martes, 3 de diciembre de 2024

DÍA VEINTISÉIS 03/12/2024 - MES DE MARÍA INMACULADA TRADICIONAL por Mons. Rodolfo Vergara Antúnez

 



Día veintiséis: 

La maternidad de María debe inspirarnos la más grande confianza


Oración inicial
para todos los días del Mes


¡Oh María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro nombre y alabanzas. Vuestro santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos. Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas ¡oh María! no os dais por satisfecha con estos homenajes; hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes. Sí; los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones; nos esforzaremos, pues, durante el curso de este Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen Santa! en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas aun la sombra misma del mal. La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos, nos amaremos, pues, los unos a los otros como hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados. ¡Oh María! haced producir en el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia para poder ser algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres. Amén.


Consideración


Si María es madre de los hombres nada hay después de Dios que pueda inspirarnos más dulce confianza, porque nada hay en el mundo comparable con el amor maternal. En todos los peligros y circunstancias adversas de la vida, un hijo se arroja lleno de seguridad y de confianza en los brazos de su madre porque sabe por instinto que el amor de una madre vela siempre solícito por sus hijos, y que jamás ese amor padece olvidos e indiferencias.
Ese afecto santo transportado a la religión y aplicado a María, se reviste de un carácter de dulzura, de suavidad, de confianza familiar que tempera la majestad del Dios que, si es nuestro Padre, es también nuestro Juez. Viendo a María, se aleja del alma todo pensamiento terrible para dar cabida a los pensamientos consoladores de la bondad y misericordia de su Hijo divino. Sin María, nosotros seríamos, sin duda, hijos de Dios; pero seríamos hijos sin madre en presencia de un Dios justamente irritado por nuestras infidelidades. ¿Qué esperanza tendríamos de doblegar con nuestras súplicas el rigor de la justicia incorruptible, si no tuviésemos en María una madre que no rehúsa jamás valorar nuestras súplicas con sus méritos para alcanzar nuestro perdón? Cuando consideramos que María fue, como nosotros, una peregrina de la tierra, una hija de Eva que sufrió y lloró como nosotros, no podemos menos que sentir una confianza que disipa todo temor. Ella conoce lo que son las miserias de la vida, lo que cuesta la práctica de la virtud, las dificultades que se oponen a la santificación, la fuerza de las pasiones, la astucia de nuestros enemigos; y por lo mismo, sabe compadecerse de nuestra flaqueza y está pronta a remediar nuestras desgracias. Por eso, en este valle anegado con nuestras lágrimas, María se nos presenta siempre inclinada hacia nosotros, estrechando con una mano la diestra de su Hijo en ademán suplicante y curando con la otra todas las llagas de nuestras almas.
«Vosotros podéis ahora, dice San Bernardo, acercaros a Dios con confianza, porque tenéis una madre que se presenta delante de su Hijo y un Hijo que se presenta delante de su Padre. María muestra a su Hijo el seno que lo engendró y el regazo en que descansó; Jesucristo muestra a su Padre su costado abierto y sus manos y pies llagados. Los méritos del Hijo todo lo obtienen del Padre, y los méritos de la Madre todo lo obtienen del Hijo. Es imposible, agrega, que Dios rehúse conceder una gracia que le es pedida con tan tiernas muestras de amor. No, él no puede rehusar lo que se le pide con un lenguaje tan elocuente.
«El dulce nombre de madre encierra toda ternura, despierta los más tiernos recuerdos y hace nacer las más caras esperanzas. Es el símbolo de la bondad, de la paz, de la misericordia. Pero el corazón de María, siendo la obra maestra de la gracia, sobrepasa a todas las madres en bondad, amor y misericordia para con sus hijos. Como suele acontecer a las madres de la tierra, María demuestra una predilección tanto más solícita, cuanto más desgraciados son sus hijos. ¡Qué motivos tan poderosos de consuelo para los que sufren y lloran! ¡Qué motivos de dulce confianza para los pecadores! María les ofrece toda la ternura, la piedad, la solicitud de una madre que nada anhela tanto como verlos felices. Pobre huérfano, que habéis visto arrebatar a vuestro amor a una madre tiernamente amada, consolaos, que es falso que el hombre no tenga más que una madre. La tierra nos da una, esa suele desaparecer entre las lágrimas y llantos de sus hijos; pero el cielo nos da otra que no muere y que siempre está prodigándonos sus divinas caricias».

