miércoles, 20 de noviembre de 2024

DÍA TRECE 20/11/2024 - MES DE MARÍA INMACULADA TRADICIONAL por Mons. Rodolfo Vergara Antúnez



Día trece: Dedicado a honrar el dolor de María por la pérdida de Jesús

Oración inicial
para todos los días del Mes

¡Oh María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro nombre y alabanzas. Vuestro santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos. Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas ¡oh María! no os dais por satisfecha con estos homenajes; hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes. Sí; los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones; nos esforzaremos, pues, durante el curso de este Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen Santa! en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas aun la sombra misma del mal. La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos, nos amaremos, pues, los unos a los otros como hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados. ¡Oh María! haced producir en el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia para poder ser algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres.
Amén.

Consideración

Un incidente doloroso acibaró el corazón de María después de la feliz cesación de su destierro y de la vuelta a su patria y a su hogar. Fieles observadores de la ley, los dos santos Esposos se dirigieron un día a Jerusalén en la época del tiempo pascual. Confundidos entre la multitud de piadosos peregrinos que iban a visitar el templo, partieron de Nazaret llevando a Jesús en su compañía cuando frisaba en los doce años de edad. Después de cumplir los deberes religiosos, dejaron la Ciudad santa, formando parte de grupos diferentes, según era costumbre: José en el grupo de los hombres y María en el grupo de las mujeres; pero los niños podían indiferentemente agregarse a cualquiera de los grupos.
Las sombras de la noche habían caído ya sobre la tierra cuando José y María se reunieron en el lugar de la primera jornada. Al reunirse, la primera pregunta de uno y otro fue la misma: «¿Dónde está Jesús?» Ni uno ni otro pudieron contestarla. Jesús había desaparecido, y la más amarga desolación se apoderó del corazón de los afligidos Esposos. Si la tierra hubiera temblado anunciando su completo desquiciamiento, y si las trompetas del juicio hubieran señalado el momento de la última hora, el corazón de María no habría sufrido la conmoción que experimentó al notar la pérdida de su Hijo. Interrogaron a sus parientes y amigos, penetraron desolados entre la multitud con la esperanza de que el niño los hubiera perdido de vista. ¡Vanos esfuerzos! De todos los labios se desprendían respuestas negativas; nadie daba razón de Jesús. La noche era tenebrosa como la pena que embargaba a los dos despedazados corazones. Muchos dolores se ocultarían bajo las sombras de esa noche; pero no habría ninguno como el de María.
Tomaron entonces solos y silenciosos el camino de Jerusalén sin que los arredrase ni el cansancio ni los peligros. Las lágrimas de la afligida madre iban señalando la solitaria ruta, y de trecho en trecho se dejaba oír su voz dolorida que llamaba a Jesús con la esperanza de que respondiese a sus clamores. Así llegaron a la Ciudad, y desde las primeras luces de la aurora recorrieron diligentemente sus calles, preguntando a los transeúntes si por acaso habían visto al amado de su corazón; pero, ilusorias esperanzas, vagas probabilidades era todo el resultado de sus investigaciones.
Cada momento que pasaba hacía más agudo el dolor de María; había perdido su tesoro, la luz de su vida, el solo embeleso de su corazón; en una palabra, era una madre que había perdido al único hijo de sus entrañas. Todo le era soportable con Jesús, todo le era amargo sin Él. ¿Dónde estaría? ¿Habría caído en manos de sus enemigos? ¿Se habría hecho indigna de su amor y de su compañía? Mil dolorosos pensamientos cruzaban por su mente, despedazando su alma. Por tres veces vio venir la noche y nacer el día; y el día y la noche transcurrían dejándola sumergida en su dolor; hasta que dirigiéndose otra vez al templo para derramar allí sus dolorosas lágrimas, vio a Jesús que, rodeado de los doctores de la ley, los maravillaba con la sabiduría que a raudales brotaba de sus labios. —¿Quién es este prodigioso niño? exclamaban algunos a pocos pasos de la Madre. —Es Jesús, mi hijo, dijo María, en los transportes de su inmenso gozo; y acercándose al Mesías, le dice con una dulzura que revelaba aún los últimos dejos de su pesar: «Hijo mío, ¿por qué has obrado así con nosotros? Tu padre y yo te buscábamos llenos de aflicción…»
¡Ah! ¡Y con cuánta facilidad perdemos nosotros a Jesús por medio del pecado! Por un placer momentáneo, por la satisfacción de alguna pasión mezquina, por seguir las máximas del mundo, por el respeto humano, por un interés sórdido, perdemos su gracia y su amistad bienhechora, sin pensar por un momento que perdiendo a Jesús, todo lo perdemos. ¿Qué importan entonces todos los bienes de la tierra, todos los honores del mundo, todos los goces de la vida? «¿Qué importa al hombre ganar un mundo si pierde su alma?» Pero lo que es más triste, es ver la indiferencia con que se mira la pérdida de Dios. Si se pierde la fortuna, cuántas lágrimas y sacrificios para recuperarla; si se pierde la salud, cuántos afanes por recobrarla; si se pierde la estimación de los hombres, cuánta solicitud por encontrarla de nuevo. Pero si se pierde a Dios, que es el sumo bien, se ríe y duerme sin cuidado, sin que se derrame una lágrima y sin que se haga diligencia alguna por volver a su amistad. Veamos en este dolor de María cuánto debe ser nuestro empeño por encontrar a Jesús cuando tengamos la desgracia de perderlo por el pecado.

Ejemplo
Desgraciado del que olvida a María

Hubo en una ciudad de Francia un joven, como tantos otros, que olvidando los principios de la religión, se entregó con avidez febril a la lectura de libros impíos y licenciosos.
Como siempre acontece, la fe y la inocencia naufragaron en ese mar de errores y máximas funestas que llenan las páginas de esas infames producciones del infierno.
Perdida la fe, comenzó a resbalar por la pendiente del vicio y acabó por precipitarse en el abismo del crimen, cometiendo uno que comprometió gravemente su honor.
Devorado por los remordimientos y asustado de su propia obra, se echó en los brazos de la desesperación, en vez de buscar los del arrepentimiento, y llegó a concebir la realización de un crimen mucho mayor que el que causaba su desesperación: el suicidio. En el paroxismo de su desesperación, no comprendía que el suicidio en vez de salvar su honor, lo enlodaba más y más añadiendo un crimen a otro crimen.
Agitado por este sombrío pensamiento, y sin dar lugar a la reflexión, se precipitó un día desde lo más alto de la ribera al fondo de un caudaloso río, creyendo que su mala acción permanecería secreta. Pero, por un prodigio inexplicable, su cuerpo flotaba sano y salvo sobre las corrientes del río, a pesar de los esfuerzos que hacía para sumergirse. Un pescador que arreglaba sus redes en la ribera, al ver que un hombre era conducido por la corriente se apresuró a prestarle socorro, creyendo que habría sido víctima de algún accidente involuntario. Mas, cuando el generoso pescador estaba a punto de salvarlo, el demonio, sin duda, sugirió al infeliz la idea de que la causa que le impedía sumergirse era un Escapulario que llevaba al cuello, último y único resto de las santas creencias de su infancia. Acto continuo, el desgraciado joven se lo arranca del cuello y lo arroja a la corriente, y en el mismo instante se sumerge en el fondo de las aguas sin que el pescador pudiera impedirlo.
Este hecho nos manifiesta que la Santísima Virgen no olvida ni a sus hijos más ingratos, si se visten con la sagrada insignia de su Escapulario y que está dispuesta a procurarles hasta el último momento medios de salvación.

Escapulario de la Virgen del Carmen

Jaculatoria

Sálvanos, Madre piadosa,
De una vida disipada
Y una muerte desastrosa.

Oración

¡Oh María! por la dolorosa angustia que experimentó tu corazón de madre al verte separada por tres días de tu idolatrado Hijo, dígnate alcanzarnos la gracia de llorar siempre con amargas lágrimas nuestros pecados, que han sido la causa de haber tantas veces perdido la amistad divina. ¡Oh mil veces desventurados los que pierden a Jesús sin deplorar su ausencia y sin echar de menos su dulce y amable compañía! No permitas jamás ¡oh madre nuestra! que insensibles a tan dolorosa pérdida, disfrutemos tranquilos de los pérfidos goces del mundo, sin pensar que lejos de Dios existe abierto a nuestros pies un profundísimo abismo. ¡Ah! perdiendo a Jesús, te perdemos también a Ti que eres nuestra más dulce esperanza, nuestro consuelo más puro y nuestra más segura tabla de salvación. ¡Qué haríamos sin Ti, oh estrella de los mares, en medio de las tormentas que agitan la vida llenándola de peligros! ¡Qué haríamos sin Ti, oh consoladora de los afligidos, en medio de las desgracias y contratiempos que siembran de pesares el camino de la vida! ¡Qué haríamos sin Ti, ¡oh inexpugnable fortaleza! en medio de las tentaciones que suscitan para perdernos los enemigos de nuestra salvación! ¡Oh María! somos tus hijos no nos desampares; somos tus siervos, no nos olvides; somos tus vasallos, no nos desconozcas. Llena de piedad y de misericordia alárganos tu mano protectora en la hora del peligro; y si por desgracia sucumbiéramos, no tardes en venir en nuestro auxilio y en ponernos a salvo hasta dejarnos en posesión de la tierra feliz donde disfrutaremos eternamente de tu amabilísima compañía.
Amén.

