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lunes, 7 de marzo de 2022

POR VOLUNTAD DEL MUNDO POSMODERNO: ADIOS A LAS PENAS DEL INFIERNO

 Por Bruno y Pacomio

Esta mañana se me ocurrió mirar en Internet el acto de contrición que aprendí de pequeño y que tantas veces he repetido desde entonces: “Señor mío Jesucristo, Dios y hombre verdadero…”. Las primeras oraciones que se aprenden son las que quedan grabadas más firmemente en nuestra memoria y con más profundidad marcan nuestra vida.

Pensé que probablemente habrían cambiado el Vos por el tú, como tienden ahora hacer con todas las oraciones, con la peregrina idea de que dirigirse a Dios como si fuera el vecino de al lado hará que nos sea más fácil conversar con Él. Hasta donde puedo ver, el resultado ha sido que la gente ha terminado por preferir conversar con el vecino de al lado (preferiblemente por WhatsApp) y ha dejado de rezar, pero eso no parece desanimar a los promotores de la desacralización de la oración, que prosiguen sin desaliento su cruzada mundanizadora.

Quizá, pensé, también hayan cambiado esa expresión peculiar que intrigaba tanto a los niños (al menos a los que pensaban un poco lo que decían): “Señor mío Jesucristo… Creador, Padre y Redentor mío”. ¿Por qué se dirige la oración a Cristo y le llama Padre y Creador? Por supuesto, la oración no está diciendo que Cristo sea la Primera Persona de la Santísima Trinidad, sino que utiliza “padre” como término de honor y cariño. ¿Pero será también un vestigio del impresionante capítulo 1 de la Carta a los Hebreos, que presenta a Cristo como imagen de la sustancia de Dios, como Aquel que en el principio fundó la tierra y de cuyas manos es obra el cielo? ¿Estaría pensando el autor de la oración en aquellas sobrecogedoras palabras de Cristo: quien me ve, ha visto al Padre? No importa, porque hay un tipo de eclesiástico moderno que considera que tiene la sagrada misión de destruir todo aquello que no entiende, aunque sea un legado de épocas más católicas y menos prosaicas que la suya.

Al leer la oración en Internet en unos cuantos sitios, comprobé que, en efecto, muchas versiones habían abandonado el “Vos". La referencia a Cristo como “Creador, Padre y Redentor” solo había desaparecido en algunas o quizá esas versiones estaban tan cambiadas que ni siquiera las encontré. Lo que no se me ocurrió, ingenuo de mí, es que habría  desaparecido en multitud de ocasiones la mención de las penas del infierno: “Por ser Vos quien sois, bondad infinita, y porque os amo sobre todas las cosas, me pesa de todo corazón haberos ofendido. También me pesa porque podéis castigarme con las penas del infierno “. En efecto, muchas de las versiones que encontré omitían simplemente esa segunda parte.

Aunque ya conozco la alergia que despierta la mención del infierno en nuestra época, tan misericordiosa, confieso que me sorprendió esta omisión. Y me sorprendió precisamente por su falta de misericordia.

La oración antigua, precisamente por transmitir la sabiduría que procede del cielo, era consciente de la debilidad humana. No vivía en el mundo irreal de lo políticamente correcto o del optimismo ilusorio de la rectitud natural humana, sino que se dirigía a los hombres como son: caídos, débiles e imperfectos. A esos hombres caídos les proponía el dolor de contrición por los pecados, basado en el amor perfecto a Dios, que, como un fuego purificador, conlleva necesariamente el rechazo del pecado. Pero también les ofrecía la via infirmorum [el camino de los enfermos], la posibilidad de su Santo Temor abierto a los que no poseían aún ese amor perfecto, de arrepentirse de sus pecados con dolor de atrición, es decir, por consideración de los terribles efectos de esos pecados: el daño a sí mismos y a otros, la muerte y el infierno.

No es esta doble posibilidad una invención peculiar de esta oración tradicional, sino parte de la doctrina de la Iglesia, que transmite con ello lo que el mismo Cristo enseñó, tanto al hablar del amor de Dios como en sus duras menciones del juicio y del infierno.

«Yo quiero mostraros a quién habéis de temer: Temed al que, después de quitar la vida, puede arrojar al infierno. A éste es, os repito, a quien habéis de temer.» San Lucas Cap. 12, versículo 5.


