Día trece: Dedicado a honrar el dolor de María por la pérdida de Jesús
Oración inicial
para todos los días del Mes
¡Oh María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro nombre y alabanzas. Vuestro santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos. Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas ¡oh María! no os dais por satisfecha con estos homenajes; hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes. Sí; los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones; nos esforzaremos, pues, durante el curso de este Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen Santa! en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas aun la sombra misma del mal. La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos, nos amaremos, pues, los unos a los otros como hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados. ¡Oh María! haced producir en el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia para poder ser algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres.
Amén.
Consideración
Un incidente doloroso acibaró el corazón de María después de la feliz cesación de su destierro y de la vuelta a su patria y a su hogar. Fieles observadores de la ley, los dos santos Esposos se dirigieron un día a Jerusalén en la época del tiempo pascual. Confundidos entre la multitud de piadosos peregrinos que iban a visitar el templo, partieron de Nazaret llevando a Jesús en su compañía cuando frisaba en los doce años de edad. Después de cumplir los deberes religiosos, dejaron la Ciudad santa, formando parte de grupos diferentes, según era costumbre: José en el grupo de los hombres y María en el grupo de las mujeres; pero los niños podían indiferentemente agregarse a cualquiera de los grupos.
Las sombras de la noche habían caído ya sobre la tierra cuando José y María se reunieron en el lugar de la primera jornada. Al reunirse, la primera pregunta de uno y otro fue la misma: «¿Dónde está Jesús?» Ni uno ni otro pudieron contestarla. Jesús había desaparecido, y la más amarga desolación se apoderó del corazón de los afligidos Esposos. Si la tierra hubiera temblado anunciando su completo desquiciamiento, y si las trompetas del juicio hubieran señalado el momento de la última hora, el corazón de María no habría sufrido la conmoción que experimentó al notar la pérdida de su Hijo. Interrogaron a sus parientes y amigos, penetraron desolados entre la multitud con la esperanza de que el niño los hubiera perdido de vista. ¡Vanos esfuerzos! De todos los labios se desprendían respuestas negativas; nadie daba razón de Jesús. La noche era tenebrosa como la pena que embargaba a los dos despedazados corazones. Muchos dolores se ocultarían bajo las sombras de esa noche; pero no habría ninguno como el de María.
Tomaron entonces solos y silenciosos el camino de Jerusalén sin que los arredrase ni el cansancio ni los peligros. Las lágrimas de la afligida madre iban señalando la solitaria ruta, y de trecho en trecho se dejaba oír su voz dolorida que llamaba a Jesús con la esperanza de que respondiese a sus clamores. Así llegaron a la Ciudad, y desde las primeras luces de la aurora recorrieron diligentemente sus calles, preguntando a los transeúntes si por acaso habían visto al amado de su corazón; pero, ilusorias esperanzas, vagas probabilidades era todo el resultado de sus investigaciones.
Cada momento que pasaba hacía más agudo el dolor de María; había perdido su tesoro, la luz de su vida, el solo embeleso de su corazón; en una palabra, era una madre que había perdido al único hijo de sus entrañas. Todo le era soportable con Jesús, todo le era amargo sin Él. ¿Dónde estaría? ¿Habría caído en manos de sus enemigos? ¿Se habría hecho indigna de su amor y de su compañía? Mil dolorosos pensamientos cruzaban por su mente, despedazando su alma. Por tres veces vio venir la noche y nacer el día; y el día y la noche transcurrían dejándola sumergida en su dolor; hasta que dirigiéndose otra vez al templo para derramar allí sus dolorosas lágrimas, vio a Jesús que, rodeado de los doctores de la ley, los maravillaba con la sabiduría que a raudales brotaba de sus labios. —¿Quién es este prodigioso niño? exclamaban algunos a pocos pasos de la Madre. —Es Jesús, mi hijo, dijo María, en los transportes de su inmenso gozo; y acercándose al Mesías, le dice con una dulzura que revelaba aún los últimos dejos de su pesar: «Hijo mío, ¿por qué has obrado así con nosotros? Tu padre y yo te buscábamos llenos de aflicción…»
¡Ah! ¡Y con cuánta facilidad perdemos nosotros a Jesús por medio del pecado! Por un placer momentáneo, por la satisfacción de alguna pasión mezquina, por seguir las máximas del mundo, por el respeto humano, por un interés sórdido, perdemos su gracia y su amistad bienhechora, sin pensar por un momento que perdiendo a Jesús, todo lo perdemos. ¿Qué importan entonces todos los bienes de la tierra, todos los honores del mundo, todos los goces de la vida? «¿Qué importa al hombre ganar un mundo si pierde su alma?» Pero lo que es más triste, es ver la indiferencia con que se mira la pérdida de Dios. Si se pierde la fortuna, cuántas lágrimas y sacrificios para recuperarla; si se pierde la salud, cuántos afanes por recobrarla; si se pierde la estimación de los hombres, cuánta solicitud por encontrarla de nuevo. Pero si se pierde a Dios, que es el sumo bien, se ríe y duerme sin cuidado, sin que se derrame una lágrima y sin que se haga diligencia alguna por volver a su amistad. Veamos en este dolor de María cuánto debe ser nuestro empeño por encontrar a Jesús cuando tengamos la desgracia de perderlo por el pecado.
