por toda la eternidad. No importa lo poco que haga sufrir el reato de culpa, lo horrible es que esa medida de sufrimiento, esa deformación del alma se sufrirá para siempre. Por tanto, la medida del sufrimiento viene dada en gran medida por la eternidad, más que por la pena en sí mismo considerada en un momento dado y en un momento concreto.
Mientras que para los ángeles – como hemos visto – su voluntad fue irrevocable de una vez para siempre según la elección que formuló al principio del tiempo; el hombre, a diferencia de los ángeles, sella su destino al momento de la muerte. A partir de allí ya no cabe retroceso. Hasta entonces lo acompaña la Misericordia Divina y el arrepentimiento del último instante puede rescatarlo. Es un misterio inexplicable esa obstinación en el mal, pero debe quedar claro que no es Dios quien condena, sino que cada uno firma su propia sentencia en el ejercicio de su libertad.
La eternidad del castigo ha suscitado numerosas opiniones. Son muchos los que sostienen que la infinita bondad de Dios no puede avenirse con un sufrimiento inacabable. Pretenden que la Misericordia Divina ha de alcanzar algún día no sólo a los condenados, sino también a Satanás y a todos los demonios. Esta postura que encontraría remoto origen en Clemente de Alejandría fue sostenida abiertamente por Tertuliano en el siglo II, quien imaginaba a Cristo derribando las puertas del infierno para poner en libertad a los condenados. De la misma opinión fue Orígenes, hijo de un mártir y ordenado sacerdote en Cesarea, quien apoyaba la teoría de la salvación de Satanás basando su creencia en la idea de que todas las cosas retornarían finalmente a Dios que las había creado. También San Jerónimo (331 – 420) se inclinó en un momento por la misma opinión de Orígenes, creyendo que la recapitulación de todas las cosas en Cristo, que tendría lugar según San Pablo en la Plenitud de los Tiempos (Efesios 1, 10), es decir, la apocatástasis, abarcaría también a Satanás que volvería a ser ángel de luz.
Sin embargo, Santo Tomás (Q XLIV A 3) manifestó que es enteramente irracional que los hombres se libren alguna vez del infierno. Así lo ratifica P. A. Hillaire (La Religión Demostrada. Buenos Aires. p. 78) diciendo que “la justicia de Dios requiere la eternidad del infierno como pena indicativa del mal. Es un principio admitido que debe existir proporción entre la culpa y la pena, entre el crimen y el castigo. Y en verdad la gravedad de la culpa se deduce de la dignidad de la persona ofendida. El pecado ofendido a una Majestad Infinita reviste, por lo mismo, una malicia infinita, haciéndolo merecedor de un castigo infinito. Pero como el hombre es limitado y finito en su ser, no puede ser susceptible de una pena infinita en intensidad; pero puede ser castigado con una pena infinita en duración, es decir, eterna”. Y para aclarar cualquier duda, agrega: “la existencia del infierno es un dogma de la razón y un artículo de fe”.
A lo largo de la historia ha resurgido periódicamente la tesis de la salvación de los condenados y de los demonios. Algunos opinan que no hay más infierno que la propia conciencia. Este es un tema recurrente por la comodidad que ello implica. Pero no sólo teólogos sino también poetas y escritores de todos los tiempos han incursionado en la materia de la eternidad de las penas del infierno. Por ejemplo Alfred de Vigny (Diario de un Poeta. p. 246) en su poema afirma que al final de la historia se derrumbará el infierno y que Satanás retornará al cielo llamado por la Infinita Bondad, para ocupar el sitial que había dejado vacante. También Víctor Hugo en “El Fin de Satanás” hace morir al demonio para que resucite el arcángel (ob. cit. Pagano ídem p. 84).
En época más reciente, Papini, uno de los más ruidosos propagandistas de la redención de Satanás en su famoso libro “El Diablo”, afirma, haciendo una sutil interpretación del texto evangélico “malditos, al fuego eterno”, que lo eterno es lo que no tiene principio ni fin, por lo que el infierno al ser algo creado, tuvo principio y en consecuencia tendrá fin. No obstante, esto es un sofisma de Papini, puesto que si bien es cierto que lo eterno no tuvo principio ni tendrá fin, no obstante, mucho de lo creado, que en algún momento tuvo principio no necesariamente ha de tener un fin, como es el caso del ángel y del hombre quienes, como todo el resto de la Creación, fueron sacados de la nada, y son mantenidos en la existencia por el poder de Dios hasta la eternidad.
