viernes, 19 de noviembre de 2021

DÍA DUODÉCIMO - MES DE MARÍA INMACULADA: por el P. Rodolfo Vergara Antúnez– COMPLETO

 

MES DE MARÍA INMACULADA

POR EL PRESBÍTERO

RODOLFO VERGARA ANTÚNEZ

 

DÍA DUODÉCIMO

CONSAGRADO A HONRAR EL DOLOR DE MARÍA EN LA HUIDA A EGIPTO



ORACIÓN PARA TODOS LOS DÍAS DEL MES

¡Oh María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro nombre y alabanzas. Vuestro santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos. Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas ¡oh María! no os dais por satisfecha con estos homenajes: hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes. Sí; los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones; nos esforzáremos pues, durante el curso de este Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen santa! en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas aún la sombra misma del mal. La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos: nos amaremos, pues, los unos a los otros como hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados. ¡Oh María! haced producir en el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia para poder ser algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres. Amén.

CONSIDERACIÓN

Era la mitad de una apacible noche. José y María rendidos por la fatiga del trabajo, dormían el dulce sueño de la inocencia y del deber cumplido. Repentinamente José despierta sobresaltado y se levanta de prisa: era que un ángel le acababa de dar la orden de emprender un viaje a Egipto para poner a salvo la vida del recién nacido, amenazada por la saña de Herodes. María, sin desplegar sus labios para proferir una queja, corre a la cuna de su Hijo, que dormía tranquilamente el sueño de los ángeles, fija sobre él una mirada de angustia, lo envuelve cuidadosamente en sus pañales, lo carga amorosamente en sus brazos, lo cubre con un pobre manto y se aleja con paso presuroso de la tierra de sus antepasados para encaminarse al país del destierro.
Un silencio sepulcral dominaba en las calles: todos reposaban en el sosiego de sus abrigados albergues y nadie transitaba a lo largo de los solitarios caminos que conducían a Jerusalén. Entre tanto, una tierna doncella y un triste anciano marchaban en silencio, temerosos hasta del ruido de sus propios pasos, a la luz de los suaves rayos de la luna que brillaba en un cielo sin nubes. “Érase todavía en la estación del invierno, dice San Buenaventura; y al atravesar la Palestina, la santa familia debió de escoger los caminos más ásperos y solitarios. ¿Dónde se habrá alojado durante las noches? ¿qué lugar habrá podido escoger durante el día para reponerse un poco de las fatigas del viaje? ¿dónde habrá tomado la frugal comida que debía sostener sus fuerzas?”

Caminos solitarios, senderos quebrados y peñascosos, colinas empinadas, bosques espesos, arenales abrasados, desfiladeros peligrosos, sinuosidades en que los bandoleros espiaban al viajero, cavernas oscuras que servían de guarida a los malhechores: he ahí lo que debían atravesar los desvalidos peregrinos y tristes desterrados de Israel. Pero no sólo era la naturaleza con sus desiertos sin sombra, sin agua y sin ruido, con sus altas montañas y tupidos bosques v solitarias hondonadas, lo que hacía en extremo penosa la marcha de los viajeros: eran el miedo, el frío, el hambre y la sed. Ellos debían ocultarse a las pesquisas de los espías de Herodes y alejarse de las poblaciones y seguir los senderos menos frecuentados. El frío entumecía sus miembros, porque no tenían ni un techo que los guareciera de las brisas húmedas de la noche, ni más lecho que las hierbas empapadas por el rocío, ni más abrigo que sus sencillos mantos. Sus provisiones eran escasas, y el hambre se dejó sentir más de una vez sin que encontraran, para satisfacerla, ni una fruta silvestre, ni un tallo de hierba. Al través de aquellos páramos abrasados por el sol, ni una fuente de agua les ofrecía sus corrientes cristalinas para humedecer sus fauces, secas por el cansancio, el calor y la fatiga, y ni siquiera un soplo de fresca brisa venía a templar el ardor de aquella temperatura de fuego.

Por fin, después de un viaje largo y penoso, llegaron a Egipto, la tierra de la proscripción, donde no encontraron ni un pariente, ni un amigo, ni una mano generosa que les prestase amparo. Era un país de idólatras y donde se miraba con desdén e indiferencia al extranjero. En su patria los santos Esposos habían llevado una vida humilde y laboriosa; pero jamás faltó el pan en su mesa. Mas ¡ay! en el país del destierro sus privaciones eran continuas y un trabajo asiduo durante el día y una parte de las noches no era bastante a proveerlos de lo necesario. “¡Con frecuencia, dice un escritor, el Niño Jesús acosado por el hambre, pidió pan a su Madre, que no podía darle otra cosa que sus lágrimas!…”

No dejemos perder ninguna de las saludables enseñanzas encerradas en este misterio de suprema angustia y de maravillosa resignación a la voluntad divina. La prudencia humana habría podido alegar mil especiosas excusas y oponer al decreto del ángel numerosos inconvenientes. Era de noche; convendría esperar la claridad de la aurora, los caminos estaban poblados de bandidos; carecían de todo recurso para emprender un largo viaje; iban a un país extraño, dejando patria, hogar, parientes, amigos. ¿No habría otro medio que ofreciera menos dificultades para salvar al niño? ¿Por qué se les exige tan penoso sacrificio?