Ejemplo
María, Rosa mística


El venerable Nicolás Celestino de la Orden de San Francisco, ardía en vivos deseos de procurar a María la mayor honra y gloria posible. Antes que la Inmaculada Concepción fuese un dogma de fe, no faltaban en la Iglesia quienes pusiesen en duda la verdad de este maravilloso privilegio. Nicolás no comprendía que María hubiese estado alguna vez enemistada con Dios ni un solo instante; y por lo mismo, era un defensor ardiente de esta verdad. Aunque la orden a que pertenecía celebraba anualmente la fiesta de la Inmaculada Concepción, el siervo de Dios no se contentaba con esto, sino que deseaba además que como todas las grandes solemnidades de la Iglesia, se celebrase con octava.
No tardó mucho el venerable religioso en ser elegido superior; entonces, aunque venciendo grandes dificultades, pudo ver realizado su piadoso deseo. Mas, como oyese que algunos religiosos criticaban la nueva solemnidad, se afanó por discurrir un medio que convenciese a todos sus hermanos de que el obsequio era agradable a los ojos de la Santísima Virgen.
Un día llamó a los religiosos y les dijo: «Sé que algunos de vosotros dudáis de que sea del agrado de la Santísima Virgen que celebremos con toda solemnidad su Concepción Inmaculada. Pues bien, yo con la ayuda de Dios voy a demostraros de una manera irrefutable que ella se complace de este obsequio.» 
Dicho esto, se encaminó con todos sus monjes al jardín del convento donde lucían muchas esbeltas rosas que perfumaban el ambiente. «Coged, les dijo, la rosa que os parezca mejor de todas las que tenéis a vuestra vista: la que escojáis será colocada en un vaso sin agua ante el altar de María Inmaculada. Si esta rosa, como es natural, se marchitase al tercer día, tendrán razón los que critican lo que nuestra Orden ha dispuesto hacer en honra de María; pero, si por espacio de un año, permanece milagrosamente fresca y lozana, como en el momento de desprenderla de su tallo, entonces deberemos confesar, no solamente que María fue concebida sin pecado, sino que es la voluntad del cielo que celebremos con todo esplendor, así su fiesta como su octava.»
Todos aceptaron la propuesta: se cogió una rosa blanca, y depositada en un vaso sin agua, se colocó en el altar de la Purísima Concepción. Pasaron los días unos en pos de otros, y la rosa conservaba intacta su lozanía y fragancia hasta que, terminado el año, dejó caer sus hojas marchitas.
En vista de aquel prodigio, los religiosos celebraron con grande entusiasmo la fiesta que de tal manera justificaba y aplaudía el cielo. Por este medio fue glorificada María, premiada la Fe del venerable Nicolás Celestino y confirmada la verdad del excelso privilegio que, declarado dogma de fe, es hoy una piedra preciosa que abrillanta la corona de gloria de la Madre de Dios.

Jaculatoria


¡Qué dulce y grata es la vida
Si la perfumas y alientas
Con tu amor, madre querida!

Oración


Cuando considero, ¡oh María!, tierna y dulce Madre de los hombres, que vuestras entrañas están siempre llenas de amor para con nosotros, yo siento que la más firme confianza renace en mi corazón y que se disipan todos los negros temores que me afligen en orden a mi salvación. ¡Sois tan buena, tan amable, tan misericordiosa! ¡Ah!, si Vos no fuerais mi madre, ¿quién me consolaría en mis sufrimientos, quién me sostendría en mi debilidad, quién calmaría las inquietudes que turban mi corazón? Vos sois la salvaguardia del pobre y del desvalido; Vos sois el gozo y la esperanza de los que padecen; Vos la estrella que jamás se oscurece en medio de las tempestades de la vida. Vos sois la mediadora entre Dios y nosotros, Vos desarmáis con vuestros ruegos la mano irritada del Señor. Vos nos abrís un corazón de madre para que depositemos en él nuestras tristes confidencias. Vos sois mi Madre, ¡oh qué felicidad!… Yo lo diré a todas las criaturas: María es mi madre; yo lo repetiré sin cesar en todas las horas de mi vida, en el gozo como en el dolor; de mis labios moribundos caerá esa última palabra: ¡Vos sois mi Madre! Teniéndoos a Vos por Madre, nuestra felicidad es mayor que la de los ángeles, porque ellos sólo os tienen por Reina. Escuchad ¡oh María! con especialidad las plegarias de todas las madres que colocan a sus hijos bajo vuestra maternal protección, a fin de que madres e hijos, en la tierra y en el cielo, seamos recibidos en los brazos de vuestra divina maternidad. Amén.

