miércoles, 18 de noviembre de 2020

EL TRABAJO por Juan Vázquez de Mella

 

[EXTRACTO DE SU DISCURSO, SÍNTESIS DE LA SOCIOLOGÍA CRISTIANA]


Juan Vázquez de Mella

El 29 de abril de 1920, con el título de Síntesis de la sociología cristiana, pronunció en Madrid D. Juan Vázquez de Mella (1861-1928) un discurso publicado en el volumen XXII de sus Obras completas (págs. 259 a 363). Con gusto reproduciríamos el texto íntegro de ese magistral discurso, pero razones materiales de espacio nos lo impiden. Por ello, nos limitamos a transcribir una parte del mismo, que ocupa desde la página 295 a la 344 del volumen antes citado.
Por seguir viva en la memoria de todos los católicos españoles la fama del inmortal defensor de la iglesia y de España, creemos innecesario ofrecer a nuestros lectores un esbozo biográfico de Vázquez de Mella. Sin embargo, en consideración a los jóvenes que nos lean, nos parece conveniente recordar algunos juicios, elegidos entre muchos otros no menos favorables, que sobre el insigne orador asturiano emitieron conocidas personalidades.
El cardenal Pacelli, en carta de 6 de abril de 1935 escrita en calidad de Secretario de Estado de S. S. Pio XI, después de calificar a Vázquez de Mella «de orador insigne que tanto trabajó para defender las doctrinas y las verdaderas tradiciones católicos españolas, añade: No cabe duda de que el mejor homenaje que podían ofrecer a la memoria de aquel eximio escritor, era dar a conocer sus escritos y, sobre todo, sus admirables discursos ..., cuya lectura puede ser de gran provecho, en especial en estos tiempos, en que tantos esfuerzos se han hecho y se hacen, principalmente en ese tan querido país, para descristianizar la sociedad y arrancan del corazón de los buenos españoles los sentimientos de profunda piedad y de admirable amor y adhesión a las divinas enseñanzas de la Iglesia, que siempre les han distinguido».
El Arzobispo de Santiago de Compostela, fray Zacarías Martínez, O.S.A., en el prólogo al primer volumen de las Obras completas de Mella, señala que aventajaron a éste en determinadas cualidades Donoso Cortés, Castelar, Maura y Pidal y Mon, pero que «Mella tiene más solidez y más substancia, más filosofía y teología e historia, más ciencia y más dialéctica que todos ellos». Y termina su prólogo el Arzobispo compostelano expresando su esperanza de que «todos los españoles honrados leerán y releerán con avidez las páginas de estos libros, que, como los de Menéndez y Pelayo, debieran aprender de memoria todos los hijos de España».
D. Ángel Herrera Oria, actualmente Obispo de Málaga, en el prólogo del volumen XXII escribe: «Mente de filósofo y alma de poeta, más que un orador político fue el último de los apologistas seglares que produjo la Europa del Siglo XIX, y cuyo primer gran representante en España es Donoso Cortés».
«En las fórmulas conciliadoras de Mella —continúa escribiendo D. Ángel Herrera— nunca hubo transacción con el error. Tolerante como pocos con las personas, jamás claudicó en los principios. Como todo hombre cuya mente descansa en la posesión de la verdad filosófica y de la verdad religiosa, fue irreductible en su oposición- a todos los errores. Fue rígidamente intolerante, y además expuso con lógica férrea los fundamentos de su intolerancia. En sus discursos se desarrollan estas ideas del gran tribuno. Jamás tocó al pensamiento de Mella el polvo de los errores liberales. Al contrario: fue de los que profetizaron con constancia incansable la catástrofe de Europa a consecuencia del principio naturalista que se había introducido en las naciones de Occidente».


EL TRABAJO


El trabajo único y los principios de la escuela liberal individualista


¿Qué es el trabajo? Parece que no hay cosa más corriente, y, sin embargo, es un sofisma que ha penetrado la ciencia el concepto del trabajo que viene de la economía clásica y que ha heredado la economía socialista. Por todos los escritores, incluso los de la escuela católica, se han seguido en esta parte sus huellas. Podrían enumerarse cientos de definiciones; no hay una sola que no incurra en este error: "El trabajo no es nada más que la actividad humana aplicada a la transformación de los objetos para satisfacer con ellos nuestras necesidades". Con variantes de palabra, ninguna de concepto, no encontraréis un libro de Economía Política, ni antiguo ni moderno, que no nos dé esta definición. Se habla, claro está, del trabajo intelectual, pero aplicado a esa transformación de los objetos o relegándole a una esfera aparte; porque los economistas discutieron si las profesiones que se llaman liberales constituían verdadero trabajo, y resolvieron diciendo que sí lo eran, pero que eran unos trabajos improductivos! El único trabajo productivo es el trabajo material, mecánico y muscular, y de esta idea capital nació la economía individualista y después la economía socialista.
La economía individualista, que apareció en la mente de un médico materialista, de una cortesana célebre y de unos sensualistas y deístas ingleses que habían sentado las premisas del materialismo moderno, afirma como tesis y postulados fundamentales estos: El fin del hombre es el goce, es la felicidad, pero trasladada por completo a la tierra; el móvil único, el interés. Uno de los más notables economistas de la escuela francesa decía que la multiplicación incesante de necesidades y de medios para satisfacerlas era la fórmula del progreso. Otro, con una profundidad verdaderamente culinaria, dijo que la sociedad más progresiva era la que más consumía, como si la hartura fuera la medida de la civilización. ¿Cuál es el móvil de todas las acciones en esa economía? El interés. ¿Y cuál, es la ley del interés? ¡Ah! Eso es una de las cosas más extraordinarias que hayan podido hacer pasar mucho tiempo como ciencia.
Los intereses, por naturaleza antagónicos, divergentes, como las pasiones que los empujan, dejados en libertad, iban a confundirse al final en un arrullo de amor.
De aquí la libertad absoluta en el orden económico, gobernado por leyes naturales que se cumplían espontáneamente, como la de oferta y el pedido, que no es ley, porque nunca expresa una relación permanente, pues es el resultado de causas variables, y el Estado reducido a presenciar la lucha en el palenque para dar al vencedor la corona de la que fue entonces la época de la libre concurrencia y del Estado sereno, del Estado que se cruzaba de brazos y que todo lo dejaba pasar.
Pero ese Estado que no quería intervenir en nada hizo la intervención más grande que se conoce. En una sociedad organizada de abajo arriba, no a priori, no decretada en la ley, sino espontáneamente, teniendo por arquitectos a las necesidades y a los siglos, la desarticuló, rompió todos los lazos, arrasó todas las corporaciones, y a eso le llamaba él "no intervenir", porque quería dejar en libertad a los miembros después de haber destruido la obra suya, que era obra de libertad y de costumbres seculares, que habían formado esa trama en la que vivía el orden, bajo instituciones fundamentales, a pesar de los abusos, mejor que, en ese desquiciado mundo en que nos ha tocado a nosotros la suerte de nacer.
Esa economía lo redujo todo al trabajo. Sí le preguntáis cuál es el origen de la propiedad, contesta: el trabajo; si le preguntáis cuál es el origen del capital, contesta: el trabajo. ¿Qué es el capital? El trabajo ahorrado. ¿Y qué se hace con el trabajo? Se puede trabajar de dos maneras: para ahorrar, y entonces se forma el capitalista; para consumir, si no se trabaja mucho o el trabajo es poco remunerador, y se forma la pobreza. Si aquello que habéis ahorrado lo dedicáis a una producción nueva, sois capitalistas; y si lo dais a otro capitalista para que él lo emplee, sois prestamistas, y,, según sea el capital en dinero o en tierras, surgirá el interés o la renta; si os quedáis con ello y dais parte al trabajo, pero poniéndole a vuestro servicio y reservándoos lo demás, entonces sois patronos. Así, el trabajo era el origen de la propiedad, el origen del capital, el origen del interés y de la renta; todo giraba alrededor del trabajo. Y cuando a los grandes economistas de esa escuela, como Ricardo, se les preguntó qué era el valor, no viendo en él más que -un elemento objetivo, afirmaron también que era trabajo.