Ejemplo
Desgraciado del que olvida a María
Hubo en una ciudad de Francia un joven, como tantos otros, que olvidando los principios de la religión, se entregó con avidez febril a la lectura de libros impíos y licenciosos.
Como siempre acontece, la fe y la inocencia naufragaron en ese mar de errores y máximas funestas que llenan las páginas de esas infames producciones del infierno.
Perdida la fe, comenzó a resbalar por la pendiente del vicio y acabó por precipitarse en el abismo del crimen, cometiendo uno que comprometió gravemente su honor.
Devorado por los remordimientos y asustado de su propia obra, se echó en los brazos de la desesperación, en vez de buscar los del arrepentimiento, y llegó a concebir la realización de un crimen mucho mayor que el que causaba su desesperación: el suicidio. En el paroxismo de su desesperación, no comprendía que el suicidio en vez de salvar su honor, lo enlodaba más y más añadiendo un crimen a otro crimen.
Agitado por este sombrío pensamiento, y sin dar lugar a la reflexión, se precipitó un día desde lo más alto de la ribera al fondo de un caudaloso río, creyendo que su mala acción permanecería secreta. Pero, por un prodigio inexplicable, su cuerpo flotaba sano y salvo sobre las corrientes del río, a pesar de los esfuerzos que hacía para sumergirse. Un pescador que arreglaba sus redes en la ribera, al ver que un hombre era conducido por la corriente se apresuró a prestarle socorro, creyendo que habría sido víctima de algún accidente involuntario. Mas, cuando el generoso pescador estaba a punto de salvarlo, el demonio, sin duda, sugirió al infeliz la idea de que la causa que le impedía sumergirse era un Escapulario que llevaba al cuello, último y único resto de las santas creencias de su infancia. Acto continuo, el desgraciado joven se lo arranca del cuello y lo arroja a la corriente, y en el mismo instante se sumerge en el fondo de las aguas sin que el pescador pudiera impedirlo.
Este hecho nos manifiesta que la Santísima Virgen no olvida ni a sus hijos más ingratos, si se visten con la sagrada insignia de su Escapulario y que está dispuesta a procurarles hasta el último momento medios de salvación.
Jaculatoria
Sálvanos, Madre piadosa,
De una vida disipada
Y una muerte desastrosa.
Oración
¡Oh María! por la dolorosa angustia que experimentó tu corazón de madre al verte separada por tres días de tu idolatrado Hijo, dígnate alcanzarnos la gracia de llorar siempre con amargas lágrimas nuestros pecados, que han sido la causa de haber tantas veces perdido la amistad divina. ¡Oh mil veces desventurados los que pierden a Jesús sin deplorar su ausencia y sin echar de menos su dulce y amable compañía! No permitas jamás ¡oh madre nuestra! que insensibles a tan dolorosa pérdida, disfrutemos tranquilos de los pérfidos goces del mundo, sin pensar que lejos de Dios existe abierto a nuestros pies un profundísimo abismo. ¡Ah! perdiendo a Jesús, te perdemos también a Ti que eres nuestra más dulce esperanza, nuestro consuelo más puro y nuestra más segura tabla de salvación. ¡Qué haríamos sin Ti, oh estrella de los mares, en medio de las tormentas que agitan la vida llenándola de peligros! ¡Qué haríamos sin Ti, oh consoladora de los afligidos, en medio de las desgracias y contratiempos que siembran de pesares el camino de la vida! ¡Qué haríamos sin Ti, ¡oh inexpugnable fortaleza! en medio de las tentaciones que suscitan para perdernos los enemigos de nuestra salvación! ¡Oh María! somos tus hijos no nos desampares; somos tus siervos, no nos olvides; somos tus vasallos, no nos desconozcas. Llena de piedad y de misericordia alárganos tu mano protectora en la hora del peligro; y si por desgracia sucumbiéramos, no tardes en venir en nuestro auxilio y en ponernos a salvo hasta dejarnos en posesión de la tierra feliz donde disfrutaremos eternamente de tu amabilísima compañía.
Amén.
Oración final
para todos los días del Mes
¡Oh María, Madre de Jesús, nuestro Salvador y nuestra buena Madre! Nosotros venimos a ofreceros con estos obsequios, que traemos a vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros agradables, y a solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestro santo servicio. Dignaos presentarnos a vuestro divino Hijo; que en vista de sus méritos y a nombre de su santa Madre dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud; que haga lucir con nuevo esplendor la luz de la fe sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia Él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro; que confunda a los enemigos de su Iglesia, y que, en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad, que nos colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir.
Amén.
Prácticas espirituales
1. Hacer un acto de contrición detestando de corazón todo pecado.
2. Practicar la virtud de la humildad ejecutando algún acto humillante o hablando bajamente de nosotros mismos.
3. Hacer una confesión con todo esmero para recobrar la amistad divina, si la hubiésemos perdido por el pecado, o para afianzarla con el aumento de gracias que se nos comunica por medio de los Sacramentos.
Fuente: Mes de María Inmaculada; Mons. Rodolfo Vergara Antúnez; Arancibia Hnos. y Cía. Ltda., edición de 1985.