martes, 30 de noviembre de 2021

LA CIUDAD CATÓLICA Y LA ACCIÓN POLÍTICA DEL LAICADO por Miguel Ayuso



Miguel Ayuso

1. Incipit

Libertad religiosa o libertad política. Esta disyunción, presentada tan acerada como provocadoramente por don Álvaro d’Ors, esconde la encrucijada política de los católicos[1]. Antes de la revolución liberal, con todas las debilidades consecuencia del pecado original, la res publica christiana  aseguraba la encarnación social del Evangelio, dejando amplio espacio a la libertad política[2]. La revolución liberal, en cambio, en la senda de la revolución religiosa que fue la pseudo-reforma de la que se cumplen quinientos años[3], con la secularización de las ideas y consiguientemente de las instituciones producida a partir de la afirmación de la libertad de conciencia y religión[4], obligaba de algún modo a los católicos a perder la libertad política si querían conservar el peso de su acción temporal.

Es curioso que volvamos a encontrarnos en la presencia de los dos termómetros donosianos. Aunque desde otra perspectiva y con otro contenido. Pues lo que en el pensador del ochocientos era una visión desde dentro, en la tensión íntima entre la voz de la conciencia y la constricción del poder como factores de represión de las pasiones desordenadas[5], en el del novecientos es una visión exterior de la situación de los católicos al margen del régimen de Cristiandad.

Se ha dicho –es el llamado teorema de Böckenförde, evocado por Ratzinger en su debate con Habermas[6]– que el Estado liberal se asienta sobre bases que no está en condiciones de asegurar. Y es cierto. Pero también lo es –y no se insiste en cambio sobre esta segunda parte– que el Estado liberal se aplicó con denuedo a destruir esas bases. De ahí que el discurrir del tiempo, al haber ido minando el suelo sobre el que se asentaba, que no era otro que el de los restos de la civilización cristiana, sólo haya provocado un vacío creciente. Renan lo había entrevisto: vivimos crecientemente de la sombra de una sombra[7].

Sobre todas estas cosas habremos de volver en las páginas que siguen.

2. El «movimiento católico» ante el Estado liberal

El liberalismo perseguidor de la Iglesia hubo de ser enfrentado por diversos medios. A veces bélicamente, reacción espontánea de los pueblos católicos; otras con medios políticos, normalmente tras la derrota bélica, a veces repetida. Las experiencias históricas de los distintos países fueron en ocasiones sensiblemente diferentes. Aunque también se dieran elementos que las acomunan. Uno de estos fue el surgimiento del liberalismo católico, que no es sino el resultado del intento de (pretender) reconciliar la Iglesia con el liberalismo[8]. Aquélla, que no dejó de condenar a éste en los términos más netos y severos, hizo lo propio con el liberalismo católico[9]. Pero el designio «acordista» no dejó por ello de alentar y aun de infiltrarse en el seno de las fuerzas anti-liberales por otras vías, al resguardo de las censuras romanas y episcopales. Se ve en la historia de los «movimientos católicos» y de los «partidos católicos».

No es fácil describir cómo se produjo un tal fenómeno. Es claro, de un lado, que la desaparición o al menos el debilitamiento de la unión entre la Iglesia y el Estado, apta en sí misma para producir (como generalmente ocurría) una atmósfera de espíritu cristiano en torno de toda la vida[10], dejó campante un régimen de separación más o menos completa, en sí mismo expresión de un «pernicioso principio» conducente de suyo (como de hecho ha conducido), al ateísmo de la sociedad[11]. Pero, de otro, sin embargo, el advenimiento de la nueva situación parecía ofrecer a la Iglesia nuevas posibilidades de vida y de expansión, sea –se ha escrito– al emancipar la conciencia católica de las garras de la tiranía opresora de los Estados protestantes, sea al liberar a su jerarquía en los mismos países católicos del peso de arraigadas tradiciones, también «laicizantes», del regalismo y del cesarismo galicano y josefinista[12].

Fue precisamente el deseo de sacar partido de estas circunstancias junto con el de conjurar los riesgos de la nueva situación y emprender, en todo caso, «la tarea delicada, pero necesaria y urgente, de mantener presente y vigente la fe católica en un mundo que emprendía un camino de descristianización de la vida social, de servirse también para esto de los medios de acción y de lucha que el nuevo régimen ofreciera»[13], el que dio origen a los «movimientos católicos».

El análisis del profesor Francisco Canals resulta de una gran profundidad y agudeza. Observa que si estos propósitos sirven para definir la actitud de quienes se lanzaron en la sociedad nueva «al combate por la causa de Dios y de la Iglesia», explican también en cierto sentido el «carácter» general de las desviaciones que se han dado a lo largo de una historia compleja: «A veces el entusiasmo por las posibilidades ofrecidas por el régimen nuevo, sirvió para hacer olvidar que se trataba, sí, de trabajar en el mundo moderno pero, diríamos ahora, “para un mundo mejor”. Antes, y también por desgracia después, de que la palabra pontificia señalase el camino y la meta, se ha olvidado a veces prácticamente el propósito de “instaurarlo todo en Cristo”, de dar a la sociedad “la paz de Cristo en el Reino de Cristo”, como ordena la consigna proclamada insistentemente por el “Papa de la Acción Católica” al señalarle su finalidad y su objeto. El olvido de este imperativo cristiano ha facilitado actitudes de conformismo con los principios erróneos inspiradores de la vida de las sociedades modernas. Otras veces, a un inconformismo implacable hacia las condiciones presentes de la sociedad se ha unido una confianza utópica hacia las transformaciones sociales más violentas, se ha confundido el avance hacia el orden cristiano con radicales actuaciones revolucionarias profundamente anticristianas. De ambos tipos de desviación se han dado abundantes ejemplos. Si quisiéramos, de modo algo esquemático pero no inexacto, concretarlos históricamente, podríamos ver aquella primera actitud “conciliadora” –frecuente en sectores “conservadores” y derechistas– en el catolicismo liberal que en los tiempos de Pío IX constituyó la “oposición” a la actitud de la Santa Sede, de enérgica lucha contra los errores del liberalismo; el radical progresismo social cuyos errores tuvo que condenar Pío X en Le Sillon y que tan abundante descendencia ha tenido, nos ofrece a su vez un ejemplo típico de una posición “intransigente” revolucionaria e izquierdista»[14].

Este párrafo contiene un número no menor de referencias que se extienden a lo largo de un siglo, entre mediados del XIX y del XX. Que conviene ir detallando.

La primera es la del «ultramontanismo liberal». Parece un oxímoron. Como se ha estudiado ampliamente el designio del diario L’Avenir y su inspirador Lamennais, clérigo francés que de posiciones contrarrevolucionarias en la superficie (aunque tocadas por el romanticismo y llenas en el fondo de errores doctrinales) pasó a defensor de la libertad moderna y a convertirse, finalmente, incluso formalmente, en heresiarca[15], condenado con particular severidad por el papa Gregorio XVI, bastará con resumirlo: la separación de la Iglesia y el Estado es la puesta por obra de las doctrinas romanas. La Iglesia debía, por lo tanto, renunciar a todo reconocimiento público de su autoridad exclusiva, abandonando el régimen de unión y la situación legal fijada por el concordato napoleónico. La idea, no por absurda deja de ser comprensible. Que es absurda no es juicio propio, pues es dado hallarlo tiempo después en León XIII, y nada menos que en la encíclica en que recomendaba a los católicos franceses el acatamiento a la República: «No nos detendremos en demostrar cuán absurda es la teoría de la separación […]. Porque, en efecto, querer que el Estado se separe de la Iglesia, sería por consecuencia lógica querer que la Iglesia se viera reducida a la libertad de vivir conforme al derecho común de todos los ciudadanos»[16]. Los factores que influyeron en tal posición fueron variados. De un lado, la situación –vista con entusiasmo– de la Iglesia en los Estados Unidos[17], el éxito de la emancipación de los católicos irlandeses, la Constitución belga producto de la alianza entre liberales y católicos liberales. De otro, las concesiones de la Monarquía legítima restaurada a la Revolución, hasta el punto de extremar el juicio hasta condenar como galicanos a todos los que se opusieran al régimen de separación. En esta situación –sigue nuestro autor– Lamennais fue evolucionando hacia una línea de conducta que en realidad difería diametralmente de la seguida por la Santa Sede: «Ésta temía el desborde del sectarismo liberal por el triunfo de la revolución, y no podía colaborar con su acción a debilitar la monarquía; en atención a esto mantenía una actitud de cierta transigencia hacia el galicanismo del clero “legitimista”. Lamennais, intransigente antigalicano, creyó que el combatir el galicanismo era la tarea más urgente; partiendo de esta posición en la que le enardeció la violencia de la polémica, abandonó la causa legitimista y llegó a parecerle necesario no sólo que la Iglesia desmintiese todo compromiso con la monarquía, sino que buscase la alianza con el liberalismo revolucionario»[18].

La segunda, que debió abrirse tras la condena de la anterior, es la de las actividades que se hicieron necesarias conforme la separación política entre la Iglesia y el Estado fue penetrando la vida civil, acogiéndose muchas veces al reconocimiento legal de las «libertades» de culto, de expresión o de enseñanza, y que tomaron el nombre de «católicas» por dirigirse expresamente a mantener vigente una presencia de la fe católica en la vida social[19].

3. El «partido católico»

El profesor Francisco Canals, de nuevo, lo ha resumido con trazos decididos: «En Bélgica, después de su independencia por la revolución liberal de 1830; en Francia, durante la monarquía orleanista, buscando los católicos defender sobre todo la libertad de enseñanza en aquella situación constitucional, prescindiendo para ello del atavismo “legitimista”. Surgió allí la fórmula de la independencia de la causa católica frente a las causas políticas; pero la contaminación liberal dio ocasión a que con este pretexto se tendiese a identificar la causa católica con el servicio al liberalismo en ruptura con las tradiciones de la sociedad católica prerrevolucionaria. Algunos dirigentes notaron que, a pretexto de hacer a la iglesia independiente de la política tradicional, se ponía al servicio de las revoluciones»[20].

En efecto, a partir del partido de los catholiques avant tout va avanzando el liberalismo católico que, andando el tiempo, ha de desembocar en la democracia cristiana. No es de extrañar, pues primero se pone entre paréntesis (para hacer pasar –se dice– lo que une por encima de lo que divide) la opción política (más o menos) legitimista, opuesta neta aunque no siempre eficazmente al «nuevo régimen», para cuajar en una «pura» defensa de la Iglesia, esto es, desligada de las condiciones que brotan de las exigencias de la convivencia humana y condenada, pues, al fracaso, toda vez que el dinamismo del orden natural no se suple con fideísmos o escatologismos. Al sustituir la defensa política de la Iglesia por una limitada campaña a favor de la libertad de enseñanza de aquélla, por cierto imposible sin apoyo institucional, ese partido católico es ya por tanto demócrata-cristiano ante litteram, pues al no combatir y cuestionar el entramado de la revolución liberal se hace objetivamente responsable de su instauración y (en cuanto no sea una contradictio in terminis) consolidación.

En Francia, que efectivamente fue la adelantada en la historia de los «movimientos católicos» y en definitiva su modelo, el parti catholique, evolucionará pronto hacia un tal derrotero, aunque algunos –al advertir la apostasía inmanente– se instalaran en una suerte de ultramontanismo antiliberal en sus principios pero súcubo del liberalismo y a la postre infecundo en su acción, al reducirse a un mero grupo de presión en el seno de las instituciones republicanas (es decir, democráticas), u otros volvieran en última instancia a la acción política legitimista[21]. Habrá quienes incluso pasen sucesivamente por ambas posiciones. Podría presentarse aquí la evolución de Louis Veuillot, primero tras la revolución de 1848, después tras el fiasco del Segundo Imperio, así como las influencias recíprocas con el español Donoso Cortés[22].

Si trasladamos la matriz al mundo hispánico, respecto de los antiguos reinos ultramarinos convertidos en repúblicas independientes, sólo será posible la primera de las opciones y la inanidad del catolicismo político vendrá precisamente de su reducción al ultramontanismo[23]. En España, o lo que quedó de la misma, en cambio, el peso del carlismo será tal que buena parte de las energías del catolicismo político se concentrarán en él, quedando tan sólo fuera el catolicismo explícitamente liberal de los (liberales) «moderados». En efecto, los casos de personalidades aisladas, por relevantes que fueran, como las de Donoso o Balmes, no empecen el juicio anterior, pues la genialidad del primero residió –al margen de su adscripción dinástica liberal (isabelina)– en el antiliberalismo cerrado de sus últimos años, mientras que el fracaso del segundo –dejando de lado las discusiones sobre su posición dinástica– fue debido a la intransigencia anticarlista de los liberales moderados. Ninguno de los dos, sin embargo, trataron de crear un «partido católico»[24]. Más aún, el diplomático extremeño tuvo parte importante en la evolución antiliberal del partido católico francés[25]; mientras que el presbítero catalán –tras hacerse imposible el matrimonio del hijo de Don Carlos con Isabel– cerró su diario, pese a las protestas en contrario del marqués de Viluma, sin levantar la bandera de un partido indiferente del problema dinástico[26].

