jueves, 14 de noviembre de 2024

DÍA SÉPTIMO 14/11/2024 - MES DE MARÍA INMACULADA TRADICIONAL por Mons. Rodolfo Vergara Antúnez

 



Día séptimo: Consagrado a honrar la Anunciación de María


Oración inicial
para todos los días del Mes


¡Oh María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro nombre y alabanzas. Vuestro santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos. Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas ¡oh María! no os dais por satisfecha con estos homenajes; hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes. Sí; los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones; nos esforzaremos, pues, durante el curso de este Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen Santa! en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas aun la sombra misma del mal. La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos, nos amaremos, pues, los unos a los otros como hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados. ¡Oh María! haced producir en el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracias para poder ser algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres.

Amén.


Consideración


María se vio precisada a dejar la amable soledad del templo para dar su mano de esposa a un varón santo y justo a quien la divina Providencia confiaba el tesoro de su virginidad. Pero ella, al alejarse de la casa del Señor, donde había visto transcurrir los más bellos años de su vida, había dejado allí su corazón. Había entrado en el mundo, pero había hecho de su hogar un asilo solitario donde no llegaba el ruido del mundo. El trabajo y la oración seguían ocupando todas las horas del día, y el perfume de sus virtudes se conservaba siempre intacto bajo el techo de su silenciosa morada de Nazaret.

Así discurrían felices y tranquilos los días de la hija de Ana cuando sonó en el reloj de los tiempos la hora afortunada en que la lluvia celestial debía dar el Justo a la tierra. Esa virgen humilde y desconocida del mundo era el objeto de las más dulces complacencias del Señor y la mujer destinada a dar a luz al Redentor. Pero Dios, que ha dado al hombre la libertad, la respeta; el gran misterio de la encarnación del Verbo no se realizaría mientras que esa mujer incomparable no diese su consentimiento en orden a su maternidad divina. Para solicitarlo, despréndese el arcángel Gabriel de la celeste turba que rodea el trono del Altísimo y desciende más veloz que una saeta a la humilde estancia de María. Ella hacía en este momento la oración de la tarde y acaso pediría al cielo que enviase pronto al Libertador de su pueblo. La presencia del mensajero del cielo, que había penetrado a su retiro sin abrir sus puertas, llena de turbación a María; pero su turbación se redobla al escuchar de los labios del ángel la extraña salutación que le dirige: «Dios te salve, María, llena eres de gracia; el Señor es contigo y bendita eres entre todas las mujeres». La adorable Trinidad le había reservado ese género desconocido de salutación para dar a conocer a los siglos la excelsa dignidad de María; pero su humildad no le permite reconocerse en ese inaudito elogio, porque ella ignora los tesoros de gracias que encierra dentro de sí misma. María nada responde, porque la más grande turbación la agita: y no sabiendo qué hacer ni qué decir; guarda silencio y piensa cuál será el significado de tan extraña embajada. El ángel, que conoció su turbación, le dijo con dulzura: «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; concebirás en tu seno y darás a luz un hijo a quien pondrás el nombre de Jesús; él será grande y será llamado el Hijo del Altísimo; Dios le dará el trono de su padre David; reinará eternamente sobre la casa de Jacob y su reino no tendrá fin». Al escuchar este inesperado anuncio, la turbación de María crece. Ella recuerda entonces que su virginidad ha sido sellada con un voto solemne y perpetuo, y vacila entre ser madre de Dios y renunciar a esa cualidad tan querida de su corazón. Y en medio de esta cruel vacilación, pregunta al casto amador de las almas púdicas: «¿Cómo podrá ser esto, cuando yo soy virgen y he prometido serlo siempre?».

¡Oh María!, ¿por qué vaciláis? ¿No veis tantos siglos inclinados en vuestra presencia, que aguardan su libertad colgados de vuestros labios? Olvidad los honores inmensos a que vuestra humildad resiste y considerad solamente el porvenir del mundo, la salvación del linaje humano y la gloria de Dios. Pero la vacilación de María persevera hasta que el ángel le manifiesta la manera inefable como se obrará el misterio: «El Espíritu Santo sobrevendrá sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra». La virginidad queda salvada y sólo se le exige el sacrificio de su humildad; pero la humildad de corazón no está reñida con la grandeza, y María exclama: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra». El ángel se retira entonces para dar lugar a la realización del augusto misterio.