He aquí lo que hubiera dictado la prudencia humana. Pero los santos Esposos ni siquiera preguntan al ángel si el cielo se encargaría de protegerlos durante tan larga jornada. Bástales saber que tales son los designios de Dios para inclinarse sumisos y adorar su voluntad, abandonándose sin reserva en los brazos de su providencia. Si María nos ofrece en el curso de su vida maravillosos ejemplos de perfecta sumisión a la voluntad de Dios, nunca brilló con luz más viva esa virtud que en la huida a Egipto. ¿Adónde os encamináis ¡oh doncella desvalida! con vuestro pequeño niño en medio de una noche fría y solitaria? Yo voy a Egipto, al país lejano del destierro. Pero, ¿quién os obliga a encaminaros al lugar del destierro y abandonar el suelo que os vio nacer, el techo que os guarece, los amigos, los parientes y cuanto ama vuestro corazón? La voluntad de Dios. -Pero ¿vuestra ausencia se prolongará mucho tiempo? -Tanto como Dios quiera. ¿Cuándo tornaréis a vuestros lares abandonados y volveréis a aspirar los aires de la patria?-Cuando Dios lo ordene; yo no tengo otra patria, ni otro gusto, ni otro deseo que el cumplimiento de la voluntad de Dios.

¡Ah! y cuánto acusa nuestra conducta la resignación de María. Ella se abandonaba en los brazos de la Providencia, porque sabía que Dios se encarga de proveer a nuestras necesidades y de darnos los medios de cumplir sus designios. Nosotros, al contrario, pretendemos conformar la voluntad de Dios a nuestros propios gustos y la contrariamos audazmente toda vez que así nos lo aconsejan las conveniencias terrenales. Dios no anhela otra cosa que nuestro bien, y cuando permite que seamos atribulados, es porque así conviene a los intereses de nuestra santificación. Sírvanos la conducta de María de saludable lección para que sepamos adorar en todo tiempo la Voluntad divina.

EJEMPLO

La confianza filial recompensada

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ANTIGUO SEMINARIO DE TOULOUSE, ACTUAL EDIFICIO VALADE.

En el Seminario de Tolosa había un niño de muy felices disposiciones para la virtud, y entre otras prendas que lo adornaban, se distinguía por una confianza ilimitada en la protección de María.

Una noche, al pasar el superior la visita de inspección acostumbrada para asegurarse de que todos los alumnos estaban recogidos, lo encontró arrodillado en su cama.-¿Por qué no se ha acostado V., mi querido amigo? le dijo el superior.-Porque he dado mi escapulario al portero para que me lo remiende con el cargo de que me lo devolviese antes de acostarme; y como no me lo ha traído todavía, no me atrevo a recogerme sin él.-¿Y por qué no podría V. pasar una noche sin su escapulario? repuso el sacerdote. -Porque temo morirme esta misma noche; y no quisiera que me sobreviniera este trance sin tener en mi poder este escudo de protección: pues la Santísima Virgen ha prometido que el que muera con esa especial divisa de su amor no padecerá el fuego eterno.

-No tenga V. temor, le dijo el superior pues nada nos induce a creer que esté tan próximo su fin: mañana, a primera hora, yo haré que se le devuelva su escapulario; y entretanto, acuéstese y duerma tranquilo.-Padre mío, replicó el joven, yo no puedo acostarme sin mi santo escapulario; no tendría tranquilidad ni vendría el sueño a mis ojos, de temor de morirme sin él.

El buen sacerdote, profundamente compadecido de la aflicción del santo joven y no menos edificado de aquella confianza verdaderamente filial en la protección de María, bajó al aposento del portero, recogió el escapulario y lo entregó al niño, quién después de besarlo devotamente, lo colgó alegremente de su cuello, diciendo: Ahora sí que dormiré tranquilo; y se durmió, invocando tiernamente el nombre de María.

Al día siguiente, el mismo superior, al pasar la revista ordinaria para ver si sus alumnos se habían levantado a la hora señalada, entró al cuarto del devoto niño y lo halló todavía en la cama, lo que no le sorprendió, creyendo que estaría reparando la pérdida de sueño de la noche anterior a causa de la falta de su escapulario. Se acercó a él, lo llamó dos o tres veces, y viendo que no respondía, le removió suavemente para despertarlo; y nada… Aplicó su mano en la boca para percibir su aliento, y pudo cerciorarse con indecible sorpresa que el piadoso niño había pasado del sueño de la vida al sueño de la muerte. Había espirado teniendo estrechado fuertemente al corazón el santo escapulario que con tan vivas instancias había reclamado.

María había querido recompensar la filial confianza de su joven devoto no permitiendo que muriese sin el precioso documento por el cual sus devotos quedan libres de las penas eternas. Este hecho nos demuestra la benevolencia con que mira la Madre de Dios a los que se revisten de su santo hábito.

JACULATORIA

Danos ¡oh dulce María!

tu maternal protección,

y acepta desde este día

mi vida y mi corazón.

Oración final para todos los días

¡Oh María!, Madre de Jesús, nuestro Salvador, y nuestra buena Madre nosotros venimos a ofreceros con estos obsequios que traemos a vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros agradables, y a solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestro santo servicio. Dignaos presentarnos a vuestro divino Hijo; que en vista de sus méritos y a nombre de su santa Madre dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud; que haga lucir, con nuevo esplendor, la luz de la fe sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro; que confunda a los enemigos de su Iglesia, y que, en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad, que nos colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir. Amén.

PRÁCTICAS ESPIRITUALES

1. Repetir varias veces en el día la tercera petición del Padre nuestro, hágase tu voluntad así en la tierra como en el Cielo; prometiendo a María imitarla en su perfecta conformidad con la voluntad de Dios.

2. Rogar a Dios por la persona o personas que nos hacen mal, perdonándolas de todo corazón.

3. Rezar las Letanías de la Santísima Virgen, pidiéndole por las necesidades actuales de la Iglesia católica.

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