Oración final
para todos los días del Mes


¡Oh María, Madre de Jesús, nuestro Salvador y nuestra buena Madre! Nosotros venimos a ofreceros con estos obsequios, que traemos a vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros agradables, y a solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestro santo servicio. Dignaos presentarnos a vuestro divino Hijo; que en vista de sus méritos y a nombre de su santa Madre dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud; que haga lucir con nuevo esplendor la luz de la fe sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia Él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro; que confunda a los enemigos de su Iglesia, y que, en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad, que nos colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir. Amén.

Prácticas espirituales


1. Hacer un acto de entera y perpetua consagración a la Santísima Virgen como una prueba de que la reconocemos por Madre.
2. Saludar a la Santísima Virgen con un Avemaría toda vez que veamos alguna imagen suya.
3. Oír una Misa en sufragio del alma más devota de María.

Fuente: Mes de María Inmaculada; Mons. Rodolfo Vergara Antúnez; Arancibia Hnos. y Cía. Ltda., edición de 1985.



lunes, 2 de diciembre de 2024

DÍA VEINTICINCO 02/12/2024 - MES DE MARÍA INMACULADA TRADICIONAL por Mons. Rodolfo Vergara Antúnez

 



Día veinticinco: 

María considerada como Madre de los hombres


Oración inicial
para todos los días del Mes


¡Oh María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro nombre y alabanzas. Vuestro santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos. Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas ¡oh María! no os dais por satisfecha con estos homenajes; hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes. Sí; los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones; nos esforzaremos, pues, durante el curso de este Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen Santa! en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas aun la sombra misma del mal. La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos, nos amaremos, pues, los unos a los otros como hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados. ¡Oh María! haced producir en el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia para poder ser algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres. Amén.