Oración final
para todos los días del Mes

¡Oh María, Madre de Jesús, nuestro Salvador y nuestra buena Madre! Nosotros venimos a ofreceros con estos obsequios, que traemos a vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros agradables, y a solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestro santo servicio. Dignaos presentarnos a vuestro divino Hijo; que en vista de sus méritos y a nombre de su santa Madre dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud; que haga lucir con nuevo esplendor la luz de la fe sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia Él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro; que confunda a los enemigos de su Iglesia, y que, en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad, que nos colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir.
Amén.

Prácticas espirituales

1. Hacer un acto de contrición detestando de corazón todo pecado.
2. Practicar la virtud de la humildad ejecutando algún acto humillante o hablando bajamente de nosotros mismos.
3. Hacer una confesión con todo esmero para recobrar la amistad divina, si la hubiésemos perdido por el pecado, o para afianzarla con el aumento de gracias que se nos comunica por medio de los Sacramentos.

Fuente: Mes de María Inmaculada; Mons. Rodolfo Vergara Antúnez; Arancibia Hnos. y Cía. Ltda., edición de 1985.

martes, 19 de noviembre de 2024

DÍA DUODÉCIMO 19/11/2024 - MES DE MARÍA INMACULADA TRADICIONAL por Mons. Rodolfo Vergara Antúnez

 


Día duodécimo: 

Consagrado a honrar el dolor de María en la huida a Egipto


Oración inicial
para todos los días del Mes


¡Oh María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro nombre y alabanzas. Vuestro santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos. Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas ¡oh María! no os dais por satisfecha con estos homenajes; hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes. Sí; los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones; nos esforzaremos, pues, durante el curso de este Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen Santa! en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas aun la sombra misma del mal. La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos, nos amaremos, pues, los unos a los otros como hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados. ¡Oh María! haced producir en el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia para poder ser algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres.

Amén.


Consideración


Era la mitad de una apacible noche. José y María rendidos por la fatiga del trabajo, dormían el dulce sueño de la inocencia y del deber cumplido. Repentinamente José despierta sobresaltado y se levanta de prisa: era que un ángel le acababa de dar la orden de emprender un viaje a Egipto para poner a salvo la vida del recién nacido, amenazada por la saña de Herodes. María, sin desplegar sus labios para proferir una queja, corre a la cuna de su Hijo, que dormía tranquilamente el sueño de los ángeles, fija sobre Él una mirada de angustia, lo envuelve cuidadosamente en sus pañales, lo carga amorosamente en sus brazos, lo cubre con un pobre manto y se aleja con paso presuroso de la tierra de sus antepasados para encaminarse al país del destierro.

Un silencio sepulcral dominaba en las calles: todos reposaban en el sosiego de sus abrigados albergues y nadie transitaba a lo largo de los solitarios caminos que conducían a Jerusalén. Entre tanto, una tierna doncella y un triste anciano marchaban en silencio, temerosos hasta del ruido de sus propios pasos, a la luz de los suaves rayos de la luna que brillaba en un cielo sin nubes. «Érase todavía en la estación del invierno, dice San Buenaventura; y al atravesar la Palestina, la santa familia debió de escoger los caminos más ásperos y solitarios. ¿Dónde se habrá alojado durante las noches? ¿qué lugar habrá podido escoger durante el día para reponerse un poco de las fatigas del viaje? ¿dónde habrá tomado la frugal comida que debía sostener sus fuerzas?».

Caminos solitarios, senderos quebrados y peñascosos, colinas empinadas, bosques espesos, arenales abrasados, desfiladeros peligrosos, sinuosidades en que los bandoleros espiaban al viajero, cavernas oscuras que servían de guarida a los malhechores: he ahí lo que debían atravesar los desvalidos peregrinos y tristes desterrados de Israel. Pero no sólo era la naturaleza con sus desiertos sin sombra, sin agua y sin ruido, con sus altas montañas y tupidos bosques y solitarias hondonadas, lo que hacía en extremo penosa la marcha de los viajeros: eran el miedo, el frío, el hambre y la sed. Ellos debían ocultarse a las pesquisas de los espías de Herodes y alejarse de las poblaciones y seguir los senderos menos frecuentados. El frío entumecía sus miembros, porque no tenían ni un techo que los guareciera de las brisas húmedas de la noche, ni más lecho que las yerbas empapadas por el rocío, ni más abrigo que sus sencillos mantos. Sus provisiones eran escasas, y el hambre se dejó sentir más de una vez sin que encontraran, para satisfacerla, ni una fruta silvestre, ni un tallo de hierba. Al través de aquellos páramos abrasados por el sol, ni una fuente de agua les ofrecía sus corrientes cristalinas para humedecer sus fauces, secas por el cansancio, el calor y la fatiga, y ni siquiera un soplo de fresca brisa venía a templar el ardor de aquella temperatura de fuego.

Por fin, después de un viaje largo y penoso, llegaron a Egipto, la tierra de la proscripción, donde no encontraron ni un pariente, ni un amigo, ni una mano generosa que les prestase amparo. Era un país de idólatras y donde se miraba con desdén e indiferencia al extranjero. En su patria los santos Esposos habían llevado una vida humilde y laboriosa; pero jamás faltó el pan en su mesa. Mas ¡ay! en el país del destierro sus privaciones eran continuas y un trabajo asiduo durante el día y una parte de las noches no era bastante a proveerlos de lo necesario. «¡Con frecuencia, dice un escritor, el Niño Jesús acosado por el hambre, pidió pan a su Madre, que no podía darle otra cosa que sus lágrimas!…».

No dejemos perder ninguna de las saludables enseñanzas encerradas en este misterio de suprema angustia y de maravillosa resignación a la voluntad divina. La prudencia humana habría podido alegar mil especiosas excusas y oponer al decreto del ángel numerosos inconvenientes. Era de noche; convendría esperar la claridad de la aurora, los caminos estaban poblados de bandidos; carecían de todo recurso para emprender un largo viaje; iban a un país extraño, dejando patria, hogar, parientes, amigos. ¿No habría otro medio que ofreciera menos dificultades para salvar al niño? ¿Por qué se les exige tan penoso sacrificio?

He aquí lo que hubiera dictado la prudencia humana. Pero los santos Esposos ni siquiera preguntan al ángel si el cielo se encargaría de protegerlos durante tan larga jornada. Bástales saber que tales son los designios de Dios para inclinarse sumisos y adorar su voluntad, abandonándose sin reserva en los brazos de su providencia. Si María nos ofrece en el curso de su vida maravillosos ejemplos de perfecta sumisión a la voluntad de Dios, nunca brilló con luz más viva esa virtud que en la huida a Egipto. ¿Adónde os encamináis ¡oh doncella desvalida! con vuestro pequeño niño en medio de una noche fría y solitaria? Yo voy a Egipto, al país lejano del destierro. Pero, ¿quién os obliga a encaminaros al lugar del destierro y abandonar el suelo que os vio nacer, el techo que os guarece, los amigos, los parientes y cuanto ama vuestro corazón? La voluntad de Dios. —Pero ¿vuestra ausencia se prolongará mucho tiempo? —Tanto como Dios quiera. —¿Cuándo tornaréis a vuestros lares abandonados y volveréis a aspirar los aires de la patria? —Cuando Dios lo ordene; yo no tengo otra patria, ni otro gusto, ni otro deseo que el cumplimiento de la voluntad de Dios.

¡Ah! y cuánto acusa nuestra conducta la resignación de María. Ella se abandonaba en los brazos de la Providencia, porque sabía que Dios se encarga de proveer a nuestras necesidades y de darnos los medios de cumplir sus designios. Nosotros, al contrario, pretendemos conformar la voluntad de Dios a nuestros propios gustos y la contrariamos audazmente toda vez que así nos lo aconsejan las conveniencias terrenales. Dios no anhela otra cosa que nuestro bien, y cuando permite que seamos atribulados, es porque así conviene a los intereses de nuestra santificación. Sírvanos la conducta de María de saludable lección para que sepamos adorar en todo tiempo la Voluntad divina.


Ejemplo
La confianza filial recompensada


En el Seminario de Tolosa había un niño de muy felices disposiciones para la virtud, y entre otras prendas que lo adornaban, se distinguía por una confianza ilimitada en la protección de María.

