Día veintisiete:
Amor que debemos profesar a María
Oración inicial
para todos los días del Mes
¡Oh María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro nombre y alabanzas. Vuestro santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos. Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas ¡oh María! no os dais por satisfecha con estos homenajes; hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes. Sí; los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones; nos esforzaremos, pues, durante el curso de este Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen Santa! en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas aun la sombra misma del mal. La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos, nos amaremos, pues, los unos a los otros como hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados. ¡Oh María! haced producir en el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia para poder ser algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres. Amén.
Consideración
Si la bondad maternal de María no fuera bastante motivo para decidirnos a amarla, la consideración de sus perfecciones no podrá menos de hacer brotar en nuestros corazones el más ardiente y generoso amor por la que reúne en sí todo lo que hay de grande y perfecto en el orden de la naturaleza y de la gracia.
La belleza física y la belleza moral, la hermosura del cuerpo y del alma arrebatan espontáneamente el amor a nuestros corazones, porque, como dice un sabio de la antigüedad, cualquiera que tenga ojos para verla, no puede menos que tener corazón para amarla.
Ahora bien, ninguna criatura, después de Jesucristo, ha poseído en grado más excelso la hermosura del cuerpo y del alma. María fue la obra predilecta del poder del Altísimo y en ella tuvo sus complacencias desde la eternidad. Su cuerpo destinado a ser el santuario de la divinidad, debió de poseer toda la perfección de que es capaz la naturaleza y toda la hermosura que convenía a la que debía ser el tabernáculo vivo y animado de la belleza infinita. Por eso los Libros Santos, profetizando esa belleza incomparable, han podido exclamar: «Toda hermosa eres, amiga mía, toda hermosa eres»; lo que vale tanto como decir que en su persona se encierra una belleza sin medida.
La belleza por excelencia es Dios; y esa hermosura se comunica a las criaturas en el mismo grado en que se unen a Dios, como la pureza de las aguas es tanto mayor, cuanto más cerca están a la fuente. Y ¿con cuál criatura se ha unido más estrechamente la infinita belleza que con María? ¿No la amó y la prefirió a todas eligiéndola por madre del Verbo encarnado?—Esta consideración hacía exclamar a San Epifanio: «Sois ¡oh María! la primera belleza después de Dios, y en comparación de la vuestra, no tienen sombra de hermosura los serafines, ni los querubines, ni todos los nueve coros de los ángeles. Los considero en vuestra presencia como a las estrellas del cielo, que pierden toda su luz cuando el sol aparece». Pero, sin necesidad de acudir a tales conjeturas, para conocer la belleza física de María no necesitamos sino oír el testimonio de los que tuvieron la dicha incomparable de verla cuando aún era peregrina de la tierra. San Dionisio Areopagita, después de haberla visto, decía que si la fe no le enseñara que no podía existir más que un Dios, habría adorado a la Santísima Virgen como a Dios. La belleza cautiva sin violencia los corazones, y aun esas bellezas frágiles e imperfectas que el mundo admira han tenido poder para trastornar a pueblos enteros. Arrebate, pues, nuestro amor la hermosura incomparable de María y encienda en nuestro pecho un incendio voraz.
Pero si tanto puede la hermosura del cuerpo, ¿cuánto más deberá seducirnos la belleza del alma, que excede a la primera como el alma excede en excelencia al cuerpo?—Decía Santa Catalina de Sena, que si pudiésemos ver con los ojos del cuerpo la belleza de un alma sin pecado y con sólo el primer grado de gracia, quedaríamos tan sorprendidos al reconocer cuánto sobrepujaba a todas las bellezas de la naturaleza corpórea, que no habría quien no desease morir, si fuera preciso, por conservar beldad tan hechicera. Ahora bien, si la última de las almas en el orden de la gracia encierra en sí tanta belleza, y si remontado el vuelo contemplásemos a las almas que han subido a otros grados de gracia más elevados hasta llegar a la más perfecta, ¿cuánta no sería nuestra admiración en presencia de su hermosura? Pues bien, la más elevada de esas almas no es más que una sombra comparada con María, porque ella posee más gracias y por consiguiente, más belleza que todos los Santos y bienaventurados juntos. Todas esas celestiales bellezas son siervos y vasallos de María. Ella sola es la madre del Creador de todos ellos; ella después de Dios, es quien tiene extasiados de amor y de dicha a los moradores de la celestial Jerusalén.
¡Ah! ¡si los que se deleitan en las efímeras bellezas del mundo hubiesen contemplado por un instante la beldad de María, todo otro afecto moriría al punto en sus corazones! Mas si no nos es dado contemplar con los ojos del cuerpo la hermosura de su alma adornada con todas las piedras preciosas de las virtudes, a lo menos procuremos verla siempre con los ojos del alma para extasiarnos en su belleza y embriagarnos en las delicias de su amor.
Ejemplo
El Papa de la Inmaculada Concepción
Pío IX, cuya santa memoria está unida con lazo de oro a las glorias de María, debió a la protección de esta Madre bondadosa un señalado favor al comenzar su carrera sacerdotal. Mientras el joven Juan María Mastai era estudiante, le acometió una grave enfermedad que lo inhabilitaba para seguir las inclinaciones, que lo arrastraban al estado eclesiástico. Esta enfermedad era la epilepsia, que comúnmente es incurable. Los médicos confesaron su impotencia para contener el mal y presagiaban en poco tiempo un término lamentable. Cuando comenzó a cursar teología los ataques eran menos frecuentes, y pudo recibir las órdenes menores.