Consideración


Cuando el hombre levanta al cielo sus ojos llorosos, por grande que sea el abismo de iniquidad o de desgracia en que haya caído, encuentra allí la imagen amorosa de un Padre que le inspira valor y confianza. Pero Dios que se complace en que nuestros labios lo invoquen diciéndole: Padre nuestro que estás en los cielos, nos señala también a su lado la imagen de una madre que sonríe llena de amor: esa imagen es la de María.
Así convenía que sucediese, porque la paternidad va siempre unida a la maternidad. Donde existe un padre, hay también una madre. La gran familia de los hijos de Dios no podía carecer de un bien que es común a la familia terrestre: el amor de una madre. Nada hay en el mundo que pueda reemplazar dignamente el amor maternal; su ausencia deja en el corazón de los hijos un vacío que ningún otro amor puede llenar. Es cierto que el amor de Dios satisface cumplidamente las aspiraciones del corazón; pero el amor de María es un afecto que hace brotar en el alma la más grata ternu­ra y la más dulce confianza, y, alojando todo temor, abre el corazón de los hombres a la más halagüeña esperanza.
He ahí porque Dios ha querido que tuviésemos, no solamente una madre en el mundo, sino también una madre en el cielo. Próximo a espirar en la cruz, quiso Jesús darnos una última y suprema manifestación de su amor. Pero ¿Qué podría darnos en el estado a que la perfidia de los hombres lo había reducido? Desnudo de todo bien terreno, sin poseer ni siquie­ra la túnica que había vestido durante su vida, lo único que le quedaba era su madre que lloraba afligida al pie de la cruz de su sacrificio. Y después de habernos dado toda su sangre, después de haberse dado a sí mismo en el Sacramento de nuestros altares, Jesús moribundo, lanzando sobre el mundo una última mirada de amor y de misericordia, nos lega a María por Madre en la persona de su amado discípulo, diciéndole: He ahí a tu Madre, después de haber dicho a María: He ahí a tu Hijo, señalando al discípulo. ¡Oh! mujer afligida, le dice, a quien un amor infortunado os hace experimentar tan rudos sufrimientos, esa misma ternura de que estáis llena por mí, tened la por todos los redimidos con mi sangre, representados en la persona de Juan; amadlos como me habéis amado a mí.
Después de estas palabras, Jesús inclina su cabeza sobre el pecho y muere. Parece que faltaba el último sello de la salvación del mun­do, que consistía en hacer a los hombres el precioso legado del corazón de su madre. ¡Ah! si los últimos encargos de un hijo moribundo son tan sagrados para una madre, ¿cómo dudar de que María nos aceptase por sus hijos después de la tierna recomendación de Jesús agonizante? Si, nuestra adopción de hijos es tanto más amada para ella, cuánto más cara le ha costado. Ella sacrifica, por salvarnos, a su Hijo único, y prefiere verlo espirar en un mar de tormentos a vernos a nosotros perdidos. Dos hijos tuvo María: el uno inocente y el otro culpable; pero con tal de salvar al culpable consiente en entregar a la muerte al inocente. ¿Puede concebirse un amor más tierno y desinteresado? ¿Puede exigírsele una prueba más elocuente de su amor por los hombres? Como si esta fineza no bastara a convencernos de su amor, no cesa de añadir nuevos y brillantes testimonios de su maternal afecto. No hay miseria que no esté pronta a remediar, no hay necesidad que no satisfaga, no hay lágrimas que no enjugue ni dolor que no temple. María está sentada en un trono de misericordia, dispuesta siempre a escuchar el grito de nuestras necesidades; ella depone a los pies de su Hijo la ofrenda de nuestras lágrimas, y para hacer de ellas un holocausto más valioso, las mezcla con alguna de las que ella derramó al pie de la cruz.
¡Ah! ¿quién no amará a tan tierna madre? Su amor es el consuelo más dulce de la vida; ese amor hace gustar en medio de los trabajos y amarguras del destierro, las primicias de la felicidad eterna. «¡Qué consuelo, exclama Tomás de Kempis, no debéis encontrar en medio de las penas de la vida, en las entrañas de aquella en quien se ha encarnado la misericordia y a quien el Salvador ha colocado a su diestra para hacer de ella la dispensadora de todas sus gracias!»