¡Oh virtud preciosa de la humildad! Porque María, enamorada de ti, te había escogido para ser la joya más preciada de su corazón, Dios escogió su seno para tomar en él la naturaleza humana. Sí, el Dios que abate a los soberbios y engrandece e los humildes, no podía llegar a la tierra sino en alas de la humildad. La soberbia se había enseñoreado del mundo desde que nuestros primeros padres cedieron a sus engañosas sugestiones, y desde entonces ella había dominado todos los corazones y causado todas las grandes desdichas de la humanidad. Convenía que el gran restaurador comenzase por abatirla, poniendo la humildad por base de toda sólida e imperecedera grandeza. La soberbia arrebata a Dios la gloria que a Él sólo pertenece, haciendo que los hombres se atribuyan a sí mismos los bienes que sólo deben a la bondad divina y que se engríen neciamente de los dones que Dios les ha dado en préstamo, creyéndose independientes de su soberano bienhechor y negándole la gratitud que su generosidad reclama.

La humildad devuelve a Dios la gloria que la soberbia le usurpa, y se complace en reconocerlo a Él solo como digno de honor y de alabanza, sin dejar a los hombres más que el derecho de bendecir la mano generosa que los provee de numerosos dones sin haberlos merecido. Ella despierta la gratitud más ardiente en el corazón humano hacia el dador de todo bien, no permitiéndole que, poseído de una falsa suficiencia se crea desligado de todo deber para con Dios. Mientras el humilde todo lo atribuye a Dios, el soberbio se lo atribuye todo a sí mismo; mientras el uno lo bendice y lo ama, el otro lo olvida y lo desconoce. Por eso la humildad es tan querida de Dios; por eso la regala con sus más grandes recompensas, y por eso la exalta, la engrandece y la hace depositaria de sus más ricos dones.

En el corazón humilde mora la paz como en su asiento, porque no siente el aguijón de las grandezas, de los honores y del fausto, y se contenta con lo que el Señor le da. No creyéndose acreedor a nada, se satisface con poco y aún de ese poco se juzga indigno, dando por ello a Dios gracias infinitas y perpetuas alabanzas. Seamos humildes, si queremos que Dios nos ame: hagámonos humildes para ser verdaderamente grandes.


Ejemplo
María, asiento de la Sabiduría


Conocido es en los anales de la ciencia el insigne doctor de la Iglesia, san Alberto Magno, religioso de la Orden de Predicadores. Este esclarecido varón, que ha ilustrado con su sabiduría las ciencias teológicas y filosóficas, recién tomó el hábito de santo Domingo, estuvo a punto de abandonar su vocación a causa de su poca capacidad para el estudio. Confuso al ver que sus condiscípulos de filosofía lo dejaban muy atrás en el aprovechamiento en esa difícil ciencia, a pesar de su empeñosa diligencia, llegó a creer que debía adoptar otro género de vida. Pero su devoción a la Santísima Virgen, a quien había fervorosamente invocado en solicitud de luces para su mente, lo salvó.

Una noche, mientras dormía, le pareció que colocaba una escalera en los muros del convento para fugarse, y que al tiempo de trepar en ella, vio en lo alto de la muralla cuatro señoras venerables, entre las cuales una aventajaba las demás en hermosura y majestad. Le pareció que éstas le impedían subir y que en vano intentó hacerlo por tres veces, hasta que una de ellas le preguntó cuál era el motivo que lo inducía a tomar aquella resolución; a lo que Alberto contestó: «Porque veo que mis compañeros hacen grandes progresos en la filosofía, al paso que yo me aplico inútilmente». Entonces la señora que le hizo la pregunta, le dijo: «He aquí a la Reina del Cielo, Asiento de la Sabiduría; dirígete a ella y conseguirás lo que deseas».

Alberto, dirigiéndose a la Señora le suplicó que le diese entendimiento para progresar en el aprendizaje de las ciencias. María oyó benignamente su súplica, y le aseguró que conseguiría lo que deseaba, añadiéndole: «Pero para que sepas que obtendrás esta gracia por mi intercesión llegará un día en que mientras estés enseñando públicamente olvidarás repentinamente todo lo que sepas».