Foto real de San Juan Bosco confesando a sus alumnos

Lo cierto es que no todos los cristianos son santos. Muchos, entre ellos el que suscribe estas líneas, somos hábiles para el mal y torpes para el bien, testarudos, inconstantes, tibios, inconscientes y empeñados en servir a dos señores. Como el hijo pródigo, necesitamos sentir el hambre en el estómago y las náuseas que produce el hedor de los cerdos para decidirnos a volver a la casa del Padre. Necesitamos la atrición que misericordiosamente suscita el Espíritu Santo. ¿Quién no se alegraría al ver que hombres llenos de debilidad y conscientes de esa debilidad acuden humildemente a Cristo, aunque sea de forma vacilante, para ser transformados por Él?

En cambio, según parece, para muchos lo eclesialmente correcto es pensar que la Iglesia es un club de santos, rebosantes de amor a Dios, con meras “equivocaciones” que no son más que ligeras imperfecciones, solucionables con un poco de buena voluntad. Quizá por eso se nos asegura que los adúlteros no tienen que enmendarse para comulgar. Quizá por eso se tiene horror a hablar del pecado mortal, más que para explicarnos que, en realidad, siempre hay atenuantes que lo conviertan en un irrelevante pecadillo venial. Quizá por eso, en suma, se ha olvidado el dolor de atrición, porque, a fin de cuentas, el pecado no es tan malo, ni tan feo, ni tan rechazable y el infierno… bueno, del infierno mejor no hablar.

Ya sabemos, por supuesto, que nuestra época, por ser ella quien es, tiende a ser más misericordiosa que Jesucristo y, por lo tanto, se niega a hablar del antimisericordioso infierno (excepto para decir que está "vacío"). Con ello, sin embargo, no hemos hecho más fácil la conversión, sino más difícil, abandonando por completo una de las dos vías para llegar al arrepentimiento y precisamente la reservada a los débiles, imperfectos y pecadores. Todo en nombre de una mal entendida misericordia y de una moral laxa falsamente indulgente.


Acto de Contrición

¡Señor mío, Jesucristo! Dios y Hombre verdadero,
Creador, Padre y Redentor mío; por ser Vos quien sois, Bondad infinita, y porque os amo sobre todas las cosas, me pesa de todo corazón de haberos ofendido; también me pesa porque podéis castigarme con las penas del infierno. Ayudado de vuestra divina gracia propongo firmemente nunca más pecar, confesarme y cumplir la penitencia que me fuere impuesta.
R/. Amén.


sábado, 24 de noviembre de 2012

Señales de amistad para con un enemigo

Casos de conciencia tomados de The Casuist
(Joseph F. Wagner Publishers, NY, 1906)


Juan Smith, un católico adinerado y prominente, se acusa en confesión de llevarse mal con uno de sus hijos. Parece que uno de los hijos del Sr. Smith, un joven de hábitos inestables, se casó, hace más de un año, con una actriz de vodevil no católica y, según varios testimonios, es joven de antecedentes y tendencias caprichosos. Como el Sr. Smith y toda su familia estuvieron muy opuestos a este matrimonio, e hicieron todo lo posible por detenerlo, sin éxito, se sienten muy lastimados por el hecho y rehúsan tener nada que ver con el joven y su esposa. El Sr. Smith ha dejado al joven fuera de su testamento, le ha prohibido la entrada a su casa, recientemente le negó presentarse a sus bodas de oro, aun cuando todos los otros parientes estuvieron presentes; rehúsa reconocer al joven ya sea en público o en privado, regresar sus saludos o permitir cualquier intento de avance hacia la reconciliación, sea de parte del joven mismo, sea de sus amigos. ¿Es justificable la conducta del Sr. Smith ante Dios o es pecaminosa?

[Algunas veces pasa, aun en círculos tradicionalistas, que surgen graves desacuerdos entre amigos y conocidos, y algunas veces incluso entre padres y sus hijos adultos. El siguiente caso moral ofrece algo de orientación práctica en el manejo de casos de esta naturaleza, y contiene una exhortación a una solución virtuosa de la dificultad. — Editor.]

Principios: Este caso cae bajo el encabezamiento: “de amore inimicorum.” La ley de la caridad nos impone una doble obligación en relación con nuestro enemigo. Primero, no debemos desearle mal; segundo, debemos desearle bien.