Cómo la escuela colectivista deduce las consecuencias de la individualista


De ahí vino la tesis colectivista, que Carlos Max no hizo más que desarrollar con gran lógica. La escuela marxista es la que perdura, es la que vive, porque los socialistas, como Kautski, como Turatti, como Bernstein, que son reformistas, la aceptan en sustancia con ligeras modificaciones, lo mismo que los más radicales, como Lenin, que en su libro El Estado y la Revolución hace la apología del marxismo, deduciendo lógicamente, con las palabras del maestro, el comunismo; y como todos ésos la acepta hoy Bela Kun, el periodista judío, discípulo de Lenin antes de ser dictador de Hungría; todos, todos aceptan la Tercera Internacional, la que toma el Manifiesto Comunista del 48 como fórmula y condensación de sus doctrinas.
Pues bien, si queréis sintetizar la teoría que Marx expone en un libro célebre, aunque bastante farragoso, El capital, donde abunda la lógica deductiva y hegeliana más que la inductiva, que arranca de premisas falsas, pero cuyas consecuencias son legítimas, no encontraréis gran dificultad para resumirla en pocas palabras. El trabajo es la causa y la fuente del valor; el valor no es más que el trabajo incorporado a un objeto, como él dice, y con el tiempo necesario para realizarlo. Esta teoría, heredada de Ricardo, es completamente falsa. En el valor hay dos elementos: uno objetivo, otro subjetivo. El elemento objetivo está en la utilidad y en la rareza del objeto; pero el elemento subjetivo es tan variable que no ha podido ser sujetado a fórmulas, porque entran en él tanto las modas y los gustos individuales, que una escuela económica le ha fundado en el deseo, y como deseabilidad le ha definido uno de los grandes economistas franceses. En esa relación objetiva y subjetiva está la esencia del valor, pero no en el trabajo.
Un producto puede ser trabajado penosamente y haberse empleado en él mucho tiempo, y tener un valor, en cambio, muy diferente de otro que haya podido costar poco, o por la habilidad del trabajador o por la facilidad con que se pudo hacer el trabajo. Esta teoría del trabajo le lleva a la supervalía, que es el trabajo no pagado y que nace de la desproporción entre el precio de coste y el precio de venta, en que él supone que los valores que están acumulados y que son efecto del trabajo en el producto no los vende el patrono por otros equivalentes, sino que recibe algo que sustrae a los productores de ese valor, que son precisamente los obreros.
De aquí la consecuencia de que, el capital, como un producto del trabajo, debía pertenecer al trabajo y que a él le debía pertenecer el producto, aunque no íntegro, porque Marx no sostiene como Menger que sea todo para el obrero, pues comprende que es necesario reservar una parte para aquella legión de empleados y de administradores que ha de necesitar la dirección económica en el Estado socialista. Pero es evidente que del concepto del trabajo y del valor lógicamente se viene a parar a la consecuencia de que el capital deber ser apropiado por el obrero. De aquí, otra consecuencia natural y lógica: la lucha de clases para que no impere más que una clase, la de los productores, y no hay más que una clase de trabajo y, por consiguiente, no debe haber más que una clase que se imponga y suprima las demás. He aquí la sustancia de toda la escuela individualista y de la escuela socialista: el error, que no se combatía en ellas más que de una manera secundaria, está en esta afirmación capital que es el substratum y la esencia del sistema. No hay más que una clase de trabajo, luego no debe existir más que una clase social. Pues ese error capital, fundamentalísimo, es el que demostraré que es la causa del concepto materialista de la Historia; lo es también del trastorno social y económico con que el colectivismo completa la obra de los economistas clásicos. Yo opongo a esa teoría del trabajo único y de la única clase otra más amplia y fundada en los hechos y confirmada por la Historia.