Una noche, al pasar el superior la visita de inspección acostumbrada para asegurarse de que todos los alumnos estaban recogidos, lo encontró arrodillado en su cama. —¿Por qué no se ha acostado Vd., mi querido amigo? le dijo el superior. —Porque he dado mi escapulario al portero para que me lo remiende con el cargo de que me lo devolviese antes de acostarme; y como no me lo ha traído todavía, no me atrevo a recogerme sin él. —¿Y por qué no podría Vd. pasar una noche sin su escapulario? repuso el sacerdote. —Porque temo morirme esta misma noche; y no quisiera que me sobreviniera este trance sin tener en mi poder este escudo de protección: pues la Santísima Virgen ha prometido que el que muera con esa especial divisa de su amor no padecerá el fuego eterno.

—No tenga Vd. temor, le dijo el superior pues nada nos induce a creer que esté tan próximo su fin: mañana, a primera hora, yo haré que se le devuelva su escapulario; y entretanto, acuéstese y duerma tranquilo. —Padre mío, replicó el joven, yo no puedo acostarme sin mi santo escapulario; no tendría tranquilidad ni vendría el sueño a mis ojos, de temor de morirme sin él.

El buen sacerdote, profundamente compadecido de la aflicción del santo joven y no menos edificado de aquella confianza verdaderamente filial en la protección de María, bajó al aposento del portero, recogió el escapulario y lo entregó al niño, quien después de besarlo devotamente, lo colgó alegremente de su cuello, diciendo: «Ahora sí que dormiré tranquilo»; y se durmió, invocando tiernamente el nombre de María.

Al día siguiente, el mismo superior, al pasar la revista ordinaria para ver si sus alumnos se habían levantado a la hora señalada, entró al cuarto del devoto niño y lo halló todavía en la cama, lo que no le sorprendió, creyendo que estaría reparando la pérdida de sueño de la noche anterior a causa de la falta de su escapulario. Se acercó a él, lo llamó dos o tres veces, y viendo que no respondía, le removió suavemente para despertarlo; y nada… Aplicó su mano en la boca para percibir su aliento, y pudo cerciorarse con indecible sorpresa que el piadoso niño había pasado del sueño de la vida al sueño de la muerte. Había expirado teniendo estrechado fuertemente al corazón el santo escapulario que con tan vivas instancias había reclamado.

María había querido recompensar la filial confianza de su joven devoto no permitiendo que muriese sin el precioso documento por el cual sus devotos quedan libres de las penas eternas. Este hecho nos demuestra la benevolencia con que mira la Madre de Dios a los que se revisten de su santo hábito.


Jaculatoria


Danos ¡oh dulce María!
Tu maternal protección,
Y acepta desde este día
Mi vida y mi corazón.


Oración


¡Corazón de María, Madre de Dios y Madre nuestra! ¡Corazón amabilísimo, objeto de las eternas complacencias de la Santísima Trinidad y digno de la veneración de los ángeles y de los hombres! disipad el hielo de nuestros corazones, encended en ellos el fuego del amor divino y comunicadnos un santo entusiasmo por la imitación de vuestras virtudes. Sobre todo haced que os imitemos en esa heroica conformidad con los designios de Dios y en esa perfecta sumisión a su adorable voluntad. Bien sabéis ¡oh Corazón humilde y resignado! que nuestros corazones son rebeldes a los decretos divinos resistiendo muchas veces a ellos para seguir nuestras inclinaciones. Haced que jamás hagamos otra cosa que lo que sea del agrado de Dios y bien de nuestras almas, y que en nada nos busquemos a nosotros mismos ni demos satisfacción a nuestros gustos.

¡Oh santos Esposos de Nazaret! Vosotros que protegisteis durante el largo y penoso destierro al divino Fundador de la Iglesia, dignaos velar sobre esa sociedad de salvación y de vida; protegedla y sed para ella torre inexpugnable que resista heroicamente a los ataques de sus enemigos.

Sed nuestro camino para llegar a Dios, nuestro socorro en las pruebas, nuestro consuelo en las penas, nuestra fuerza en la tentación, nuestro refugio en la persecución. Asistidnos especialmente en el momento de nuestra muerte haciéndonos experimentar en esa hora, decisiva de nuestra suerte, los efectos de vuestro poder, dándonos un asilo en el seno de la misericordia divina, a fin de que podamos bendecir al Señor eternamente en el cielo en vuestra compañía.

Amén.


Oración final
para todos los días del Mes


¡Oh María, Madre de Jesús, nuestro Salvador y nuestra buena Madre! Nosotros venimos a ofreceros con estos obsequios, que traemos a vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros agradables, y a solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestro santo servicio. Dignaos presentarnos a vuestro divino Hijo; que en vista de sus méritos y a nombre de su santa Madre dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud; que haga lucir con nuevo esplendor la luz de la fe sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia Él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro; que confunda a los enemigos de su Iglesia, y que, en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad, que nos colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir.

Amén.


Prácticas espirituales


1. Repetir varias veces en el día la tercera petición del Padre nuestro, Hágase tu voluntad así en la tierra como en el Cielo; prometiendo a María imitarla en su perfecta conformidad con la voluntad de Dios.

2. Rogar a Dios por la persona o personas que nos hacen mal, perdonándolas de todo corazón.

3. Rezar las Letanías de la Santísima Virgen, pidiéndole por las necesidades actuales de la Iglesia católica.


Fuente: Mes de María Inmaculada; Mons. Rodolfo Vergara Antúnez; Arancibia Hnos. y Cía. Ltda., edición de 1985.


lunes, 18 de noviembre de 2024

DÍA UNDÉCIMO 18/11/2024 - MES DE MARÍA INMACULADA TRADICIONAL por Mons. Rodolfo Vergara Antúnez





Día undécimo: Destinado a honrar el dolor de María en la profecía de Simeón

Oración inicial
para todos los días del Mes

¡Oh María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro nombre y alabanzas. Vuestro santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos. Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas ¡oh María! no os dais por satisfecha con estos homenajes; hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes. Sí; los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones; nos esforzaremos, pues, durante el curso de este Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen Santa! en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas aun la sombra misma del mal. La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos, nos amaremos, pues, los unos a los otros como hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados. ¡Oh María! haced producir en el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia para poder ser algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres.
Amén.

Consideración

Cuando José y María penetraban llenos de júbilo en el sagrado recinto llevando las palomas del sacrificio, un santo anciano llamado Simeón se sintió iluminado por una inspiración divina. Bajo los pobres pañales del hijo del pueblo reconoció al Mesías prometido; y tomándolo de los brazos de su Madre, lo levantó en alto, inundadas sus rugosas mejillas por lágrimas de gozo. Dirigióse en seguida a María, y después de un largo y triste silencio, la dijo con voz profética: «Tu alma será tras pasada con una espada de dolor», porque este niño será el blanco de las persecuciones de los hombres.
A la luz de esta siniestra profecía, vio la dolorida Madre el cuadro sombrío de la pasión de su Hijo. Ella inclinó suavemente la cabeza, como una caña se dobla al soplo de la tempestad, y sintió que una espada de doble filo se introducía en sus entrañas de madre. Desde ese momento, toda felicidad concluyó para Ella, y aceptando sin quejarse la disposición divina, acercó sus labios al cáliz que bebería durante su vida entera. Cuando estrechaba a su Hijo amorosamente entre sus brazos, y lo colmaba de maternales caricias, las palabras de Simeón venían a derramar gotas de hiel en la copa de sus goces de madre. No le fue con cedido a María lo que es dado a todas las madres: gozar en paz del amor de sus hijos e indemnizarse de los rigores de la suerte con una sonrisa amorosa de sus labios entreabiertos por la inocencia. Ella veía a todas horas escrita en la frente de Jesús la sentencia de muerte que los hombres habían de fulminar contra Él en recompensa de sus beneficios. Esa idea lúgubre la sorprendía en el sueño, la molestaba en las vigilias, la perseguía durante el trabajo y la perturbaba durante las escasas horas del descanso. ¡Ah! ¡La túnica de Jesús, tejida por sus propias manos, antes de ser tenida con la sangre del Hijo, fue empapada en las lágrimas de la Madre!..
Los tormentos de los mártires, los rigores de los penitentes, las penas interiores de las almas atribuladas nada tienen de comparable con este dolor. Los mártires sufrieron por un momento, pero María sufrió durante su vida entera. Sin embargo, a esos presagios siniestros, a esas imágenes sombrías y desgarradoras, Ella opone una fe generosa y una resignación heroica. Adora de antemano los designios de Dios y saluda con efusión la hora de la salvación del linaje humano efectuada por los padecimientos del hijo de sus entrañas. Hija ilustre de Abrahán, Ella se prepara a trepar a la montaña del sacrificio, a aderezar el altar y a poner fuego al holocausto. Todo eso era preciso para la salud del mundo y exigido por la gloria de Dios, y no trepida un momento en sacrificarse con tal de dar cima a tan gloriosas empresas.
En su largo y prolongado martirio soportado con tan heroica resignación, María nos enseña a sufrir y a sobrellevar con alegría la cruz de los pesares de la vida. La verdadera gloria y el verdadero mérito se fundan principalmente en el sufrimiento y en la cruz. El sacrificio es la corona y el perfume del amor, y quien ama a Dios no puede menos que resignarse a los trabajos y penalidades a que somete la virtud de sus siervos y prueba los quilates del amor que le profesan. Quien ama a Dios anhela sufrir por Él para darle la prueba de la firmeza de su amor. Servir a Dios en medio de los consuelos es servirlo por interés y amarlo sin merecimientos. Por eso las almas amadas de Dios son las que arrastran una cruz más penosa, porque Él se complace en habitar cerca de los que padecen. Se engaña quien crea alcanzar el cielo sin sufrir. Después que Jesucristo y después que María alcanzaron el triunfo a fuerza de padecer, ningún elegido podrá conquistar la victoria sino padeciendo. Si queremos ser los discípulos de Jesús, es preciso que tomemos su cruz y marchemos sobre sus huellas ensangrentadas, pues no sería justo que el discípulo fuera de mejor condición que el Maestro.
El sacrificio es necesario, porque sin él la santificación es imposible. El hombre que no se somete a esa ley imperiosa, renuncia a su felicidad, que no puede obtenerse sino a costa del sufrimiento. Por más que trabajemos, la desgracia y los pesares nos seguirán a todas partes como nuestra propia sombra. El rey en su trono, el rico en sus palacios, el labriego en su rústica morada, el menesteroso bajo su techo de paja están asediados de penalidades. Dios lo ha dispuesto así para que no nos hagamos la ilusión de que la tierra es el paraíso y de que esta aquí el término de la jornada. Y bien, si nadie está exento de padecer, ¿cómo es que no hacemos provechoso el sufrimiento, aceptándolo con resignación y con espíritu de penitencia? ¿Cómo es que el dolor nos arranca injustas quejas y nos sumerge en la desesperación? No nos quejemos y desesperemos cuando sobrevengan sobre nosotros las olas de la tribulación; levantemos al cielo nuestros ojos llorosos en busca de consuelo, de resignación y de fuerza; pero al mismo tiempo bendigamos a Dios, que nos concede los medios más seguros para alcanzar la posesión de la felicidad y que nos permite de esa manera asemejamos a Jesús y a María.