Primero: No debemos desearle a nuestro enemigo mal; esto es, no debemos devolver mal por mal, ni abrigar un espíritu de venganza. Debemos perdonar la ofensa personal cuando se pida, y no siempre inmediatamente. En algunas ocasiones puede haber causa justa para postergar el perdón a fin de manifestar el dolor sufrido por causa de la ofensa. Pero en otras ocasiones, estaremos obligados a realizar el primer avance hacia la reconciliación, para impedir el escándalo o para salvar a nuestro enemigo del pecado, si lo podemos hacer sin crearnos muchos problemas.

Segundo: Debemos desearle el bien a nuestro enemigo; esto es, debemos incluirlo en nuestras oraciones. Debemos socorrerlo en sus necesidades, como lo haría cualquier otro. Y si procedemos indiscriminadamente con caridad para con un gran número de personas, no debemos excluir a nuestro enemigo, pues esto sería una señal de venganza; y si nos unen lazos de sangre, etc., estamos obligados a mostrar a nuestro enemigo esa buena voluntad que mostramos a otros con quienes no existen los mismos vínculos. Pero las marcas especiales de amistad que no debemos a nadie en particular, ya por razón de su condición personal o por las costumbres del país, no estamos obligados a mostrar a nuestro enemigo.

Aquí debemos señalar que una cosa es abrigar un espíritu de venganza, y otra muy distinta desear la reparación de derechos ultrajados. Es perfectamente legítimo desear la restauración de nuestro buen nombre, o la restitución de nuestra propiedad robada, y buscar la acción de la ley para obtenerlo; sí, incluso buscar el proceso criminal contra el ofensor para castigarlo. Si esto se hace por amor a la justicia, armoniza con la ley de la caridad. Si se hace con espíritu de venganza, es, por supuesto, pecaminoso. Una vez hecha la satisfacción, debemos perdonar la ofensa personal. Pero hasta que no se haga, esto no se nos pide.

En cuanto a lo de saludar a los que nos han ofendido gravemente, la doctrina de san Ligorio, Tamburini, Mazotta y otros puede resumirse así: No estamos obligados a saludar a los que nos han ofendido injustamente, a menos que ellos realicen los primeros avances, a menos que se trate de un superior, o a menos que el no saludar a nuestro enemigo por mucho tiempo pueda interpretarse como señal de odio. Mas, si nuestro enemigo nos saluda primero, estamos obligados a responder su saludo; puede que en una u otra ocasión estemos justificados en rehusar reconocer su saludo para mostrar que nuestros sentimientos han sido heridos. En pocas palabras, la omisión de los saludos ordinarios y las marcas de buena voluntad que pasan entre los hombres deben tomarse, a veces debido a las circunstancias, no como señal de odio o venganza, sino solo como señal de pena comprensible. Si, por tanto, debido a las circunstancias, la negación por un tiempo de los saludos ordinarios ha de interpretarse como la manifestación de sentimientos heridos, y si de hecho la negación procede no del espíritu de odio o la mala voluntad, tal negación no es pecaminosa. Si, no obstante, dadas las circunstancias, la negación de las señales habituales de buena voluntad han de interpretarse como señal de odio o venganza, entonces tal negación es pecaminosa, aun cuando no surga de sentimientos de odio o venganza.

Aplicación de los principios: El hijo del Sr. Smith se convirtió en su enemigo. Dio a su padre causa justa para sentirse herido y ultrajado. Causó a su padre y a su familia un mal grave. Aunque es enemigo, no debemos olvidar los vínculos especiales de sangre que los unen. ¿Estuvo justificada la conducta del Sr. Smith en cada instancia? Debemos abordar cada una por separado.
Primero, el Sr. Smith quita a su hijo de su testamento. ¿Es este acto “contrario a la justicia” o solo “contra la caridad,” o está totalmente libre de culpa? El que los padres quiten a sus hijos de sus testamentos no parece ser contrario a la virtud de la justicia estricta. Algunos piensan que sí; otros, que no. El P. Genicot piensa que no. El P. Lehmkuhl piensa que sí. Genicot dice: “No pienso que un padre pecaría gravemente si, sin causa justa, favorece a un hijo sobre otro, a diferencia de la opinión que sostiene Lehmkuhl” (I. n. 677). “Si alguien, por odio, deja a sus hijos solo la parte fijada por la ley, o ignora por entero a los parientes cercanos no indigentes, ese estaría obligado seriamente a deshacerse de su odio; mas solo puede exhortársele a ser más generoso, pues aquí ejerce él su derecho” (Ibid.).