Sólo la facción de los «neocatólicos» podría colacionarse como algo semejante a un «partido católico», no liberal aunque –en los términos vistos en general– funcional al liberalismo. Sin embargo, ya antes de la revolución de 1868, y sin la menor duda después, la maior et sanior pars de tal corriente terminará por allegar sus aguas al lecho del carlismo[27]. De manera que la intentio, para volver a emerger, habrá de aguardar a la derrota de éste en la tercera guerra, nuevamente al objeto de la imposible consolidación del régimen liberal, en esta ocasión merced a la obra de Cánovas. Para ello el instrumento no será otro que la Unión Católica de Pidal y Mon[28]. Aunque el propio Partido Católico Nacional, conocido como «integrista», que desde 1888 dirigía Ramón Nocedal, tras haberse desgajado del tronco del carlismo, no dejara de tener alguna responsabilidad. Lo que ocurre es que el neto signo antiliberal del último, frente a la permanente mano tendida del primero, casi siempre en actitud pedigüeña, hacia el partido ya convertido en «conservador», marque una neta diferencia. A la larga, es sabido, el integrismo volverá en la hora de la verdad, durante la II República, a la casa común de la tradición española. Mientras que el pidalismo contribuirá a apaciguar el catolicismo político y finalmente será causa de confusión intelectual, como el caso (no menor) del último Menéndez Pelayo acredita[29]. Al objeto de atraer, arteramente, a las «honradas masas»[30] del carlismo, y ponerlas al servicio de «lo establecido». Una vez más, pues, se vuelve a imponer que el signo de los partidos que se presentan como católicos y al tiempo se distancian de quienes representan políticamente la tradición política católica es el de ponerse al servicio del Estado liberal, con los consabidos efectos deletéreos sobre los restos de la Cristiandad y de la fe popular[31].

4. La política del ralliement y su fracaso

Pero las últimas vicisitudes de que nos hemos ocupado, aunque puedan presentarse en continuidad con los problemas del surgimiento de los «movimientos» y los «partidos» católicos, se mueven ya en otro tiempo posterior, signado por la política de lo que se llamó el ralliement[32]. El término francés, no fácilmente traducible, puede serlo aceptablemente en el contexto que nos ocupa como «adhesión», a la República en Francia, a la dinastía isabelina en España, al sistema liberal siempre[33].

Es sabido, primeramente, que el término que se aplicó a la política animada por León XIII en Francia, aunque –como acabamos de apuntar– ni sólo ni en primer lugar, no procede del mismo papa, sino que ha sido utilizada tanto por sus partidarios como por sus detractores. A partir de 1890, en efecto, León XIII impulsa una nueva política en relación con Francia. El 12 de noviembre, en el curso de una ceremonia en honor de la Marina francesa en Argel, el cardenal Lavigerie hace un brindis en que llama a los católicos a prestar su «adhesión sin segundas intenciones» a la República, a la que ni siquiera se refiere expresamente sino elusivamente a través de la locución «esta forma de gobierno». Así pues, para empezar, ni ralliement ni siquiera República. Algunos obispos, sin embargo, lo rechazaron y algunos dudaron que expresara el verdadero sentir y pensar de la Santa Sede. En todo caso, aunque las cuestiones espinosas no eran pocas, se alzaba en particular una crucial para la organización política de los católicos: ¿deben aceptar la República, abandonando toda esperanza de restauración monárquica, o pueden conservar sus sentimientos personales y adoptar tan sólo una adhesión táctica para destruir mejor la República?[34].

No hay duda de que León XIII no pidió a los católicos franceses que se adhirieran a la República, esto es, se hicieran republicanos. Menos aún que adoptaran la ideología republicana. A través de un importante corpus doctrinal, en concreto por medio de tres encíclicas sucesivas Diuturnum (1881), Immortale Dei (1885) y Libertas (1888), León XIII recordó, y de qué manera, la enseñanza tradicional de la Iglesia sobre los fundamentos del poder político, las libertades públicas y la naturaleza de la libertad humana. En lo que toca a la doctrina, por tanto, se situó en la continuidad perfecta de la enseñanza antirracionalista y antiliberal de sus predecesores y, en particular, del inmediato, Pío IX[35].

León XIII no había encargado al cardenal Lavigerie tal misión, sino que simplemente se había limitado a darle su permiso y a mostrarle su apoyo[36]. En su encíclica Au milieu des sollicitudes, de febrero de 1892, como en su Carta a los cardenales franceses, de mayo siguiente, asegura ciertamente que la posición de la Santa Sede es la aceptación del régimen republicano. En el objetivo del ralliement no se hallaban razones de orden doctrinal sino prudencial: los católicos deben aceptar la República, que es el gobierno actual de Francia, por necesidades del bien social, sin que ello implique en modo alguno que la República (o la democracia) sea el mejor de los regímenes; sólo que por razones de la forma de gobierno no deben dividirse los católicos sino unirse en torno al fin de la conservación de la religión. Se trataba, pues, de favorecer la organización política de los católicos, no de disolverlos en los partidos existentes; de invertir la tendencia crecientemente anticlerical, no de conducirlos a la aceptación de las leyes anticristianas.

¿Dónde radicaba la novedad?

Ya hemos dejado nota de algunos precedentes. Que podrían extenderse. Por ejemplo al caso anterior de los Reinos españoles de Ultramar. Tras Etsi longissimo (1816), de Pío VII, que rechaza la secesión ultramarina, y Etsi iam diu (1824), de León XII, llegará Sollicitudo ecclesiarum (1831), de Gregorio XVI, y con ella el reconocimiento de la independencia de las nuevas repúblicas. Claro que, en este caso, se deba una circunstancia adicional, relativa a la renovación de las sedes episcopales[37]. El propio Pío IX, más adelante, por poner un ejemplo también español, no sólo había firmado el Concordato de 1851 con la monarquía liberal sin que hubiera transcurrido tanto tiempo desde las matanzas de frailes de 1834 o del «inmenso latrocinio» –al decir de Menéndez Pelayo[38]– de la desamortización del año siguiente, lo que podría entenderse por la suprema ley de la salus animarum, sino que había seguido una política de proximidad con la corte de Madrid que debilitaba notablemente las expectativas de una restauración de la política católica que –aun después de la derrota de 1840– residían en el carlismo.

Son las «contradicciones de la Iglesia del Syllabus»[39]. La política de León XIII (de la Secretaría de Estado, es decir, de Rampolla) siguió los mismos derroteros y, en relación a España, vino a resultar de algún modo precursora del luego llamado ralliement con la encíclica Cum multa (1882), a la que ya nos hemos referido. Y no cambió con Pío X, no obstante sufrir las consecuencias. Más aún, como la situación de los tradicionalistas siguiese empeorando durante su pontificado decidieron éstos acudir a Roma. Pese a la ingenuidad que demostraba su actitud tuvieron un cierto éxito en su empresa y, de resultas, el cardenal español Merry del Val, Secretario de Estado de San Pío X, pese a su proclividad dinástica liberal, envió al arzobispo de Toledo, cardenal Aguirre, unas «Normas para los católicos españoles» que éste divulgó el 3 de mayo de 1911 y que, en primer lugar, afirmaban que «debe mantenerse como principio cierto que siempre se puede sostener, como de hecho sostienen muchos nobilísimamente, la tesis católica y con ello el restablecimiento de la unidad religiosa», así como que «es deber, además, de todo católico el combatir todos los errores reprobados por la Santa Sede, especialmente los comprendidos en el Syllabus, y las libertades de perdición, proclamadas por el llamado derecho nuevo o liberalismo, cuya aplicación al gobierno de España es ocasión de tantos males»[40]. A continuación, es cierto, se yuxtaponía un abigarrado complejo de afirmaciones que enturbiaban tan neta proclamación inicial. Pero, como se ha escrito, era un respiro[41].

5. De la Acción Católica a la democracia cristiana

La política del ralliement iba naturalmente, aunque sólo táctica o estratégicamente, a desolidarizar la Iglesia de los movimientos políticos tradicionalistas, que en Europa eran aún en su mayor parte legitimistas, a diferencia de lo ocurrido en otras partes, donde a lo sumo podían aspirar a permanecer ultramontanos. San Pío X, consciente del fracaso de su predecesor, trato de impulsar una acción católica antiliberal en el interior de los cauces de los regímenes establecidos[42]. Algo así como combatir el liberalismo con la democracia[43]: si las sociedades eran todavía cristianas, y anticristianos sólo los sistemas políticos y las élites que los regían, una acción eficaz de los católicos bajo la dirección de la jerarquía podría llevar a la victoria. Perpetuando, de resultas, aunque quizá por medios no exactamente idénticos, el error de León XIII. Pero quién va a desarrollar la línea de actuación, en un contexto ya diverso, va a ser Pío XI. En el seno de un abundante magisterio sobre el tema, el documento más completo quizá sea la carta Quae nobis, al arzobispo de Breslau, cardenal Bertram, en 1928. Consta de dos partes, en las que va desarrollando la doctrina acerca de la naturaleza o y fines de la Acción Católica y sus relaciones con la sociedad civil.

Comienza destacando la necesidad del Apostolado seglar y el cuidado que el Papa ha puesto en la definición de la naturaleza de la Acción Católica. La Acción Católica constituye un cuerpo orgánico bajo la dirección de la Jerarquía que desarrolla una actividad de orden religioso-social: «Es acción universal de todos los católicos “sin excepción de edad, de sexo, condición social, cultura, tendencias nacionales o políticas”, coordinar todas las actividades de los católicos, “valorizando y encaminando al apostolado social toda clase de obras y asociaciones, sobre todo las religiosas”». En la segunda parte declara que esta obra se halla fuera y por encima de todos los partidos políticos, aunque no excluye la participación individual en la vida pública. De modo que «proporciona a la sociedad los mejores ciudadanos, promueve la prosperidad pública, contribuye a la tranquilidad y seguridad de la sociedad humana, y es tan fecunda, que merece el apoyo de los jefes y magistrados de los Estados»[44].

Sí. Pío XI es el papa de la Acción Católica. Pero de mucho más[45]. Porque, de un lado, lo es también de Quas primas (1925), Quadragesimo anno y Non abbiamo bisogno (ambas de 1931) o Mit brennender Sorge y Divini redemptoris (las dos de 1937). Y, de otro, el de los arreglos de 1929 que pusieron fin a la Cristiada[46]. Y el de la condena de la Acción Francesa (1926), levantada por Pío XII en 1939[47]… También el que denuncia la persecución religiosa en España en Dilectissima nobis (1933) al tiempo que contribuye a afirmar la II República[48] (con el nuncio Tedeschini, El Debate de Herrera Oria, contra El Siglo Futuro y Acción Española). Pero es la Acción Católica la que centra ahora nuestro interés. Y la Acción Católica, consecuencia lógica del ralliement, es la concreción perversa de no haber comprendido la ley orsiana con que abríamos estas páginas. En su origen era el triunfo del catolicismo (potencialmente o en acto) liberal sobre el social. Era ya, por tanto, de modo consciente o inconsciente, demócrata-cristiana.

Pero hemos de volver la mirada atrás.

Porque lo que llamamos democracia cristiana, para empezar, es el resultado de la convergencia, a finales del siglo XIX, o incluso más propiamente a comienzos del XX, de dos corrientes operantes por lo menos desde medio siglo antes[49]. Se trata, de un lado, del liberalismo católico (llamado también a veces catolicismo liberal) y, de otro, del catolicismo social. En lo que hace al primero, encontramos sus orígenes, en primer término, en los intentos de conciliación de la Ilustración con el catolicismo, prolongados luego por el liberalismo llamado doctrinario, esto es, la escuela de los «moderados», los liberales moderados, claro está.