Ejemplo
María, Arca de paz y alianza eterna

Uno de los testimonios más espléndidos de predilección en favor de sus devotos, dados por María en la serie de los siglos, es la institución del Santo Escapulario del Carmelo.
Cuando los solitarios que vivían desde la más remota antigüedad en la célebre montaña del Carmelo se vieron obligados a trasladarse a Europa a causa de las hostilidades de los Sarracenos, ingresó en su piadoso instituto un varón ilustre llamado Simón Stock, que bien pronto llegó a ser el mayor ornamento de la Orden.
Deseoso desde muy niño de la perfección evangélica, fue transportado por el espíritu de Dios a la soledad de un desierto, a la edad de doce años, donde tuvo por celda y santuario la concavidad de un añoso tronco carcomido por el tiempo.
Treinta y tres años hacía que moraba, desconocido de los hombres, en aquella apartada soledad, cuando una revelación de la Santísima Virgen, de quien era enamorado devoto, le hizo saber el arribo de los ermitaños del Carmelo a las playas de Inglaterra y el deseo que Ella abrigaba de que ingresase en esta orden tan grata a sus maternales ojos.
Admitido entre los solitarios del Carmelo, creció su entusiasmo por María y su celo por dilatar su culto y hacerlo amar de los hombres. Elevado más tarde al rango de Superior general de la Orden, suplicó durante muchos años a María que atestiguase su predilección por sus hijos del Carmelo con alguna gracia que atrajese a su regazo mayor número de devotos. Al fin accedió María a las instancias de su siervo, y un día que oraba fervorosamente al pie de su venerada Imagen, vio abrirse el cielo y descender a su celda la Reina de los ángeles, resplandeciente de luz y de belleza.
Traía en sus manos un escapulario, y poniéndolo en las de Simón le dijo con amorosa sonrisa:—«Recibe, amado hijo, este escapulario para ti y para tu Orden, en prenda de mi especial benevolencia y protección. Por esta librea se han de conocer mis hijos y mis siervos; en él te entrego una señal de predestinación y una escritura de paz y alianza eternas, con tal que la inocencia de vida corresponda a la santidad del hábito. El que tuviere la dicha de morir con esta especial divisa de mi amor no padecerá el fuego eterno, y por singular misericordia de mi Divino Hijo gozará de la bienaventuranza».
Basta considerar estas palabras para comprender que la Santísima Virgen distingue a los hijos del Carmelo con una especial predilección entre todos los redimidos con la sangre de su Hijo. Ella ha firmado una escritura de paz y alianza eterna: es decir, una promesa de protección que se extiende hasta las regiones de la eternidad, con tal de que por su parte procuren evitar el pecado, los que visten el Escapulario.
Y como si esto no bastase, todavía añadió una nueva promesa en favor de los carmelitas, hecha al Papa Juan XXII.
Este insigne devoto de María y decidido protector de la Orden carmelitana fue favorecido con una aparición de la Santísima Virgen en la que le dirigió estas palabras: «Yo, que soy la Madre de misericordia, descenderé al Purgatorio el primer sábado después de la muerte de mis cofrades, los carmelitas y libraré de sus llamas a los que estén allí, y los conduciré al monte santo de la vida eterna».
¿Quién será el hijo de María que, sabedor de los insignes privilegios de que está revestido el Santo Escapulario deje de revestir con él su pecho como con un escudo de protección?

Jaculatoria

Fuente de todo consuelo,
Envíame desde el cielo
Tu maternal bendición.

Oración

¡Oh María! la más atribulada de las madres, permitid que nos unamos en este día a los dolores que experimentó vuestro Corazón desde el momento en que os fue anunciada la amarga suerte de vuestro Hijo. Vos sois bella y amable desde vuestra aurora, ya sea que llevéis en vuestros brazos a éste divino niño cuyas gracias os embellecen, ya sea que seáis glorificada en el cielo entre los resplandores de la gloria; pero más bella y más amable aparecéis a nuestros ojos, cuando os contemplamos sumergida en un mar de angustias y pesares y cuando vemos que dolorosas lágrimas inundan vuestros ojos. ¡Es tan dulce para el que sufre encontrar en el objeto de su amor y de su culto los mismos dolores y las mismas penas! Virgen afligida, nosotros tenemos en Vos una madre que ha compartido sus lágrimas con nosotros y que ha acercado a sus labios una copa más amarga que la nuestra. Vos habéis sido víctima del dolor, por eso sois tan misericordiosa; y como sabéis por experiencia lo que es el sufrimiento, sabéis compadeceros de los que sufren, ofreciéndoles vuestros consuelos. ¡Oh María! alcanzadnos de vuestro Hijo la gracia de la resignación para soportar con santa alegría las aflicciones, los pesares, las miserias y las desgracias de la vida, a fin de unirnos a Vos y mezclar con los vuestros nuestros dolores y merecimientos, y para que, llorando en vuestra compañía, podamos alcanzar también las recompensas que están reservadas a los que padecen con verdadero espíritu de penitencia.
Amén.

Oración final
para todos los días del Mes

¡Oh María, Madre de Jesús, nuestro Salvador y nuestra buena Madre! Nosotros venimos a ofreceros con estos obsequios, que traemos a vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros agradables, y a solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestro santo servicio. Dignaos presentarnos a vuestro divino Hijo; que en vista de sus méritos y a nombre de su santa Madre dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud; que haga lucir con nuevo esplendor la luz de la fe sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia Él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro; que confunda a los enemigos de su Iglesia, y que, en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad, que nos colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir.
Amén.

Prácticas espirituales

1. Rezar siete Salves en honra de los dolores de María, pidiéndole que nos enseñe a sufrir con fruto.
2. Hacer un acto de mortificación de los sentidos uniéndose a los dolores de María.
3. Sufrirlo todo de todos sin incomodarse ni quejarse.

Fuente: Mes de María Inmaculada; Mons. Rodolfo Vergara Antúnez; Arancibia Hnos. y Cía. Ltda., edición de 1985.

domingo, 17 de noviembre de 2024

DÍA DÉCIMO 17/11/2024 - MES DE MARÍA INMACULADA TRADICIONAL por Mons. Rodolfo Vergara Antúnez

 



Día décimo: 

Consagrado a honrar el misterio de la purificación de María


Oración inicial
para todos los días del Mes


¡Oh María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro nombre y alabanzas. Vuestro santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos. Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas ¡oh María! no os dais por satisfecha con estos homenajes; hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes. Sí; los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones; nos esforzaremos, pues, durante el curso de este Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen Santa! en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas aun la sombra misma del mal. La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos, nos amaremos, pues, los unos a los otros como hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados. ¡Oh María! haced producir en el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia para poder ser algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres.
Amén.

