La pretensión de "estar en la verdad", de "poseer la verdad", indigna a muchos, que replican: "Se trata de orgullo", o bien, "entonces, todos los demás están en el error", etc. En la medida en que semejante prejuicio sea curable, procuremos eliminarlo mediante una puntualización que disipe ciertas confusiones.
1) Pensar, por razones bien fundadas, que se está en la verdad, no denota orgullo en absoluto, sino –por sorprendente que pueda parecer a algunos– humildad. En efecto, el conocimiento humano, precisamente en cuanto limitado e imperfecto, no fabrica la realidad, sino que debe someterse a ella. La verdad es la conformidad entre el espíritu y la cosa conocida. Cuanto más modesto y fiel sea el espíritu humano, más probabilidad tendrá de ver cómo lo real (científico, filosófico, teológico) se descubre ante él, gracias a una suerte de ascesis de la inteligencia y de la voluntad.
2) Algunos de nuestros adversarios interpretan las expresiones "conocer la verdad", "estar en la verdad", de un modo tan poco inteligente que uno se pregunta si quizás esta confusión que cometen no será voluntaria. Sin embargo, la vamos a disipar:
a) "Tener razón", "estar en la verdad", "poseer la verdad", en absoluto quiere decir que el filósofo o el teólogo que afirma poseer este privilegio lo sepa todo y no se equivoque jamás en nada, lo que sería pura y simplemente grotesco (¡sin embargo, parece que algunos se figuran algo así!)
b) Tampoco sugiere quien así se expresa que su doctrina no contenga ninguna oscuridad, algún fleco inexplicable, o bien que con ella agote totalmente lo real en todas sus profundidades. "Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, que las que se sueñan en tu filosofía" (Hamlet). Nada de más cierto. Un dogmático sabe afirmar, cuando es necesario, y sin embargo respetar el misterio en todo lugar donde se topa con él. Hay que repetir, por la enésima vez, que la expresión escolástica adaequatio rei et intellectus no significa en absoluto "correspondencia absolutamente perfecta entre la cosa y el pensamiento", sino una relación de conformidad objetiva y valiosa, bien que limitada, puesto que ningún conocimiento humano es exhaustivo).
c) Eso tampoco quiere decir que fuera de la doctrina que se defiende, en las doctrinas adversarias todo sea falso. Los filósofos tomistas no se sueñan en absoluto con negar que haya verdades en las obras de Berkeley, de Kant, de Hegel, de Marx, de Bergson. Los teólogos católicos no quieren en absoluto que existan verdades en el protestantismo, el judaísmo, el brahmanismo.
Pero la cuestión que se dirime es totalmente distinta. Se trata de saber si esas verdades están, si se puede hablar así, cómodas, en libertad, en su entorno natural en medio de las doctrinas adversas. O si, como nosotros pensamos, esas verdades no desempeñan más que un papel parcial, fragmentario, incompleto; que esas verdades están revestidas de errores flagrantes que las tergiversan y que falsean su verdadero alcance; y que, de este modo, lo que domina en una doctrina falsa y por lo que propiamente corre el riesgo de ser desastrosa, es el espíritu de esa doctrina, un espíritu de error y de negación.
Por ejemplo: el judaísmo y el mahometismo insisten siempre en la unidad de Dios (lo que es una verdad), pero lo hacen intencionalmente, de un modo unilateral, que excluye el dogma cristiano de la Trinidad. Lutero insiste en el hecho de que es la gracia sola la que justifica y, tomada rectamente, esta fórmula es verdadera. Pero dentro de su pensamiento, esa afirmación excluye la economía católica de los sacramentos, etc.
Del mismo modo, Kant vio bien que el conocimiento es algo activo, pero él concibe esa actividad como ciega y falsificadora, sin llegar a entrar en contacto con el ser. Marx ve bien el papel demasiado a menudo desconocido del factor económico. Pero le otorga un alcance exclusivo e inaceptable, etc. En esas doctrinas, examinadas en detalle, no todo es falso, pero su espíritu lo infecta todo. Si esas verdades parciales son admisibles y asimilables es precisamente a condición de desarraigarlas de esas falsas doctrinas (por lo tanto, hay que comenzar por criticar el error) y de algún modo "bautizarlas", repensándolas dentro de otra perspectiva.
3) A pesar de ser tan limitadas, estas pretensiones siguen chocando a algunos. Es que no creen en la posibilidad del espíritu humano de entrar en contacto con la verdad con certeza. Son escépticos o relativistas por temperamento, pero precisamente hay que evitar pensar que ese escepticismo es como la más selecta flor de la cultura o de la inteligencia. Por el contrario, estamos ante una pura y simple anemia (o impotencia) intelectual. El escepticismo no es una posición normal.
Una historia del pensamiento como patología mental manifiesta una degradación del espíritu, una impotencia para cumplir nuestras funciones intelectuales. Es algo a corregir y a reformar mediante una verdadera reeducación moral, intelectual y espiritual. Si se quiere ser verdaderamente hombre uno no puede dejarse hundir sin mostrar resistencia.
Algunos, al escuchar que alguien les explica una doctrina determinada, dicen: "Es lo que él dice. Es su punto de vista, pero otra persona dirá otra cosa sobre el mismo asunto". ¿Y después qué? Quienes así se expresan, declaran claramente que son subjetivistas hasta la médula, incapaces de considerar por sí mismos el contenido de una doctrina (desde el punto de vista del objeto estudiado, del ser) y capaces solamente de considerar al sujeto que habla (un tomista moreno o un marxista rubio, etc). Es decir, que estos renuncian a juzgar, a servirse de su propia inteligencia.
[L'ordre français 174] Louis Jugnet
Fuente: Sector católico
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