En esa época pasaron por Sinigaglia, pueblo natal de Pío IX, varios misioneros, a quienes prestó el joven Juan María con celo ferviente los humildes servicios de Catequista. Esto le valió la dispensa de la Santa Sede del impedimento para su ordenación, con la condición de celebrar el santo sacrificio acompañado de otro sacerdote. La enfermedad no había desaparecido, y todo inducía a creer que llegaría con el tiempo a imposibilitarlo para el ejercicio del ministerio sacerdotal, no obstante la bondad y condescendencia paternales que había usado para con él el Papa Pío VII.
El joven sacerdote había aprendido a amar a María en las rodillas de su piadosa madre, y desconfiando de los recursos humanos, puso toda su confianza en la protección de la Santísima Virgen. Con el fin de interesarla más en su favor emprendió una peregrinación al célebre santuario de Nuestra Señora de Loreto, donde pidió con fervoroso ahínco la salud para dedicarse todo entero a la salvación de las almas. La Reina del cielo acogió benignamente la súplica de aquel humilde sacerdote que tanto había de glorificarla, y desde ese momento la epilepsia desapareció para siempre.
Reconocido a tan insigne favor, se consagró con mayor esmero a servir y ensalzar a su protectora celestial; y a este amor hacia María acrecentado por esta curación milagrosa, debe la Cristiandad la declaración dogmática de la Inmaculada Concepción, que tanto ha contribuido a encender en las almas el amor y la confianza en la Madre de Dios.
Elevado más tarde a la más alta dignidad de la tierra, y después de haber ornado las sienes de María con la corona de la Inmaculada Concepción, volvió Pío IX al santuario de Loreto para cumplir un segundo voto. Allí puso a los pies de su soberana protectora un cáliz de oro de exquisito valor artístico, y rogó por la Iglesia y el mundo en aquella Casa donde comenzó la obra de la redención del mundo. No estaban lejanos los días tempestuosos en que la ola de la impiedad arrebató al Papado sus dominios temporales y derribó el trono secular en que se sentaba el Papa-rey.
La misma generosa mano que libertó al sacerdote de una enfermedad incurable, infundió valor indomable en el pecho del Pontífice para resistir a los enemigos de la Iglesia y sostener la dignidad del Pontificado Romano, que nunca ha sido más grande que en las horas de su martirio.
María, que ha sido en todos los tiempos la celestial protectora de la Iglesia, lo ha sido muy en especial del ilustre Pontífice que pasará a la historia con el nombre del Papa de la Inmaculada Concepción.
Jaculatoria
Dulce Madre, pues me amas,
Haz que siempre el alma mía
Tanto te ame, que algún día
Pueda al fin morir por Ti.
Oración
¡Oh la más pura y hermosa de las criaturas! dulcísima Madre mía, ¿qué otra cosa podré deciros yo, vuestro hijo y vuestro siervo, al considerar la perfección y belleza así de vuestro cuerpo, santuario del Verbo encarnado, como de vuestra alma, precioso relicario de las más excelsas virtudes, sino protestaros que os amo con toda la ternura del más amante de los hijos? Yo os amo, María, porque en Vos se encierra toda perfección y belleza. Yo os amo, María, porque sois más pura que la luz del sol, más galana que la flor del campo, más bella que la aurora cuando sonríe a los prados, más amable que todo lo que arrebata en la tierra nuestro amor. Yo os amo, María, porque sois tan buena, tan misericordiosa, tan compasiva con vuestros pobres hijos, porque sois Madre generosa que olvidáis las ingratitudes para no atender sino a nuestra gran miseria. Yo os amo, María, porque sois la Reina de los ángeles, la soberana de los mártires y de las vírgenes, a quienes sobrepasáis en santidad y en perfecciones, como el sol sobrepuja en esplendor a los demás astros del firmamento. Yo os amo, María, porque sois la consoladora de los afligidos, el refugio de los pecadores, el sostén de los justos, el baluarte de los débiles y la dispensadora de todas las gracias. Concededme, Señora mía, la gracia de amaros siempre con la misma ternura, de serviros siempre con ardiente solicitud y de acompañaros un día en el cielo para unirme eternamente a Vos. Amén.
Oración final
para todos los días del Mes
¡Oh María, Madre de Jesús, nuestro Salvador y nuestra buena Madre! Nosotros venimos a ofreceros con estos obsequios, que traemos a vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros agradables, y a solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestro santo servicio. Dignaos presentarnos a vuestro divino Hijo; que en vista de sus méritos y a nombre de su santa Madre dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud; que haga lucir con nuevo esplendor la luz de la fe sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia Él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro; que confunda a los enemigos de su Iglesia, y que, en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad, que nos colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir. Amén.
Prácticas espirituales
1. Adoptar la práctica de llevar al cuello un escapulario, medalla u otro objeto que tenga la imagen de María, e invocarla en la hora de la tentación y del peligro.
2. Rogar a María delante de alguna imagen suya por las necesidades de la Iglesia y en especial de la de Chile.
3. Privarse en algún día por amor a María, de comer cosas de gula y apetito.
Fuente: Mes de María Inmaculada; Mons. Rodolfo Vergara Antúnez; Arancibia Hnos. y Cía. Ltda., edición de 1985.