Día noveno:
Consagrado a honrar el gozo de María en el nacimiento de Jesús
Oración inicial
para todos los días del Mes
¡Oh María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro nombre y alabanzas. Vuestro santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos. Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas ¡oh María! no os dais por satisfecha con estos homenajes; hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes. Sí; los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones; nos esforzaremos, pues, durante el curso de este Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen Santa! en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas aun la sombra misma del mal. La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos, nos amaremos, pues, los unos a los otros como hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados. ¡Oh María! haced producir en el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracias para poder ser algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres.
Amén.
Consideración
En una mañana de invierno nebulosa y triste, dos viajeros, un hombre noble y fuerte y una mujer joven y hermosa, dejaban a Nazaret y tomaban el camino de Belén. Eran José y María que, obedeciendo a las órdenes imperiales, iban a inscribir sus oscuros nombres en la ciudad de sus antepasados. El viaje era largo y penoso: María se hallaba en el último mes de su preñez, pero soportaba con humilde resignación las asperezas del camino. Multitud de alegres y presurosos viajeros subían a la ciudad de David para buscar albergue bajo el techo de las posadas. José fue a golpear también a sus puertas en demanda de un aposento para pasar la noche, que dejaba ya caer sus sombras sobre el mundo. Pero no hubo ni un rincón para ellos, que no podían ofrecer a los hospederos una moneda de oro, como precio de la hospitalidad. Llegaba la noche, y los dos esposos habían reclamado en vano un pobre techo bajo el cual guarecerse; ninguna puerta se abría para darles hospitalario asilo. Tristes pero resignados, salieron de Belén sin saber adónde dirigirse. No lejos de la ciudad descubrieron a la luz de los postreros resplandores del crepúsculo, una caverna horadada en una enorme roca que daba asilo a algunos animales. Ambos viajeros bendijeron a la Providencia, que les preparaba aquella agreste morada en que pasar la noche. Y allí, reclinada en una dura roca, María dio a luz al Redentor del mundo, en la mitad de una noche fría y tenebrosa.
Así es como nace al mundo el soberano dueño de todas las riquezas. Busca un pesebre por palacio, una roca por cuna y unas toscas pajas por lecho. Pero como dice San Bernardo, esos panales son nuestras riquezas y son más preciosos que la púrpura, ese pesebre es más glorioso que los tronos de los reyes. Pero María, olvidándose de tan tristes apariencias, abre su corazón al gozo más puro. Acaba de dar a luz al Verbo encarnado. Y si todo le falta, si el mundo le niega hasta un oscuro asilo, en cambio ella se entrega a los transportes del amor maternal y ese amor la indemniza de todos sus sufrimientos. Ella lo adora como a Dios y lo acaricia como a hijo, e inclinándose amorosamente sobre él, exclama, dice san Basilio: «¿Cómo os deberé llamar?… ¿Un mortal? Pero yo os he concebido por operación divina… ¿Un Dios? Pero vos tenéis cuerpo de hombre… ¿Debo yo acercarme a Vos con el incienso u ofreceros mi leche? ¿Es preciso que yo prodigue los cuidados de madre, o que os sirva como vuestra esclava con la frente en el polvo?».
¡Oh sublimes anonadamientos de Jesús y de María! ¡Bajo qué humilde techo se hallan asilados el Criador del cielo y la Reina de los ángeles! ¡María da a luz al Salvador del mundo y no tiene otro lecho que darle que unas húmedas pajas! ¡Digna madre de aquel que no tendrá dónde reposar su cabeza, que vivirá trabajando durante su vida hasta darla por el hombre en la Cruz!
Estaban velando en aquellos contornos unos pastores y haciendo centinela de noche sobre su rebaño, cuando de repente un ángel del Señor apareció junto a ellos y los inundó con su resplandor una luz divina; lo cual los llenó de sumo temor. Díjoles entonces el ángel: «No temáis, pues vengo a daros una nueva de grandísimo gozo para todo el pueblo, y es que hoy os ha nacido, en la ciudad de David, el Salvador, que es el Cristo, Señor nuestro. Sírvaos de señal que hallaréis al niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre». Al mismo tiempo se dejó ver con el ángel un coro numeroso de la milicia celestial que alababa a Dios cantando: «Gloria a Dios en los cielos y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad».