Errores de las escuelas.—La clasificación de la propiedad


Antes de oponer la teoría contraria, quiero indicar algunos puntos que sirven de crítica a las dos escuelas.
¿Cuál es el trabajo primitivo? ¿Cuál es la propiedad que pudiéramos llamar primaria y cuál es la clasificación más justa de la propiedad?
La propiedad primaria nace de lo que yo llamaría el trabajo primario. Los economistas se han encerrado en un círculo vicioso al definir el capital; le definen como un producto destinado a una nueva producción. Si era un producto, era obra de un trabajo anterior; y si se les preguntaba de dónde procedía aquel trabajo, no podía saberse, porque parecía que el trabajo era la causa única de la riqueza. Una porción de riquezas, las minas, las aguas minerales, los bosques primitivos, las praderas naturales, son riqueza, y, sin embargo, no eran obra del trabajo y preexistían al trabajo mismo. Es más: el trabajo no es más que un martillo que, si no tiene materia sobre qué ejercerse, es un martillo sin yunque. Los economistas habían olvidado que la Naturaleza también trabaja y que el trabajo de la Naturaleza precede al trabajo humano.
El mundo orgánico y el inorgánico son inmensos laboratorios; en el mundo inorgánico se transforman, se cambian, se mudan las formas que ahora llaman cantidades de movimiento, la luz, el calor, la electricidad. Se hacen combinaciones químicas primarias y ternarias y cuaternarias, y se va formando todo aquello que necesita el mundo vegetal para existir.
Pero cuando el hombre aparece, como no puede vivir en el mundo mineral solamente, necesitaba, cuando menos, la existencia del mundo vegetal; la vida necesitaba la vida para nutrirse y para existir. Y cuando él llega,, ya ese trabajo está realizado en la naturaleza; y entonces, cuando se trata de establecer las relaciones entre el trabajo y el capital, no se advierte que el trabajo humano es ya también un capital, porque es un tesoro de energías y de actividades que un trabajo extrahumano había producido. Por eso la primera forma de propiedad, la primera propiedad que existe es la de nuestro cuerpo. Claro está que, en un alto concepto teológico, nosotros no somos propietarios de nosotros mismos; la propiedad es del Creador; nosotros somos en ése sentido administradores. Pero, tomando las cosas desde más abajo, entenderemos que la propiedad primaria es la del propio cuerpo. Es además propiedad externa. Somos propietarios de nuestras facultades, somos propietarios de nuestro cuerpo, y nuestro cuerpo no puede vivir sin que por ley de nutrición, que rige a todo lo orgánico, tenga que apoderarse y apropiarse de elementos externos, y, al incorporarlos por la asimilación, excluye a los demás de esos elementos externos, y la definición más sencilla de la propiedad, al disponer de las cosas externas con exclusión de los demás, le es aplicable.
Por eso, todo hombre, directa o indirectamente, es propietario, y el primer lazo material que le une con las cosas es esa nutrición que a todo lo orgánico alcanza. Ese será el primer trabajo y la primera propiedad. Y ¿cómo clasificaremos la propiedad? Voy a fijarme en el objeto de ella y en el sujeto de la propiedad, porque este es un punto de crítica que poperatura y que los seres invernales, como el oso, bajan hasta 10; habría que poner a los gorriones antes que los osos, tomando un carácter, nada más que un carácter secundario. La clasificación de la propiedad está en la misma realidad de las cosas, a la que debe ajustarse la jurídica. La propiedad puede ser objetiva y subjetiva, aunque también ésta se exteriorice. La objetiva es inorgánica, como minas, canteras, aguas y tierras. Orgánica vegetal, bosques, praderas, terrenos productivos. Orgánica animal, dedicada al transporte, al laboreo, a producciones y reproducciones. Artificial y combinada de lo inorgáni
cas veces se ha señalado para tratar del socialismo. Yo no acepto esa clasificación corriente de la propiedad, que viene desde Roma y que está fundada en cosa tan externa que en nada toca a la sustancia. Las clasificaciones deben fundarse en la naturaleza de las cosas, deben fundarse en un carácter que les sea esencial, y sin duda una clasificación vulgar, aceptada como corriente por los caracteres fáciles, al parecer, que presentaba, es la que ha llegado desde el Derecho romano a todos los Códigos modernos: propiedad mueble, propiedad inmueble, propiedad semoviente, bienes fungibles, no fungibles, todo eso que es puramente subjetivo y no dice nada acerca de la naturaleza de las cosas. Que estén fijas o que se trasladen las cosas, que se consuman o no, es una relación puramente subjetiva, que nada indica acerca de ellas. En todas las clasificaciones naturales se busca un punto fundamental; si se toma uno accidental, la clasificación sería absurda. Figuraos que, por ejemplo, se tomase la temperatura para clasificar a los animales. Es sabido que un gorrión puede llegar a tener 44 grados de temco y orgánico, o de combinación indirecta, de elementos inorgánicos elaborados o pulimentados. Objetivamente no existe propiedad que no esté en esos cuadros inorgánicos, orgánicos y sus combinaciones.

La propiedad subjetiva, como la intelectual, literaria y artística, nace de una combinación interior que por medio de contratos, a veces innominados y por medios sensibles, se traslada al exterior.
Esta clasificación natural y sencilla tiene la ventaja de poner en la picota algunos sofismas socialistas que se deslizan por la clasificación antigua entre la propiedad mueble y la inmueble.
Todo el linaje humano junto no es capaz de crear un átomo; y si no se puede ser propietario más que de lo que se produce, no existiría propiedad alguna, puesto que todas, por muchas transformaciones que se impongan, tienen por base lo improducido.
¿Por qué se puede poseer la propiedad mueble y no la inmueble? La mueble es transformación de lo inorgánico, como máquinas, moneda o fruto; o sustancia orgánica, como pesca, caza. ¿Por qué hay derecho a apropiarse lo orgánico y lo inorgánico transformado y no hay derecho para adquirir lo inorgánico? Hay derecho a lo más perfecto y no lo hay a lo imperfecto. Lo hay al efecto y no lo hay a la principal de sus causas o a su base necesaria.
Y cuando se traslada la propiedad al Estado y se le declara único propietario, lo es de la causa, pero no lo es del efecto; y yo que lo soy del efecto, al tener la propiedad mueble no puedo serlo de la causa. Al dividir así la propiedad, han dividido también la lógica. Y la razón era muy sencilla, porque ningún socialista ni comunista ha encontrado un objeto de propiedad nuevo, ni ha reducido uno antiguo, de los que se conocían, para ejercer esa facultad. Todos estamos conformes en cuáles han de ser los objetos sobre que versa la propiedad, y todos estamos conformes en la relación de exclusión de los demás acerca de esos objetos. Porque podríamos poner la propiedad en un Estado o en un municipio, en una comunidad cualquiera; pero ya excluiríamos de ella al otro Estado, a otra comunidad o a otro municipio. Lo que varía no es el objeto de la propiedad, en eso todos estamos conformes; no varía la relación entre el objeto y el sujeto; tampoco lo único que varía es la calidad del sujeto. El socialismo, sobre todo en su amplitud y cuando llega a las fronteras comunistas, no admite más propiedad que aquella que tenga sujetos colectivos, las personas incorporales, como el Estado. Y se da la singularidad de que las personas físicas, corporales, no pueden tener propiedad individual inmueble o territorial y, en cambio, las personas incorporales, sí. ¿Por qué razón? ¿Por qué razón las personas individuales y físicas no han de poder tener esa propiedad y han de tenerla las personas colectivas y morales que vienen después, y que para los cultivos de esa propiedad han de tener necesariamente que servirse del trabajo individual de las personas físicas? No podrá nunca responder á esa pregunta el socialismo; pero menos responderá a la teoría del trabajo integral, que os voy a exponer.