Consideración


La ley de Moisés obligaba a las madres a presentar a sus hijos al templo cuarenta días después de su nacimiento y a purificarse ofreciendo a Dios una ofrenda. Por ningún título estaba obligada María a sujetarse a esta prescripción; porque ella era la pureza misma y porque el Hijo que iba a presentar no pertenecía al número de los pecadores, para los cuales había sido dictada la ley. Pero el Hijo y la Madre quisieron ocultar la grandeza de sus destinos y de su dignidad para dar ejemplo de obediencia a las prescripciones religiosas que reglan para los hijos y las madres de Israel. Como todas las mujeres del pueblo, ella se presenta al templo de Jerusalén acompañada de su esposo y llevando en sus brazos al hijo que había dado a luz por operación del Espíritu Santo. Y como pertenecía a la clase de los pobres, fue modesta su ofrenda y pequeña su oblación.
Pero un fin más alto la conducía al santuario del Señor. Iba a dar gracias a Dios por el incomparable beneficio de su fecundidad gloriosa. Si toda paternidad viene de Dios, la maternidad de María era la obra primorosa de su amor y de su misericordia, el principio de la felicidad del mundo y el testimonio más elocuente de la predilección que tenía por la que eligió por Madre del Verbo encarnado. Por lo mismo, ella debía a Dios beneficios más excelsos que todas las madres juntas y acciones más ardientes de gracias que las que le han enviado en todos los siglos todas las que han sido favorecidas con el don de la fecundidad.
¡Ah!, ¡cuáles serían en ese momento los ardores de la gratitud de María, que conocía en toda su magnitud la gracia de que había sido depositaria! Su corazón, abrazado en las llamas del amor y del reconocimiento, levantaría hasta el cielo, a manera de purísimo incienso, los más encendidos afectos que jamás se escaparan del corazón humano. Ella, que amó a Dios desde el primer momento de su existencia, ¿cuál estaría su corazón cuando, no sólo amaba a Dios como simple criatura y lo bendecía no solamente por los dones comunes que le había otorgado, sino que lo amaba como madre y lo bendecía por las excepcionales prerrogativas de que la acababa de colmar? No es la inteligencia humana capaz de comprender la intensidad de los afectos de amor y gratitud que brotarían en ese momento del pecho amante y agradecido de María. Ellos excederían sin duda, a los de los más ardientes serafines.
He aquí lo que nos enseña María en el misterio que meditamos. Cumple a todos los hombres el deber ineludible de dar a Dios acciones incesantes de gracias por todos los beneficios, así generales como particulares, con que han sido favorecidos. Quien se muestre ingrato y olvidadizo con el Bienhechor soberano se hace indigno de sus favores. El primero de los deberes del beneficiado es el de la gratitud para con su benefactor. La naturaleza misma impone esta obligación y quien rehúse cumplirla contraría los sentimientos más naturales que abriga el corazón. La gratitud, como todos los sentimientos del alma, se manifiesta por medio de repetidos actos; y así como el amor se deja conocer por actos de amor, el agradecimiento debe mostrarse con acciones de gracias.
¡Ah!, ¿quién será aquel que en cada uno de los días de su vida no tenga un nuevo beneficio que agradecer a Dios? La conservación de la vida, el alimento que nos mantiene, el vestido que nos cubre, el techo que nos guarece, el sol que nos calienta, el aire que respiramos… todo es obra de su mano generosa. Las inspiraciones secretas, las mociones de la voluntad, los pensamientos saludables, los propósitos santos en orden a la reforma y perfeccionamiento de la vida, las advertencias caritativas, los buenos consejos y hasta lo que llamamos desgracias y contratiempos, son otros tantos beneficios que recibimos de su infinita liberalidad. Y si sus favores no cesan, ¿cómo podrán cesar nuestras acciones de gracias? ¿Cómo podremos, sin ser desagradecidos, pasar un día solo sin que levantemos a Dios un acento de ardiente gratitud? ¡Ah!, y si consideramos los beneficios generales que ha dispensado Dios al mundo, en la creación, conservación, redención, institución de la Iglesia y llamamiento a la fe, el deber de la gratitud aparece todavía más estricto e imprescindible. Imitemos a María, cuya vida fue una continuada acción de gracias y cuyo corazón fue un incensario vivo que estuvo siempre perfumando el trono de Dios con los aromas del amor más puro y de la gratitud más ardiente.

Ejemplo
María, Vaso insigne de devoción


San Bernardino de Siena, uno de los astros más resplandecientes de la orden de san Francisco, y de los más bellos ornamentos de su siglo, se distinguió desde la más tierna infancia por su acendrado amor a la Madre de Dios. Nacido el 8 de septiembre de 1380, día de la Natividad de la Santísima Virgen, todos los grandes actos de su vida se verificaron en este mismo día: su toma de hábito, su profesión religiosa y su primera misa, augurio cierto de la predilección de esta bondadosa Madre.
Conociendo sus superiores los grandes talentos de este insigne hijo de María, no quisieron que esta antorcha quedara oculta entre las sombras del claustro, y lo enviaron a predicar a Milán y demás estados de Italia en un tiempo en que la corrupción de las costumbres se extendía como una lepra gangrenosa en el cuerpo social. La Santísima Virgen le concedió la gracia de que su lengua, que era tarda por defecto natural, adquiriera una expedición tan admirable que no hubo en su época quién lo aventajase en elocuencia. Innumerables fueron las conversiones que hacía su predicación: los pueblos cambiaban de faz, personas inveteradas en el vicio se volvían a Dios, y multitudes incontables eran arrastradas por la irresistible unción de su palabra. La devoción a María palpitaba en sus discursos y se comunicaba a sus oyentes como el calor de una llama. Decía que no predicaba con gusto cuando no le era posible hablar de María en sus sermones. Admirables son los que se conservan sobre la Santísima Virgen y en especial sobre su Inmaculada Concepción, pues no podía tolerar que se pusiese en duda que la Madre de Dios había sido concebida en gracia y exenta de toda mancha.
María pagó con retribución generosa el encendido amor de su fidelísimo hijo, pues ella sabe corresponder a los obsequios de que es objeto con inagotable generosidad.
Un día quiso dar un testimonio público de su amor por Bernardino, haciendo aparecer una estrella brillantísima sobre su cabeza en el momento en que predicaba en Aquila sobre las doce estrellas que coronan la frente de la gloriosa Reina de los Ángeles. Este prodigio, que fue presenciado por un gran número de personas, aumentó la veneración que a todos inspiraba la santidad de Bernardino. En la hora de su muerte tuvo la dicha de ver a María junto a su lecho mortuorio y espirar entre los brazos maternales de aquella por cuya gloria había trabajado con tanto afán. Ella recibió en su regazo el espíritu de su siervo y remontose con él al cielo para que recibiera el premio que había merecido por su amor a Jesús y María.
Así es como la Santísima Virgen recompensa el amor de sus fieles hijos, y el celo de los que se consagran a extender su gloria y dilatar su culto.


Jaculatoria


¡Astro esplendente del día!,
Pues que eres de gracia llena,
No me olvides, Madre mía.


Oración


Al contemplaros, ¡oh, María!, de rodillas y con el corazón inflamado de amor al pie de los altares de la casa del Señor, dando gracias por todos los beneficios que Dios ha otorgado al mundo por la mediación de Jesús, nosotros no podemos menos de avergonzarnos de ser tan desagradecidos e ingratos para con Dios. Caen sobre nosotros lluvias de bendiciones y no se arranca de nuestro corazón ni un suspiro de amor y gratitud para con el soberano Bienhechor. Transcurren unos tras otros los días de nuestra vida llenos de favores divinos; pero parece que nosotros lo ignoramos, porque la frialdad y la indiferencia son la respuesta que damos a la liberalidad inagotable de la Providencia. Enseñadnos, ¡oh María!, a ser gratos a los favores celestiales, vos que no hicisteis en la tierra otra cosa que enviar al cielo los perfumes de vuestros amorosos y agradecidos afectos. Dad vos por nosotros rendidas gracias a la Bondad divina y suplid con vuestros homenajes de gratitud lo que no puede hacer nuestra indolencia. Recibid vos también la expresión de nuestro agradecimiento en los filiales obsequios que venimos diariamente a deponer a vuestras plantas. Que esas flores y esas guirnaldas con que decoramos vuestra imagen querida lleven en sus aromas el perfume de nuestra gratitud. Recibid con nuestros homenajes el afecto con que los traemos a vuestros pies y sirvan ellos de emblema de amor y prenda de nuestra correspondencia a vuestras maternales finezas. Haced que todos los que nos reunimos aquí para cantar vuestras alabanzas, merezcamos los favores que Dios concede a las almas amantes y reconocidas, para que, comenzando en la tierra el himno de nuestra gratitud, podamos en el cielo unir nuestra voz a la de los coros angélicos que repiten sin cesar: ¡Gloria a Dios en las alturas y paz a los hombres de buena voluntad!
Amén.

