Día treinta:
La devoción a María
Oración inicial
para todos los días del Mes
¡Oh María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro nombre y alabanzas. Vuestro santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos. Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas ¡oh María! no os dais por satisfecha con estos homenajes; hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes. Sí; los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones; nos esforzaremos, pues, durante el curso de este Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen Santa! en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas aun la sombra misma del mal. La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos, nos amaremos, pues, los unos a los otros como hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados. ¡Oh María! haced producir en el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia para poder ser algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres. Amén.
Consideración
La devoción a María es tan antigua como el mundo y tan prolongada como la historia. Nació el mismo día en que, en medio de la catástrofe del paraíso, fue anunciada al mundo como la corredentora del linaje humano. El mismo Jesús, mientras estuvo en la tierra, fue el maestro de esa devoción consoladora que tantas horas felices y tantos consuelos inefables depara a los desgraciados peregrinos de la tierra. La devoción no es más que una expresión del amor interno. Y ¿quién dio manifestaciones más tiernas y elocuentes de amor hacia María que su divino Hijo? Cuando pendiente del cuello de María imprimía en sus mejillas ternísimos ósculos de amor; cuando corría a refugiarse en el regazo de su madre para dormir allí el sueño de los ángeles; cuando la acompañaba en sus veladas y compartía con Ella el fruto del trabajo; cuando, en fin, próximo a expirar en la cruz, la recomendó a la solicitud del más amado de sus discípulos, ¿qué otra cosa hacía Jesús sino enseñarnos a amar a María?
Jesucristo quiso dejar establecida en el mundo la devoción a su Madre juntamente con la Iglesia. Por eso los apóstoles, herederos del espíritu de su Maestro, propagaron la devoción a María al mismo tiempo que llevaban a todas partes la luz del Evangelio. La Iglesia, por su parte, la ha conservado, propagado y defendido con el celo que requieren los grandes intereses de las almas. Por eso todos los hijos de la Iglesia emulan en entusiasmo por el culto de la Madre de Dios. ¡Desventurado de aquel cuyo corazón esté negado a los dulcísimos consuelos que esa devoción produce en el alma! Como es triste y amarga la condición de un pobre huérfano, que jamás conoció las ternuras del amor maternal, así es triste y digna de compasión la condición del hombre que no ha probado las delicias que se encierran en el amor a María.
Y nada hay más justo que esa devoción. Ella es el Refugio de los pecadores, que se compadece de su miseria y procura su salvación con más amorosa solicitud que la que tiene una madre por la felicidad de sus hijos. Ella es la amable Consoladora de los afligidos, que guarda en su corazón de madre consuelo para las almas atribuladas, remedio para todas las dolencias, bálsamo celestial para todas las heridas. Ella ha sido tan generosa para con nosotros, que no ha omitido sacrificio con tal de socorrernos y salvarnos. Si se sometió al dolor de ver morir a su Hijo fue únicamente, porque sabía que ese sangriento sacrificio era necesario para salvarnos. Pero ¿quién podrá fijar los límites de su amor?—Más fácil sería medir la extensión de los mares, la inmensidad del espacio y la profundidad de los abismos.
Para que la devoción a María sea verdadera, es preciso que viva y se manifieste dentro y fuera del hombre; que viva en el corazón y que se manifieste en las obras. Si de alguna de estas dos condiciones careciese, sería o un cuerpo sin alma o un alma sin cuerpo.
Nuestra devoción debe consistir en honrarla, amarla y servirla. Debemos honrarla porque ha sido sublimada a la más excelsa grandeza. Toda dignidad merece ser honrada, y ¿quién puede sobrepujar en dignidad a la que ha sido Madre de Dios?—A ella, pues, debemos tributarle un culto sólo inferior al de Dios pero superior al de los ángeles y de las santos porque a todos ellos sobrepasa en dignidad, grandeza y excelencia.
Debemos amarla, porque si la grandeza merece respeto, la bondad despierta amor y confianza. ¿Quién más amable y bondadosa que María?
Pero nuestro amor sería estéril si no se manifestase por medio de nuestras obras: por eso debemos servirla, como un hijo sirve a su madre y un súbdito a su señor. Sólo con estas condiciones nuestra devoción será verdadera y atraerá sobre nosotros las bendiciones de María.
Ejemplo
La perseverancia en la devoción a María recompensada
El sabio obispo de Orleans escribe el hecho que pasamos a referir:
«Hay algunas veces en la vida del sacerdote circunstancias en que un rayo de gracia eterna penetra en el alma y proyecta resplandores celestiales que no permiten olvidarlas jamás. Yo tuve un día una revelación clara y manifiesta del poder que encierra el Ave María en la escena conmovedora que tuve ocasión de presenciar junto a un lecho de muerte al recoger y bendecir el último suspiro de una joven, que había asistido algunos años antes a la preparación que yo hacía a los niños de primera Comunión.
»Yo tenía la costumbre de recomendar a los niños que siempre fuesen fieles a la recitación diaria del Ave María, como un medio de perseverancia en los buenos propósitos hechos al pie de los altares. La joven moribunda, que frisaba apenas en los veinte años de edad y que hacía un año se había desposado, había sido siempre fiel a mis consejos.