Lo que es irrebatible, es que la Iglesia ha sentenciado en varias ocasiones la eternidad del infierno. El Papa Inocencio III (1198 – 1216) dejó sentado que la pena del pecado actual es el tormento del infierno eterno (DS 410). Por su parte, el IV Concilio de Letrán (DS 410) estableció que en el Juicio Final cada uno recibirá según sus obras, réprobos y elegidos, aquéllos con el Diablo castigo eterno, éstos con Cristo gloria sempiterna. El Concilio de Lyon de 1245 (DS 457) aseveró que si alguno muere en pecado mortal sin penitencia, sin género de duda es perpetuamente atormentado por los ardores del infierno. Clemente VI (1342 – 1352) insiste en que todos los que se han levantado contra la fe de la Iglesia y han muerto en su impenitencia final, se han condenado y bajado a los eternos suplicios del infierno (DS 570).

Discurso sobre el Infierno


Uno de los grandes discursos sobre el infierno lo pronunció Jerónimo Trento en el siglo XVIII, quien fue un gran predicador de la Compañía de Jesús. Sus sermones de Cuaresma se reeditaron muchas veces, y tiene un discurso sobre el infierno que revela un profundo conocimiento de la Sagrada Escritura. Sobre la eternidad de las penas del infierno dijo:
“Pero aún no os he hablado, oyentes míos, de la más terrible cualidad del fuego del infierno, y es que no consume ni destruye, como el fuego nuestro, sino que por el contrario diseca y conserva, como hace con las carnes la sal, según lo dice San Hilario y lo asegura San Marcos en su Evangelio (9, 48). Así que me podréis decir: ¿Cuánto ha de estar el condenado ardiendo en el fuego? ¿Quién puede concebirlo? ¿Mil años? Más. ¿Un millón? Más. ¿Un millón de siglos? Más. ¿Cien millones de siglos? Más. ¿Tantos siglos cuantas son las hojas de los árboles? Más. ¿Tantos cuantos son las arenas del mar? Más. ¿Tantos cuantos son las estrellas del cielo y cuantos son los átomos del aire? (¡Qué número tan incomprensible!) Más. ¿Tantos cuantos fueron las gotas de agua del Diluvio Universal? Más. ¿Cuánto tiempo pues, cuánto? Una eternidad, un siempre, no hay término, no hay fin; de suerte que por más que añadáis años a años, siglos a siglos, y por más que quitéis de estos, no añadís ni quitáis nada, porque siempre queda al condenado una eternidad que padecer, aún después de haber pasado mil años o mil siglos de pena. (…) Tanto aún les queda que padecer después de tantos años, cuanto les quedaba en el momento que fueron precipitados en los abismos, teniendo que padecer todavía por toda una eternidad, la cual por más años que pasen, no se disminuye ni se abrevia ni un solo momento. ¡Oh siempre! ¡Oh nunca! ¡Oh eternidad! ¿Nos tendrá cuenta exponeros un brevísimo placer al riesgo de padecer un tan dilatado castigo?”
“Conocerán los miserables que no hay ninguna esperanza, no solamente de que se acabe su padecer, pero ni aún de que se suavicen y sean más llevadoras sus penas. Es atrocísimo este fuego, tirano, y será siempre igualmente atroz; son fieros estos verdugos, y serán siempre igualmente fieros; son cruelísimas mis penas, y serán siempre dolorosas y crueles” (Jeremías 44, 27). (Editorial Tradición. México 1974. Páginas 56 y 57).

¿Son Muchos o Pocos los que se Salvan?

Hans Von Baltasar dijo que creía que existía el infierno, pero que quizá no había nadie en el infierno (apud. P. Fortea. Demoniacum. Belacqua. Barcelona. 2002). No parece que este pensamiento sea de lo más acertado, pues aunque la Iglesia no se ha pronunciado sobre ningún hombre que esté en el infierno, sí sabemos que hay demonios en el infierno y que hay personas en el infierno.
Santa Teresa de Jesús tuvo varias visiones intelectuales sobre el infierno y cómo caían en él las almas en tal cantidad que se equiparaba al número de copos de nieve en una noche de invierno.
