Por MIGUEL PORADOWSKI (QEPD)
Doctor en Teología, Filosofía y
Derecho
Tuve la gracia de conocerlo, ser su alumno y amigo. El Padre Miguel era un intelectual notable, de los que no abundan, sabio y santo, de nacionalidad polaco. Desarrolló su vida académica en innumerables universidades del mundo. Hizo clases en la Universidad Católica de Valparaíso, Chile. Fue amado por sus amigos y odiado por sus adversarios, su vida estuvo marcada por el sufrimiento y la persecución, al dejar la cátedra, sus últimos años trabajó de taxista en Chile para poder vivir. Dentro del siglo XX, fue uno de los intelectuales mejor conocedores del marxismo y del comunismo a nivel mundial, ideología que conoció y régimen que sufrió en carne propia al haber estado recluido en un campo de reclusión comunista.
Presento este artículo, en un momento muy candente de la política en el mundo, especialmente en Europa y América, donde presenciamos, día a día, actos vandálicos de una violencia nunca vista, que deja atónitos y perplejos, incluso, a los más indolentes e indiferentes ciudadanos. En este artículo, podremos encontrar algunas razones de fondo que animan a los sujetos violentistas en nuestras naciones y qué objetivos persiguen.[Nota del editor del blog]
Se habla hoy día, frecuentemente, de Cristo como de un revolucionario
e incluso se pretende presentarlo como un modelo del revolucionario; de ahí la
pregunta de muchos: ¿fue Cristo un revolucionario?
Para contestar esta pregunta -que para unos es una blasfemia,
mientras que para otros es un título honorífico- conviene recordar que, tanto
el término «revolución», como también el término derivado de él,
«revolucionario», son usados en distintos sentidos.
En efecto, el término «revolución» se emplea,
desgraciadamente, en muchos sentidos, incluso contradictorios, que podríamos
reducir a dos principales, a saber: general y limitado.
En el sentido general y amplio, revolución significa todo
cambio brusco y completo; o sea, hacer las cosas al revés; o bien tomar una
posición completamente opuesta a la anterior. En este sentido, el término
«revolución» puede ser aplicado a todos los aspectos de la vida social, incluso
en las ciencias. En la astronomía tenemos, por ejemplo, la así llamada
«revolución copernicana»: no es el Sol que gira alrededor de la Tierra, sino al
revés, es la Tierra que gira alrededor del Sol. En física tenemos el paso del
concepto de átomo como partícula, la más pequeña, simple e indivisible, al
concepto contrario de átomo como núcleo compuesto de protoplasma y electrones.
En la filosofía, por ejemplo, el paso del realismo al idealismo. En teología,
por ejemplo, el paso del teocentrismo al antropocentrismo.
En un sentido más restringido, limitado sólo a lo sociológico
la revolución significa un cambio brusco y violento en la estructura de la
sociedad, efectuado por la destrucción violenta y completa de la sociedad
histórica; por la demolición violenta y deliberada del edificio social, bajo el
pretexto que ya no sirve, que no puede ser mejorado, modernizado, porque lo
nuevo sólo puede ser construido sobre las ruinas y los escombros de lo viejo.
A los dos conceptos de «revolución», arriba mencionados,
corresponden los dos conceptos del «revolucionario». Así, tenemos a un
«revolucionario», Copérnico, quien introduce un cambio completo y brusco en la
astronomía y, por ende, en toda la cultura y cosmovisión, y a tantos otros
científicos quienes, de vez de cuando, revolucionan las distintas ciencias, sin
provocar ningún cambio destructivo en la misma sociedad, sino solamente
cambios-reformas, que, por muy profundas y radicales que sean, no son
destructivas, sino constructivas, pues permiten que la sociedad histórica, es
decir, la tradicional, se perfeccione y siga desarrollándose sin sufrir
interrupción en su vida histórica, pasando solamente a una nueva fase, pero
guardando la continuidad.
Se trata, pues, de los revolucionarios pacíficos, que
introducen grandes y radicales cambios, sin hacer daño a nadie ni a nada. Lo
único que les mueve en su labor «revolucionaria» es el amor a la verdad y el·
amor es siempre constructivo y nunca destructivo. Huelga decir que estos
«revolucionarios-reformadores» provocan también no menos revolucionarios
cambios en la vida y estructura de la sociedad. En este sentido, Cristo es el
más grande revolucionario-reformador» en la historia.
Tenemos también el otro tipo del «revolucionario» que
corresponde al concepto sociológico de la revolución, arriba mencionado. Se
trata del caso patológico del revolucionario que solamente busca la completa
destrucción de la sociedad histórica, la cual, sin embargo, por muy mala que
parezca, siempre tiene también algo apreciable, positivo, bueno y de valor y,
por ende. no debería ser destruida sino reformada, mejorada, limpiada de sus
tatas, vicios e imperfecciones. Incluso cabrían en algunos casos medidas
drásticas, radicales, es decir, de reformas muy profundas, pero siempre hechas
con el afán de salvar a la sociedad y no destruirla.