Cuidemos mucho no suceda lo que ocurrió en Belén, donde Jesucristo no encontró lugar para nacer en las hospederías. Procuremos lo encuentre en nuestros corazones, donde desea siempre permanecer con su divina gracia.
Ejemplo
Las primeras lágrimas de un pecador
Un sacerdote salía de una de las cárceles de París.
—Señor Cura (le dijo un carcelero): tenemos aquí un hombre condenado a muerte: muchos de la clase de Vd. han ensayado hablarle de religión; pero él se ha negado a escucharles; está furioso; quiere romper su cabeza contra las paredes, y ha sido menester encerrarle en un calabozo… ¿Quiere Vd. verle?
—Vamos allá, respondió el sacerdote.
El carcelero le condujo por un corredor sombrío y subterráneo: se abrió una puerta, y vio a un desgraciado, tendido sobre una cama de hierro y cubierto con una camisa de fuerza. A la vista de una sotana, sus ojos se inflamaron y gritó furioso:
—¿A qué venís? ¿No he dicho ya que no quería confesarme? Salid… salid…
—Pero, amigo mío (repuso el ministro del Señor), yo no vengo a confesaros: vos estáis solo; os debéis fastidiar mucho, y vengo a daros algún consuelo.
—Enhorabuena (le contestó). Tiene Vd. cara de buen hombre. Siéntese aquí.
Y le señaló una gruesa piedra, que había en un rincón del calabozo.
El sacerdote no se lo hizo repetir, y aceptó el asiento. El preso le contó su historia. Era un joven de veintinueve años, de honrada familia, si bien su educación religiosa había sido completamente descuidada. Hacía algunos años llevaba una vida criminal, hasta el punto de ser cogido y sentenciado a la última pena. Cuando hubo terminado su historia, el sacerdote ensayó hacérsela contar de nuevo en forma de confesión. Lo comprendió el preso, y prorrumpió en horrorosas blasfemias. El sacerdote sólo pudo obtener de él la promesa de rezar todos los días el Acordaos, piadosísima Virgen… Muchas veces repitió el sacerdote sus visitas; pero todas eran estériles. El desgraciado preso estaba convencido de que sus crímenes eran demasiado enormes y que no había misericordia para él.
Sin embargo, un día en que el infeliz contaba de nuevo su historia, el sacerdote, convertido en su mejor amigo, le interrogó como se hace a cualquiera que se confiesa. Advirtiólo el preso, pero no se opuso a ello; y cuando hubo concluido, el sacerdote le dijo:
—Amigo mío, acabáis de confesaros y no os falta más que un verdadero arrepentimiento.
Entonces, cogiéndole las manos con ternura, le indujo a arrodillarse sobre la cama; invocó sobre su cabeza las bendiciones de Dios, y, con toda la simpatía y la caridad de un apóstol, conjuróle a detestar sus culpas, hasta que por fin oyó escapársele del pecho un profundo suspiro, seguido de estas palabras:
—¡Ah! Sí me arrepiento. ¡Cuán bueno es usted! ¡Me ha levantado un peso enorme, que oprimía mi corazón!
Luego enjugando dos lágrimas que brotaban de sus ojos exclamó:
—¡Esto sí que es chusco!… Parece que lloro; ¡yo… que no había llorado nunca! ¡Yo, que he visto morir a mi pobre madre, a quien amaba, y de cuya muerte sin duda fui causa!… ¡Y no lloré! ¡Yo, que sin llorar oí la lectura de la sentencia de mi muerte! Todas las mañanas cuando veía aparecer el sol por entre las rejas, decía entre mí: ¡Quién sabe si será por última vez! ¡y no lloraba!… ¡y hoy lloro!… ¡Cuán bueno sois, Dios mío! ¡Cuán bella y consoladora es la Religión! ¡Cuánto me pesa no haberos conocido antes! No me vería en tan triste estado.