Oración final
para todos los días del Mes


¡Oh María, Madre de Jesús, nuestro Salvador y nuestra buena Madre! Nosotros venimos a ofreceros con estos obsequios, que traemos a vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros agradables, y a solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestro santo servicio. Dignaos presentarnos a vuestro divino Hijo; que en vista de sus méritos y a nombre de su santa Madre dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud; que haga lucir con nuevo esplendor la luz de la fe sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia Él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro; que confunda a los enemigos de su Iglesia, y que, en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad, que nos colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir.
Amén.

Prácticas espirituales


1. Rezar el Trisagio en homenaje de agradecimiento por los beneficios que hemos recibido de Dios.
2. Ofrecer una Comunión, o si esto no fuere posible, oír una Misa en sufragio del alma más devota de María.
3. Hacer una visita al Santísimo Sacramento para desagraviarlo de todas las injurias, desprecios y olvidos de que es víctima en el adorable Sacramento del altar.

Fuente: Mes de María Inmaculada; Mons. Rodolfo Vergara Antúnez; Arancibia Hnos. y Cía. Ltda., edición de 1985.


sábado, 16 de noviembre de 2024

DÍA NOVENO 16/11/2024 - MES DE MARÍA INMACULADA TRADICIONAL por Mons. Rodolfo Vergara Antúnez

 


Día noveno: 

Consagrado a honrar el gozo de María en el nacimiento de Jesús


Oración inicial
para todos los días del Mes


¡Oh María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro nombre y alabanzas. Vuestro santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos. Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas ¡oh María! no os dais por satisfecha con estos homenajes; hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes. Sí; los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones; nos esforzaremos, pues, durante el curso de este Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen Santa! en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas aun la sombra misma del mal. La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos, nos amaremos, pues, los unos a los otros como hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados. ¡Oh María! haced producir en el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracias para poder ser algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres.

Amén.


Consideración


En una mañana de invierno nebulosa y triste, dos viajeros, un hombre noble y fuerte y una mujer joven y hermosa, dejaban a Nazaret y tomaban el camino de Belén. Eran José y María que, obedeciendo a las órdenes imperiales, iban a inscribir sus oscuros nombres en la ciudad de sus antepasados. El viaje era largo y penoso: María se hallaba en el último mes de su preñez, pero soportaba con humilde resignación las asperezas del camino. Multitud de alegres y presurosos viajeros subían a la ciudad de David para buscar albergue bajo el techo de las posadas. José fue a golpear también a sus puertas en demanda de un aposento para pasar la noche, que dejaba ya caer sus sombras sobre el mundo. Pero no hubo ni un rincón para ellos, que no podían ofrecer a los hospederos una moneda de oro, como precio de la hospitalidad. Llegaba la noche, y los dos esposos habían reclamado en vano un pobre techo bajo el cual guarecerse; ninguna puerta se abría para darles hospitalario asilo. Tristes pero resignados, salieron de Belén sin saber adónde dirigirse. No lejos de la ciudad descubrieron a la luz de los postreros resplandores del crepúsculo, una caverna horadada en una enorme roca que daba asilo a algunos animales. Ambos viajeros bendijeron a la Providencia, que les preparaba aquella agreste morada en que pasar la noche. Y allí, reclinada en una dura roca, María dio a luz al Redentor del mundo, en la mitad de una noche fría y tenebrosa.

Así es como nace al mundo el soberano dueño de todas las riquezas. Busca un pesebre por palacio, una roca por cuna y unas toscas pajas por lecho. Pero como dice San Bernardo, esos panales son nuestras riquezas y son más preciosos que la púrpura, ese pesebre es más glorioso que los tronos de los reyes. Pero María, olvidándose de tan tristes apariencias, abre su corazón al gozo más puro. Acaba de dar a luz al Verbo encarnado. Y si todo le falta, si el mundo le niega hasta un oscuro asilo, en cambio ella se entrega a los transportes del amor maternal y ese amor la indemniza de todos sus sufrimientos. Ella lo adora como a Dios y lo acaricia como a hijo, e inclinándose amorosamente sobre él, exclama, dice san Basilio: «¿Cómo os deberé llamar?… ¿Un mortal? Pero yo os he concebido por operación divina… ¿Un Dios? Pero vos tenéis cuerpo de hombre… ¿Debo yo acercarme a Vos con el incienso u ofreceros mi leche? ¿Es preciso que yo prodigue los cuidados de madre, o que os sirva como vuestra esclava con la frente en el polvo?».

¡Oh sublimes anonadamientos de Jesús y de María! ¡Bajo qué humilde techo se hallan asilados el Criador del cielo y la Reina de los ángeles! ¡María da a luz al Salvador del mundo y no tiene otro lecho que darle que unas húmedas pajas! ¡Digna madre de aquel que no tendrá dónde reposar su cabeza, que vivirá trabajando durante su vida hasta darla por el hombre en la Cruz!

Estaban velando en aquellos contornos unos pastores y haciendo centinela de noche sobre su rebaño, cuando de repente un ángel del Señor apareció junto a ellos y los inundó con su resplandor una luz divina; lo cual los llenó de sumo temor. Díjoles entonces el ángel: «No temáis, pues vengo a daros una nueva de grandísimo gozo para todo el pueblo, y es que hoy os ha nacido, en la ciudad de David, el Salvador, que es el Cristo, Señor nuestro. Sírvaos de señal que hallaréis al niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre». Al mismo tiempo se dejó ver con el ángel un coro numeroso de la milicia celestial que alababa a Dios cantando: «Gloria a Dios en los cielos y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad».

Cuidemos mucho no suceda lo que ocurrió en Belén, donde Jesucristo no encontró lugar para nacer en las hospederías. Procuremos lo encuentre en nuestros corazones, donde desea siempre permanecer con su divina gracia.


Ejemplo
Las primeras lágrimas de un pecador


Un sacerdote salía de una de las cárceles de París.

—Señor Cura (le dijo un carcelero): tenemos aquí un hombre condenado a muerte: muchos de la clase de Vd. han ensayado hablarle de religión; pero él se ha negado a escucharles; está furioso; quiere romper su cabeza contra las paredes, y ha sido menester encerrarle en un calabozo… ¿Quiere Vd. verle?

—Vamos allá, respondió el sacerdote.

El carcelero le condujo por un corredor sombrío y subterráneo: se abrió una puerta, y vio a un desgraciado, tendido sobre una cama de hierro y cubierto con una camisa de fuerza. A la vista de una sotana, sus ojos se inflamaron y gritó furioso:

—¿A qué venís? ¿No he dicho ya que no quería confesarme? Salid… salid… 

—Pero, amigo mío (repuso el ministro del Señor), yo no vengo a confesaros: vos estáis solo; os debéis fastidiar mucho, y vengo a daros algún consuelo.

—Enhorabuena (le contestó). Tiene Vd. cara de buen hombre. Siéntese aquí.

Y le señaló una gruesa piedra, que había en un rincón del calabozo.

El sacerdote no se lo hizo repetir, y aceptó el asiento. El preso le contó su historia. Era un joven de veintinueve años, de honrada familia, si bien su educación religiosa había sido completamente descuidada. Hacía algunos años llevaba una vida criminal, hasta el punto de ser cogido y sentenciado a la última pena. Cuando hubo terminado su historia, el sacerdote ensayó hacérsela contar de nuevo en forma de confesión. Lo comprendió el preso, y prorrumpió en horrorosas blasfemias. El sacerdote sólo pudo obtener de él la promesa de rezar todos los días el Acordaos, piadosísima Virgen… Muchas veces repitió el sacerdote sus visitas; pero todas eran estériles. El desgraciado preso estaba convencido de que sus crímenes eran demasiado enormes y que no había misericordia para él.

Sin embargo, un día en que el infeliz contaba de nuevo su historia, el sacerdote, convertido en su mejor amigo, le interrogó como se hace a cualquiera que se confiesa. Advirtiólo el preso, pero no se opuso a ello; y cuando hubo concluido, el sacerdote le dijo:

—Amigo mío, acabáis de confesaros y no os falta más que un verdadero arrepentimiento.

Entonces, cogiéndole las manos con ternura, le indujo a arrodillarse sobre la cama; invocó sobre su cabeza las bendiciones de Dios, y, con toda la simpatía y la caridad de un apóstol, conjuróle a detestar sus culpas, hasta que por fin oyó escapársele del pecho un profundo suspiro, seguido de estas palabras:

—¡Ah! Sí me arrepiento. ¡Cuán bueno es usted! ¡Me ha levantado un peso enorme, que oprimía mi corazón!