Una sociedad histórica puede estar -como una persona gravemente
enferma y necesitar una intervención quirúrgica, dolorosa, pero que siempre se
proyecta en vista al bien del enfermo, para su salvación, su retorno a la salud
y, por esta razón, las medidas aplicadas no son en realidad del carácter
revolucionario sino reformador, pues no están motivadas por el afán de la
destrucción, sino por la preocupación por el mejoramiento, no movidos por el
odio, sino por el amor. En nuestro época -que comienza con la revolución
industrial y la Revolución Francesa- el concepto y el término del
«revolucionario» se identifica con el concepto del «revolucionario
profesional», elaborado durante la Revolución Francesa (Babeuf y Buonarrotti),
desarrollado y profundizado durante las revoluciones siguientes (los hermanos
Blanqui), y que encontró una definición y precisión en el famoso Catecismo
del revolucionario, atribuido por unos a Bakunin y por otros a Niechayev (1).
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(1)
La polémica sigue al respecto; véase: Le
Contrat Social, vol. I, núm. 2. Dado que el texto completo del «Catecismo
del revolucionario»- es poco conocido, nos parece conveniente citar algunos
párrafos ilustrativos:
«1. El revolucionario es
un hombre consagrado. Él no tiene intereses personales, ni negocios, ni
sentimientos, ni ligazones, ni propiedad, ni un nombre siquiera. Todo en él
está absorbido por un solo interés exclusivo, por un solo pensamiento, una sola
pasión: la revolución.
2. En la profundidad de
su ser, no sólo en las palabras, sino, de hecho, él ha roto toda relación con
el orden civil y con todo el mundo civilizado. Con las leyes, las
conveniencias; con la moralidad y las convenciones generalmente reconocidas en
este mundo. De esto es el enemigo implacable. Y si él continúa viviendo en este
mundo no es· sino para destruirlo con más seguridad.
3. Un revolucionario
desprecia toda doctrina y renuncia a la ciencia de este mundo, dejándola para
las generaciones futuras. El no conoce más que· una sola ciencia: la ciencia de
destrucción. Para eso y nada más que para eso él estudia la mecánica, la
física, la química y tal vez la medicina. Con el mismo objeto estudia, día y
noche, la ciencia viviente: los hombres, los caracteres, las posiciones y todas
las condiciones de orden social actual en todas las esferas posibles. El fin es
el mismo: la destrucción más rápida y segura de ese orden de porquería.
4. Desprecia la opinión
pública. Desprecia y odia la moral social actual en todos sus instintos y en
todas sus manifestaciones. Para él es moral todo, lo que, que favorece el triunfo
de la revolución, e inmoral y criminal todo lo que lo dificulta.
5. El revolucionario es
un hombre consagrado. No tiene compasión para el Estado en general y para todas
las clases civilizadas de la sociedad. Ni él debe esperar más piedad para sí
mismo. Entre él y la sociedad hay lucha a muerte; abierta u oculta, pero
siempre incesante e irreconciliable. Debe habituarse a soportar la tortura.
6. Severo consigo mismo,
debe serlo también para con los demás. Todos los sentimientos de afecto, los sentimientos
suavizantes de parentesco, de amistad, de amor, de reconocimiento deben ser
aventados en él por la pasión única y fría de la obra revolucionaria. No existe
para él más que una sola alegría, un solo consuelo, una recompensa y una
satisfacción: el éxito de la revolución. Noche y día debe él tener un solo
pensamiento, un solo fin: la destrucción implacable. Persiguiendo ese fin,
fríamente y sin descanso, debe estar dispuesto a perecer y hacer perecer por
sus · propias manos a todos aquellos que le impiden lograr ese fin,
8. El revolucionario no
puede tener amistad ni afecto sino por hombres que hayan probado, con sus
actos, que son como él mismo, agentes revolucionarios. El grado de amistad, de
dedicación y las demás obligaciones hacia un compañero tal, no se miden sino
por su grado de utilidad para llevar a cabo la obra práctica de la revolución.
9. Un revolucionario
entra en el mundo del Estado, en el mundo de las clases, en el mundo así
llamado civilizado; y vive en ese medio sólo porque tiene fe en su destrucción
próxima y total. No es revolucionario si anda en ese mundo con miramientos,
cualesquiera que sean. No debe vacilar ante la destrucción de una posición
cualquiera, de un lazo o de un hombre que pertenezcan a ese mundo. Debe
aborrecer todo y a todos por igual. Tanto peor para él si tiene en ese mundo
ataduras de parentesco, de amistad o de amor. Si esos lazos pueden detener su
mano, no es revolucionario.