»Hija de uno de los viejos mariscales del Imperio, adorada de un padre, de una madre y de un esposo, rica, joven y feliz, con toda la felicidad que pueda apetecerse en el mundo, en medio de toda esa dicha del presente y acariciada por los más hermosos sueños del porvenir, fue herida en la primavera de su vida por la guadaña que no perdona ni edades, ni condiciones. Era necesario morir, porque hay enfermedades ante las cuales la ciencia y el poder de los hombres son vanos. Yo fui encargado de comunicar a la joven enferma tan terrible nueva. Lleno de dolor, pero con frente serena, entré en la alcoba de la enferma. Su madre estaba desolada, su padre anonadado, su marido desesperado. Pero cuál no fue mi sorpresa al ver dibujarse en sus labios una dulce sonrisa. ¡Esa joven que iba a ser arrebatada súbitamente a las esperanzas más halagüeñas, a las más legítimas felicidades, a los afectos más tiernos, más ardientes y más puros, sonreía dulcemente!… La muerte se acercaba con pasos apresurados: ella lo sabía, lo sentía y lo adivinaba, y sin embargo sonreía con cierta tristeza dulce y con una serenidad heroica. Al verla, yo no pude reprimir las emociones de mi corazón, y mis labios se abrieron involuntariamente para exclamar: «Hija mía, ¡qué desgracia!» Y ella con un acento, cuyo eco suave resuena todavía en mi oído, me dijo: «¿Acaso no creéis que yo vaya al cielo?»—Hija mía, repliqué, yo abrigo esa dulce esperanza.—Yo estoy segura, repuso la joven sin vacilación.—Y ¿qué os da esa certeza, hija mía? le dije.—Un consejo que vos me disteis en otro tiempo. Cuando tuve la dicha de hacer mi primera Comunión, me recomendasteis que recitase todos los días el Ave María con filial amor. Yo he sido desde entonces fiel a esa práctica y de cuatro años ha, no he dejado ni un solo día de recitar mi rosario. Este es lo que me concede la dulce seguridad de irme al cielo, porque yo no puedo creer que habiendo dicho tantas veces: Santa María, Madre de Dios, ruega por mí, pobre pecadora, ahora y en la hora de mi muerte, la Virgen me desampare en este momento en que voy a espirar.
«Así habló la piadosa joven con un acento que me arrancó lágrimas de admiración y de ternura. Yo presencié el espectáculo de una muerte enteramente celestial. Yo vi a una criatura arrebatada en flor a todo lo que puede amarse en el mundo, dejar a un padre, a una madre, a un esposo y a un pequeño hijo sin lágrimas en los ojos y con una serenidad imperturbable en el corazón. En medio de todos esos lazos que se cortaban y que en vano se empeñaban en retenerla, no viendo más que el cielo, no hablando más que del cielo, escápase de su pecho su último suspiro como el último perfume que despide la flor al inclinar su corola marchita por el viento helado de la tarde».
Jaculatoria
En tu regazo ¡oh María!
Mi vida, mi alma y mi cuerpo
Yo pondré desde este día.
Oración
Sólo al pensar ¡oh María! en que pueda alguna vez olvidar tus favores y abandonar tu amor, siento mi alma desgarrada por la más amarga pena. ¡Ser ingrato a tus beneficios, ser desconocido a tus finezas, ser indiferente a tu amor! ¡oh qué terrible desgracia! Vivir privado de los consuelos que se encierran en tu regazo maternal, vivir sin probar las dulzuras de tu amor, vivir sin ser acariciado por tu mano de madre, es, Señora mía, vivir muriendo. ¡Ah! no lo permitas, bondadosa Madre, no me prives, por piedad, de la felicidad de amarte, no me niegues jamás la dicha de ser siempre tu hijo y de poder llamarte siempre mi madre. ¡Qué sería de mi si tú no me consolaras con tus amorosas palabras, y no me regalaras con tus bendiciones, si no me alentaras en las desgracias de la vida, si no vinieras a enjugar mis lágrimas y a sostener en mi debilidad!… No, mil veces no: yo seré siempre fiel a tus inspiraciones, recordaré siempre con ardiente gratitud tus beneficios, estimaré siempre más que mi propia vida la conservación de tu amor. No me importa vivir privado de todos los goces de la vida, con tal de verte siempre a mi lado y sentir en mi corazón el perfume de tu aliento y en mi frente el contacto de tu mano. Ámame ¡oh María! y vengan después sobre mí todas las tribulaciones, que nada temo si me es permitido tener la seguridad de que me amas. Ámame ¡oh María! nada me importará que el mundo me olvide y me desprecie. Con tu amor todo lo tengo, con tu amor todo lo espero, con tu amor seré feliz en la vida, y tendré la inefable seguridad de gozar contigo en el cielo de la eterna bienaventuranza. Amén.
Oración final
para todos los días del Mes
¡Oh María, Madre de Jesús, nuestro Salvador y nuestra buena Madre! Nosotros venimos a ofreceros con estos obsequios, que traemos a vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros agradables, y a solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestro santo servicio. Dignaos presentarnos a vuestro divino Hijo; que en vista de sus méritos y a nombre de su santa Madre dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud; que haga lucir con nuevo esplendor la luz de la fe sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia Él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro; que confunda a los enemigos de su Iglesia, y que, en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad, que nos colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir. Amén.
Práctica espiritual
Coronar los ejercicios de este Mes con una comunión fervorosa.
Fuente: Mes de María Inmaculada; Mons. Rodolfo Vergara Antúnez; Arancibia Hnos. y Cía. Ltda., edición de 1985.