Todavía sin teorización alguna es dado hallarlo en los momentos aurorales del pronto derrotado constitucionalismo gaditano, si bien el contingente mayoritario del liberalismo sea resueltamente contrario a la iglesia. También, bajo otro ropaje, se encuentra en los hombres de la «década ominosa», que prepararon el triunfo de la revolución liberal a través –entre otras cosas– de la sucesión femenina al rey Fernando[50]. Pero es principalmente en la «década moderada» primero, y luego en el partido conservador de la restauración canovista, en los que va a tener asiento ya que no consolidación[51]. Sus raíces doctrinales suelen situarse en Felicité de Lamennais, al que ya nos hemos referido antes. En cuanto al segundo, su progenie suele ponerse en el magisterio –llamado con frecuencia por ello mismo «social»– iniciado por León XIII en 1891 con su encíclica Rerum novarum, aunque más propiamente habría que ubicarlo en el movimiento que condujo a tal pronunciamiento del pontificado y que como es natural le es anterior, concretamente en varios decenios. Se desprende incluso del primer parágrafo del mentado documento fundacional de la «doctrina social de la iglesia», que presenta una ecuación según la cual el error religioso de la Protesta luterana produjo la revolución política del liberalismo, que –a su vez– determinó la «cuestión social»[52]. Si es así, parece razonable entender que el combate social fuera antes político y religioso. Y que los hombres que se afanaron en mejorar la situación de los desfavorecidos combatieran al mismo tiempo (e incluso antes) el régimen que los arrojó a la misma. En tal sentido, los «católicos sociales» van a salir en buena medida del legitimismo en Francia y del carlismo en España[53]. Por más que el verdadero catolicismo social siguiera desenvolviéndose al margen del régimen liberal, con el correr del siglo XIX y más aún en el XX el elemento «liberal» se fue sobreponiendo al «social»: he ahí la clave para el surgimiento de la democracia cristiana tal y como la conocemos hoy. Que ha fundado su predominio en un entimema que, después de afirmar que la religión no se confunde con la política, porque está por encima de ella –con la finalidad expresa de desolidarizar la Iglesia de los restos del régimen de Cristiandad–, concluye que los cristianos de hoy tienen la obligación de pertenecer políticamente a la democracia cristiana[54]. La doctrina tradicional, sin embargo, siempre ha tenido por primer cuidado el mantenimiento de los derechos de la iglesia en la sociedad cristiana[55], librando a sus hombres de las aporías en que concluye el catolicismo liberal: el encarnacionismo extremo y humanístico que tiende a concebir como algo divino y evangélico las actuaciones políticas de signo revolucionario, y el escatologismo utilizado para desviar la atención de la vigencia o restauración práctica y concreta del orden natural y cristiano[56]. El limes, una vez más, va a radicar en la teología política católica expresada en la realeza social de Jesucristo[57]. Pero sobre ello habremos de volver más adelante.

La democracia cristiana stricto sensu, en puridad, no hace sino prolongar la experiencia de los partidos católicos, que sumariamente acabamos de caracterizar de modo que quizá a algunos pueda parecer como severo en exceso. No lo es, desde luego, en el caso español, al igual que en el francés, mientras que en el hispanoamericano o el italiano las distintas circunstancias –a comenzar por la inexistencia de las fuerzas políticas «tradicionalistas» tras la secesión o, respectivamente, la unificación– obligan a una modulación del juicio. No alcanza el mismo, en cambio, a aquellos como el Imperio alemán que sobre la base de un «pluralismo» religioso, con predominio del protestantismo, formaron su unidad política con intención anticatólica: recuérdese que el Centro Católico –se ha escrito lúcidamente– se llamó así porque tenía a su «derecha» el prusianismo aristocrático y militarista fervientemente protestante y antirromano, mientras a su izquierda se encontraban el radicalismo y el socialismo de inspiración secularizante y masónica[58].

Así pues, la táctica del ralliement, convertida de inmediato en estrategia, va a ayuntar el complejo de fuerzas liberales, sociales y católicas que se entremezclan en su operatividad durante los dos últimos tercios del siglo XIX. La naciente democracia cristiana va a encontrar ahí precisamente el terreno abonado. León XIII, consciente de las mixturas, y de sus peligros, advirtió a principios de la centuria siguiente en Graves de communi (1901) que, más allá de su acepción como acción benéfica a favor del pueblo, era ilícito su uso político. Precisamente cuando éste era el que se estaba abriendo paso, en buena parte propiciado no por su doctrina pero sí por su «política», así como lo sería por la de sus sucesores[59]. De ahí el comentario, no por malvado menos acertado: «Il a avalé le nom, il avalera l’idée»[60]. En efecto, tragado el nombre, la idea se abriría paso a la fuerza. Y de poco servirían las protestas, preventivas, contra la consideración de que no hay otro régimen conforme con el cristianismo salvo la democracia. Pío X, casi un decenio después, hubo de recordarlo con particular contundencia en su antes citada Notre charge apostolique: «Nos no tenemos que demostrar que el advenimiento de la democracia universal no significa nada para la acción de la iglesia en el mundo; hemos recordado ya que la Iglesia ha dejado siempre a las naciones la preocupación de darse el gobierno que juzguen más ventajoso para sus intereses. Lo que nos queremos afirmar una vez más, siguiendo a nuestro predecesor, es que hay un error y un peligro de enfeudar, por principio, el catolicismo a una forma de gobierno; error y peligro que son tanto más grandes cuando se identifica la religión con un género de democracia cuyas doctrinas son erróneas» (núm. 31). Las admoniciones pontificias no surtieron mayor efecto. No podían tenerlo. Por su endeblez táctica o estratégica, precisamente el terreno en que se creía ilusamente se hallaba su mayor fortaleza. Y aun porque otras acciones romanas las contradecían discreta cuando no abiertamente. La naciente democracia cristiana no deseaba limitarse a la demofilia y quería ocupar un espacio político. Espacio que el carlismo, es verdad que debilitado por las derrotas y las escisiones, seguía sin embargo ocupando, sin haber sucumbido a los cantos de sirena de Pidal y los distintos mestizajes.

6. La democracia cristiana en España

Era preciso otro ariete que al mismo tiempo se constituyera en esqueleto vertebrador de las diversas tendencias que habían de converger en una democracia cristiana formaliter loquendo[61]. He ahí la Asociación Católica Nacional de Propagandistas (en adelante, en ocasiones, ACdP, pues ha aligerado el calificativo de nacional a lo largo de su historia), fundada por el padre Ángel Ayala, de la Compañía de Jesús, y marcada por la personalidad del abogado del Estado y más tarde sacerdote, obispo y cardenal Ángel Herrera Oria[62]. Estamos en 1909. La Compañía de Jesús ha empezado a distanciarse de las posturas íntegras, so pretexto –una vez más– de superar las divisiones políticas de los católicos, en cumplimiento del encargo hecho por León XIII al prepósito general, padre Luis Martín, muerto en 1906[63]. Pío X, además, en su firme oposición al Estado moderno, apuntaba a usar –ya lo hemos dicho– los instrumentos de la democracia para oponerse al liberalismo: iba a nacer la Acción Católica, obra sobre todo de Pío XI[64]. El padre Ángel Ayala reúne (¡una vez más!) a algunos notables tradicionalistas que pronto dejan de serlo. Si algunos han de volver más adelante al carlismo no será a causa de la dinámica impresa por la asociación, sino más bien a su pesar, porque el fracaso de ésta en fraguar una democracia cristiana, primero, y en consolidar la II República, más adelante, los hará tornar a la casa abandonada en coyuntura guerrera que despertó el gen dormido. Curioso sino el del «propagandismo católico». Brota de un suelo que fue el del tradicionalismo, pero desvitalizado por la deriva integrista, que le lleva al conformismo de avenirse con el régimen liberal, pronto republicano (y de la República que sabemos), por donde natural (y paradójicamente) colisiona con el integrismo más coherente y se empeña en la consolidación de un régimen imposible (para los católicos) a cuenta de la obligatoria adhesión a los poderes constituidos[65]. Lo que le lleva a Herrera a oponerse al alzamiento del 18 de julio de 1936[66], cierto que con escaso seguimiento entre sus tropas y, eso sí, idéntico entusiasmo que el que prodigó tras la victoria al régimen del general Franco[67]. Con el declinar de éste proyectaron al futuro el deber de acatamiento del poder y entre los constructores del actual Estado constitucional (basado en el laicismo y lógico introductor de la legislación que al desconocer a Dios pronto ha destruido al hombre) se halla un notable número de hijos espirituales de quien no llegó a verlo, pues había fallecido algunos años antes, revestido de la sagrada púrpura que en el camino había ganado[68]. Con lo que –fuerza será reconocerlo– se alcanza un notable refinamiento de la praxis fundacional, que de centrada en el presente pasa a volcada en el futuro: ya no es siquiera aceptar lo existente sino adivinar lo que ha de venir a fin de abrazarlo. No es poca cosa la labilidad de doctrina y praxis (y aun poiesis) de la Asociación Católica de Propagandistas. Cuando interesa subrayar las conexiones con la tradición política española, se hace sin rubor. Como desenvueltamente se destaca cuando es menester su condición de adelantada de liberalismo y europeísmo.

Es cierto que la formación de Herrera era tradicional y que sus hombres, por lo general, no tenían otro signo. Pero no lo es menos que –como hemos dicho– su clericalismo buscó un acomodo con la República. Como fue un agente de no poca importancia durante el régimen de Franco. Ecléctico, en un primer momento, hasta el punto de no traspasar ciertos límites en la oposición a la Falange (¡si hasta hubo propagandistas falangistas!), cuando el carlismo e incluso el primer Opus Dei se hallaban en liza contra ella. Luego instrumento destacado del americanismo, práctico antes que teórico, por razones varias, y (en todo caso) convergentes, quizá por anticomunismo, también probablemente por obediencia a Roma (en este sentido no es de olvidar que el franquismo de los años medios fue, bajo forma dictatorial, una democracia cristiana pacelliana). Y finalmente, en su decadencia, abierto ya a una democracia cristiana postconciliar, de matriz mariteniana, almoneda de cualquier principio y vehículo del europeísmo como cauce presentable del americanismo[69].

Es claro, pues, que el propagandismo supone la continuidad, entre mutaciones y metamorfosis varias, de la democracia cristiana, siempre con peso cultural, a través de los colegios y centros universitarios, y en otros casos –aunque nunca en solitario– político, desde los medios de comunicación y el gobierno. Llegados a este punto habría que registrar el parcial fracaso, si consideramos la democracia cristiana stricto sensu[70], junto con su decidido éxito, si se agranda el foco, toda vez que ha constituido uno de los elementos integradores y definidores de la política del centro-derecha, que algunos han preferido llamar centrismo-reformista, con el fin de desleír (si cupiere) su impregnación en la tradición política y cultural católica. Lo que, a la vista de los resultados, ha venido a confirmar los temores de Francisco Canals cuando –más como desiderátum que como predicción– habló hace treinta años del «deseable fracaso de la democracia cristiana en España»[71].

7. El deseable fracaso de la democracia cristiana en España

En efecto, conviene hacer un balance de lo ocurrido entre nosotros, comparándolo con otros países cercanos. Pues no se reprodujo la situación de Italia, Alemania y, en menor medida Francia, a la caída de los fascismos. En los dos primeros países, como es sabido, los partidos denominados explícitamente demócrata-cristianos fueron los hegemónicos desde el fin de la guerra mundial; en el segundo con el contrapunto del socialismo liberal, mientras que en el primero con la siempre presente amenaza comunista, en el seno del llamado consenso socialdemócrata[72]. Se dio así la circunstancia de que fueron los partidos demócrata-cristianos los que produjeron la secularización de las sociedades de esos países[73]. Con la excepción, quizá, del partido social-cristiano bávaro, coaligado con la democracia cristiana nacional, y que por sobrevivir a las luchas del pasado siglo, antes apuntadas al mencionar el caso del Zentrum, ha desempeñado hasta hace poco un cierto papel en la defensa de la sociedad cristiana. Papel en todo caso menguante por su dependencia del partido demócrata-cristiano[74]. El caso francés, en cambio, de predominio social-comunista, y con la singularidad de la presencia «gaullista» en el espacio del centro-derecha, ha conducido a la democracia cristiana a ocupar una posición menor, coaligada a la anterior tras haber sido en momentos anteriores próxima al cristianismo de izquierda.