Pero la mejor respuesta nos la da el mismo Jesucristo en la Escritura. En él se nos habla de dos caminos, de los cuales uno es estrecho, áspero, por el que caminan muy pocos, y el otro es ancho, espacioso, sembrado de flores, y que es como el camino público de todos los hombres. Asimismo, Jesús al ser interrogado sobre el número de los condenados, dice claramente que muchos, al final, querrán entrar y no podrán. No dice que quizá haya quien querrá entrar y no podrá, sino que lo afirma en forma absoluta (cfr Mt 7, 13; Lc 13, 24). En este sentido, recordemos numerosos pasajes del Evangelio que refieren a la selección que siempre hace el Señor, como por ejemplo cuando en Israel había muchas viudas afligidas de hambre y que solamente la de Sarepta mereció ser socorrida por el Profeta Elías; o que en tiempo del profeta Eliseo había muchos leprosos en Israel y no obstante solamente curó Dios a Naamán. Recordemos que la familia de Noé fue la única en la tierra que se salvó del universal Diluvio; sólo Abraham fue separado del resto de los hombres y constituido depositario de la Alianza; entre 600,000 hebreos Josué y Caleb fueron los únicos que entraron en la Tierra Prometida; en la tierra de Hus no había otro justo más que Job, en Sodoma, Lot, y en Babilonia, los 3 niños hebreos.
Ante estas realidades entresacadas de la Sagrada Escritura, es claro que muchos son los llamados y pocos los escogidos, y que alcanzar la salvación exige violencia, negación a sí mismo, y una decidida voluntad férrea de trabajar por nuestra salvación con seriedad y disciplina, como la cosa más importante de nuestra vida, tal y como dice Pablo: “Trabajad con temblor y temor por vuestra salvación” (Fil, 2,12)
Así pues, Jesucristo deja en claro que ancha es la puerta que lleva a la perdición y que muchos la encuentran, y qué estrecha la puerta que lleva a la salvación y qué pocos la hallan. Y es así, porque en este proceso sólo pueden considerarse dos géneros de personas. Aquellos que han tenido la fortuna de conservar una vida de inocencia, o los que después de haberla perdido la han recobrado con una intensa vida de penitencia. Por tanto, no hay más que dos caminos para salvarse: el Cielo está abierto o para los hombres inocentes y de gran santidad o para los pecadores y de gran penitencia. No hay otro camino, o se anda por el estrecho sendero de la vida inocente y pura, o asumimos una vida penitente que es una gracia mucho más difícil por la relajación de costumbres en la que se vive hoy en día en el mundo.
Así que sólo nos resta para la inmensa mayoría de los hombres alcanzar el Cielo por la segunda vía, es decir, por la vía de la penitencia. Es así, y más hoy en día, pues como dice el profeta, la tierra está llena de corrupción, pues se han violado las leyes, quebrantado los preceptos y roto las alianzas que debían durar eternamente; pues se practica la iniquidad y apenas se haya uno que otro que obre el bien; se practica la injusticia, la calumnia, la mentira, la perfidia, y los más infames delitos que inundan la tierra (Oseas 4, 2). Este es el mundo de hoy, un egoísmo galopante que alcanza todos los niveles, donde el hermano pone asechanzas a su hermano, el padre abandona a sus hijos, el esposo a su esposa y la esposa a su esposo; donde ya no hay lazos de unión sino violencia, traición y murmuración. Donde los odios se acumulan, las reconciliaciones escasean y no existe más el amor auténtico al prójimo por amor a Dios. Donde los hombres se destruyen y se aniquilan unos a otros; donde la reunión de los hombres en cualquier circunstancia se ha convertido en ocasión de pecado y de ofensa grande a Dios; donde la virtud está prácticamente ausente en la mayoría de los hombres. Donde el fraude, el abuso y la injusticia están presentes entre los pueblos y las sociedades; donde las diversiones públicas son escuelas de inmoralidad, perversión, pornografía y las más depravadas costumbres. Donde la guerra se ha convertido en institución permanente, terrorismo, muerte, hambruna, abortos, etc. Donde el siglo XX y XXI son ejemplos de verdadero horror que han excedido en demasía a la Nínive pecadora. Donde los gobiernos son prácticamente todos corruptos. Y la Iglesia ya no es más ejemplo de santidad y justicia, sino institución divino-humana atacada en su centro por el mismo Demonio que ha oscurecido la fe, matado la esperanza y enfriado la caridad. Donde ya no se predica el amor de Dios ni la necesidad de hacer oración, ni de mortificar los sentidos, ni de acudir a la gracia divina ni a la búsqueda de la santidad. Donde los ricos se olvidan del autor de su prosperidad y los grandes se consideran suficientes a sí mismos y claman que no necesitan de Dios. Todo se ha convertido en placer, comodidad, poder, tener, acumular riqueza, y que ha llevado al hombre verdaderamente a recorrer en su vida el ancho sendero que lleva a la condenación eterna. Esta es la realidad que hay en el mundo completo.
