viernes, 22 de noviembre de 2024

DÍA QUINCE 22/11/2024 - MES DE MARÍA INMACULADA TRADICIONAL por Mons. Rodolfo Vergara Antúnez

 


Día quince: 

Destinado a honrar el cuarto dolor de María


Oración inicial
para todos los días del Mes


¡Oh María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro nombre y alabanzas. Vuestro santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos. Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas ¡oh María! no os dais por satisfecha con estos homenajes; hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes. Sí; los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones; nos esforzaremos, pues, durante el curso de este Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen Santa! en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas aun la sombra misma del mal. La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos, nos amaremos, pues, los unos a los otros como hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados. ¡Oh María! haced producir en el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia para poder ser algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres. Amén.


Consideración


Había llegado la hora fatal, anunciada por el anciano Simeón, en que el corazón de María sería despedazado por una espada de dos filos. Jesús había caído en poder de sus enemigos, quienes espiaban desde largo tiempo el momento oportuno para hacerlo la víctima sangrienta de sus venganzas. Arrastrado de tribunal en tribunal, como un homicida o incendiario sorprendido en el acto de perpetrar su crimen, fue en todas partes el blanco de las injurias, de los baldones y de los más crueles e inhumanos tratamientos.

Descargaron sobre sus espaldas una lluvia de rudos azotes, ciñeron su cabeza con una corona de punzadoras espinas y cargaron sobre sus hombros chorreantes de sangre una pesada cruz, instrumento de su cercano suplicio. Así, cargado con aquel enorme peso, lo obligaron a recorrer el largo y áspero sendero que mediaba entre el Pretorio y el Calvario, apresurando a fuerza de golpes su marcha lenta y fatigosa. De esa manera se arrastraba penosamente aquella figura de hombre, dejando marcadas sus huellas con un reguero de sangre, mientras que a lo largo del camino se agrupaban multitud de espectadores, que demostraban en sus rostros o la satisfacción del odio, o una estéril compasión.

Una mujer llorosa, sumergida en un dolor inexplicable, penetró por medio de la multitud para salir al encuentro del divino ajusticiado; y desafiando las iras de los verdugos, se acerca a Él y clava en su rostro ensangrentado los ojos anegados en lágrimas. Es María que va en busca de su Hijo. En la víspera de ese día funesto, lo había dejado sano y lleno de vida; pero apenas habían transcurrido unas cuantas horas lo ve convertido todo en una pura llaga. ¡Cuál sería su dolor y su sorpresa! Jesús levanta sus ojos para verla, su mirada se encuentra con la de su madre, y aunque sus labios nada hablan, sus ojos y su corazón le dicen: «¡Oh madre desolada!, ¿cómo habéis venido hasta aquí sin temer las iras de mis verdugos? Apartaos, que vuestra vista redobla mis tormentos; dejadme morir en paz por la salvación de los pecadores y pagar con exceso de amor el exceso de su ingratitud». Y María con sus ojos, más bien que no con sus labios, le diría: «¡Oh hijo muy amado! ¿Quién os ha reducido a tal extremo de sufrimiento y de dolor? ¿Qué habéis hecho, ¡oh, inocentísimo cordero!, para ser tratado de este modo? Porque resucitabais los muertos, ¿os conducen al suplicio?, porque sanabais a los enfermos, ¿os han azotado cruelmente?, porque dabais vista a los ciegos, oído a los sordos, movimiento a los paralíticos, ¿os han coronado de espinas, y cargado con esa cruz? ¡Ah!, permitidme padecer con Vos y morir con Vos en ese madero. Yo no quiero vivir ya; la vida sin Vos me es aborrecible y la muerte sería mi único consuelo…».

El dolor de María no sólo es grande por su intensidad, sino sublime por el heroísmo con que sabe soportarlo. Ella, lejos de rehusar el sufrimiento, le sale al encuentro y con paso resuelto va a buscarlo a su misma fuente. María pudo evitar, huyendo a la soledad, la vista de ese espectáculo sangriento. Pero no, ella vuela en alas del amor que todo lo vence y que todo lo soporta; se abraza con la cruz, y olvidándose de sí misma para no pensar más que en el amado de su corazón, desafía los peligros para ir a ofrecer algún alivio a su hijo perseguido.

¡Ah, cuánto acusa este heroísmo nuestra cobardía, no ya para buscar, sino para aceptar el sufrimiento y el sacrificio! Muy distantes de amar la cruz, la rechazamos con repugnancia, y si la aceptamos, es porque no está en nuestra mano rechazarla. Y, sin embargo, la cruz es la llave del cielo y cargados con ella hemos de atravesar el camino de la vida, si queremos recibir recompensas inmortales. Y ¡qué tesoro de paz se oculta en el sufrimiento voluntariamente aceptado! No hay dulzura comparable con la que saborea el alma amante de Jesús, cuando carga sus hombros con la cruz que Él arrastró a lo largo del camino del Calvario. Gozar cuando el amado sufre, no es gozo, es amargura; sufrir cuando el amado padece, es dulcísimo gozo. Unamos nuestros pesares, trabajos y desgracias a los de María y hallaremos fuerza, aliento, valor y hasta alegría en medio de las espinas de que está sembrado el camino de la vida.


Ejemplo
La medalla milagrosa


Conocida es en todo el mundo la medalla que, por los portentos que se operaron con ella, ha recibido el nombre de milagrosa. Su forma fue revelada en 1830 por la misma santísima Virgen a una hermana de la Caridad de París. Representa en el anverso a María en pie y con los brazos extendidos, haciendo brotar de sus manos un haz de rayos, símbolo de las gracias que María derrama sobre los hombres. Al rededor se lee esta inscripción, dictada por los labios de la bondadosa Madre: ¡Oh María, concebida sin pecado, rogad por nosotros que recurrimos a Vos!