Y dejándose caer de rodillas, y cogiéndose de la sotana del sacerdote, le dijo:
—Padre mío, acérquese más; no se aparte de mi lado, y oremos juntos, pues si rezo solo, Dios no me escuchará.
Arrodillóse el sacerdote y mezcló sus lágrimas con las del criminal arrepentido. Algunos días después, el desgraciado joven; lleno de resignación cristiana, llevaba su cabeza a la guillotina, asistido hasta el último momento por su fiel amigo, que había obrado en su espíritu tan maravillosa transformación.
María no se deja vencer jamás en generosidad: los más pequeños sacrificios hechos en su obsequio los retribuye con la munificencia de una reina y con la bondad inagotable de una madre.
El mismo fin podemos alcanzar para muchos infelices pecadores, si por ellos rogamos con fervor a la Madre de Dios, refugio de pecadores.
Jaculatoria
Esperanza del que llora,Refugio de pecadores,Ven a mi amparo, Señora.
Oración
Cuando nuestra conciencia gime sintiendo la espina del pecado, cuando nuestro corazón está oprimido por el dolor, cuando negros temores nos asaltan en orden a nuestra salvación: nuestro único consuelo y nuestra sola esperanza es poder levantar nuestros ojos llorosos hacia vos, ¡oh, Madre de Dios y Reina omnipotente del cielo! Henos aquí, ¡oh, Virgen santa!, ¡Oh, estrella del mar y consoladora de los que padecen!, henos aquí prosternados a vuestros pies para saludaros y bendeciros en nombre de todos los pecadores penitentes, de todas las almas atribuladas y de todos los peregrinos de la vida, por la inconmensurable gloria de que disfrutáis en el cielo. Descended también vosotros, ¡oh, espíritus angélicos!, a celebrar con nosotros la gloria de nuestra Soberana, fuente de todos los bienes y santuario de todas las virtudes. ¡Oh, amiga querida!, desde el solio de vuestra grandeza, lanzad hacia nosotros una mirada compasiva; ved las llagas de nuestras almas, ved la inconstancia de nuestras resoluciones, ved las malas inclinaciones que se abrigan en nuestro corazón. Sed nuestra mediadora delante de vuestro Hijo y reconciliadnos con nuestro Supremo Juez. Recordadle vuestros dolores y alegrías del pesebre en aquella triste noche de angustia y desamparo, pero también de indecible gozo para vos. No olvidéis, ¡oh, Madre!, que a nosotros infortunados pecadores, debéis la diadema inmortal que ciñe vuestra frente. Sin nuestros pecados no habríais sido Madre de Dios; sin nuestra miseria no habríais sido llamada Madre de misericordia y de gracia; nuestra pobreza os ha enriquecido y nuestros vicios enaltecido. Recibidnos, pues, bajo vuestra protección y no ceséis de ser para nosotros madre compasiva y generosa, a fin de que, sostenidos por vos en la vida, podamos alabaros eternamente en el cielo.
Amén.
Oración final
para todos los días del Mes
¡Oh María, Madre de Jesús, nuestro Salvador y nuestra buena Madre! Nosotros venimos a ofreceros con estos obsequios, que traemos a vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros agradables, y a solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestro santo servicio. Dignaos presentarnos a vuestro divino Hijo; que en vista de sus méritos y a nombre de su santa Madre dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud; que haga lucir con nuevo esplendor la luz de la fe sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia Él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro; que confunda a los enemigos de su Iglesia, y que, en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad, que nos colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir.
Amén.
Prácticas espirituales
1. Hacer tres actos de vencimiento de la propia voluntad, privándonos de lo que más nos agrade.
2. Sufrir con paciencia las molestias y contrariedades ocasionadas por las personas con quienes vivimos o tratamos.
3. Dar una limosna para el culto de la Santísima Virgen en alguna iglesia pública.
Fuente: Mes de María Inmaculada; Mons. Rodolfo Vergara Antúnez; Arancibia Hnos. y Cía. Ltda., edición de 1985.