En España, la situación fue diferente. No fue una revolución la que acabó con la dictadura franquista, sino sus propios hombres, los llamados a sucederla, y que efectivamente la sucedieron, a través de un proceso mendaz de revolución legal[75]. Las primeras elecciones fueron desfavorables a la democracia cristiana anti-franquista, la encarnada por José María Gil-Robles –el líder histórico de la segunda república– y por Joaquín Ruiz-Jiménez –el ministro franquista que se pasó a la oposición–, de modo que estuvieron ausentes de las (pseudo) Cortes constituyentes. Sin embargo, eso no quiere decir que la democracia cristiana careciera de presencia en el mapa político post- franquista. Y, así, tanto en la Alianza Popular (coalición heredera del franquismo más consciente) como en la Unión de Centro Democrático (coalición heredera del franquismo sociológico), hubo una presencia destacada de elementos democristianos[76]. Cuya procedencia, además, era en general la misma, la Asociación Católica de Propagandistas, a la que incluso el derrotado Gil-Robles tampoco podía decirse ajeno. Curiosa omnipresencia: Silva Muñoz de un lado, Alfonso Osorio de otro y Gil-Robles al fondo. Pero, como sabemos, Silva y Gil-Robles apenas tuvieron baza[77]. Casi todo quedó para la UCD, extraña mezcla de franquistas azules y (semi) antifranquistas liberales y democristianos. Que fue la que, «consensuando» –como entonces se acuñó– con socialistas, comunistas y nacionalistas (periféricos), dio lugar a la Constitución laicista de 1978. Y la que, desarrollándola desde el gobierno, puso en marcha, primero con Landelino Lavilla y luego con Íñigo Cavero –ambos miembros de la ACdP–, la ley del divorcio. Pero no era la democracia cristiana la que estaba en la base de los arrolladores triunfos electorales de aquellos años.

Y cuando se disolvió la inconsistente coalición, y tras algunos fiascos, no pudo sino terminar integrándose en la vieja Alianza Popular, que –profundamente evolucionada– había en cambio logrado sobrevivir tras una dificultosa travesía del desierto. Lo curioso es que ha trasvasado al nuevo cauce los mismos elementos disolventes que aportó al anterior. Parece un sino fatal, más aún después de la influencia poderosamente desorientadora de Maritain, el de su empeño «en desintegrar la unidad sociológica de tradición católica, para imponer el “pluralismo” en nombre de una pretendida inspiración cristiana que, en el fondo, prácticamente se traduce en una tarea de “cristianos para la democracia”»[78].

Es que la evolución de la democracia cristiana, acercándose siempre más a sus ponzoñosas fuentes doctrinales, y olvidando las advertencias de los pontífices de sus primeros años, no deja de profundizar en el rechazo de toda «confesionalidad» en lo político (y también en lo social), aunque de modo sofístico –al decirse «de inspiración cristiana»– utilicen una etiqueta confesional: «En el fondo, parecen desear una sociedad no penetrada por la fe religiosa, en la que los “cristianos” se sientan llamados a aportar sus actitudes y tareas “cristianas”, puestas al servicio de una causa concebida de hecho como superior a la fe cristiana: la democracia en toda España, y el nacionalismo vasco o catalán en estos pueblos sometidos a poderosas fuerzas desintegradoras»[79]. De ahí el deseable fracaso de la democracia cristiana en España y en los países hispánicos, que el autor que venimos citando ilustra así: «Me parece que la historia de la democracia cristiana europea e hispanoamericana y de sus precedentes sociales e ideológicos nos llevaría a reconocer que su presencia es tanto menos necesaria y tanto más perjudicial cuanto más profunda ha sido a lo largo de los siglos la presencia pública y la influencia social de la fe católica en una nación. Tal vez en Italia, cuya unidad nacional se hizo por impulso masónico y en hostilidad al Pontificado romano, tuvo todavía una función, en la situación “posfascista”, la democracia cristiana. Recordemos, no obstante, que después de haber sido indiferente al elegir entre monarquía y república, y después de haber sido durante algunos años “centrista” –dejando a la derecha la monarquía y el fascismo–, fue después centro-izquierdista, y aparece siempre tentada de “compromiso histórico”, que daría una oportunidad “católica” al eurocomunismo gramsciano. En Chile, cerró el paso a los conservadores, y abrió así la “vía chilena hacia el socialismo” de Salvador Allende. Parece que contribuyó a derribarle, con lo que hizo posible la dictadura de Pinochet. Ahora, empuja de nuevo hacia un proceso de transición del que no hay que esperar nada bueno, a poco que se juzgue de la cosa con sentido común. Desde su origen histórico, nadie ha podido saber nunca si los demócrata-cristianos están en la derecha, o en el centro, o en la izquierda. Alegar en ésta una pretendida trascendencia de su inspiración es más bien tomar el nombre de Dios en vano»[80].

El acierto profundo de estas palabras se vuelve a acreditar con lo ocurrido en los treinta años que han transcurrido desde que se escribieron. Bastaría con prolongar el juicio a los nuevos hechos. Y tristemente encajan.

8. La Ciudad Católica y su novedad

Jean Ousset (1914-1994)[81], que había sido ungido por Charles Maurras como uno de sus dos seguros sucerores[82], después de la II Guerra Mundial intenta una nueva vía para el catolicismo antiliberal. Sus dos ejes son Cristo Rey y acción capilar. Si el primero constituye el sustento doctrinal innegociable, en la segunda reside la gran novedad metodológica. Y, en efecto, el título del libro que se usa como catecismo no es otro que Pour qu’Il regne. Cuya cuarta parte versa específicamente sobre la acción política y social de los católicos[83].

En el primer orden no cabe novedad alguna: se trata de recuperar la solidez doctrinal del catolicismo político antiliberal, sin las debilidades (diferentes en cada caso) del partido católico o del legitimismo, y con el aporte de la herencia maurrasiana, recibida a beneficio de inventario. La amplitud de las ilustraciones históricas de las distintas tesis teoréticas enriquece notablemente el conjunto y convierte el libro en un manual extraordinario.

Pero la segunda, parte de la necesidad de una reconquista social, en modo alguno concebida en términos democráticos, tanto explícitos al estilo de Maritain (el «Estado laico cristiano»)[84] como implícitos al modo de Herrera Oria («propagar e influir»)[85], sino a la luz de la doctrina de la realeza de Cristo entendida como «no facultativa»[86]. Se trata, además, de una acción formativa y educadora, auxiliar y pre-política, medicinal y no ortopédica. Y cumple una función de bisagra entre el apostolado católico y la acción política concreta.

Juan Vallet lo ha explicado de modo sintético: «Se trata de una acción capilar; diversificada y subdividida en múltiples acciones plurales, complementarias, organizadas, en el ámbito de esos mediadores naturales de la acción políticosocial que son los grupos, las asociaciones, los cuerpos intermedios, los periódicos, las revistas... Debe ser una acción educadora […]. Nuestra obra es una obra esencialmente de promoción; una obra auxiliar, de asistencia, de información, de concertación, al servicio de los notables de la vida social. Acción concertadora que, incluso, debe elevarse hasta alcanzar ámbito nacional en encuentros y entendimientos entre los notables más calificados para actuar al más alto nivel del destino de la patria. Pero, lo primero, lo más urgente, lo inmediato es hoy volver a restaurar en el nivel más a ras de tierra de las colectividades locales, de las libertades y de los intereses profesionales, municipales, comarcales y regionales, “un poder con amplia independencia, con fuerza atractiva y reguladora a la vez, capaz de proteger inseparablemente, de esclarecer, de orientar las reservas populares de fuerzas y de vida social” […]. Hay que organizar redes de sostén, de protección, de información y de orientación para esos hombres. Debemos ponerlos en contacto y concertarles, ayudarles a mantenerse en su puesto, decidirles a defender su frente familiar, profesional o ciudadano […]. Esto es lo que, precisamente, pretendemos hacer, lo que venimos intentando y lo que queremos conseguir»[87].

Tal acción, además, debía desarrollarse al margen de cualquier encuadramiento jerárquico. Nada de mandatos al modo de la Acción Católica. La doctrina de la Iglesia es vinculante, sí, no en cambio así las orientaciones respecto de la acción de los católicos en el ámbito político-social. En la formulación de Ousset, «el sano laicismo del laicado cristiano»[88]. Bien lo resumió Jean de Fabrègues, autor no sospechoso de anticlericalismo: «Cuando los clérigos pretenden dirigir como tales el mundo temporal, son muy capaces de sacrificar el mundo cristiano a las ambigüedades del poder clerical»[89].

Jean Madiran, por su parte, lo explicó con su estilo acerado y cortante: «Si los hombres de Iglesia, en beneficio de una pastoral mundial, estiman que deben negar su apoyo a la defensa de ciertas patrias carnales, no pueden de ninguna manera, no pueden sin abuso, no pueden sin crimen, desviar a los ciudadanos de la defensa del modesto honor de la casa solariega, de la libertad de la ciudad, del interés y aun de la vida de la patria […]. Además, las posibilidades de desaparición o de supervivencia de las fuerzas políticas, de las clases sociales, de los pueblos y de las civilizaciones son constantemente modificadas por la acción de los seglares. Y es su deber y su vocación modificarlas sin creerse aprisionados por el pronóstico especulativo que haya podido hacerse, incluso con toda exactitud, en un momento dado […]. Por ejemplo, se puede, eventualmente, en cierto momento, formular el pronóstico de que el comunismo tiene todas las probabilidades de ganar en un país o en un grupo de países. Ante este pronóstico, los hombres de la Iglesia toman las disposiciones o precauciones apostólicas que creen deben tomar. Quedan a su juicio y son responsables ante Dios […]. Pero si, en función de ese pronóstico, los hombres de Iglesia se dedican además a persuadir al conjunto de los católicos de que deben desolidarizarse de todo anticomunismo temporal, entonces esos hombres de Iglesia aseguran así, positivamente, la victoria del comunismo, al desmovilizar, dispersar o paralizar la resistencia. Es precisamente cuando el comunismo tiene probabilidades objetivas de ganar en un país, cuando tiene la máxima importancia combatir esas probabilidades, y derribar ese pronóstico fundado especulativamente, y hacer la historia en lugar de padecerla»[90].

Son muchos los comentarios que sugieren tan lúcidas palabras. Y cuyo seguimiento se sale del marco de estas páginas. Desde luego que, en el pasado, la Ostpolitik vaticana o el pacto Roma-Moscú podrán habernos causado perplejidad o dolor. Como, desde luego, en el presente, las Conferencias Episcopales enfeudadas en el demo-liberalismo o complacientes con el socialismo. Podrán ser fuente inagotable de disgustos, pero no debilitarán nuestra firmeza. Ni nos alejarán de la fe, conduciéndonos a un anticlericalismo de derechas como el que se alimenta desde sectores desenfocados. Es posible que no podamos pedir a la Iglesia otra cosa. Pero es seguro que no debemos contentarnos con eso. La frase de Madiran abre caminos. E invita a vivir toda la vida en cristiano. A dar un juicio cristiano sobre cada idea, sobre cada acto, sobre cada acontecimiento. Cosa que aunque la Iglesia universal manifiestamente no hace –porque no puede hacerlo–, nos invita a hacerlo constantemente, pero eso sí, a nuestro riesgo y ventura, mientras que muchos sistemas ideológicos al acecho querrían persuadirnos, por el contrario, de que no lo hagamos, de que renunciemos a hacerlo católicamente[91].

9. La Ciudad Católica en España

Eugenio Vegas, siempre atento a la eficacia apostólica en la defensa de la doctrina política católica, vuelve a encontrar en Francia, como treinta años antes, una fuente de inspiración, no tanto en lo que toca a la doctrina (pues siempre permaneció fiel al tradicionalismo salvo en los aspectos dinásticos) como en lo que al método se refiere. En los años veinte fue la Acción Francesa la que mudó en Acción Española. En los cincuenta será la Ciudad Católica la que, aunque mude en Francia, pues los nombres serán varios a lo largo del tiempo, quedará como tal en España[92]. Conoce en 1956 la revista de la Cité Catholique, que a la sazón llevaba por nombre Verbe, que años después pasaría a Permanences, a través del diplomático tradicionalista Alberto de Mestas. Lo cuenta Juan Vallet: «A medida que leía estos ejemplares [de Verbe], Eugenio se fue entusiasmando. Nos decía que explicaban lo que él siempre había pensado; pero con una claridad nunca tan llanamente alcanzada»[93]. Y decidió trasladar la empresa a nuestro suelo. Para lo que contó con sus amigos, entre ellos uno reciente, pero que a la postre resultaría el amigo de la segunda parte de su vida: el recién mentado Juan Vallet de Goytisolo.