Ejemplo
La vuelta de un pródigo


En un hermoso día de primavera acababa de pasearse la imagen de María por entre sendas de flores y arcos triunfales en un pueblo situado al sur de Francia. Terminada la fiesta religiosa, el párroco se había retirado a su casa para terminar en el silencio de la oración un día lleno de dulces y santas emociones; ponía fin al rezo divino con el Salve Regina, cuando oyó que llamaban a su puerta. En el umbral de esta puerta que nunca se cierra, apareció un joven sombrío y taciturno que con acento tembloroso dijo al sacerdote:–No tengo el honor de conoceros; pero sé que sois el padre de todos y en especial de los desgraciados. Este título me da derecho para importunaros, viniendo en solicitud del auxilio de vuestro sagrado ministerio.–Decid lo que queráis, hijo mío, le dice con bondad paternal el sacerdote; que las horas más felices del párroco son aquellas en que le es dado endulzar las amarguras de la desgracia. Dios nos hace a menudo testigos de resurrecciones inesperadas. Ministro de Aquel que llamó a Lázaro de la podredumbre del sepulcro, estamos siempre dispuestos a sacar las almas del cieno de la culpa y restituirlas a la vida de la gracia.
Al oír estas palabras, el joven pareció reanimarse, y un rayo de alegría surcó su frente pálida.
–Yo, dijo en seguida, soy uno de esos desgraciados que naufragan desde temprano en la corriente de las pasiones, olvidando las enseñanzas de una madre cristiana y el respeto que se debe a un nombre ilustre. Llegado a esa edad en que las pasiones alborotan el corazón me dejé arrastrar de pérfidos consejos, y pronto hube de reconocer que un abismo llama a otro abismo. Irritado por las reconvenciones saludables de mi virtuosa madre, resolví, alejarme y dar libre curso a mis ilusiones juveniles. Mi padre puso en mis manos una considerable cantidad de dinero, para que viajase por los Estados Unidos de América de los que tan lisonjeras alabanzas habla oído a mis compañeros de placer y de desórdenes. Mi madre lamentó profundamente esta resolución; porque Dios ha concedido al amor de las madres cierta luz e intuición profética sobre el porvenir de sus hijos. Ella me siguió con sus oraciones derramadas sin cesar a los pies de María y con sus cartas llenas de conmovedoras exhortaciones.
No necesito deciros que esta libertad me fue funesta, y amaestrado ahora por dolorosa experiencia, yo diría a todas las madres que no permitiesen viajar solos a sus hijos en la edad de las ilusiones. Me establecí por algún tiempo en Washington, donde mi vida transcurrió entre partidas de placer y de disolución.
Un día arriesgué en el juego todo el dinero que me quedaba, y de improviso me vi sumido en la mayor miseria en tierra extraña y sin recursos para volver a mi patria. En esta situación fui a ver al capitán de un buque francés para que me recibiera en su nave sin pagar flete, lo que no me fue concedido sino a condición de que fuese en la tripulación como criado.
Aunque esto era para mí en extremo humillante, hube de aceptarlo; y vistiendo el traje de marinero, comencé a trabajar como los demás.
Pero no era esta ni la única ni la mayor desgracia que me acarrearon mis locos devaneos. En nuestro viaje de regreso nos asaltó una furiosa tempestad a las alturas de las islas Azores. Gruesas nubes se amontonaron sobre nuestras cabezas y el mar levantaba montañas de agua. Un huracán deshecho rompió nues­tro palo mayor, y la nave, falta de gobernalle fue a estrellarse contra enormes rocas. En aquel angustioso momento, imploré postrado de rodillas sobre cubierta, a Aquella que es llamada Estrella de la mañana, prometiéndole que, si libraba de aquel peligro; pondría fin a mis desórdenes. Entonces me lancé al mar asido de una tabla, y por espacio de veinticuatro horas floté a merced de los vientos y las olas.
Quiso mi buena protectora que pasase cerca de mí un barco americano que iba en dirección a Marsella, y me recogiese a bordo.
Vengo, pues, a cumplir mi promesa, postrándome a vuestros pies para confiaros los secretos de mi conciencia. Dignaos abrirme las puertas del cielo y derramar sobre mi alma con la santa absolución una gota de esa dulce paz que hace quince años que no he gustado…
La bondad maternal de María devolvía a un nuevo pródigo al doble regazo de la religión y de la familia.

Jaculatoria


Madre de Dios, Madre mía,
Un hijo amante te invoca,
Ven en mi auxilio ¡oh María!

Oración
De San Francisco de Sales a la Santísima Virgen considerada como Madre


Yo os saludo, dulcísima Virgen María, Madre de Dios, y os escojo por Madre querida. Os suplico me aceptéis por hijo y servidor vuestro, porque yo no quiero tener otra madre sino a Vos. No olvidéis ¡oh mi buena, graciosa y dulce Madre! que soy vuestro hijo y una criatura vil y miserable. Dirigidme en todas mis acciones, porque soy un pobre mendigo que tengo extrema necesidad de vuestro socorro y protección. Santísima Virgen, mi dulce Madre, hacedme participante de vuestros bienes y de vuestras virtudes, principalmente de vuestra santa humildad, de vuestra virginal pureza y de vuestra encendida caridad. No me digáis ¡oh María! que no podéis hacerlo, porque vuestro amado Hijo os ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. No me digáis tampoco que no debéis hacerlo, porque Vos sois la Madre común de todos los pobres hijos de Adán y especialmente la mía. Y si sois Madre y Reina poderosa ¿qué os podría excusar de prestarme vuestra asistencia? Acceded, pues a mis súplicas, escuchad mis gemidos y concededme todos los bienes y gracias que sean del agrado de la Santísima Trinidad, objeto de mi amor en el tiempo y en la eternidad. Amén.