Como vemos, el camino para la salvación está hoy en día muy cerrado para la mayoría de los hombres, pues se han descaminado de la Verdad que conduce a la Salvación. Por todo esto, no queda más que hacer penitencia. Pero la pregunta es ¿dónde están los penitentes, quién hace penitencia hoy en día? ¿Qué cosa es ser un penitente? “Un penitente, decía en otro tiempo Tertuliano, es un fiel que en todos los instantes de su vida tiene presente la desgracia en que incurrió de perder y olvidarse en otro tiempo de su Dios; que tiene continuamente a la vista su pecado; que en todas partes haya imágenes tristes que se lo representan: un penitente es un hombre encargado de los intereses de la Justicia de Dios contra sí mismo; que se priva de los más inocentes placeres, porque se permitió en otro tiempo los pecaminosos; que goza de los necesarios con pena; que mira a su cuerpo como a un enemigo a quien tiene necesidad de debilitar; como a un rebelde a quien necesita castigar (…) Un penitente no ve en la pérdida de sus bienes o su salud más que la privación de unos favores de que ha abusado; en los contratiempos que le suceden, la pena de su culpa; en los dolores que le atormentan, el principio de los castigos que ha merecido; y en las calamidades públicas que afligen a su prójimo, contempla que acaso son castigo de sus delitos particulares. Esto es un penitente” (Juan Bautista Massillon. El Corto Número de los Elegidos. Ed. Tradición. México 1974 p. 14).
Finalmente, es claro que para poder salvarse es necesario vivir conforme a la Ley de Dios. Por eso, se salvarán aquellos “que viven en el mundo, pero no viven como el mundo. ¿Quién podrá salvarse? Aquella mujer cristiana que encerrada en el recinto de sus obligaciones domésticas, cría a sus hijos en la fe y en la piedad; que deja al Señor el cuidado de su suerte; que no divide su corazón sino entre Jesucristo y su esposo; que no se sienta en los congresos de la vanidad y no tiene por ley las locas costumbres del mundo, sino que las corrige con la Ley de Dios, y da estimación a la virtud por su clase y con su ejemplo. Se salvará el fiel que en la relajación de estos últimos tiempos procura imitar las primeras costumbres de los cristianos; que no ha recibido su alma en vano, sino que aún en medio de los peligros del mundo, se aplica continuamente a purificarla; el justo que no jura fraudulentamente a su prójimo, ni debe el aumento inocente de su fortuna a unos medios dudosos; el generoso, que llena de beneficios al enemigo que ha querido perderle; el sincero, que no sacrifica la verdad a un vil interés; el caritativo, que de su casa y poder hace asilo para su prójimo; de su persona, consuelo para los afligidos; y de sus riquezas, alivio para los pobres; el que es sufrido en los trabajos, cristiano en las injurias y penitente aún en la prosperidad” (ídem p. 37).
Nos hemos extendido en este tema por cuanto a su importancia trascendental para el destino de las almas, y al mismo tiempo, por la casi nula referencia que se hace de él en la moderna teología católica. En las homilías dominicales prácticamente no se habla de esta realidad eterna. Y dice un dicho, “más te vale llegar al infierno en vida que llegar a él después de muerto”. Y esto se alcanza meditando de cuando en cuando en esta verdad a la que Jesucristo hizo referencia más de treinta ocasiones en los Evangelios. En cualquier caso, a lo largo de la historia, ya sea en sermones o en escritos espirituales, unos han llenado el infierno y otros lo han vaciado por completo, pero ni unos ni otros han agregado un alma al infierno ni han hecho salir de él a ninguna. Lo único cierto es que la Justicia Infinita es la que juzga, y Él dará a cada uno según sus obras.

Extracto del Capítulo V del libro Las Profundidades de Satanás
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[1] Algunos Padres y Doctores de la Iglesia como Tertuliano, San Basilio, seguidos de Suárez y muchos otros teólogos, creen que la causa de la rebelión de Lucifer fue la revelación de la Encarnación del Verbo manifestada a los ángeles. Lucifer se negaría de servir a Dios hecho Hombre y tendría envidia de aquella unión hipostática, el Hombre con el Verbo.