Fue Vallet quien, con su personalidad vigorosa y su inmensa obra jurídica, dará pronto color propio a la Ciudad Católica. Pero en modo alguno puede decirse que fuera una obra en exclusiva propia, como tampoco lo fue del mismo Eugenio Vegas. Ha sido aquél, en varias ocasiones, y entre ellas con ocasión de trazar la semblanza de éste, quien ha acertado a discernir los distintos influjos y corrientes que convergieron en el nacimiento de Verbo y de la Ciudad Católica[94].

El primer caudal, como es natural, e insustituible, procede del propio Eugenio Vegas, que –como acabamos de decir– fue quien descubrió la matriz francesa, quien reunió con el entusiasmo de siempre a diversos grupos de sus amigos para acudir a ella a nutrirse y quien, con generosidad de verdadero fundador, abrió el cauce para que allegaran en él otros manantiales. De sus viejos amigos de antes de la guerra pocos se incorporaron, si bien algunos no le negaron ayuda económica. Pero a cambio otros jóvenes discípulos, en particular Francisco José Fernández de la Cigoña y Estanislao Cantero, se fueron sumando. En segundo lugar, vino el tradicionalismo político español, particularmente legitimista, esto es, el carlismo, de la mano de Alberto Ruiz de Galarreta y Rafael Gambra, a los que se sumarían pronto Francisco Elías de Tejada y parte de su escuela, y más adelante Álvaro d’Ors. Pero muy pronto comenzó igualmente el intercambio con la Schola Cordis Iesu barcelonesa, que el padre Ramón Orlandis, de la Compañía de Jesús, animara con tanto entusiasmo y celo apostólico, y que en los años de que estamos hablando comenzaba a dirigir el también carlista Francisco Canals Vidal, catedrático de Metafísica, pero de saberes mucho más dilatados, de la teología de la historia a la historia política y a la cultura catalana. A partir de ahí llegarían sus discípulos universitarios, José María Petit y José María Alsina en una primera hornada, luego (aunque en un momento dado decidiera retirarse) Eudaldo Forment y finalmente Javier Barraycoa. En tercer término, y resulta también natural, está el influjo francés de la Cité Catholique. Jean Ousset, hombre extraordinario, autodidacto, energético, supo concitar muchas voluntades en su torno, hasta que la coyuntura política francesa, en particular tras la guerra de Argelia, y la peripecia postconciliar, que en Francia llevó a una resistencia firmísima en la persona y la obra del arzobispo Marcel Lefebvre, forzó la implosión. Entre nosotros, aunque no sin tensiones, se evitó tal ruptura, manteniéndose la acción común. Pues bien, a los tres afluentes anteriores, ha de sumarse el quehacer y la obra personal del propio Vallet. Uno de los máximos juristas del siglo, hombre de cultura portentosa y publicista infatigable, sobre todas estas cosas queda su faceta de organizador, de componedor, de manager entusiasta y eficaz. Resulta difícil pensar que la constelación de personalidades bien definidas como las que han ido saliendo en las líneas anteriores hubieran podido fraguar en un equipo coherente sin alguien que hubiera realizado el sacrificio de poner su tiempo, su dinero y su energía al servicio de los demás, coordinando, organizando, convocando, realizando las tareas menores de la redacción. Sí, Vallet ha sido Verbo y la Ciudad Católica en modo singular, pues se ha producido una identificación de su persona con la obra, poniendo su sello, pues no podía ser de otra forma, pero un sello abierto y generoso[95].

Todo lo dicho muestra cómo la aventura del último tercio de la peripecia vital de Eugenio Vegas no consistió en reproducir exactamente la del primero. Sin embargo, Juan Vallet se vio obligado a aclararlo, y estas palabras reflejan y resumen el espíritu con el que afrontó él mismo su tarea: «En la XV Reunión, en la Residencia San Cristóbal, de Majadahonda, donde el 1 de noviembre de 1976 presidió su sesión de clausura. En ella dijo Eugenio que entre los amigos de la Ciudad Católica, en Speiro, continuaba la labor que había realizado en Acción Española. Me consta que esta afirmación no sentó bien a algunos amigos por un mal entendimiento de sus palabras. Eugenio no quiso significar que nuestra obra actual fuese continuación de la realizada por Acción Española, ni siquiera que él propugnara exactamente lo mismo en una y otra tarea. Sino sencillamente que continuaba su labor de formación doctrinal conforme el derecho público cristiano. Pero, el ámbito específico de la labor de estudio y enseñanza desarrollado en una y otra no era, ni es, exactamente el mismo. Eugenio era un hombre de acción, con mucho sentido práctico y dotado de gran claridad de ideas. Dos reglas eran especialmente esclarecedoras para él: “Las ideas gobiernan a los pueblos” y “los pueblos son lo que quieren sus gobernantes”. Pues bien, en Acción Española se orientó específicamente para lograr la mayor eficacia de la segunda, como el medio más eficaz para la buena aplicación de la primera. En Acción Española no se entraba en la discusión de cuestiones dinásticas –y por eso en ella pudieron colaborar alfonsinos y carlistas–, pero se defendía como gobierno óptimo la monarquía tradicional; y, como tal, ni absoluta ni democrática; ni cesarista ni república coronada. En cambio, la tarea de Speiro la contemplaba Eugenio primordialmente a través de la frase: “Las ideas gobiernan a los pueblos”, y de su corolario, formulado por Le Play: “El error, más que el vicio, es quien pierde a las naciones”. En los años sesenta estaba convencido de que era imposible desde arriba restaurar aquí la monarquía tradicional. En esa perspectiva, y ante la creciente masificación, lo más preciso era divulgar la verdad política y social través de élites, a todos los niveles, que era acuciante formarlas a fin de restaurar la sociedad desde sus raíces. Por eso, la labor de Speiro, divulgada en Verbo, ha sido y es […] de formación cívica y de acción cultural, según el derecho natural y cristiano. Eugenio, cuando se entregó a este trabajo entendía que lo más necesario y acuciante era el estudio y la difusión de los principios y bases del buen orden social y político, conforme al orden natural, a las enseñanzas de la historia, la experiencia y a la doctrina de la Iglesia. Miraba con realismo aquello que creía asequible a unos grupos de hombres de buena voluntad, carentes de todo poder político; y estando seguro de que la conquista ocasional de tal poder por quienes no se hallen bien pertrechados de esa doctrina, resultaría inútil y quizá contraproducente, y más aún en unos tiempos en los cuales se han perdido las costumbres tradicionales y predominan las ideas más insensatas y los errores más corruptores. Por eso, se consagró a sembrar, como Speiro significa»[96].

En esa siembra se afanó Juan Vallet. Y en la misma procuramos perseverar quienes le seguimos.

 

[1] Álvaro d’Ors, «Libertad religiosa y libertad política», Iglesia-Mundo (Madrid), núm. 384 (1989), reproducido en Verbo (Madrid), núm. 473- 474 (2009), págs. 281-290. El texto lo escribió a invitación del autor de estas líneas con motivo de celebrarse el XIV centenario del III Concilio de Toledo, en el que se consagró y proclamó la unidad católica de España. Y fue vuelto a publicar, esta vez en Verbo, en el quinto aniversario del fallecimiento del autor.

[2] Cfr. Miguel Ayuso (ed.), La res publica christiana como problema político, Madrid, Itinerarios, 2014.

[3] Puede verse Miguel Ayuso (ed.), Consecuencias político-jurídicas del protestantismo. A los 500 años de Lutero, Madrid, Marcial Pons, 2016, así como Danilo Castellano, Martín Lutero. El canto del gallo de la modernidad, Madrid, Marcial Pons, 2016.

[4] Julio Alvear, La libertad moderna de conciencia y religión. El problema de su fundamento, Madrid, Marcial Pons, 2013.

[5] Juan Donoso Cortés, «Discurso sobre la dictadura», en Obras Completas, ed. de Carlos Valverde, S. J., Madrid, BAC, 1970, vol. 2, págs. 305 y sigs. Se trata del discurso pronunciado en el Congreso de los Diputados el 4 de enero de 1848.

[6] Joseph Ratzinger y Jürgen Habermas, Dialéctica de la secularización, Madrid, Encuentro, 2006. Se trata de un diálogo sostenido en enero de 2004 en la Academia Católica de Baviera entre el purpurado, a la sazón prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, meses antes de ser elevado al Solio pontificio, y el famoso filósofo. El asunto sobre el que se había llamado a hablar a los ilustres compatriotas no era otro que las «bases morales pre-políticas del Estado liberal». Ernst-Wolfgang Böckenförde es un jurista igualmente alemán, próximo a la socialdemocracia y que fue presidente del Tribunal Constitucional Federal. Véase Ernst-Wolfgang Böckenförde, «Die Entstehung des Staates als Vorgang der Sakularisation» (1967), ahora en Recht, Staat, Freiheit, Francoforte de Meno, Suhrkamp, 1991, págs. 92 y sigs., 112. Hay un comentario sobre el intercambio de opiniones, agudo como suyo, de Juan Fernando Segovia, «El diálogo entre Joseph Ratzinger y Jürgen Habermas y el problema del derecho natural católico», Verbo (Madrid), núm. 457-458 (2007), págs. 631 y sigs.

[7] Ernest Renan, «Discours de réception de Victor Cherbuliez à l’Académie française, 25 mai 1881», Œuvres complètes, París, Calmann-Lévy, 1947, tomo I, pág. 786: «Nous vivons d’une ombre, Monsieur, du parfum d’un vase vide; après nous on vivra de l’ombre d’une ombre […]».

[8] Pese a la condena teórica del magisterio: cfr. la proposición octogésima del Syllabus de Pío IX: «La Iglesia puede y debe reconciliarse y transigir con el liberalismo, el progreso y la civilización moderna». Véase Jean Madiran, L´hérésie du XXeme siècle, París, Nouvelles Éditions Latines, 1968, pág. 298 y sigs. También los textos de los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado de Ramón Orlandis, S. J., Pensamientos y Ocurrencias, Barcelona, Editorial Balmes, 2000, en particular «Sobre la actualidad de la fiesta de Cristo Rey». Así resume la posición de éste su discípulo Francisco Canals, «Para sobrenaturalizarlo todo: entrega al amor misericordioso del Corazón de Jesús», Cristiandad (Barcelona), núm. 644-645 (1984), pág. 457: «Para mantener despierta la conciencia católica sobre el peligro de una connivencia práctica, que toma su pretexto del “mal menor”, el “posibilismo” o el “realismo político” dejase indefensa la sociedad cristiana ante el ataque desintegrador del orden natural mismo y cegador de la acción de la gracia redentora sobre las realidades humanas, ejercido por medio de los sistemas políticos, expresión práctica de filosofías anticristianas, que ha logrado eficazmente la descristianización de la humanidad contemporánea». He tratado del asunto, finalmente, en «La perenne tentación liberal», Verbo (Madrid), núm. 489-490 (2010), págs. 889 y sigs.

[9] Véase, para la condena del liberalismo, la encíclica Adeo nota (1791), de Pío VI, y para la de del liberalismo católico la encíclica de Gregorio XVI Mirari vos (1832). Sobre Lammennais, a quien se refiere la última condena, puede verse el libro de Francisco Canals, Cristianismo y revolución. Los orígenes románticos del cristianismo de izquierda, Barcelona, Acervo, 1957; 2ª ed., Madrid, Speiro, 1986. También en la edición de sus Obras Completas, Balmes, vol. 10, «Escritos políticos (I)», Barcelona, 2015, págs. 11-150.

[10] Lo afirmó Pío XII, «Discurso al Primer Congreso Mundial del Apostolado Seglar», de 14 de octubre de 1951, Ecclesia (Madrid), núm. 536 (de 20 de octubre de 1951). Puede verse un desarrollo orgánico en Miguel Ayuso, La constitución cristiana de los Estados, Barcelona, Scire, 2008.

[11] León XIII escribe en Libertas (1888) que «hay otros liberales algo más moderados, pero no por esto más consecuentes consigo mismos; estos liberales afirman que, efectivamente, las leyes divinas deben regular la vida y la conducta de los particulares, pero no la vida y la conducta del Estado; es lícito en la vida política apartarse de los preceptos de Dios y legislar sin tenerlos en cuenta para nada. De esta doble afirmación brota la perniciosa consecuencia de que es necesaria la separación entre la Iglesia y el Estado. Es fácil de comprender el absurdo error de estas afirmaciones» (§ 14). Y sigue: «La justicia y la razón prohíben, por tanto, el ateísmo del Estado, o, lo que equivaldría al ateísmo, el indiferentismo del Estado en materia religiosa, y la igualdad jurídica indiscriminada de todas las religiones» (§ 16).