10. Persiguiendo el fin de
una destrucción implacable, un revolucionario puede, y a menudo debe, vivir en
medio de la sociedad, fingiendo completa indiferencia por lo que verdaderamente
es. Un revolucionario debe penetrar en todas partes, en la clase alta como en
la media, en el almacén del comerciante, en la Iglesia, en el palacio
aristocrático, en el mundo burocrático, militar y literario, en la tercera
sección (policía secreta) y aun en el palacio imperial». Estos ejemplos, entresacados
de los 26 largos párrafos, son suficientes para darse cuenta de que solamente
un hombre anormal, un psicópata o un- endemoniado pudo componer este Catecismo
del revolucionario y sólo las personas anormales, desequilibradas o posesas
pueden tomar en serio estos principios de vida. Marx y sus seguidores: Lenin,
Trotsky y Stalin sus «revolucionarios profesionales», formados y educados en
las escuelas de Capri y de Longjumeau, que hicieron la revolución bolchevique y
que tienen actualmente a tantos seguidores en todas partes del mundo, dan el
triste testimonio de la tenebrosa presencia de Satanás en la sociedad humana.
Los revolucionarios del siglo XIX y del XX, los socialistas, comunistas, marxistas y neo-marxistas,
empezando por el mismo Marx, pasando por Lenin, Trotsky, Stalin y Mao y
llegando a Fidel Castro y a los tupamaros, brigadas rojas, miristas («Movimiento
Izquierda Revolucionaria), chilenos, venezolanos, bolivianos y otros, se
identifican con el ideal del «revolucionario profesional», descrito en el
Catecismo del revolucionario, incluso los que no leyeron este documento y no
saben que existe. Se trata de un caso de la patología social, pues es un caso
de complejo de odio, odio de sí mismo proyectado a la sociedad (2).
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(2) Estas son las
conclusiones del libro sobre Karl Marx de la escritora francesa, judía,
profesora de la Universidad de Besanşon, Françoise
P. Lévy (Karl Marx: histoire d'un bourgeois allemand, Grasset, Paris, 1976).
En el fondo se trata del satanismo, un tema demasiado amplio
para ser tratado en esta oportunidad, pero que debe ser mencionado, pues, de
otra manera, el hecho mismo sigue sin explicación. Es evidente que las teorías
modernas de la psicología respecto al «trauma» no llegan al fondo del asunto.
Ahora bien, si es así -que los revolucionarios de nuestro
tiempo se identifican con el ideal del «revolucionario profesional», descrito
en el Catecismo del revolucionario y, por ende, con el satanismo-- es
evidente que no se puede hablar de Cristo como un revolucionario, pues no
solamente sería eso la más grande blasfemia, sino también lo absurdo. Incluso
si se habla de Jesucristo (3) solamente como un
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(3) En las obras que se
refieren a este tema, escritas principalmente por los judíos, protestantes y
ateos marxistas-leninistas confesos, en los últimos cincuenta años, empezando
por la infame obra de David Strauss (1835), Das Leben Jesu, se usan
nombres: «Jesucristo», «Cristo» o «Jesús» sin distinción ninguna, lo que, desde
el punto de vista católico es evidentemente inaceptable.
personaje histórico -que, como tal, tiene que ser aceptado
por todos, incluso por los no creyentes--, Cristo es un personaje que siempre
es movido por el amor al hombre y que siempre busca la felicidad del hombre, no
solamente la eterna, sino también la Terrenal. Identificar, pues, su papel
histórico con la revolución, movida por el odio y por el afán de destrucción,
es sencillamente absurdo. Jesucristo fue un reformador radical, preocupado por
el perfeccionamiento del hombre y de la sociedad; no un destructor, sino un
constructor y esto lo tiene que reconocer toda persona honesta y objetiva, sea
creyente o atea. Quien quiere ver en Cristo a un revolucionario e incluso un
modelo del revolucionario marxista, se engaña a sí mismo y engaña a los demás.
¿Quiénes son, en realidad, casi todos los revolucionarios?
¿De dónde provienen, de qué grupo social? Casi siempre y casi exclusivamente
provienen de la clase alta o de la burguesía adinerada, como denunció en su
tiempo Donoso Cortés, haciendo su «estudio profundo de las revoluciones». No
provienen casi nunca de la clase obrera o campesina, es decir, no se reclutan
casi nunca entre los trabajadores (4),
Casi todos los «revolucionarios profesionales» se reclutan entre los
«señoritos», alérgicos al trabajo, burgueses (5),
hijos de los «liberales» y de los «capitalistas», descastados; y siempre, por
regla general, las revoluciones se hacen en favor de la burguesía y nunca a
favor de la clase obrera. Los «revolucionarios profesionales» saben cómo
servirse de la «cuestión social» y cómo manejar los dolorosos problemas de los
obreros y campesinos y son ellos quienes pagan el «costo social» de la
revolución de los «señoritos».