Teoría del trabajo integral.—El trabajo de transformación, el de protección y el de perfección


La definición del trabajo dada por economistas y socialistas es falsa. El trabajo es ejercicio de la actividad humana, pero no se refiere sólo a la transformación y a la combinación de los objetos; hay otro trabajo, que es el de protección, y otro trabajo, que es el de perfección de los sujetos. Trabajo de transformación y de combinación, trabajo de protección, trabajo de perfección. No puede existir uno solo sin los otros; son entre sí solidarios, y ellos forman, con sus categorías, la esencia de las clases; vais a ver ahora una ligera exposición de estas clases de trabajo.


Trabajo material, técnico y científico


Desde el trabajo agrícola, que empieza en la siembra y acaba en la recolección hasta el trabajo puramente mecánico verificado en las minas, en las fábricas, hay una jerarquía de trabajos que se desarrollan de esta manera: el trabajó mecánico tiene sobre sí como director al trabajo que llamaremos técnico: hoy es más escaso que antes, por la invención de las máquinas, el trabajo propiamente muscular; pero llamaremos a ese trabajo inferior, trabajo mecánico.
Cuando no existían más que las máquinas sencillas, el trabajo era más intenso, el obrero hacía obras completas, como sucedía en la Edad Media y el aprendizaje era largo; hoy, con la visión excesiva del trabajo, como sólo es fragmentario el producto, no puede necesitar tan grande aprendizaje; pero le necesita y no hay industria donde no exista.
Precisamente el ser fragmentario el trabajo, el no hacer el obrero más que una parte de la obra total, ha hecho que se necesite una unidad técnica y que el trabajo intelectual domine más sobre el trabajo mecánico. Pero ese trabajo del técnico supone otro anterior, el científico de aplicación, que ya no es de procedimiento, sino que es de una especie más alta, que es el trabajo del director, del ingeniero; y éste supone otro trabajo, que llamaremos docente, que es el del profesor, que les ha enseñado los fundamentos de la ciencia; y éste supone a su vez otro, que es el del inventor; y no hay industria, moderna ni antigua, a cuya cabeza no figure el nombre de un genio que la haya iluminado y que haya hecho que gire alrededor de su invento. No ya la pólvora, la brújula, la imprenta —con que terminaba la Edad Media—; todas las invenciones dé las máquinas modernas, de los grandes motores, el vapor y la electricidad, el aprovechamiento de los saltos de agua, que dan fuerza, que proporcionan energías prodigiosas, que transforman eriales en florestas, todo es obra de genios extraordinarios que han inventado o han modificado los inventos anteriores y que demuestran que en esa gradación de trabajos, en la que el material es el único que han visto las escuelas individualistas y socialistas, hay una jerarquía que empieza en el más inferior, en el trabajo mecánico; que sigue por el trabajo científico de aplicación y por el administrativo del mismo empresario, que continúa por el trabajo docente y que llega a la invención. Y partiendo así de aquel trabajo más ínfimo, en que menos inteligencia se pone, se llega hasta aquel otro que resplandece con la llama del genio en los grandes inventos que alumbran el nacimiento de todas las industrias.


Trabajo de protección


Pero ¿es que ese trabajo material podría existir solo? No; a su lado hay un trabajo de protección, sin el cual el mecánico moriría, si es que había podido llegar a existir. En toda sociedad, por rudimentaria que sea, existe y tiene que haber una relación y una norma jurídica; los conflictos que crean los intereses opuestos, las divergencias acerca de las aplicaciones del derecho y los límites de los deberes, producirían con el litigio constante la anarquía, si no existiera una norma jurídica y un cuerpo encargado de interpretarla y de aplicarla. Es conocido el dicho profundo de Platón, de que hasta una sociedad de malhechores necesita de la justicia para existir, porque, si no la aplica a los demás, la necesita para sí misma, para repartir su botín, si no quiere disolverse, al repartirlo, con sangre. Por eso se necesita una norma objetiva, y un intérprete, un custodio, es decir, una protección para resolver las contiendas. Y mientras no se amputen las pasiones humanas, mientras existan la envidia y la codicia, y la ambición y los malos instintos, habrá necesidad de aplicar la coacción para realizar el derecho; habrá necesidad de la fuerza organizada para que la justicia no sea vana y las sentencias de los tribunales irrisorias. Por eso existe una fuerza pública, que tendrá forma de policía o de ejército para mantener el orden jurídico, sin el cual ni el trabajo mecánico, ni el docente, ni el del inventor podrían vivir.
Pero al lado de ese trabajo de protección jurídica y coactiva hay otro tan necesario como él: es el que se refiere a la salud, el que ejerce la profesión sanitaria. ¿Cómo podría existir, ni imaginarse una ley de accidentes del trabajo, si no existiese ese gran poder que salva la vida tantas veces, que cura el organismo y le libra, por la higiene, de tremendos males que agobiaban antes a otras sociedades?
Se necesita el poder sanitario, personificado por los médicos, los químicos, los farmacéuticos, los cirujanos. Todo eso que forma un cuerpo escogido y especial, tiene la misión de amparar y proteger la salud. Si suprimierais eso, ¿podrían existir en los demás órdenes sociales quienes se dedicasen al trabajo? No. Al lado de la protección jurídica y de la coacción está la protección sanitaria, y hoy, cuando hemos visto a qué punto podían llegar los estragos de las grandes epidemias, no habrá nadie, por obsesionado que esté con la idea del único trabajo material, que llegue a negar a esos cuerpos que lo representan, que ejercen una actividad que es un trabajo fecundo y sin el cual los otros no podrían existir. Es vulgar el reconocer, como todos reconocen, las maravillas de la cirugía y el criticar mucho a nuestros galenos, porque se tiene en cuenta más los que mueren que los que salvan. Pero yo opino en esto como Felipe II, que, oyendo criticar en su tiempo mucho a los médicos, decía que él estaba conforme con- esa crítica, pero que creía que los que más entendían de medicina eran los médicos.
Y aquí, como en todas partes, brilla constantemente el trabajo intelectual del genio. En el momento en que os hablo de esa clase benemérita, a la que tanto debemos, mi espíritu evoca un nombre ilustre y con él un recuerdo que no se borrará jamás de mi memoria.
Hoy, las enfermedades infecciosas tienen, en los medios terapéuticos, remedios que antes no se conocían por descubrimientos extraordinarios realizados y continuados en microbiología por el gran Pasteur, el hombre que más penetró en los dominios de lo invisible, y al cual un día, con verdadera admiración, contemplé yo en la iglesia de San Sulpicio, de París, de rodillas, como un colegial, leyendo en su devocionario y levantando conmovido la mirada al Crucifijo, como si fuese la estatua orante de la ciencia, que aumentaba el brillo del genio con los resplandores de la fe.