Oración final
para todos los días del Mes


¡Oh María, Madre de Jesús, nuestro Salvador y nuestra buena Madre! Nosotros venimos a ofreceros con estos obsequios, que traemos a vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros agradables, y a solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestro santo servicio. Dignaos presentarnos a vuestro divino Hijo; que en vista de sus méritos y a nombre de su santa Madre dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud; que haga lucir con nuevo esplendor la luz de la fe sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia Él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro; que confunda a los enemigos de su Iglesia, y que, en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad, que nos colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir. Amén.


Prácticas espirituales


1. Incorporarse en alguna cofradía que tenga por objeto honrar a María bajo alguna de sus consoladoras advocaciones.
2. Abstenerse de todo acto de impaciencia o de ira.
3. Rezar el oficio parvo de la Santísima Virgen, pidiéndole que nos conceda su protección durante la vida y en especial en la hora de la muerte.

Fuente: Mes de María Inmaculada; Mons. Rodolfo Vergara Antúnez; Arancibia Hnos. y Cía. Ltda., edición de 1985.


domingo, 1 de diciembre de 2024

DÍA VEINTICUATRO 01/12/2024 - MES DE MARÍA INMACULADA TRADICIONAL por Mons. Rodolfo Vergara Antúnez

 




Día veinticuatro: 

Destinado a honrar la Coronación de María en el cielo


Oración inicial
para todos los días del Mes


¡Oh María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro nombre y alabanzas. Vuestro santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos. Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas ¡oh María! no os dais por satisfecha con estos homenajes; hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes. Sí; los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones; nos esforzaremos, pues, durante el curso de este Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen Santa! en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas aun la sombra misma del mal. La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos, nos amaremos, pues, los unos a los otros como hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados. ¡Oh María! haced producir en el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia para poder ser algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres. Amén.


Consideración


Después del triunfo de Jesús, jamás presenciaron los ángeles triunfo más espléndido que el de María al hacer su entrada en el Paraíso. Los príncipes de la corte celestial le salen al encuentro batiendo palmas triunfales y entonando dulcísimos cantares al compás de sus cítaras de oro. Un trono hermosísimo aparejado a la diestra de Jesús, es el lugar destinado para aquella a quién los ángeles proclaman reina y soberana, y en medio del júbilo universal ocupa ese trono que habían visto hasta ese momento vacío. Los más encumbrados serafines ciñen la frente de María con una corona más rica y gloriosa que la de todos los reyes de la tierra. Forman esa corona doce relucientes estrellas, como habla el Apocalipsis, que representan a los apóstoles, de los cuales es proclamada reina, como fue en la tierra su madre, su apoyo y su consuelo. Además de esas estrellas de primera magnitud que hermosean la corona de María, brillan muchas otras que representan a los nueve coros de los ángeles, quienes ven en ella a la mujer bendita que quebrantó la cabeza de la serpiente. Esas estrellas representan a los patriarcas y profetas de la antigua ley, que prepararon la descendencia de esa mujer incomparable y anunciaron su venida; a los doctores de la Iglesia, que se reconocen deudores a María de la luz que por su medio les fue comunicada, y en la cual bebieron la doctrina con que resplandecieron; a los mártires, que aprendie­ron de María la invencible fortaleza con que desafiaron las iras de los tiranos y dieron contentos su vida por la fe de Jesucristo; a las vírgenes, a quienes enseñó María a abrazarse con la bellísima flor de la virginidad, que era hasta entonces desconocida en el mundo y que hoy perfuma con sus aromas el cielo. Todos los bienaventurados la miran con el más profundo acatamiento, por cuanto fue la madre del Redentor, y a impulsos de su gratitud y de su admiración, le rinden sus coronas, confesando que ella es verdaderamente su reina y la de todo el universo.