[12] Francisco Canals, «De la historia de los “movimientos católicos” (I). En el comienzo de la lucha por la libertad de la Iglesia en el mundo moderno», Cristiandad (Barcelona), núm. 262 (1955), ahora en Obras completas, vol. 10, «Escritos políticos (I)», cit., págs. 174 y sigs.

[13] Ibid., pág. 176.

[14] Ibid., págs. 176-177.

[15] Francisco Canals, Cristianismo y revolución, cit.; Giovanni Turco, «L’affaire Lamennais», en Bernard Dumont, Miguel Ayuso y Danilo Castellano, Iglesia y política. Cambiar de paradigma, Madrid, Itinerarios, 2013, págs. 171 y sigs.

[16] León XIII, Inter gravissimas, de 16 de febrero de 1892.

[17] De ahí surgiría el «americanismo», que la Iglesia miró con desconfianza desde el inicio y que condenó León XIII en su carta al cardenal Gibbons Testem benevolentiae. Sobre el tema puede verse: John Rao, Americanism and the collapse of the Chuch in the United States, Charlotte, Tan Books, 1994, y también el cuaderno «Catolicismo y americanismo», con textos de Danilo Castellano, John Rao y Miguel Ayuso, en Verbo (Madrid), núm. 511-512 (2013), págs. 103-140.

[18] Francisco Canals, «De la historia de los “movimientos católicos” (I). En el comienzo de la lucha por la libertad de la Iglesia en el mundo moderno», loc. cit., pág. 181.

[19] Cfr. Francisco Canals, «Origen de los movimientos católicos», esquema para una conferencia de 2011, en Obras Completas, vol. 2, «Al servicio del Reinado del Sagrado Corazón (II)», Barcelona, Balmes, 2013, págs. 145 y sigs. También Thomas Molnar, The Church, pilgrim of centuries, Grand Rapids, Erdmans, 1990, donde ilustra cómo a la separación entre la Iglesia y el Estado ha seguido la de la sociedad civil.

[20] Francisco Canals, «“Hemos hecho pacto con la muerte”: Cristo rey, la democracia cristiana y la ruina espiritual de España», Verbo (Madrid), núm. 473-474 (2009), pág. 208. Reúne, con motivo del fallecimiento del autor, cinco artículos de periódico de los años ochenta. El que aquí citamos lleva por título «El deseable fracaso de la democracia cristiana en España» y se publicó en la edición de 8 de agosto de 1986 del diario madrileño El Alcázar.

[21] Sigo aquí, con algunas adaptaciones, las consideraciones vertidas en mi estudio «La democracia cristiana en España. Una visión panorámica», Fuego y Raya (Córdoba de Tucumán), núm. 7 (2014), págs. 60 y sigs.

[22] Respecto del primero resulta de gran interés su Histoire du parti catholique, escrita contra Falloux, y que se encuentra a partir de la pág. 407 del vol. VI de Louis Veuillot, Oeuvres complètes, París, Lethielleux, 1925, que poseo por habérmelas regalado Eugenio Vegas. Donoso, por su parte, en los años finales enfrentó el asunto de la libertad de enseñanza, que Veuillot todavía blandía contra Falloux, con gran contundencia: «La cuestión de la enseñanza, agitada en estos últimos tiempos entre los universitarios y los católicos franceses, no ha sido planteada por los últimos en sus verdaderos términos; y la iglesia universal no puede aceptarla en los términos en que viene planteándose. Supuesta, por un lado, la libertad de cultos, y supuestas, por otro, las circunstancias especialísimas de la nación francesa, es cosa clara a todas luces que los católicos franceses no están en estado de reclamar otra cosa para la Iglesia sino la libertad que es aquí derecho común, y que por serlo podía servir a la verdad católica de amparo y de refugio. el principio, empero, de la libertad de la enseñanza, considerado en sí mismo, y hecha abstracción de las circunstancias especiales en que ha sido proclamado, es un principio falso y de imposible aceptación para la iglesia católica. la libertad de la enseñanza no puede ser aceptada por ella sin ponerse en abierta contradicción con todas sus doctrinas. en efecto, proclamar que la enseñan za debe ser libre no viene a ser otra cosa sino proclamar que no hay una verdad ya conocida que deba ser enseñada, y que la verdad es cosa que no se ha encontrado y que se busca por medio de la discusión amplia de todas las opiniones; proclamar que la enseñanza debe ser libre es proclamar que la verdad y el error tienen derechos iguales. ahora bien: la iglesia profesa, por un lado, el principio de que la verdad existe sin necesidad de buscarla, y por otro, el principio de que el error nace sin derechos, vive sin derechos y muere sin derechos, y que la verdad está en posesión del derecho absoluto. la iglesia, pues, sin dejar de aceptar la libertad, allí donde otra cosa es de todo punto imposible, no puede recibirla como término de sus deseos, ni saludarla como el único blanco de sus aspiraciones» («Carta al cardenal Fornari», de 19 de junio de 1852, en Obras completas de Juan Donoso Cortés, Madrid, BAC, 1970, vol. II, págs. 744 y sigs.). Véanse las muy interesantes consideraciones de Francisco Canals, «Donoso Cortés en Francia», Cristiandad (Barcelona), octubre de 1953, ahora en Obras completas, vol. 10, «Escritos políticos (I)», cit., págs. 151 y sigs.

[23] Me he ocupado de este asunto en mi artículo «El problema político de los católicos hispanoamericanos. Hispanidad y res publica christiana», Verbo (Madrid), núm. 525-526 (2014), también recogido en el volumen pendiente de aparición de Miguel Ayuso, La hispanidad como problema. Historia, cultura y política, Barcelona, Scire, 2017.

[24] Cfr. Francisco Canals, «El tradicionalismo filosófico en España», prólogo a José María Alsina Roca, El tradicionalismo filosófico en España. Su génesis en la generación romántica catalana, Barcelona, PPU, 1985, ahora en Obras completas, vol. 10, «Escritos políticos (I), cit., pág. 241: «El sobrenaturalismo de Donoso Cortés y el realismo metafísico, no contaminado por la filosofía tradicionalista, de Jaime Balmes, pueden dar razón […] de que ni uno ni otro alzaran en España una bandera de “partido católico”».

[25] Cfr. el dossier del volumen XVI de los Anales de la Fundación Francisco Elías de Tejada (Madrid), correspondiente al año 2010, con contribuciones de Miguel Ayuso, Giovanni Turco, Jacek Bartyzel, Cristián Garay, Consuelo Martínez-Sicluna y José Antonio Ullate.

[26] Es menester volver a citar en este punto a Francisco Canals, en dos artículos periodísticos de gran finura, «Nada, señor marqués, nada» y «El fracaso de Balmes», publicados en los días 5 y 6 de agosto de 1971 en El Pensamiento Navarro (Pamplona), y reunidos luego en el libro Política española: pasado y futuro, Barcelona, Acervo, 1977, págs. 107 y sigs. y 104 y sigs. respectivamente. Destaca el profesor barcelonés que, frente a «como se ha hecho tantas veces posteriormente, incluso en España, e invocando su autoridad y el prestigio de su nombre», Balmes no tuvo nunca la idea de levantar la bandera del «partido católico». Lo que «es digno de destacarse […] por cuanto Balmes conocía muy bien la actitud contemporánea de los ultramontanos franceses que, en aquellos mismos años, bajo el caudillaje de Montalembert, trabajaban en el marco constitucional con una actitud que se resumía en los lemas: “católicos ante todo” y “sobre todo, ningún contacto con los legitimistas”». Otra cosa son las debilidades del filósofo catalán, expuestas quizá de un modo en exceso abrupto por Francisco Elías de Tejada y (más aún) Francisco Puy: AA.VV., El otro Balmes, Sevilla, Jurra, 1974, págs. 303-344 y 75-260, respectivamente.

[27] Cfr. Melchor Ferrer, Breve historia del legitimismo español, Madrid, Montejurra, 1958, págs. 43 y 55. En la primera recuerda que los años cuarenta existían los neocatólicos, «que sin entrar en la cuestión dinástica, aceptaban a doña Isabel como hecho consumado», pero que «tampoco llegaron a plasmar en una actividad política». Ni aun el «cristino impenitente» de Donoso «consiguió hacer mella en la opinión española», pues aunque «formuló una excelente crítica del liberalismo, no consiguió siquiera tener un grupo de amigos políticos, ya que el único discípulo fue Gabino Tejado, que más tarde entró en el carlismo, donde murió leal al rey». Y en la segunda anota que tras la revolución septembrina los antiguos neocatólicos, «después de haber intentado destruir al carlismo […], estaban muy contentos de encontrarlo para poder acogerse a él». En la monumental Historia del tradicionalismo español, en treinta tomos, del mismo Melchor Ferrer, se encuentran –claro está– referencias mucho más amplias al asunto. Bástennos a nuestro fin las apretadamente reseñadas. Cfr., como síntesis de una lectura doctrinal de la historia del carlismo, mi «Una visión contemporánea del carlismo», en Miguel Ayuso (ed.), A los 175 años del carlismo. Una revisión de la tradición política hispánica, Madrid, Itinerarios, 2011, págs. 15 y sigs.

[28] Sobre la iniciativa de Pidal puede verse el trabajo excelente de Francisco José Fernández de la Cigoña, «La Unión Católica», Verbo (Madrid), núm. 193-194 (1981), págs. 395 y sigs., para mi juicio demasiado favorable al político asturiano.

[29] Lo he intentado explicar en mi «Menéndez Pelayo y el “menéndezpelayismo político”», Fuego y Raya (Córdoba de Tucumán), núm. 5 (2013), págs. 73 y sigs.

[30] Es la conocida expresión que utiliza Alejandro Pidal y Mon, en su discurso «¿Qué esperáis?», de 1880, y cuya intención de desligarlas de Don Carlos VII no escapará a la prensa de la obediencia de éste.

[31] Cfr. el capítulo VI de mi Las murallas de la ciudad. Temas del pensamiento tradicional hispano, Buenos Aires, Nueva Hispanidad, 2001, que lleva por título «El problema religioso y el problema político en la historia contemporánea de España». Donde se repasa en los últimos epígrafes la posición del pidalismo.

[32] Cfr., en la literatura española, la monografía de Andrés Gambra, «Los católicos y la democracia. Génesis histórica de la democracia cristiana», en AA.VV., Los católicos y la acción política, Madrid, Speiro, 1982, págs. 222 y sigs. Bernard Dumont, en su ponencia a la L Reunión de amigos de la Ciudad Católica, «La Iglesia y las democracias», Verbo (Madrid), núm. 517-518 (2013), págs. 661 y sigs., ha observado muy justamente los relevantes aspectos metodológicos implícitos en la táctica del ralliement. Siempre puede verse el clásico de Robert Harvard de la Montagne, Historia de la democracia cristiana. De Lamennais a Georges Bidault, Madrid, Editorial Tradicionalista, 1950, o el intencionado (e inteligente) ensayo de Eugenio Vegas Latapie, Catolicismo y República. Un episodio de la historia de Francia, Madrid, Cultura española, 1932.

[33] De hecho el ralliement, aunque de modo más disimulado, se había ensayado antes en España que en Francia, como veremos. Y aun en Bélgica antes que en España: cfr. El Conde Capelle, «Los católicos belgas frente a la Constitución: ¿participar o retirarse?», Verbo (Madrid), núm. 139-140 (1975), págs. 1313 y sigs.

[34] Véase el excelente trabajo de Martin Dumont, Le Saint-Siège et l’organisation politique des catholiques français aux lendemains du Ralliement (1890-1902), París, Honoré Champion, 2012.

[35] Lo observa agudamente Jean Madiran, L’integrisme. Histoire d’une histoire, París, NEL, pág. 257. A este respecto Etienne Gilson, Le philosophe et la theologie, París, Fayard, 1960, pág. 191, consideraba a León XIII el filósofo católico más grande del siglo XIX. Afirma en cambio lo contrario sin mucho fundamento Roberto de Mattei, Il ralliement di Leone XIII. Il fallimento di un progetto pastorale, Florencia, Le Lettere, 2014. Libro que ha criticado con razón Yves Chiron, «Le “ralliement” de 1892», La Nef (París), junio de 2016, págs. 32-33, y «“Le ralliement de Léon XIII” de Roberto De Mattei. Une thèse plus que contestable», Aletheia (Niherne), de 3 de mayo de 2016. Otra afirmación insostenible de De Mattei, también contestada por Chiron, es la de que «el proyecto pastoral en que va a parar el pontificado de León XIII tendrá realización con el Concilio Vaticano II». Madiran había sugerido algo en la misma línea, pero de modo mucho más matizado y certero, muchos años antes, en Les deux démocraties, París, Nouvelles Éditions Latines, 1977, págs. 122-125. Cosa distinta es el acierto de la táctica o estrategia, que no es lo mismo, pero a estos efectos resulta irrelevante, ciertamente equivocada y a la postre fallida.