Los resultados demostraron que aquella visión no había sido un sueño fantástico; porque desde aquel día hizo Alberto tan rápidos prodigios en las ciencias que maravillaba a todos por su talento y su sabiduría. Resolvía con admirable claridad las cuestiones más difíciles de la teología y filosofía; y bien pronto llegó a ser insigne maestro de estas ciencias y lumbrera de su siglo. Y para que nada faltase al cumplimiento de la predicción hecha por su soberana protectora, tres años antes de su muerte, estando enseñando en Colonia, perdió en un momento la memoria, de tal suerte que no conservó ni rastros del inmenso caudal de ciencia con que había asombrado al mundo.

Entonces lleno de emoción, refirió a sus discípulos lo que le sucedió en otro tiempo, manifestándoles que toda esa ciencia que le mereció el título de Magno, era una dádiva generosa de la que es justamente llamada Asiento de la Sabiduría.

Este prodigio nos señala a todos el camino por donde debemos buscar la verdadera sabiduría, que consiste en el temor de Dios, en el conocimiento de nuestros deberes y en la práctica de la virtud. Acudamos a María en nuestras dudas, en los negocios importantes, en las grandes resoluciones de la vida para que ella nos ilumine y nos guíe.


Jaculatoria


Por tu Anunciación gloriosa
Otórganos, Virgen pura,
Tu protección generosa.


Oración


Bendita seáis una y mil veces, María, porque en vos reside la plenitud de la gracia, de la santidad y de la justicia. Bendita seáis una y mil veces porque el Dios altísimo se dignó morar en vuestro seno como en un santuario de inestimable precio. Bendita seáis María, porque el Espíritu Santo se dignó escogeros por esposa y regalaros con la abundancia de sus dones. Bendita seáis entre todas las mujeres, porque fuisteis elegida entre todas las hijas de Eva para ser la corredentora del linaje humano y la celestial dispensadora de todas las gracias alcanzadas al precio de la sangre de vuestro Hijo. Nosotros nos gozamos, dulce Madre, de vuestros gozos y nos complacemos en vuestra gloria, y ce­lebramos ardientemente vuestro poder incomparable, porque los gozos, la gloria y el poder de una madre son prendas queridas para los hijos. ¡Cuán grato nos es contemplaros tan amada y favorecida de Dios, ensalzada por el mensajero del cielo y saludada en nombre del Verbo con salutaciones que jamás escuchó humana criatura! Después de haber sido objeto de tan honrosas manifestaciones, ¿qué podremos deciros nosotros, qué alabanzas dignas de vuestra gloria podrán articular nuestros torpes labios sino repetir una y mil veces las palabras con que el ángel ensalzó vuestra dignidad? Y al considerar, ¡oh María!, que el principio de tanta grandeza fue la humildad profunda bajo cuyo velo procurasteis ocultar vuestras virtudes, no podemos menos de suplicaros que os dignéis enseñarnos a practicar esa virtud tan amada de Dios. A vuestra imitación, no queremos otras grandezas que las de la virtud, ni otra gloria que la gloria de Dios, ni otros honores que los del cielo, para que sirviéndoos en la tierra humildemente, logremos un día ser grandes y felices en el cielo.

Amén.


Oración final

para todos los días del Mes


¡Oh María, Madre de Jesús, nuestro Salvador y nuestra buena Madre! Nosotros venimos a ofreceros con estos obsequios, que traemos a vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros agradables, y a solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestro santo servicio. Dignaos presentarnos a vuestro divino Hijo; que en vista de sus méritos y a nombre de su santa Madre dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud; que haga lucir con nuevo esplendor la luz de la fe sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia Él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro; que confunda a los enemigos de su Iglesia, y que, en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad, que nos colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir.

Amén.


Prácticas espirituales


1. Ejercitarse en la virtud de la humildad, ejecutando actos que mortifiquen nuestro amor propio.

2. Saludar tres veces en el día con cinco Avemarías a la Santísima Virgen, felicitándola por haber sido escogida para madre del Verbo encarnado.

3. Por amor a María no comer ni beber fuera de las horas acostumbradas.


Fuente: Mes de María Inmaculada; Mons. Rodolfo Vergara Antúnez; Arancibia Hnos. y Cía. Ltda., edición de 1985.