Por Bruno y Pacomio
Esta mañana se me ocurrió mirar en Internet el acto de contrición que aprendí de pequeño y que tantas veces he repetido desde entonces: “Señor mío Jesucristo, Dios y hombre verdadero…”. Las primeras oraciones que se aprenden son las que quedan grabadas más firmemente en nuestra memoria y con más profundidad marcan nuestra vida.
Pensé que probablemente habrían cambiado el Vos por el tú, como tienden ahora hacer con todas las oraciones, con la peregrina idea de que dirigirse a Dios como si fuera el vecino de al lado hará que nos sea más fácil conversar con Él. Hasta donde puedo ver, el resultado ha sido que la gente ha terminado por preferir conversar con el vecino de al lado (preferiblemente por WhatsApp) y ha dejado de rezar, pero eso no parece desanimar a los promotores de la desacralización de la oración, que prosiguen sin desaliento su cruzada mundanizadora.
Quizá, pensé, también hayan cambiado esa expresión peculiar que intrigaba tanto a los niños (al menos a los que pensaban un poco lo que decían): “Señor mío Jesucristo… Creador, Padre y Redentor mío”. ¿Por qué se dirige la oración a Cristo y le llama Padre y Creador? Por supuesto, la oración no está diciendo que Cristo sea la Primera Persona de la Santísima Trinidad, sino que utiliza “padre” como término de honor y cariño. ¿Pero será también un vestigio del impresionante capítulo 1 de la Carta a los Hebreos, que presenta a Cristo como imagen de la sustancia de Dios, como Aquel que en el principio fundó la tierra y de cuyas manos es obra el cielo? ¿Estaría pensando el autor de la oración en aquellas sobrecogedoras palabras de Cristo: quien me ve, ha visto al Padre? No importa, porque hay un tipo de eclesiástico moderno que considera que tiene la sagrada misión de destruir todo aquello que no entiende, aunque sea un legado de épocas más católicas y menos prosaicas que la suya.
Al leer la oración en Internet en unos cuantos sitios, comprobé que, en efecto, muchas versiones habían abandonado el “Vos". La referencia a Cristo como “Creador, Padre y Redentor” solo había desaparecido en algunas o quizá esas versiones estaban tan cambiadas que ni siquiera las encontré. Lo que no se me ocurrió, ingenuo de mí, es que habría desaparecido en multitud de ocasiones la mención de las penas del infierno: “Por ser Vos quien sois, bondad infinita, y porque os amo sobre todas las cosas, me pesa de todo corazón haberos ofendido. También me pesa porque podéis castigarme con las penas del infierno “. En efecto, muchas de las versiones que encontré omitían simplemente esa segunda parte.
Aunque ya conozco la alergia que despierta la mención del infierno en nuestra época, tan misericordiosa, confieso que me sorprendió esta omisión. Y me sorprendió precisamente por su falta de misericordia.
La oración antigua, precisamente por transmitir la sabiduría que procede del cielo, era consciente de la debilidad humana. No vivía en el mundo irreal de lo políticamente correcto o del optimismo ilusorio de la rectitud natural humana, sino que se dirigía a los hombres como son: caídos, débiles e imperfectos. A esos hombres caídos les proponía el dolor de contrición por los pecados, basado en el amor perfecto a Dios, que, como un fuego purificador, conlleva necesariamente el rechazo del pecado. Pero también les ofrecía la via infirmorum [el camino de los enfermos], la posibilidad de su Santo Temor abierto a los que no poseían aún ese amor perfecto, de arrepentirse de sus pecados con dolor de atrición, es decir, por consideración de los terribles efectos de esos pecados: el daño a sí mismos y a otros, la muerte y el infierno.
No es esta doble posibilidad una invención peculiar de esta oración tradicional, sino parte de la doctrina de la Iglesia, que transmite con ello lo que el mismo Cristo enseñó, tanto al hablar del amor de Dios como en sus duras menciones del juicio y del infierno.
«Yo quiero mostraros a quién habéis de temer: Temed al que, después de quitar la vida, puede arrojar al infierno. A éste es, os repito, a quien habéis de temer.» San Lucas Cap. 12, versículo 5.
Lo cierto es que no todos los cristianos son santos. Muchos, entre ellos el que suscribe estas líneas, somos hábiles para el mal y torpes para el bien, testarudos, inconstantes, tibios, inconscientes y empeñados en servir a dos señores. Como el hijo pródigo, necesitamos sentir el hambre en el estómago y las náuseas que produce el hedor de los cerdos para decidirnos a volver a la casa del Padre. Necesitamos la atrición que misericordiosamente suscita el Espíritu Santo. ¿Quién no se alegraría al ver que hombres llenos de debilidad y conscientes de esa debilidad acuden humildemente a Cristo, aunque sea de forma vacilante, para ser transformados por Él?
En cambio, según parece, para muchos lo eclesialmente correcto es pensar que la Iglesia es un club de santos, rebosantes de amor a Dios, con meras “equivocaciones” que no son más que ligeras imperfecciones, solucionables con un poco de buena voluntad. Quizá por eso se nos asegura que los adúlteros no tienen que enmendarse para comulgar. Quizá por eso se tiene horror a hablar del pecado mortal, más que para explicarnos que, en realidad, siempre hay atenuantes que lo conviertan en un irrelevante pecadillo venial. Quizá por eso, en suma, se ha olvidado el dolor de atrición, porque, a fin de cuentas, el pecado no es tan malo, ni tan feo, ni tan rechazable y el infierno… bueno, del infierno mejor no hablar.
Ya sabemos, por supuesto, que nuestra época, por ser ella quien es, tiende a ser más misericordiosa que Jesucristo y, por lo tanto, se niega a hablar del antimisericordioso infierno (excepto para decir que está "vacío"). Con ello, sin embargo, no hemos hecho más fácil la conversión, sino más difícil, abandonando por completo una de las dos vías para llegar al arrepentimiento y precisamente la reservada a los débiles, imperfectos y pecadores. Todo en nombre de una mal entendida misericordia y de una moral laxa falsamente indulgente.