[36] Cfr. Georges Jarlot, Doctrine pontificale et Histoire. L’enseignement social de Léon XIII, Pie X et Benoît XV vu dans son ambiance historique (1878- 1922), Roma, Pontificia Università Gregoriana, 1964, págs. 150-152.

[37] Álvaro d’Ors ha explicado con gran agudeza cómo la Iglesia termina, por razones pastorales ligadas a la salus animarum, reconociendo a los secesionistas de todo tipo: La violencia y el orden, Madrid, Dyrsa, 1987, pág. 90.

[38] Marcelino Menéndez Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles, Madrid, Edición Nacional de Obras Completas, 1946-1948, vol. VI, pág. 231.

[39] Claude Barthe, Trouvera-t-Il encore la foi sur la terre?, París, F-X. de Guibert, 1996. Se trata del título del primer capítulo.

[40] Se encuentran reproducidas en el libro de José Andrés-Gallego, Política religiosa en España, 1889-1913, Madrid, Editora Nacional, 1975, págs. 506-507. Y también en el artículo de Gabriel Aalférez, «El mal menor en política. Historia y aplicaciones actuales», Verbo (Madrid), núm. 269-270 (1988), págs. 1354-1358.

[41] Rafael Gambra, Tradición o mimetismo, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1976, págs. 267-268.

[42] San Pío X, Il fermo proposito (1905).

[43] En el plano doctrinal, no obstante, la condena del modernismo social y la democracia cristiana en sentido político, brilla en documentos como Notre charge apostolique (1910). Lo ha subrayado agudamente Danilo Castellano, De christiana Republica. Carlo Francesco D’Agostino e il problema político italiano, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 2005. Es el sentido del lema «Más sociedad y menos Estado», que los tradicionalistas hicieron propio contra el estatismo liberal, pero que andando el tiempo iba a exhibir algunos equívocos. Véase mi La cabeza de la Gorgona. De la hybris del poder al totalitarismo moderno, Buenos Aires, Nueva Hispanidad, 2001, cap. 1.

[44] La síntesis es de Luis María Acuña, pbro., Apostolado seglar y Acción Católica, 2ª ed., Santiago de Chile, San Francisco, 1940, capítulo 5, pág 103.

[45] Véase la equilibrada biografía de Yves Chiron, Pie XI, París, Perrin, 2004.

[46] Asunto delicado que sigue levantando pasiones: ¿acierto, traición episcopal con engaño al papa o decisión prudente de éste a la visita de los hechos? No debo dejarme enredar en la madeja. Puede verse una referencia, a partir de las críticas formuladas al libro de Jean Meyer, La Cristiada, Ciudad de Méjico, Siglo XXI, 1973, en su obra posterior La Cristiada en la distancia, Ciudad de Méjico, Siglo XXI, 2004. En todo caso, la causa católica salió debilitada y los combatientes escaldados.

[47] A la tesis de Jacques Prévotat, Les catholiques et l’Action française. Histoire d’une condamnation. 1899-1939, París, Fayard, 2001, siguió el libro de Philippe Prévost, Autopsie d’une crise politico-religieuse. La condamnation de l’Action Française. 1926-1939, París, Librairie canadienne, 2008. Puede verse una crítica, sobre todo del segundo, en Yves Chiron, «Du nouveau sur la condamnation de l’Action Française?», Maurrasiana (Niherne), año IV, núm. 10 (2009), págs. 1-4.

[48] La literatura sobre el asunto es abundante, pero baste citar el testimonio de nuestro maestro Eugenio Vegas Latapie, Memorias políticas. La suicidio de la Monarquía y la II República, Barcelona, Planeta, 1983, y la síntesis de Santiago Galindo Herrero, Los partidos monárquicos bajo la II República, 2ª ed., Madrid, Rialp, 1956.

[49] Sigo de nuevo lo esencial de algunas páginas de mi artículo antes citado sobre «La democracia cristiana en España».

[50] El libro de Federico Suárez Verdeguer, La crisis política del antiguo régimen en España (1808-1840), Madrid, Rialp, 1950, continúa siendo el ensayo de reconstrucción más sugestivo.

[51] Cfr., respecto de la primera, José Luis Comellas, Los moderados en el poder (1844-1854), Madrid, CSIC, 1970 y, para el segundo, José María García Escudero, De Cánovas a la República, Madrid, Rialp, 1951. Este último, en las primeras páginas de su libro, afirma que 1936 es el precio que los españoles pagaron por 1874. Esto es, que la guerra de España es la desembocadura de haber cerrado en falso el conflicto existente por medio de la llamada Restauración. Cfr. Miguel Ayuso, Las murallas de la ciudad. Temas del pensamiento tradicional hispano, Buenos Aires, Nueva Hispanidad, 2001, capítulo VII.

[52] Puede verse un desarrollo en mi La constitución cristiana de los Estados, cit., págs. 32 y sigs.

[53] Cfr., respectivamente, Jean-Baptiste Duroselle, Les débuts du catholicisme social en France (1822-1871), París, PUF, 1951, y Oscar Alzaga, La primera democracia social en España, Barcelona, Ariel, 1973, págs. 45 y sigs. Severino Aznar, en el prólogo al volumen XXIV de las Obras de Mella (Barcelona, Subirana, 1934, págs. 32 y sigs.), tras constatar que la inspiración social de Vázquez de Mella es anterior a Rerum novarum, y preguntarse de quién ha recibido la iniciación, responde que «principalmente de los manifiestos-programas de su partido y sobre todo de la tradición que, como un relicario, aquél había guardado».

[54] Véase Francisco Canals, «El deber religioso de la sociedad española», Cristiandad (Barcelona), mayo de 1969, también en su libro Política española: pasado y futuro, cit., págs. 219 y sigs.

[55] Según la famosa frase con la que Dom Delatte distinguía a Dom Guéranger de Falloux o Montalembert. Véase Dom Paul Delatte, Dom Guéranger, abbé de Solesmes, París, Plon, 1910, tomo II, pág. 11: «Un large sillon divisait dorénavant […]les catholiques en deux groupes: ceux qui avaient comme premier souci la liberté d’action de l’Église et le maintien de ses droits dans une société encore chrétienne; et ceux qui premièrement s’efforçaient de déterminer la mesure du christianisme que la société moderne pouvait supporter, pour ensuite inviter l’Église à s’y réduire».

[56] Cfr. Francisco Canals, «Sobre la actitud del cristiano ante lo temporal», Cristiandad (Barcelona), octubre de 1960, y en Política española, pasado y futuro, cit., págs. 211 y sigs.

[57] Jean Madiran, «Notre politique», Itinéraires (París), núm. 256 (1981), págs. 3 y sigs.

[58] Véase Francisco Canals, «“Hemos hecho un pacto con la muerte”. Cristo rey, democracia cristiana y la ruina espiritual de España», loc. cit., pág. 209.

[59] Véase un resumen de la cuestión a las páginas 92 y sigs. de mi varias veces citado La constitución cristiana de los Estados.

[60] Cfr. Eugenio Vegas Latapie, Consideraciones sobre la democracia, Madrid, Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, 1965, pág. 41, donde pone la expresión en boca de uno de los propugnadores franceses de la democracia cristiana en sentido político, Henri Lorin.

[61] No deja de ser sofística la presentación de una democracia cristiana de origen carlista. Pues no ofrece duda si se refiere a la pura acción social. Pero si se desliza el foco hacia la política, por más que muchos de entre sus fundadores procedieran del carlismo (es el caso del antes citado Severino Aznar o Salvador Minguijón, entre otros), se trata en realidad de una defección. El caso no es muy diferente del que ve en el carlismo las raíces del nacionalismo vasco o catalán. El carlismo, en consecuencia, estaría en el origen de todo. Lo que ocurre es que no es carlismo, sino desnaturalizaciones (en el mejor de los casos derivaciones y, además, no necesariamente en línea recta) del mismo. El artículo de José Luis Orella, «Las raíces carlistas de la democracia cristiana», Aportes (Madrid), núm. 40 (1999), págs. 103 y sigs., como he dicho en alguna otra ocasión, no sólo exhibe escasos matices en su no demasiado abundante información, sino que arrima el ascua a la sardina del «propagandismo» católico, al que pertenece (o pertenecía). Puede verse un mayor desarrollo del asunto en mi artículo «La democracia cristiana en España», loc. cit., págs. 69 y sigs.

[62] Una historia de la Asociación, promovida por la misma, está en curso de publicación. En lo que toca al primer período, escrita por José Luis Gutiérrez García, Historia de la Asociación Católica de Propagandistas. Ángel Herrera Oria, primer período (1908-1923), Madrid, CEU, Madrid, 2010).

[63] Cfr. José Ramón Eguillor, Manuel Revuelta y Rafael Mª Sanz de Diego, Memorias del padre Luis Martín, General de la Compañía de Jesús (1846-1906), 2 tomos, Madrid, Universidad Pontificia Comillas, 1988. Resulta clara la intención del papa y de su generalato. Puede verse la reseña muy precisa de Francisco José Fernández de la Cigoña, en Verbo (Madrid), núm. 429-430 (2004), págs. 898 y sigs.

[64] En todas partes se va a dar una conexión Acción Católica-Democracia Cristiana que, en España, se extiende a la más compleja Asociación Católica nacional de Propagandistas-Acción Católica-Democracia Cristiana. Ángel Herrera, por ejemplo, presidía tanto la primera como la segunda contemporáneamente en los años de la República.

[65] Muy interesante es el análisis de Estanislao Cantero, La contaminación ideológica de la historia, Madrid, Libros Libres, 2009, págs. 33 y sigs.

[66] Es conocida la llamada telefónica de felicitación que hizo desde el Friburgo suizo, donde estaba estudiando teología, a Gil Robles, por unas supuestas declaraciones de éste contrarias al alzamiento y que resultaron ser falsas. No así, claro, la actitud de Herrera. Lo cuenta el propio Gil Robles, que tuvo que sacarle de su error, en su No fue posible la paz, Barcelona, Ariel, 1968, pág. 790. Lo relatan también en sus memorias, por haberlo sabido entonces, el marqués de Valdeiglesias, a la sazón marqués de las Marismas del Guadalquivir, José Ignacio Escobar, Así empezó, 2ª ed., Madrid, Gráficas del Toro, 1975, pág. 28, y también Eugenio Vegas, en el segundo tomo de las suyas, Los caminos del desengaño, Madrid, Tebas, 1987, págs. 313-314.

[67] Repárese que al fin de su vida decía del jefe del Estado que era «el primer magistrado de la nación que daba a diario un alto ejemplo al pueblo por el honrado cumplimiento de su deber», «el egregio varón que ha dado a su patria más de veinticinco años de paz». Cfr. Ángel Herrera, «El general Franco», en Obras completas, tomo II, BAC, Madrid, 2002, págs. 509-513. Para la reconstrucción de las relaciones de propagandismo y franquismo, entre 1945 y 1957, cfr. Javier Tusell, Franco y los católicos, Madrid, Alianza, 1990.

[68] Cfr. Guy Hermet, Los católicos en la España franquista, vol. II, Los caminos de una dictadura, Madrid, CIS, 1986.

[69] He comentado la conexión descristianización-europeización en el capítulo IV del ya citado Las murallas de la ciudad. Cfr., también, mi «En torno a la cuestión democristiana», Verbo (Madrid), núm. 331-332 (1995), págs. 21 y sigs., que trae causa de un mensaje de Juan Pablo II a los obispos italianos donde hace el elogio de la democracia cristiana precisamente en clave europeísta. A este propósito resulta de gran interés el texto de Chistophe Réveillard, «Incidencias políticas de las opciones conciliares», en Bernard Dumont, Miguel Ayuso y Danilo Castellano (eds.), Iglesia y política. Cambiar de paradigma, Madrid, Itinerarios, 2013, págs. 103 y sigs.