La Iglesia militante no cede en entusiasmo a la triunfante en reconocer a María por soberana. Los peregrinos de la tierra la invocan en medio de los contratiempos de la vida con la confianza que inspira su poder, porque nada le podrá ser rehusado después del triunfo que alcanzó en su entrada al Paraíso. ¡Qué gloria y qué dicha para nosotros tener una Reina tan poderosa y tan clemente! ¡Qué inestimable felicidad la nuestra al saber que ella se honra con ejercer su amoroso imperio en los desvalidos para socorrerlos, en los menesterosos para enriquecerlos, en los atribulados para consolarlos, en los pecadores para llamarlos a penitencia, en los justos para sostenerlos en sus combates y en los desgraciados para comunicarles la resignación y el aliento en sus trabajos! ¡Ah! nosotros debiéramos tener a mayor honra ser el último de sus vasallos que empuñar el primer cetro del mundo. En su protección tendremos cuanto podemos necesitar en nuestro destierro; luz, fuerzas, consuelos, esperanza, una prenda segura de salvación. Sirvámosla como fieles y rendidos vasallos; hagamos nuestros los intereses de su gloria; alegrémonos de verla tan colmada de grandezas y extasíense nuestros apasionados corazones en la gloria de que Dios la colma en el cielo. ¡Felices los que la honran y la sirven!.


Ejemplo
Magnificencia de María en el cielo


Había en el monasterio de la Visitación de Turín una religiosa doméstica, que por su santidad era la edificación de sus hermanos en religión. Distinguíase especialmente por una devoción ternísima a la Santísima Virgen. En 1647 nuestro Señor favoreció a su sierva con una enfermedad que al parecer debía terminar con la muerte. Los médicos declararon que no la entendían, y los remedios que le propinaban, en vez de aliviarla, redoblaban sus padecimientos.

Un día en que sus dolencias llegaron a un extremo de rigor insoportable, se sintió de improviso poseída del espíritu de Dios y en un estado de completa enajenación de sus facultades y sentidos. Dios quiso premiarla haciéndola gozar por un momento de la visión del cielo y en especial de la gloria de que allí disfruta la Santísima Virgen.

«¿Quién podrá referir, decía la venerable religiosa, los portentos de la hermosura y grandeza incomparables de esta Reina del empíreo? Para dar una idea de tanta grandeza necesitaría la lengua de los ángeles y hablar un idioma que no fuese humano. Esa hermosura y grandeza son tales que jamás se ha dicho en el mundo nada que se aproxime ni de lejos a la realidad. Después de haber visto lo que me ha sido dado ver, no experimento ya la satisfacción que antes sentía al oír publicar las alabanzas de María, pues la expresión humana me parece baja y grosera. Incapaz de declarar convenientemente lo que he visto, sólo diré respecto de la grandeza de María, lo que decía del cielo el Apóstol San Pablo, esto es, que el entendimiento del hombre no puede comprender lo que Dios nos prepara de placer y felicidad con sólo ver a la Santísima Virgen en la plenitud de su gloria. Yo la vi sentada en un trono brillante como el sol, sostenida por millares y millones de ángeles. En rededor de este trono vi un infinito número de santos que le rendían y tributaban mil alabanzas. Esto me hizo pensar que aquellas almas bienaventuradas eran como otras tantas reinas de Saba alabando en la celestial Jerusalén a la Madre del inmortal Salomón».

«Tan dulces eran sus miradas, tan suaves y deliciosas sus sonrisas, tan llenos de gracia y majestad sus movimientos que habría estado toda una eternidad contemplándola sin cansarme. Su rostro, de hermosura incomparable, despedía una luz tan viva que llegaba hasta mí envolviéndome en sus resplandores. Una corona de relucientes estrellas formaba un cer­co en torno de su frente. Me parecía ver que con una respetuosa y amorosa Majestad ella adoraba un objeto que se escondía a mis miradas: era, sin duda, la Divinidad que se ocultaba en medio de una luminosa oscuridad adonde mis ojos no podían llegar. Yo vi que la soberana Reina del cielo, revestida de una gracia arrobadora, pidió a Dios, no sólo, mi salud sino también la prolongación de mi vida, y una dulcísima sonrisa que se dibujó en sus labios purísimos me dio a entender que la Divinidad accedía a su súplica. En efecto, el día de la gloriosa Asunción me encontré completamente curada, y en disposición de dejar la cama y ejercer mis oficios».