El literato y el artista


Al lado del trabajo de protección está el de perfección, el de perfección científico-literaria, de perfección artística y el de perfección moral. Cuando se dice de perfección literaria, se entiende con ello lo que, con un término vago, que no dice nada, comprendemos con el nombre de ciencias morales y políticas y que abarca a las ciencias teológicas, filosóficas, históricas y literarias. Parece que eso no tiene tampoco relación con el trabajo mecánico y que es de aquellos trabajos que llamaban los economistas improductivos. Peno, si lo observáis bien, no se pueden tratar estas graves cuestiones sociales, ni se puede acrecerlas con algún estudio o con alguna solución, sin ese trabajo, que no es meramente especulativo, sino que tiene consecuencias prácticas, aunque parezca que sólo al orden especulativo y a una cultura puramente espiritual se refiere. No habrá verdadero estadista si no conoce a su pueblo; y el pueblo será semejante a un individuo, ignorará su propia biografía, si no conoce su historia; y no conocerá su historia sí no conoce las relaciones que ha tenido con otros pueblos, las manifestaciones de su espíritu, lo mismo en la literatura, en la filosofía que en las artes.
Y sin el conocimiento de un pueblo, sin el conocimiento de sus relaciones con los otros, sin el conocimiento de las manifestaciones de su espíritu no podrá escribirse un libro de sociología y de derecho, ni tener, por consiguiente, bases para conocer lo que pasó en otras épocas y aplicarlo, con una experiencia que en la Historia se recoge, a los hechos contemporáneos.
Claro está que, cuando hablo de la perfección por medio del arte, habrá quien diga, como lo han hecho varios escritores socialistas, que eso es como un lujo del espíritu. Sí, a primera vista, parece que de todo aquello que se refiere a las Bellas Artes puede prescindir el mundo socialista. Mundo prosaico sería ése si no tuviese en él expresión el sentimiento de la belleza. No es posible acabar con lo que es el orgullo del linaje humano, y que, por haber sido manifestación de todos los pueblos, prueba que tiene raíces muy íntimas en el corazón. Pero, observadlo bien, esa propiedad artística en sus varias formas, en la pintura, en la música, en la arquitectura y sobre todo en la poesía, es la cosa más íntima, la propiedad más individual que se conoce; pero cuando sale y se manifiesta es la propiedad más comunista que existe. Es el arte de suyo comunicativo. Queremos manifestar la belleza que sentimos; y el poeta lírico, que hace vibrar su corazón como una lira, y que hace pasar por ella, o recibe, soberanas inspiraciones, no las guarda dentro de su alma, trata de comunicarlas a los demás; y el músico, que ha descubierto nuevas armonías, no las guarda para recreo de su tímpano, procura comunicarlas al exterior; y el pintor, que sorprende la naturaleza, o que la embellece y la agranda, expone su cuadro. Y ved lo que sucede: que lo mismo el músico, que el poeta lírico o dramático, que el pintor, no guardan para sí sus poesías, sus músicas o sus pinturas; las hacen circular libremente y llegan a ser patrimonio de todos. El cuadro se contempla en el museo; la poesía se escucha en el certamen, en el teatro o en la academia; la arquitectura se muestra en todas partes. Es que era lo más íntimo que había en el alma, y se ha manifestado y se ha comunicado a todos, y por ser patrimonio colectivo, no debieran desdeñarlo los colectivistas. Y aun mirando desde un punto de vista utilitario, ¡ah!, el arte tiene una influencia decisiva hasta en el trabajo muscular y mecánico. El trabajo mecánico, como el trabajo intelectual, necesitan alguna vez que la nube de ¡preocupación que sombrea la frente se disipe, y para eso es necesario que venga el rayo del arte y penetre en el alma calladamente, poniendo la alegría en donde estaban el cansancio y la tristeza.


Perfecciones morales


¿Y la virtud y la perfección moral? ¡ Ah!, en esta sociedad ya no hay aquellos tres respetos de que hablaba Le Play: el respeto a Dios, el respeto al padre y el respeto a la mujer; en esta sociedad quebrantada y deshecha, como se han roto los grandes vínculos sociales, falta en gran parte el ambiente moral, y no será, ciertamente, por falta de sistemas de moral; pero un crítico positivista de esos sistemas contemporáneos, Levy-Brühl, ha dicho, con razón, que en todos ellos se observaba que, de un lado, estaban las premisas, y de otro, las consecuencias, y que no tenían relación las consecuencias con las premisas. Así es que, -por ejemplo, Kant con su moral, aparentemente desinteresada, no lograba, a pesar de sus esfuerzos, injertar en el imperativo categórico los deberes de caridad.
Y se ha observado en estos positivistas que han inventado sistemas de moral en que, a fuerza de exprimir el egoísmo, han querido deducir de él el altruismo, y, partiendo del determinismo. es decir, muchas veces de proposiciones absurdas, la negación de la libertad, considerada como un consiguiente fatal de antecedentes inevitables; en vez de llegar a negar el deber y, por lo tanto, todo el orden moral, sacaban, sin embargo,1 al parecer, consecuencias que expresaban ciertas verdades morales incompatibles con el principio. Y no es extraño que se pregunte: pero, ¿es posible que de este sistema en donde está negado todo el orden moral se vayan a deducir principios relativamente morales? Sí, y es fácil de comprender. Esos hombres han vivido en una atmósfera cristiana, porque este mundo en que vivimos, a pesar de las negaciones y de las apostasías, alienta todavía por lo que conserva de la idea cristiana; esos escritores, en su propio hogar, en el ambiente de la ciudad natal han respirado la idea cristiana del Decálogo y del Sermón de la Montaña, y muchas veces dejaban las premisas de sus falsas filosofías para apuntar alguna de las enseñanzas que habían recibido en el hogar de los labios de su madre. Esa es la razón de que esas morales inconsecuentes quieran parecerse muchas veces a la moral cristiana, cuando son su negación radical. El sacerdote católico, todos los días y a todas las horas, hasta en un sacramento que es la negación de la hipocresía y la afirmación de la sinceridad y que es cátedra viva de psicología y de ética, afirmando ese orden moral, y aunque fuera se le niegue, aunque fuera se le quiera escarnecer, deja tales huellas en las almas, y es a veces en los corazones tan vivo el ejemplo, que los mismos que le niegan y cuyas pasiones se sublevan contra sus mandatos, le rinden acatamiento y homenaje.
El ejemplo es una escuela de moral irreemplazable. Muchas veces la obra del sacerdote, del predicador, no llega a producir el efecto vivo que uno de esos grandes hombres o de esos grandes caballeros produce con su ejemplo, con su acción, que es difícil de comprender y difícil de explicar, en los ánimos, hasta de sus propios adversarios. Y es que nadie muere en el orden moral ab intestato; todos dejamos un testamento con nuestra conducta buena o mala; y el hombre que es execrado por sus condiciones perversas encuentra el contraste en aquel otro, al cual se rinde vasallaje y se le demuestra con alabanzas el efecto que su ejemplo produce en los espíritus.
Perdonadme que a este propósito os refiera lo que recuerdo en este instante. Hace dos años viajaba yo por las rías de Galicia, y aquellas campiñas maravillosas, aquellas lagunas que parecen espejo adecuado de los cielos, estaban como cubiertas con un crespón de tristeza: la gripe producía una desolación en todas las villas y ciudades; había algunos pueblos cuya situación era tal, que se necesitaría la pluma de Tucídides para describir aquella peste, más terrible que la de Atenas. Un día, en una de esas ciudades de provincias, de Pontevedra, noté, al salir a la calle, un rumor extraño, comercios que se cerraban, corrillos que se formaban de gentes que hablaban dando grandes muestras de pesar, mientras se advertía un sello de tristeza en todos los Semblantes, como si una catástrofe se hubiese desencadenado sobre la ciudad romántica y tranquila. Pregunté cuál era el motivo de aquellas angustias, y me dijeron que era la muerte de un joven doctor. No le conocía: después supe que sin conocernos éramos amigos, porque, como sentíamos de igual manera, se habían trabado nuestros pensamientos.
Era un joven médico en cuya alma brillaban estas dos majestades: la de la ciencia y la de la virtud. Era muy grande la primera, pero todavía era mayor la segunda. Había contraído matrimonio algunos meses antes; era admirado y querido por todos, porque se prodigaba de tal manera, que el dinero que buenamente le daban los ricos servía para que al asistir a los pobres lo dejase como donativo ; porque aquel hombre, al visitar a los enfermos necesitados o que tuviesen una condición mediana, no que fuesen simplemente proletarios, nunca, jamás dejaba de proporcionarles recursos. En un asilo oí decir que ya no le llamaban, porque cada visita suya, en vez de cobrarla, iba acompañada de una limosna espléndida. No era grande su posición, porque ganaba para repartir; propagaba sin cesar la ciencia, que en él era parte de la caridad. Su muerte, abrazado al crucifijo, fue el tránsito de un santo. Asistí entonces al entierro y presencié el espectáculo más hermoso que he visto en mi vida. Un pueblo llorando. No se oía más que el murmullo y el quejido constante que producía la mezcla de las oraciones y de las alabanzas y de los sollozos, que eran también oraciones. Y yo decía: He aquí la majestad y la grandeza de un ejemplo moral. I-a ciencia, con ser tan grande, había enmudecido; pero la virtud, después de muerto el doctor, seguía hablando.