Llenos están los anales de la piedad cristiana con los prodigios de todo género obrados por esta medalla, que parece ser como un talismán que encierra el secreto de la más decidida protección de María. Entre otros innumerables hechos que atestiguan esta verdad, referiremos una conversión verificada en la isla de Chipre en 1864.

Vivía allí un hombre acaudalado que, a causa de la pérdida de una hija muy amada, había abandonado toda práctica de religión y había caído en la más completa indiferencia religiosa. Este caballero enfermó gravemente, hasta el punto de que fueron inútiles todos los esfuerzos para restituirle la salud. Uno de los sacerdotes de la isla lo visitaba frecuentemente con la esperanza de que aceptase los auxilios de la religión. Pero el corazón del buen sacerdote se llenaba de amargura al ver que todas sus exhortaciones obtenían la misma respuesta dilatoria: «Ya tendremos tiempo; lo veremos dentro de algunos días; por ahora no tengo disposiciones; espero mejorarme».

Mientras tanto los síntomas de la muerte se hacían cada vez más próximos. Ya la respiración era fatigosa y el hielo mortal comenzaba a hacerse sentir en las extremidades. Y sin embargo, el endurecimiento de aquel corazón continuaba, y siempre la misma respuesta: Después… por ahora no… Los labios lívidos apenas tenían fuerzas para articular una palabra, y las pupilas negábanse ya a recibir la luz del día, y en pocas horas se cerrarían para siempre; y sin embargo la obstinación continuaba.

En esos momentos angustiosos tuvo el buen sacerdote la inspiración de acudir a la medalla milagrosa. Sentado estaba junto al moribundo sin atreverse a hablarle de aquella medalla, porque pocos momentos antes le había dicho terminantemente que no quería oír hablar de religión ni de sacramentos. No sabiendo qué hacer, encomendó fervorosamente a la santísima Virgen la suerte de aquel pecador obstinado y colocó disimuladamente la medalla sobre la almohada. ¡Oh, maravillosa clemencia de María!, pocos momentos después, el enfermo se vuelve a él y le dice: «Y bien, ¿cuándo comenzamos?»

—«¿Qué es lo que desea comenzar?» le preguntó el sacerdote, temiendo que el enfermo se refiriese a otra cosa. —«Mi confesión; pues que si se ha de hacer alguna vez, convendría hacerla pronto».

La confesión comenzó desde aquel mismo instante, pareciendo que aquella vida que tocaba a su término, hubiese recobrado toda su fuerza. Terminada la confesión, el sacerdote le presentó la medalla, diciéndole que a esa prenda de la protección de María debía el cambio operado en su corazón. El moribundo la cogió en sus manos trémulas y la llevó a sus labios, cubriéndola de ósculos de ternura y de lágrimas de arrepentimiento. En esa actitud escapose suavemente de su pecho el último suspiro.

Si esta medalla lleva consigo tan admirables tesoros de gracias, procuremos llevarla siempre sobre el pecho, y repetir con frecuencia la jaculatoria que lleva al pie para asegurar en nuestro favor la protección de María.


Jaculatoria


Yo quiero también, María,

Llevar la cruz en mis hombros

Y ayudarte en tu agonía.


Oración


¡Oh, dolorida Madre de Jesús!, qué triste es para mí contemplaros en la calle de la amargura, sumergida en el más acerbo desconsuelo al ver tratado a vuestro Hijo como un malhechor y arrastrado ignominiosamente a la muerte. Pero, más que vuestros mismos dolores, me asombra el heroísmo con que desafiasteis los peligros y salisteis valerosamente al encuentro de Jesús. Alcanzadme, os ruego por los méritos de la pasión de Jesús y de vuestros dolores, la gracia de sobreponerme con santo valor a todas las aflicciones, disgustos, enfermedades, miserias y dolores de la vida. Hacedme sentir, ¡oh, Virgen santa!, en medio de los pesares la paz y consuelos celestiales que gustan las almas que saben sufrir por Dios; que yo mire esta tierra como un doloroso destierro y que no tenga otro amor ni otro deseo que unirme a Jesús y a Vos en el padecimiento, aceptando con satisfacción la cruz que Dios se digne cargar sobre mis hombros. Aceptad, ¡oh, afligida Madre!, las lágrimas de compasión que vierto, que es dulce para la madre ver que sus hijos participan de sus dolores y unen sus lágrimas con las suyas. En recompensa de este signo de mi filial amor, dadme fuerzas para arrastrar mi cruz y no desfallecer hasta dejarla en el Calvario, donde, muriendo con Jesús, tendré la dicha de resucitar con Él para gozar eternamente en el cielo. Amén.


Oración final
para todos los días del Mes


¡Oh María, Madre de Jesús, nuestro Salvador y nuestra buena Madre! Nosotros venimos a ofreceros con estos obsequios, que traemos a vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros agradables, y a solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestro santo servicio. Dignaos presentarnos a vuestro divino Hijo; que en vista de sus méritos y a nombre de su santa Madre dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud; que haga lucir con nuevo esplendor la luz de la fe sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia Él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro; que confunda a los enemigos de su Iglesia, y que, en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad, que nos colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir. Amén.


Prácticas espirituales


1. Hacer el santo ejercicio del Via Crucis uniéndose a los dolores de Jesús y María en el camino del Calvario.

2. Hacer un cuarto de hora de meditación sobre la pasión de nuestro Señor Jesucristo.

3. Imponerse alguna mortificación corporal en honra de los padecimientos del Hijo y de la Madre.


Fuente: Mes de María Inmaculada; Mons. Rodolfo Vergara Antúnez; Arancibia Hnos. y Cía. Ltda., edición de 1985.