«Esta visión me inspiró un desprecio tan grande por todo lo creado, que desde entonces no he visto ni hallado nada que me cause ni el más ligero placer: me hallo enteramente insensible para todo lo de este mundo. Esta visión me ha inspirado además, una confianza sin límites en el poder y bondad de esta Madre de amor, pues he podido comprender cuán grande es la eficacia de su intercesión por la por la súplica que por mí se dignó presentar, de manera que habría podido decirse que en vez de suplicar había ordenado».

«Fáltame aún decir, que he comprendido que la incomprensible grandeza de María es debida al abismo de su humildad. Si, la humildad la ha hecho Madre Dios, la humildad la ha elevado sobre todos los ángeles y santos…»

He aquí un pálido reflejo de la gloria de María en el cielo revelada a la tierra por un alma que mereció el insigne favor de contemplarla por un instante. Acreciente esta revelación el amor y la confianza hacia ella en nuestros corazones, para que invocándola en nuestras necesidades, logremos un día la dicha inefable de gozar de su compañía.


Jaculatoria


Salud ¡oh Reina del cielo!

Salud ¡oh Madre querida!

Fuente de paz y consuelo,

Sé nuestro amparo en la vida.


Oración


¡Oh poderosa Reina del cielo y de la tierra, postrados a vuestros pies, venimos en este día, consagrado a recordar las coronas que ciñeron vuestra frente, a unir nuestras voces de júbilo a los himnos que entonaron los ángeles y los bienaventurados el día de vuestra gloriosa coronación! ¡Cuán dulce es para nosotros, que nos complacemos en llamaros nuestra madre, veros levantada a tan excelsa gloria y revestida de tan alto poder! Sabemos, dulce madre, que todo lo podéis en el cielo y que jamás será desgraciado el que me­rezca vuestra decidida protección; sabemos también que a Vos, como madre, nada os será tan grato que alargar a vuestros hijos una mano compasiva para auxiliarlos y protegerlos. Por eso nos es permitido depositar en Vos nuestra más dulce confianza; por eso acudimos a Vos con la seguridad de no ser jamás desoídos; por eso experimentamos tan dulce complacencia al invocar vuestro nombre; al llamaros en nuestro socorro. Tierna madre nuestra, nosotros necesitamos en toda hora de vuestra maternal solicitud; no nos abandonéis en medio de las borrascas del camino. Vasallos rendidos, os imploramos como a Reina que dispone de un omnímodo poder para emplearlo en provecho de sus fieles súbditos; no permitáis, Señora, que abandonemos alguna vez nuestra gloriosa cualidad de vasallos humildes y rendidos para hacernos esclavos de las pasiones, del mundo y del demonio. Alcanzadnos la gracia de vivir y morir a la sombra de vuestro manto de madre y vuestro cetro de Reina, a fin de haceros un día eterna compañía en el cielo. Amén.


Oración final
para todos los días del Mes


¡Oh María, Madre de Jesús, nuestro Salvador y nuestra buena Madre! Nosotros venimos a ofreceros con estos obsequios, que traemos a vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros agradables, y a solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestro santo servicio. Dignaos presentarnos a vuestro divino Hijo; que en vista de sus méritos y a nombre de su santa Madre dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud; que haga lucir con nuevo esplendor la luz de la fe sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia Él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro; que confunda a los enemigos de su Iglesia, y que, en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad, que nos colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir. Amén.


Prácticas espirituales


1. Rezar una tercera parte del Rosario en homenaje a la gloria de María en su coronación en el cielo.

2. Hacer tres actos de vencimiento de la propia voluntad, pidiendo a María el espíritu de sacrificio.

3. Repetir nueve veces el Gloria Patri en honra de la Santísima Trinidad en agradecimiento de los favores otorgados a María.


Fuente: Mes de María Inmaculada; Mons. Rodolfo Vergara Antúnez; Arancibia Hnos. y Cía. Ltda., edición de 1985.