Luego enjugando dos lágrimas que brotaban de sus ojos exclamó:

—¡Esto sí que es chusco!… Parece que lloro; ¡yo… que no había llorado nunca! ¡Yo, que he visto morir a mi pobre madre, a quien amaba, y de cuya muerte sin duda fui causa!… ¡Y no lloré! ¡Yo, que sin llorar oí la lectura de la sentencia de mi muerte! Todas las mañanas cuando veía aparecer el sol por entre las rejas, decía entre mí: ¡Quién sabe si será por última vez! ¡y no lloraba!… ¡y hoy lloro!… ¡Cuán bueno sois, Dios mío! ¡Cuán bella y consoladora es la Religión! ¡Cuánto me pesa no haberos conocido antes! No me vería en tan triste estado.

Y dejándose caer de rodillas, y cogiéndose de la sotana del sacerdote, le dijo:

—Padre mío, acérquese más; no se aparte de mi lado, y oremos juntos, pues si rezo solo, Dios no me escuchará.

Arrodillóse el sacerdote y mezcló sus lágrimas con las del criminal arrepentido. Algunos días después, el desgraciado joven; lleno de resignación cristiana, llevaba su cabeza a la guillotina, asistido hasta el último momento por su fiel amigo, que había obrado en su espíritu tan maravillosa transformación.

María no se deja vencer jamás en generosidad: los más pequeños sacrificios hechos en su obsequio los retribuye con la munificencia de una reina y con la bondad inagotable de una madre.

El mismo fin podemos alcanzar para muchos infelices pecadores, si por ellos rogamos con fervor a la Madre de Dios, refugio de pecadores.


Jaculatoria


Esperanza del que llora,
Refugio de pecadores,
Ven a mi amparo, Señora.


Oración


Cuando nuestra conciencia gime sintiendo la espina del pecado, cuando nuestro corazón está oprimido por el dolor, cuando negros temores nos asaltan en orden a nuestra salvación: nuestro único consuelo y nuestra sola esperanza es poder levantar nuestros ojos llorosos hacia vos, ¡oh, Madre de Dios y Reina omnipotente del cielo! Henos aquí, ¡oh, Virgen santa!, ¡Oh, estrella del mar y consoladora de los que padecen!, henos aquí prosternados a vuestros pies para saludaros y bendeciros en nombre de todos los pecadores penitentes, de todas las almas atribuladas y de todos los peregrinos de la vida, por la inconmensurable gloria de que disfrutáis en el cielo. Descended también vosotros, ¡oh, espíritus angélicos!, a celebrar con nosotros la gloria de nuestra Soberana, fuente de todos los bienes y santuario de todas las virtudes. ¡Oh, amiga querida!, desde el solio de vuestra grandeza, lanzad hacia nosotros una mirada compasiva; ved las llagas de nuestras almas, ved la inconstancia de nuestras resoluciones, ved las malas inclinaciones que se abrigan en nuestro corazón. Sed nuestra mediadora delante de vuestro Hijo y reconciliadnos con nuestro Supremo Juez. Recordadle vuestros dolores y alegrías del pesebre en aquella triste noche de angustia y desamparo, pero también de indecible gozo para vos. No olvidéis, ¡oh, Madre!, que a nosotros infortunados pecadores, debéis la diadema inmortal que ciñe vuestra frente. Sin nuestros pecados no habríais sido Madre de Dios; sin nuestra miseria no habríais sido llamada Madre de misericordia y de gracia; nuestra pobreza os ha enriquecido y nuestros vicios enaltecido. Recibidnos, pues, bajo vuestra protección y no ceséis de ser para nosotros madre compasiva y generosa, a fin de que, sostenidos por vos en la vida, podamos alabaros eternamente en el cielo.

Amén.


Oración final
para todos los días del Mes


¡Oh María, Madre de Jesús, nuestro Salvador y nuestra buena Madre! Nosotros venimos a ofreceros con estos obsequios, que traemos a vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros agradables, y a solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestro santo servicio. Dignaos presentarnos a vuestro divino Hijo; que en vista de sus méritos y a nombre de su santa Madre dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud; que haga lucir con nuevo esplendor la luz de la fe sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia Él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro; que confunda a los enemigos de su Iglesia, y que, en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad, que nos colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir.

Amén.


Prácticas espirituales


1. Hacer tres actos de vencimiento de la propia voluntad, privándonos de lo que más nos agrade.

2. Sufrir con paciencia las molestias y contrariedades ocasionadas por las personas con quienes vivimos o tratamos.

3. Dar una limosna para el culto de la Santísima Virgen en alguna iglesia pública.


Fuente: Mes de María Inmaculada; Mons. Rodolfo Vergara Antúnez; Arancibia Hnos. y Cía. Ltda., edición de 1985.


viernes, 15 de noviembre de 2024

DÍA OCTAVO 15/11/2024 - MES DE MARÍA INMACULADA TRADICIONAL por Mons. Rodolfo Vergara Antúnez

 



Día octavo: 

Destinado a honrar la visitación de María a santa Isabel


Oración inicial
para todos los días del Mes


¡Oh María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro nombre y alabanzas. Vuestro santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos. Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas ¡oh María! no os dais por satisfecha con estos homenajes; hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes. Sí; los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones; nos esforzaremos, pues, durante el curso de este Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen Santa! en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas aun la sombra misma del mal. La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos, nos amaremos, pues, los unos a los otros como hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados. ¡Oh María! haced producir en el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracias para poder ser algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres.

Amén.


Consideración


Acababa de realizarse en María el gran misterio de la Encarnación del Verbo. Dios había tomado ya posesión de su castísimo seno y habitaba en él comunicándole todos los tesoros de su amor y caridad. La Santísima Virgen se abrasaba en vivísimas llamas de celo por la gloria de Dios y por el bien de los hombres. Fruto de ese celo fue la visita de María a su prima Santa Isabel para ir a derramar la gracia, la salvación y la vida en la casa del anciano Zacarías, y sacar el alma de Juan Bautista de las sombras del pecado y de la muerte.

La larga distancia que separaba a Nazaret de la morada de Isabel, un camino erizado de montañas, cortado por torrentes y despeñaderos y cruzado por extensos desiertos; la delicadeza de su edad, el hábito de una vida silenciosa y retirada, nada es bastante a detener el celo de María. Va a salvar un alma y a acrecentar la dicha de la estéril esposa de Zacarías, que había concebido en el invierno de la ancianidad un tardío, pero precioso fruto.

Al ver a María, Isabel experimenta una emoción desacostumbrada. Su rostro se anima; sus ojos se encienden; brilla en su frente un rayo de inspiración profética y, en medio de los transportes de su admiración, exclama; Tú eres bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. María, en un rapto de celestial arrobamiento al contemplar las maravillas del Señor prorrumpe en un cántico de gratitud: Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se transporta de gozo en Dios mi Salvador.

Así es como la Madre de Dios abre la senda del apostolado y da a los obreros del Evangelio la primera lección de celo por la salvación de las almas. Ella interrumpe el éxtasis dulcísimo en que se embebecía en la contemplación del amado de su alma que habita en su seno, para ir a derramar el raudal de la gracia que emanaba de la fuente que en sus entrañas llevaba. Su caridad la hacía olvidarse de sí misma para comunicar a otros sus celestiales incendios. Para ello tiene que soportar grandes sacrificios y someterse a humillaciones profundas. No importa: comprende mejor que nadie el mérito del sacrificio y el precio de la humillación voluntaria; sabe que el Dios humanado, que lleva en su seno, ha venido al mundo a sacrificarse en aras del amor y a envilecerse para dar muerte a la soberbia. El amor de Dios y el amor del prójimo la conducen hasta la lejana morada donde el Precursor de su Hijo va a ser dado a luz; ella se apresura a santificarlo para que sea un digno heraldo del Redentor y un apóstol que atraiga los hombres a la penitencia con sus palabras y el ejemplo de la santidad.