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(4) Usando el término
«trabajador» en el sentido amplio, dado por la encíclica Laborem exercens.
(5) Claro e8tá que a
ellos se juntan también otros «señoritos» alérgicos al trabajo, de las clases
bajas de la sociedad: los ladrones, los cogoteros, los aventureros.
La
opinión de Donoso Cortés, según la cual las revoluciones son casi siempre
hechas por las clases altas de la sociedad, que para este propósito se sirven
de las clases bajas, está basada principalmente en un estudio minucioso de la
revolución francesa. Asimismo, las revoluciones siguientes también confirman
esta opinión. Las teorías «sociológicas» aprioristas (que por ser aprioristas
no merecen el nombre de sociológicas, sino de «sociológicas», entre comillas,
pues lo que es apriorista no puede ser reconocido como Sociológico, sino como
una simple opinión gratuita), que pretenden explicar las revoluciones por los
conflictos sociales reales, implícitos e inevitables de algunos tipos de
sociedades, sobre todo en caso de sociedades muy heterogéneas, raras veces
encuentran confirmación en los hechos. Así, por ejemplo, se pretendió explicar
el fenómeno de la revolución bolchevique de 1917. Sin embargo, los detallados
estudios posteriores demostraron que los conflictos reales, es decir, los no
despertados artificialmente por la propaganda subversiva dirigida desde Berlín,
fueron en este tiempo muy débiles en Rusia y que «el pueblo» (las capas bajas
de la sociedad) fue sorprendido por la revolución y en ningún momento se sintió
protagonista de ella. Extraordinario material informativo al respecto se halla
recogido en el interesantísimo libro L'utopie au pouvoir, de los autores
soviéticos disidentes, Michel Heller, actualmente profesor de la Universidad de
Paris (Sorbonne) y Aleksandr M. Nekrich, actualmente profesor de la Universidad
de Harvard. Además, por otra parte, los documentos referentes al papel del
gobierno alemán en el desarrollo de la revolución bolchevique, encontrados en
los archivos del Ministerio de Relaciones Exteriores de Alemania, estudiados y
publicados por la Universidad de Oxford (Inglaterra), demuestran que esta
revolución fue concebida, organizada y dirigida por el gobierno alemán.
El hombre que trabaja, por ser trabajador es, por definición,
constructor y no destructor. Mientras que el revolucionario es, por definición,
destructor y, por ende, no puede salir de entre los que trabajan y construyen.
Cada trabajador aprecia el trabajo-construcción, perfeccionamiento y detesta la
destrucción, el desorden, el caos, es decir, el ambiente de vida de un
revolucionario. El trabajador es honesto, ama y aprecia la sociedad, pues, por
ser trabajador, sabe cuánto cuesta construir; aprecia lo construido, pues es el
efecto de su esfuerzo, su sudor, su fatiga y es ajeno y alérgico a todo afán de
destrucción. Este afán de destrucción sólo puede brotar en una persona anormal,
que nunca trabaja, nunca construye, nunca contribuye a la edificación y perfeccionamiento
de la sociedad y al desarrollo de la cultura. Jesús fue un auténtico
trabajador, carpintero y agricultor y, por eso (pero no solamente por eso), no
pudo ser un revolucionario, un destructor.
Pasando del plano sociológico al plano teológico, conviene
Dios-Padre ha creado todo por el Verbo y para el Verbo. Recordar, que, a la luz
de la fe, es decir, de la Revelación, Encarnado. Jesucristo, el Verbo encarnado
en Jesús, es el Sumiso al Padre, en el absoluto sentido de la palabra y, como
tal, no puede ser un «revolucionario», menos todavía en el sentido del
«revolucionario profesional» de Bakunin o de Marx, como quieren presentarlo
algunos escritores, que siguen al respecto la tradición talmúdica, desde David
Strauss y Ernesto Renan hasta los de hoy día «teólogos» (?) de la «Teología (?)
marxista de la revolución», los que confunden a Cristo con Satanás (el dominico
Jean Cardonnel), el gran rebelde y el «revolucionario profesional» por
definición.
Cristo no es y no puede ser un destructor, un rebelde y, por
ende, un revolucionario, pues es un constructor «por excelencia» de la única
posible sociedad perfecta: la del Reino de Dios.
Visto en:
https://fundacionspeiro.org/revista-verbo/1983/215-216/documento-3237