Consecuencias del trabajo integral.—La armonía de clases.— Pruebas: sin el integral, no hay trabajo individual


Estas categorías de trabajo tienen una relación íntima entre sí. Ninguna categoría de trabajo, puede tener, con relación a las otras, medios comunes. Cada una los tiene diferentes. Todas esas categorías de trabajo tienen un vínculo íntimo de interdependencia y, por lo tanto, no puede haber trabajo intelectual sin que haya trabajo material; pero no puede haberlo material sin que lo haya intelectual, y no podría haberlo intelectual ni material si no existiese el trabajo de protección y de perfección. Todos están enlazados por vínculos estrechos.
¿Cuál es la primera consecuencia? La de la armonía de las clases y no de su lucha; la dependencia recíproca, la solidaridad entre ellas. ¿Cuál es la segunda? Que no hay derecho al producto íntegro del trabajo, porque todas las categorías de trabajo, todas las clases son colaboradoras en cualquier trabajo, todas tienen una participación en ese trabajo. De manera que, si se quisiese establecer una fórmula exacta, habría que decir: a cada uno la parte de su trabajo, pero descontando aquello que es obra de la colaboración de les demás, como en ellos habría que restar lo que no es obra suya. Por esa razón las consecuencias son negativas para el comunismo, porque cada categoría de trabajo tiene sus medios, y esos medios y su empleo no pueden ser comunes a todas. El error comunista estriba en que ha confundido las necesidades primarias, que son comunes, y los fines, que lo son también, con los medios, que, por diferencia de categorías de trabajo, tienen que ser diversos.
Otra de las consecuencias es que no puede existir ni siquiera un trabajador, sin que exista el trabajo integral.
El trabajo —y en esto no se han fijado; los economistas ni los socialistas—, el trabajo individual supone siempre el integral. Si queréis ver la razón, no hay más que observar una cosa que ellos no han observado: que todo hombre empieza por ser consumidor antes de ser trabajador. Los cuadros de la economía están invertidos; no se empieza por la producción, sino por el consumo. El niño hasta llegar a cierta edad consume, pero no trabaja; trabajan otros para él, y esos que trabajan, en la familia o en el centro donde se le recoge, le prestan también su protección y le dan también su trabajo de perfección al educarle. No llegaría a ser trabajador, no podría emplear energías y actividades en ninguna clase de trabajo, si antes el trabajo integral en todas sus formas no le hubiera recogido y no le hubiese desarrollado con la perfección y protección que encuentra dentro de la familia o fuera de ella.
El hombre es una síntesis de trabajo integral. Estas tres vidas del hombre: vegetativa, sensitiva y racional no están yuxtapuestas, están unificadas en un todo vital que informa al organismo. Cada operación, cada facultad, desempeña su propio trabajo; pero está enlazada al que hacen las demás. No hay una función orgánica que ejerciéndose en distintos puntos no necesite del auxilio de las demás; ninguna existe independientemente, y, dado el compuesto humano, el raciocinio más alto necesita el concurso de lo más inferior. La impresión del objeto externo, la transmisión nerviosa, la sensación, la imagen, la visión de la unidad en la variedad por la abstracción, que forma la idea; la comunicación o la unión de las ideas, que forma el juicio; la del juicio, que forma el razonamiento, requieren todas esa cadena en que se va de lo exterior a lo interior y a lo más alto. Una interrupción en las funciones orgánicas inferiores puede producir una alteración cerebral y una intelectual; y un trabajo intelectual o una impresión moral vigorosa puede alterar lo físico. ¿Por qué? Porque en el hombre todos los trabajos están enlazados, todos sus centros de actividad dependen de uno único. Y es una síntesis viva en donde el trabajo no es sólo material, sino que tiene todas esas jerarquías que forman lo que he llamado trabajo integral. Aún diré más: que no puede existir ningún trabajador, ni en el trabajo más elemental, en que no estén todos juntos. Imaginad un trabajador que después de haber hecho sacrificios y ahorros llega con su pequeño peculio a adquirir una finca que es un erial; compra algunas máquinas de labranza y algunas semillas y la transforma y la cultiva; llega por él abono químico y por la inducción gratuita del ázoe del ilustre Estanislao Solari (propagada en España por la Gran Orden agrícola salesiana) a convertir ese erial en una huerta. Ese hombre, satisfecho, dice: "Con los ahorros de mi trabajo personal he logrado comprar un pedazo de tierra estéril, he logrado comprar las herramientas y las semillas necesarias y, gracias a mi solo esfuerzo, yo he transformado esta tierra inculta en tierra productiva; todo, todo esto es obra exclusiva de mi trabajo. Yo solo lo he hecho". No; varias personas que no han cultivado la tierra pueden contestarle. El sacerdote, en nombre de la moral: "Yo he puesto una valla de respetos y de deberes alrededor de tu heredad, yo he inculcado en tu espíritu y en el espíritu de los tuyos los preceptos ampliados del Decálogo que vive en el de tus propios vecinos; y sin esa valla de deberes morales hubieran caído al suelo las tapias de tu heredad". Podrá decirle el que representa la protección sanitaria: "Yo te he librado de la epidemia, de la enfermedad; a la salud que yo te he devuelto debes el haber podido continuar el cultivo". El trabajo de protección podría decir: "Yo te he salvado del litigio con que la codicia quería arruinarte". Y el que representa la autoridad material, la coacción, podría añadir: "Sin los correajes amarillos de la Guardia Civil, sin el fusil que marca el radio de acción seguro de tu derecho, no estarían seguros tus frutos, ni en tu granero".
Todos hemos trabajado para ti, aunque tú trabajes para nosotros; tú nos das las subsistencias con tu trabajo, pero te hemos dado la protección y la perfección con el nuestro, y sin él el tuyo hubiera sido estéril; porque antes que tú cultivaras, antes que tú trabajaras, había una solidaridad estrecha, un vínculo de fraternidad entre estas jerarquías de trabajo, que, juntas y en consonancia, han colaborado a ese trabajo que considerabas exclusivamente tuyo.