Así busca María la gloria de Dios y así se emplea su caridad en beneficio de sus hermanos. ¡Qué hermosas y fecundas enseñanzas para nosotros que con tan fría indiferencia miramos la salvación de las almas! Vemos a millares que se pierden porque no hay una mano compasiva que las arranque del vicio, del error y de la muerte. Nos parece que esa tarea de caridad está sólo reservada a los ministros del Evangelio, sin pensar que cada uno tiene el deber de dar gloria a Dios y de atraer a los que se separan del camino del bien y de la salvación. Cada hombre tiene un campo más o menos vasto en que emplear su celo. Todos tienen medios de influir sobre los suyos, a fin de preservarlos de la perdición y enderezarlos por el buen camino. No es mies la que escasea, sino operarios celosos que la sieguen. Dios quiere que por amor suyo cada uno de nosotros se haga un obrero de su viña. El que ama verdaderamente a Dios, no puede dejar de interesarse por la salud de las almas que son hijas de sus sacrificios y frutos de su Sangre. Si comprendiéramos el precio de las humillaciones y de los dolores de Jesucristo, entonces nos esmeraríamos en dilatar el reino de Dios y atraer ovejas a su rebaño. Entonces antepondríamos con gusto a todas las ambiciones mundanas la gloria de asociarnos a la obra de la redención, derramando, si no nuestra sangre, al menos nuestros sudores, a fin de salvar una sola alma. Porque salvar un alma es una gloria más grande que todas las obras del genio, que todos los prodigios del arte, que todo el honor de los conquistadores y que la posesión del mundo entero. Porque la salvación de un alma da más gloria a Dios que cuanto los hombres pueden darle consagrándole todo lo que forma el orden material. Y bien, ¿dónde están las obras de nuestro celo? ¿Qué hemos hecho para dilatar el reino de Dios conquistando almas para el cielo? ¿Cuáles son las que nos servirán de corona en el día de las supremas recompensas? Dejemos nuestras casas y olvidémonos un momento de nosotros mismos, como María, para ir en busca de almas que santificar, de corazones que encender en amor divino y de inteligencias que iluminar con las luces de la fe. Acudamos en auxilio del apostolado católico, que apenas basta para las numerosas necesidades que reclaman su atención. Consideremos que existen muchos pequeñuelos que piden pan y que no hay quién se lo distribuya.


Ejemplo
El castigo de un sacrilegio


El célebre escritor católico Luis Veuillot refiere [1] en una de sus obras el hecho siguiente, que demuestra cómo castiga Dios a los profanadores de las imágenes de su santa Madre.

Es sabido que en el año de 1793 la Francia fue teatro de escenas que la historia recuerda con horror. La impiedad triunfante convirtió a este país en un lago de sangre y lágrimas, en cuyo abismo cayeron el trono y los altares. Los sacerdotes fueron perseguidos de muerte, los templos prostituidos y las santas imágenes derribadas.

En ese tiempo un ejército francés se dirigió a los Pirineos para contener al ejército español que invadía el territorio con motivo del asesinato del rey Luis XVI. Tres jóvenes franceses, que se encaminaban a incorporarse en las huestes de la Convención, se detuvieron al frente de un templo católico en cuyo frontispicio se veía una estatua colosal de la Santísima Virgen.

A la vista de esta imagen se le ocurrió a uno de ellos hacerla blanco de sus tiros para ejercitarse en el manejo de las armas. Otro de los compañeros aceptó entre burlas impías el sacrílego proyecto; el tercero, menos descreído, intentó en vano disuadirlos de tal propósito.

En efecto, los tres cargaron sus fusiles: apuntó el primero, y la bala fue a clavarse en la frente de la sagrada imagen; apuntó el segundo y el proyectil dio en el pecho de la efigie de María. Vacilaba el tercero, y bien hubiera querido excusarse de cometer aquel atentado sacrílego; pero temeroso de las burlas de sus compañeros, apuntó temblando y con los ojos cerrados, y la bala fue a estrellarse en la rodilla de la venerada estatua. El pueblo es taba horrorizado, pero en aquellos tiempos de terror nadie se atrevía a manifestar sus sentimientos; sin embargo, una anciana, sin poder contener su indignación, les dijo como inspirada por una luz profética: «Vais a la guerra; pero sabed que la nefanda acción que acabáis de cometer os acarreará grandes desdichas».

Efectivamente, desde su salida de la población comenzaron a experimentar muchos y muy graves contratiempos antes de reunirse con el ejército francés. A poco de su llegada trabóse una acción entre los ejércitos. Nuestros tres camaradas concurrieron a ella y pelearon con denuedo; pero de lo alto de una roca salió un tiro, y una bala fue a clavarse en la frente del primero de ellos, precisamente en el mismo lugar en que había herido la sagrada imagen de María. Al verle caer mortalmente herido, y al observar el lugar en que tenía la herida, los dos compañeros se estremecieron de espanto y volvieron a resonar en sus oídos las fatídicas palabras de la anciana.

A la mañana siguiente, el ejército español vencido en la jornada anterior, volvió con nuevos bríos a presentar batalla a los franceses; y los dos compañeros, silenciosos y cabizbajos, ocuparon sus puestos, diciendo uno de ellos: ¡Hoy me toca a mí!… Y en efecto, cuando el ejército francés retrocedía perseguido por el español, del fondo de un precipicio salió un tiro disparado por un soldado herido, y la bala fue a atravesar de parte a parte el pecho de aquel que había herido en el pecho la estatua de María. El infeliz sacrílego, revolviéndose en un charco de sangre, pedía a grandes voces un sacerdote; pero los convencionales lo dejaron morir abandonado en el camino sin auxilio espiritual ni temporal.

El único que quedaba, aquel que se había opuesto al sacrílego atentado, se llenó de tan grande horror al ver la triste suerte de sus compañeros, que, temiendo morir como ellos, prometió a Dios confesarse tan pronto como le fuera posible. Pero viendo que el Señor se mostraba clemente, llegó a olvidarse de su promesa, y dirigiéndose algún tiempo después a España enrolado en el ejército de Napoleón, al pasar a inmediaciones del lugar del sacrilegio, disparósele el fusil a un soldado francés, y la bala fue a clavarse en la rodilla del infeliz sacrílego, esto es, en el mismo lugar en que él había herido la sagrada imagen.

La Santísima Virgen tuvo misericordia de este desgraciado alcanzándole la gracia del más sincero arrepentimiento, y con él la salud del alma; pero la herida se mostró, durante veinte años, rebelde a todos los recursos de la ciencia.[2]

Este hecho manifiesta que Dios tiene reservados tremendos castigos para aquellos que ofenden o insultan a su Madre.


Jaculatoria


Refugio del pecador,

Del afligido consuelo,

Ampárame desde el cielo

Al escuchar mi clamor.


Oración


¡Oh, Virgen inmaculada!, ¡cuán dulce consuelo experimenta mi alma al contemplaros en este día tomar la penosa ruta que conduce a la pobre morada de Isabel! Vos sois conducida en alas de la más ardiente caridad para ir a sacar a un alma querida de la oscuridad del pecado y santificarla en el vientre de su madre. Este rasgo de generoso celo alienta en mí la esperanza que siempre he fundado en vuestra maternal protección. Acudid, ¡oh Madre mía!, en auxilio de mi debilidad para librarme de las sombras del pecado que sin cesar me cercan. Vos sois el refugio de los pecadores y vuestra mano está siempre pronta a libertarlos del peligro y sacarlos del precipicio. Dirigid vuestra vista, ¡oh María!, por toda la extensión de la tierra, y en todas partes se presentará a vuestros ojos el doloroso espectáculo que ofrecen tantos desventurados náufragos que se pierden en los mares del mundo. ¡Cuántos pecadores viven contentos atados a las cadenas de los vicios! ¡Cuántos infieles, sentados a la sombra de la muerte, no conocen aún el precio de la redención! ¡Cuántos herejes, ramas tronchadas del árbol de la fe, perecen privados de la savia que sólo se encuentra en el catolicismo! Apiadaos, Señora mía, de todos esos infelices que siguen un camino de perdición eterna. Haced que todos ellos reconozcan sus yerros y detesten sus extravíos para que, formando una sola familia, unidos a nosotros por los vínculos de una misma creencia y un mismo amor, os reconozcamos todos por madre hasta que esa unión, comenzada en la tierra, se consume y estreche eternamente en el cielo.

Amén.


Oración final
para todos los días del Mes


¡Oh María, Madre de Jesús, nuestro Salvador y nuestra buena Madre! Nosotros venimos a ofreceros con estos obsequios, que traemos a vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros agradables, y a solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestro santo servicio. Dignaos presentarnos a vuestro divino Hijo; que en vista de sus méritos y a nombre de su santa Madre dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud; que haga lucir con nuevo esplendor la luz de la fe sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia Él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro; que confunda a los enemigos de su Iglesia, y que, en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad, que nos colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir.

Amén.


Prácticas espirituales


1. Rezar una tercera parte del Rosario pidiendo a María por la conversión de los infieles, herejes y pecadores.

2. Esmerarse en cumplir con exactitud todas las prácticas ordinarias de piedad.

3. Aprovechar santamente el tiempo no desperdiciándolo en frivolidades o pasatiempos inútiles.


Fuente: Mes de María Inmaculada; Mons. Rodolfo Vergara Antúnez; Arancibia Hnos. y Cía. Ltda., edición de 1985.


Notas:

1. La historia puede encontrarse en la obra de Veillout titulada Ça et la (Aquí y allá), de 1859, lib. VII, cap. VIII.

2. Veillout cuenta que quien recogió esta la historia es precisamente el médico que atendió al de la herida en la rodilla. Un muy conocido y respetable doctor Fabas, al parecer del pueblo de Eaux-Bonnes.