[70] Debe dejarse constancia de la excepción que suponen los nacionalismos vasco y catalán, presentados como durante mucho tiempo como formalmente demócrata-cristianos en sus corrientes dominantes y hoy, en cambio, cada vez más lejos de la etiqueta, ni siquiera en su versión más deletérea. Aunque no es menos cierto que, en puridad, la excepción puede reducirse a términos más justos si se repara en que también en estos casos lo demócrata-cristiano aparece recubierto de lo nacionalista. Esto es, nuevamente, no es el objeto político primario. Javier Barraycoa ha escrito recientemente páginas muy interesantes respecto de la «singularidad» nacionalista en el seno de la política española a propósito del tema que nos ocupa. Cfr. «Catolicismo político tradicional, liberalismo, socialismo y radicalismo en la España contemporánea», Verbo (Madrid), núm. 525-526 (2014): «El catolicismo liberal, que tenía como único y verdadero enemigo, en su agenda oculta, al catolicismo tradicional, hubo de desarrollar estrategias (no necesariamente conscientes) para debilitar el tradicionalismo. Por eso, en los lugares donde el carlismo y el tradicionalismo era más potente (Cataluña y Vascongadas), el catolicismo liberal apareció como regionalismo y acabó como nacionalismo. Fue en los grandes baluartes del carlismo donde la democracia cristiana apareció como organización política. En el resto de España el catolicismo liberal consiguió atraer a su aparente oponente, el integrismo, a través de la aceptación de la restauración monárquica liberal».

[71] Francisco Canals, «“Hemos hecho pacto con la muerte”: Cristo rey, la democracia cristiana y la ruina espiritual de España», loc. cit., pág. 207.

[72] Cfr. Dalmacio Negro, El mito del hombre nuevo, Madrid, Encuentro, 2009, págs. 136 y sigs. y, sobre todo, Historia de las formas de Estado, Madrid, El Buey Mudo, 2010, págs. 364 y sigs.

[73] Véase, de nuevo, Danilo Castellano, De christiana Republica, cit., así como el de Pietro Giuseppe Grasso, Constituzione e secolarizzazione, Padua, Cedam, 2002.

[74] Personifica esa debilidad la figura de Otto de Habsburgo, como despunta –pese a la intención contraria– de la biografía de Ramón PérezMaura, Del Imperio a la Unión Europea: la huella de Otto de Habsburgo en el siglo XX, Madrid, Rialp, 1997. Por mi parte, he dedicado al asunto unos párrafos en el obituario de Thomas Chaimovicz, distinguido profesor austriaco y preceptor de los hijos de Don Otón, publicado en los Anales de la Fundación Francisco Elías de Tejada (Madrid), núm. 8 (2002), págs. 263 y sigs.

[75] Cfr. Miguel Ayuso, El ágora y la pirámide. Una visión problemática de la Constitución española, Madrid, Criterio libros, 2000. El primer capítulo, «¿Una Constitución para una transición?», narra con detenimiento las vicisitudes de tal proceso.

[76] Si se apura, habría que incluir incluso a la casi irrelevante Fuerza Nueva: no debe olvidarse que la carrera política de Blas Piñar, quien perteneció a la ACdP, comenzó en la Acción Católica.

[77] Véase el interesante análisis de Francisco Canals, «La inútil democracia cristiana», Solidaridad Nacional (Barcelona), 19 de septiembre de 1976, también en Política española: pasado y futuro, cit., págs. 363 y sigs., aunque la realidad fuera en definitiva por otro camino tras haber afirmado el presidente Suárez su capitanía.

[78] Francisco Canals, «“Hemos hecho pacto con la muerte”: Cristo rey, la democracia cristiana y la ruina espiritual de España», loc. cit., pág. 209.

[79] Ibid., págs. 209-210.

[80] Ibid., pág. 210. La revista Fuego y Raya, que edita el Consejo de Estudios Hispánicos Felipe II y dirige el profesor mendocino Juan Fernando Segovia, ha dedicado el dossier central de los números 6 a 9 inclusive (entre noviembre de 2013 y abril de 2015) al estudio monográfico de la experiencia demócrata-cristiana en el mundo hispánico, concluyendo con un texto panorámico del director de la revista y de quien escribe (que preside el Consejo) en el número 10 (noviembre de 2015). El conjunto resulta bien interesante para ilustrar en las experiencias singulares lo expresado sintéticamente por el autor citado.

[81] Para una introducción a la historia de la Ciudad Católica puede verse el libro de Raphaëlle de Neuville, Jean Ousset et la Cité catholique, Dominique Martin Morin, Bouère, 1998. Aunque bienintencionado resulta un poco superficial. Otra versión, más interesante, pero en el fondo peor, donde se evidencian algunas de las opciones erradas de su autor (y de a quien representa), es la de Massimo Introvigne, «Jean Ousset e La Cité Catholique. A cinquant’anni da Pour qu’Il règne», Cristianità (Plasencia), núm. 355 (2010), págs. 9 y sigs. En lo que hace a nosotros, a la muerte de Jean Ousset, Verbo le dedicó un ramillete de ensayos, encabezados por unas páginas de Juan Vallet, a las que seguían otras de Estanislao Cantero, el autor de estas líneas y Fernando Claro. Se encuentran en el núm. 325-326 (1994), entre las págs. 453 y 500. Particularmente valioso es el ensayo de Estanislao Cantero, titulado «Catolicismo y política. Jean Ousset, maestro católico de la contrarrevolución católica».

[82] El 7 de mayo de 1939, en presencia del mismo Maurras, el joven Ousset habla de «la Acción Francesa, escuela de verdad». El maestro, al día siguiente, saluda con entusiasmo las cualidades del discípulo, revelando su nombre en la edición del diario del día 9. Ousset viaja a París para proponerle la creación de una escuela doctrinal en el seno de la Acción Francesa. Y Maurras le responde con su singular agudeza: la Acción Francesa, a comenzar por su nombre, tiene que ver con la acción. Ahora bien, «si busca una doctrina, no tenga duda de que la doctrina católica es la única verdadera: si usted es católico, por tanto, no lo sea a medias». Cfr. Raphaëlle de Neuville, op. cit., pág. 42. Algo parecido le dirá, unos años después, en 1942, a Jean Madiran, de creer a Danièle Mason, Jean Madiran, Maule, Diffralivre, 1989, pág. 34. Y la union de ambos nombres, Ousset y Madiran, en la boca del maestro tendría lugar en 1944, en el ultimo congreso de la Acción Francesa al que asistió Maurras, el de los estudiantes de Lyon. Lo cuenta delicadamente el propio Madiran en su Maurras, París, Nouvelles Éditions Latines, 1992, págs. 24-25.

[83] La primera edición (París, La Cité Catholique, 1959), que no indicaba el nombre del autor, fue traducida al castellano por Speiro en 1961. En la segunda edición (París, Club du Livre Civique, 1970), traducida también al castellano por nosotros en 1972, y donde figuraba ya el nombre de Ousset, desaparece la cuarta parte, editada dos años antes (París, Office International des Oeuvres de Formation Civique et Action Culturelle selon le Droit Naturel et Chrétien, 1968) ampliada con el título de L’Action. Que Speiro vertió al castellano igualmente el año siguiente. Véase, sobre los cambios, y su explicación, Gabriel Alférez, «recensión» a la nueva edición de Pour qu´Il regne, en Verbo (Madrid), núm. 85-86 (1970), págs. 512-514. Más adelante, tras por lo menos otra edición según la traza de la segunda, en 1998 vuelve a imprimirse la primera edición. En 2011, un editor argentino (Buenos Aires, Dómine) obtuvo benévolamente de Speiro y los herederos de Jean Ousset los derechos para reproducir la primera edición castellana, cometiendo la grave incorrección de haberse permitido corregir la traducción (según se dice en la página de créditos) sin haber advertido a los legítimos propietarios de la versión y que sólo le habían dado facilidades.

[84] La crítica más fina sigue siendo la de Leopoldo Eulogio Palacios, El mito de la nueva Cristiandad, 3ª ed. revisada, Madrid, Rialp, 1957. Para una síntesis muy acertada, cfr. Rafael Gambra, «La filosofía católica en el siglo XX», Verbo (Madrid), núm. 83 (1970), págs. 167 y sigs. Puede verse un repaso a las críticas recibidas por la obra de Maritain en mi «Los antimaritainianos de la rive droite», Verbo (Madrid), núm. 529-530 (2014), págs. 839 y sigs.

[85] Cfr. Rafael Gambra, «Víctor Pradera en el pórtico del Alzamiento Nacional», Revista de Estudios Políticos (Madrid), núm. 192 (1973), págs. 154-155: «Para ellas [las democracias cristianas] el Estado es accidental o inesencial religiosa y moralmente, y por ello mismo proclama la “indiferencia de las formas de gobierno”. Desde el punto de vista católico sólo cabe políticamente la exigencia de propagar e influir desde abajo para ocupar –individualmente o en equipo– los puestos clave de la sociedad política y del poder –de cualquier poder–, que recibirá así su bondad sólo de la gestión personal de sus gobernantes. En España representó esta actitud la […] escuela de El Debate, fundada por don Ángel Herrera, de la que nació el partido político Acción Popular (CEDA) y el grupo religioso-político de los “Propagandistas Católicos”. Para estos movimientos era buena, y aun apostólica, la dedicación personal a la política, a cualquier política, con tal de que no niegue expresamente a Dios […]».

[86] Jean Ousset, Para que Él reine, Madrid, Speiro, 1961, págs. 106-107.

[87] Juan Vallet de Goytisolo, «Qué somos y cuál es nuestra tarea», Verbo (Madrid), núm. 151-152 (1977), págs. 45 y sigs. Las comillas interiores se refieren a una cita de Michel de Penfentenyo. Puede verse, en idéntico sentido, del mismo Vallet, «Nuestro combate cultural», Verbo (Madrid), núm. 371-372 (1999), págs. 139 y sigs., y de Estanislao Cantero, «¿Qué es la Ciudad Católica?», Verbo (Madrid), núm. 235-236 (1985), págs. 529 y sigs.

[88] Jean Ousset, «Por un sano laicismo del laicado cristiano», Verbo (Madrid), núm. 32 (1965), págs. 79 y sigs. La idea resulta luminosa, aunque la formulación quizá no sea muy feliz. Pues laicismo suena raro. Claro es que, en francés, suena peor el término «laicidad», al tener un significado técnico: el de la legislación anticristiana. Lo que impide el consabido truco clerical de oponer laicismo (malo) a laicidad (buena). Cfr. mi La constitución cristiana de los Estados, cit., págs. 117 y sigs.

[89] Jean de Fabrègues, Bernanos tel qu’il était, París, Mame, 1963, pág. 137.

[90] Jean Madiran, «Notre désaccord sur l'Algérie et la marche du monde», Itinéraires (París) núm. 67 (1962), pág. 203.

[91] Cfr. Jean Madiran, Críticas a la Ciudad Católica, Madrid, Speiro, 1963, pág. 140.

[92] Sobre la vida y la obra de Eugenio Vegas Latapie, puede consultarse el número que le dedicó Verbo con motivo de su fallecimiento, el 239-240 (1985), así como, con posterioridad, Juan Vallet de Goytisolo, «Eugenio Vegas y las derechas», Verbo (Madrid), núm. 245-246 (1986), págs. 856 y sigs., y los textos reunidos por la misma revista en el décimo aniversario del fallecimiento del maestro, núm. 337-338 (1995), págs. 687 y sigs. Los datos esenciales para una historia de la Ciudad Católica los debemos, de nuevo, principalmente a Juan Vallet de Goytisolo, «Eugenio Vegas y la Ciudad Católica», Verbo (Madrid), núm. 239-240 (1985), págs. 1191 y sigs.; «In memoriam Jean Ousset: modelo y guía para los amigos españoles de la Ciudad Católica», Verbo (Madrid), núm. 325-326 (1994), págs. 453 y sigs.; «La formación doctrinal y la Ciudad Católica. Su introducción entre nosotros por Eugenio Vegas Latapie», Verbo (Madrid), núm. 337-338 (1995), págs. 453 y sigs.

[93] Juan Vallet de Goytisolo, loc. ult. cit., pág. 687.

[94] Juan Vallet de Goytisolo, «Eugenio Vegas y la Ciudad Católica», loc. cit., págs. 1193 y sigs. Por mi parte lo he ampliado en «El lugar intelectual de Verbo», Razón Española (Madrid), núm. 22 (1987), págs. 205 y sigs.

[95] Véanse mis textos con motivo de los cuarenta y los cincuenta años de la revista: «Cuarenta años», Verbo (Madrid), núm. 399-400 (2001), págs. 785 y sigs.; y «Cincuenta años», Verbo (Madrid), núm. 499-500 (2011), págs. 755 y sigs.

[96] Juan Vallet de Goytisolo, «La formación doctrinal y la Ciudad Católica. Su introducción entre nosotros por Eugenio Vegas Latapie», loc. cit., págs. 689-690.



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