Corolario del trabajo integral.—El derecho de la remuneración cambiable


Una consecuencia positiva de esta doctrina es el derecho individual a la remuneración. Fijaos bien: la solidaridad entre las distintas categorías de trabajo, la interdependencia, es como el fundamentó general de la propiedad; y lo que voy a exponer ahora, la mutualidad de las remuneraciones, es el segundo fundamento, el más inmediato y próximo. Nadie puede negar el derecho a la remuneración de todas las categorías de trabajo. Si no hubiera esa remuneración, no sólo no trabajaría nadie, sino que la sociedad tendría que disolverse o reducirse a una colonia de vagos, que alimentasen, si tanta era su generosidad, las sociedades trabajadoras. Esa remuneración del trabajo formará lo que podríamos llamar el salario de clase de las distintas categorías, y esos salarios de clase de las distintas categorías, esas diferentes remuneraciones son cambiables por su naturaleza; y como hemos de salir de la permuta rudimentaria, podrán traducirse en valores, podrán expresarse en una forma de riqueza representativa de todos ellos y cambiarse. Fijaos en un párrafo tan sencillo como profundo de la encíclica Rerum novarum, cuando dice , que un trabajador, con el producto de su salario, con su salario ahorrado, compra una finca, y que será tan suya como lo era su salario, porque no es más que el mismo salario expresado en otra forma. Pues bien, si todo el mundo tiene derecho a la remuneración y si esas remuneraciones son cambiables, y si esos cambios pueden expresarse en valores, es evidente que con los frutos de un libro se puede adquirir una máquina o se puede adquirir una propiedad rústica, que la fortuna puede acrecentarse por la inteligencia, por la perseverancia, por el esfuerzo, por las aptitudes y habilidades, y de ello nacerá entonces una mayor remuneración, un cambio mayor en las remuneraciones, y esto explicará en su origen la diversidad de condiciones y riquezas; de un cambio de remuneraciones nacerá entonces, la propiedad en el que no la haya ocupado ni trabajado porque trabajaba en otras cosas, y con la remuneración de su trabajo de clase diferente la ha adquirido. Y su propiedad, expresada en una sola palabra, porque no hay necesidad del uso, del disfrute ni de la reivindicación, hay un verbo que lo dice todo: disponer. Y si puede disponer de una propiedad, podrá dividirla en servidumbres personales y reales, y podrá establecer censos, y podrá darla en parte o retenerla, y, con una condición o sin ella, podrá donarla y podrá establecer la sucesión en vida o para después de la muerte, y la propiedad, con todos sus atributos surgirá como una consecuencia ineludible del trabajo integral.


Fundamento general de la propiedad.—Cómo de él se deducen sus límites y una nueva forma de sindicato: el integral