Lehmkuhl piensa que donde no hay causa justa ni clara, los padres pecan contra la justicia al preferir a un hijo sobre otro (I. n. 1155).

De Lugo piensa que esto no va contra la justicia: “Por ello, en el caso de un hombre moribundo que no está dispuesto a dejar nada a sus parientes cercanos o nada en exceso a lo prescrito por la ley a sus hijos, el confesor debería forzarlo a renunciar a este odio, si es que está motivado por el odio o la venganza, y también exhortarlo a preocuparse por estas personas. No obstante, el confesor no ha de rehusarle la absolución al hombre indispuesto a ayudar a sus parientes si las necesidades de estos no son de tal grado que lo obligaran a ayudar a aquellos con quienes ha estado relacionado íntimamente por mucho tiempo” (disp. 24, n. 175).

La acción del Sr. Smith, por tanto, de dejar fuera a su hijo, no va manifiestamente contra la justicia. ¿Es contra la caridad? Si está motivado por el odio o la venganza, sí lo es, y gravemente. Si no está motivado por el odio, sino por el miedo de que el hijo pueda abusar de su herencia, no lo es. Las leyes de este país dan libertad al padre en legar sus bienes a sus hijos. En este caso, las pruebas favorecen al padre. El historial del hijo promete un futuro pobre. Es muy probable que el hijo quede desheredado. El acto del padre, por consiguiente, difícilmente puede interpretarse como que evidentemente va contra la caridad. Con todo, sería más sensato si el padre hiciera algunas previsiones para su hijo, como una asignación anual que no pudiera ser abusada. Con respecto a la prohibición de entrada del hijo a su casa, debemos distinguir. Si el joven se ha reformado o está tratando de reformarse, el Sr. Smith puede prohibirle su casa por un tiempo, para expresar sus sentimientos de indignación. Mas un años es, sin duda, un límite seguro. El joven tiene una casa propia ahora, y ya no tiene el mismo derecho a la casa de su padre. Sin embargo, seguir rehusándole admisión sabe a odio y venganza, y el padre debe desistir so pena de negársele la absolución.

Mientras el hijo rehuse reformarse, el padre no está obligado a recibirlo.

Que el Sr. Smith rehusara invitar al hijo a sus bodas de oro puede que haya sido simplemente una medida de prudencia. La presencia del hijo muy probablemente hubiera causado problemas, recriminaciones y, tal vez, un escándalo general; y si su esposa hubiera asistido, la probabilidad se haría certeza.

Si, por otro lado, el joven y su esposa hubieran ambos hecho borrón y cuenta nueva, esta hubiera sido una excelente ocasión para ocasionar un entendimiento, y, a menos que se presentaran graves dificultades, el Sr. Smith difícilmente podría haber rehusado la invitación sin cometer pecado.
Lo mismo puede decirse del rechazo del Sr. Smith de reconocer a su hijo en público o en privado. Si el hijo se mantiene por el rumbo equivocado, el Sr. Smith puede seguir dando la expresión de su disgusto rehusando reconocerle. Si el hijo se ha reformado, el Sr. Smith está obligado en conciencia a reconocerle. Puede abstenerse por un tiempo, digamos unos meses, de reconocer a su hijo, pero el seguir haciéndolo debe interpretarse a la luz del odio y la venganza. Y su constante negativa de regresar los saludos de su hijo o de abrir el camino para una reconciliación hace que el Sr. Smith sea indigno de la absolución. Parece evidente a partir del caso que el Sr. Smith es de un carácter severo, y nada debe pedirse de él que lo absolutamente necesario. Mas lo que requiere la ley de Dios debe insistirse con gran firmeza, porque un hombre de este carácter fácilmente se engaña creyendo que su conducta está motivada por un amor a la honradez y a la justicia, mientras que en realidad está motivada por un espíritu de animosidad y venganza.

Texto tomado de: http://www.cmri.org/span-07-enemy.html