Cuando se habla de fundamento de la propiedad no se habla más que de la territorial, y la propiedad, por ejemplo, del invento, es de distinta condición, y las propiedades en valores o representativas lo son también. Habría necesidad de buscar un fundamento general de todas las formas de propiedad, que tenía que ser social, porque no todas, son individuales, y que, estando enlazado con la esencia de la sociedad, asegurase la propiedad privada. Las teorías de la ocupación, el trabajo, la concesión y la ley habían confundido el fundamento con su modo de adquirir.
La ley de finalidad impone el deber de perfección intelectual, moral y material, y la triple necesidad, origen de la sociedad, le confirma. Las categorías de trabajo son los medios de cumplir ese deber. Y el derecho individual a cumplir la parte de ese deber que nos corresponde es el fundamento general de la propiedad, que tiene el inmediato en la mutualidad de las remuneraciones.
Dentro de la doctrina del trabajo integral se encuentran los límites de la propiedad, en la interdependencia de las clases, y, por consiguiente, dentro de su propio fundamento encuentra sus límites. Un capitalismo excesivo, que tiene su trípode en el anonimato, la Banca y la Bolsa, que por su origen pueda proceder de especulaciones inmorales., y que por su empleo se dirija al vicio, a la inmoralidad, a la corrupción, al goce personal, con el desprecio de los necesitados, está en oposición con los fundamentos de la propiedad y con la solidaridad de los demás trabajos; y cuando se trata del obrerismo, en sentido contrario, también encontraréis allí el límite. Una huelga puede ser legítima cuando no queda otro recurso para mantener el derecho. En una sociedad bien ordenada no debiera existir; pero, desgraciadamente, lo mismo la huelga que el lock-out contrario, cuando no tienen, otro medio de ejercitar su derecho, serán un medio legítimo de defenderlo.
Pero la huelga ha de tener estos límites. Tiene que tener el límite de la libertad del trabajo de los demás para no imponerse violentamente, porque eso sería una forma de la esclavitud; y tiene que tener un límite en aquella clase de servicios, no sólo públicos, sino sociales, en que sufren detrimento otras clases que no han entrado en el litigio. Porque, sin esos límites, sería el predominio de una clase, el predominio de una forma de trabajo sobre todas las demás; y hay que tener en cuenta, no sólo los litigantes, los que luchan en la contienda, sino aquellas otras clases que tienen interés en ella, que prestan sus recursos para los impuestos del Estado, para la protección jurídica, para la protección sanitaria, para la protección moral; y no hay derecho a que por un agravio, a veces pequeño y menudo, se produzca, por un paro, un trastorno que alcance a clases enteras que tenían interés, que tenían derecho a mantener la paz para defender las categorías de su trabajo.
Otra consecuencia se deduciría para el sindicalismo, que era lo que yo llamo, y no tengo tiempo de exponerlo minuciosamente, el sindicato integral. No combato ni el sindicato puro ni el sindicato mixto; pero creo que la coexistencia y la armonía de las clases en el trabajo exigen el que llamo integral, una forma de sindicato semejante, en el que estén todas las clases representadas. ¿Cómo? Haciendo que esas clases de sindicatos, puros o mixtos, se concierten y tengan algunas veces como asambleas periódicas para examinar sus exigencias comunes, sus diferencias y sus relaciones. Esto llevaría a la formación de tribunales integrales para la resolución de las contiendas. No formadas exclusivamente por los que litigan, por los que luchan, por los que combaten; porque esas comisiones mixtas no son otra cosa más que los mismos beligerantes, los mismos contendientes reducidos a menor número, y con el menor número no se evitará otra cosa que el clamor de la disputa, pero continuará la disputa, aunque el clamor no sea tanto. Era necesario que todas las clases, puesto que todas colaboran indistintamente, estuviesen representadas de un modo permanente. ¿Cómo? En municipios autónomos, en una comarca, en una región, si el régimen autónomo existiera en ellas y la representación fuera por clases, y en unas Cortes, en una Comisión permanente cuando las Cortes estuvieran integradas por todas las clases sociales, por todas, sin excluir, al contrario, Domándola muy en cuenta, a la obrera.
Entonces, ese podría ser el tribunal arbitral de las contiendas sociales, puesto que tendría más imparcialidad, por lo mismo que era permanente, que no había sido formado para un caso, y que estaba constituido por aquellos otros elementos que se encontraban fuera de la contienda y del litigio.
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El desequilibrio entre las formas de riqueza.—La distribución de la población; relación entre el salario industrial y el agrícola


El desequilibrio de las formas de la propiedad y de la riqueza es una de las causas inmediatas de todos los grandes trastornos sociales. No hay proporción entre la propiedad individual y la corporativa, ni entre la llamada mueble y la inmueble, ni entre la real y la representativa de papel. Observad nada más un punto, el que se refiere a la agricultura y a la industria; es importante, porque se refiere también al problema de la población, muy mal planteado. Desde Malthus hasta ahora se ha puesto de un lado la humanidad, del otro las subsistencias, creciendo en progresiones contrarias; y no se ha mirado más que la relación general. Y desde el libro de Malthus al libro de Nitti, el actual presidente del Consejo de Ministros de Italia, publicado cuando era profesor en Nápoles, que resumen todas las doctrinas sobre esta materia, observaréis que la cuestión no está bien planteada. La cuestión no es tanto la relación del conjunto del linaje humano con las subsistencias, ni siquiera dentro de una nación, como la de la distribución de la población, que es la repartición de los productores de la riqueza esencial, para que esté bien distribuida la riqueza misma y para que una rama de la actividad no disminuya, con su crecimiento excesivo, el de la que se dedica a producir las subsistencias.
Los economistas, al clasificar las industrias, han incluido entre ellas la agricultura, y claro está que en cierto sentido lo es. Si no se atiende más que a la transformación del objeto, la agricultura transforma los objetos para aplicarlos a nuestras necesidades, y es una industria. Pero la transformación de los objetos es el medio,, y ese medio, es común, y las cosas no se clasifican por los medios, que pueden ser iguales, sino por los fines, y los fines a que se refieren son las necesidades. Entre esas necesidades las hay primarias y secundarias; la necesidad del alimento, del vestido y de la habitación son las tres necesidades físicas primarias, y ésas, directa o indirectamente, las satisface la agricultura. Por eso, la agricultura debiera tener la primacía sobre todas las otras ramas del trabajo material humano. Esa relación se ha roto; y hoy predomina el industrialismo, que tiene que tomar casi todas las materias primeras de la agricultura, sobre la agricultura misma. De aquí ha procedido una cosa: que, siendo el aliciente, el estímulo del salario industrial creciente mayor que el agrícola, la agricultura ha sufrido el resultado de una emigración más dolorosa que la emigración exterior: la emigración interior, la del campa a la ciudad. Los trabajadores agrícolas emigran de los campos a las ciudades, y ¿qué sucede? A la mayor oferta de trabajadores en las ciudades, disminuye el salario de los obreros; pero a la menor oferta de trabajadores en los campos, aumentan los jornales y, por lo tanto, el precio de las subsistencias. Y como el precio de venta de los productos fabriles tiene una relación directa con el salario, que forma parte del coste de la producción, y el salario real, no el nominal, se mide por el precio de las subsistencias, y las subsistencias proceden de la agricultura, la agravación que esto lleva consigo es la que explica esa serpiente que está enroscada a la producción industrial y que no puede romper el productor moderno[1].
En una huelga piden los obreros un aumento de salario; el aumento se consigue, y con eso, naturalmente, aumenta el precio del producto en la venta, porque aumenta el coste de la producción; pero, como con ese salario va a haber que adquirir otros productos, los que vienen de la agricultura, resulta que todo lo que por un lado ha aumentado el salario nominal, disminuye por otro el salario real con el precio de las subsistencias; y el salario, de hecho, o queda igual o disminuye; porque el salario real, que se mide por el precio de las subsistencias, depende de la producción agrícola, en primer lugar; y mientras la agricultura sea la Cenicienta, mientras ella cargue continuamente con los más pesados tributos, mientras esté cubierta de hipotecas, mientras gima abandonada y no llegue a producir más que el 2 ó el 3 por 100, y la propiedad industrial y la propiedad del papel crezcan y florezcan, no habrá la relación equitativa que debe existir entre el salario y el precio de las subsistencias, y el desorden continuará y no servirá de nada el aumentar los salarios en los centros urbanos, si siguen disminuyendo los trabajadores en el campo y encareciéndose forzosamente la vida.


[1] Nota de Speiro.—Debe recordarse que Mella expuso estos conceptos en 1920, cuando eran absolutamente libres precios y salarios y no existía intervención estatal en estas materias.


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