martes, 23 de noviembre de 2021

La Debilidad Política [actual] de los Católicos (Selecciones), por el Rev. P. Horacio Borjorge S.J. - 1a. PARTE




El Padre Horacio Bojorge es sacerdote jesuita. Nació en Montevideo, Uruguay en 1934, de padres católicos no practicantes. Se formó en la escuela y el liceo laicos del estado uruguayo. Militó en la acción católica de estudiantes (1949-1952).Ingresó en la Compañía de Jesús en 1953 y se ordenó de sacerdote en Maastricht, Holanda, en 1965. Cursó sus estudios de Humanidades clásicas en Chile (1955-1956). Se licenció en Filosofía en Argentina (1959); en Teología en Holanda (1966) y en Sagrada Escritura en el Instituto Bíblico en Roma (1969).


ACLARACIONES PREVIAS

Como licenciado en Filosofía, Teología y Sagrada Escritura y no en ciencia política me aproximo a estos temas políticos con un enfoque y una finalidad pastoral, de teología espiritual, o, si se quiere, de discernimiento de espíritus.

Carezco de títulos que me acrediten como especialista en temas políticos, aparte de la experiencia que dan los años y los títulos comunes que tenemos todos los que, aún deseando exorcizar la realidad política, no logramos otra cosa que padecerla. Si me he ocupado aquí o en otros escritos míos de asuntos políticos, no ha sido, pues, ni con un enfoque ni con una intención, ni con un interés político inmediato. 

Por lo demás, para tratar de intereses vitales no se necesita ser especialista. La civilización tecnolátrica en la que vivimos, tiende a despojarnos del poder de decisión sobre los asuntos más importantes con el pretexto de que no los entendemos tan bien como los especialistas, a los que confía la decisión sobre las cosas que afectan nuestros destinos.

EXORDIO

De mis dos estudios sobre el mal de acedia del que adolece nuestra civilización, me ha brindado la ocasión de llamar la atención sobre el principal obstáculo que la actual civilización opone, en forma tenaz, organizada y férreamente consecuente, a la difusión de la caridad y a la construcción de la civilización de la caridad

Estimo que esa oposición que se organiza también como persecución –las más de las veces tácticamente encubierta y anónima, más o menos disfrazada o velada–, explica la dificultad que experimentan los católicos para acceder, por vía de la acción política, a los puestos de gobierno, legislación y decisión, que le permitan incidir en la configuración de la vida pública. Se nos exhorta a empeñarnos en fundar una civilización del amor. Pero el terreno no está vacío, sino ocupado por una civilización apóstata y anticatólica. 

Cuando pedí la opinión de un amigo sacerdote acerca de las causas de la debilidad política de los católicos, me contestó sin vacilar que residían en que la conciencia cristiana tiene vedada la mentira, la disimulación y la organización secreta... No se prospera en política siendo honesto. 

Por otra parte, hace años, un amigo Obispo, me hacía notar que la Iglesia católica no tiene servicios de inteligencia y como el católico suele ser casi infantilmente confiado, está indefensa contra la infiltración ideológica y psicopolítica, contra agentes agitadores, etc.

¿Una Pregunta Angustiada?

Pienso que no se me ha propuesto este tema desde una curiosidad teórica sino desde angustiosas experiencias. Los católicos vemos que se instaura en el mundo, a pesar de nuestras protestas, un orden anticristiano, en forma cada vez más descarada, insolente y violenta.

Por otra parte, ya no a nivel legal, sino cultural, los padres católicos asisten doloridos y consternados, sin comprender del todo la verdadera naturaleza del fenómeno, a la transculturación de sus hijos. Como gorriones que descubren al tiempo del emplume que han estado alimentando pichones de tordo, descubren consternados, aunque no sepan cómo formularlo, que sus hijos no sólo no han heredado de ellos la fe ni los módulos culturales católicos, sino que los rechazan. No son ellos, sino otros los que han creado el mundo en que vivirán sus hijos. Y otros los que les han educado a los hijos. Esta generación transculturada, a la que se le han arrebatado los sentimientos de piedad familiar, patriótica y religiosa, recibe a regañadientes en los colegios católicos una instrucción religiosa, que aplicada como un parche nuevo en un vestido viejo, desgarra al hombre viejo y es arrancado en poco tiempo a los tirones. De pronto se experimenta que nuestras instituciones de enseñanza no logran trasmitir la fe y la cultura católica a las nuevas generaciones, sino que educan a menudo apóstatas precoces, que conocen lo que no aman, y hasta odian lo que han conocido.

Resulta que sentimos que somos débiles hasta en política educativa. 

Y nuestra debilidad termina de desconsolarnos cuando contemplamos la progresiva pérdida de identidad en nuestras filas, la asimilación a la mentalidad neopagana, la mundanidad mental y la deserción de nuestros consagrados y sacerdotes, el éxodo del pueblo hacia las sectas, los cultos afros, o hacia las supersticiones de la New Age, la apostasía de nuestros hijos, el abandono de la práctica religiosa de tantos –no sólo de los jóvenes–, la pérdida de la identidad católica, el olvido o el menosprecio de la propia historia, la desnaturalización horizontalista del culto...

Los que en nuestra juventud conocimos un catolicismo militante y combativo, galvanizado por una piedad eucarística sólida y mística a la vez, disciplinado y heroico, hoy, en medio de nuestra tribulación sentimos como dichas de nosotros, las palabras del salmo 43

Ahora Señor, nos rechazas y nos avergüenzas,
Ya no sales, Señor, con nuestras tropas:
Nos haces retroceder ante el enemigo
Y nuestro adversario nos saquea

Nos entregas como ovejas a la matanza 
Y nos has dispersado entre las naciones 
Vendes a tu pueblo por nada 
No lo tasas muy alto

Nos haces el escarnio de nuestros vecinos 
Irrisión y burla de los que nos rodean; 
Nos has hecho el refrán de los paganos 
Nos hacen muecas los incrédulos 

Éstas o semejantes pueden ser, me atrevo a conjeturarlo, las vivencias que motivan la pregunta por las causas de la debilidad política de los católicos. Y en mis reflexiones y enfoques trataré de no perder esto de vista.

Un poco de historia sobre esta exposición.

La invitación para hablar esta noche sobre los católicos y la política, se originó en el interés despertado por un trabajo mío aparecido el año pasado en la revista “Gladius” N° 46, titulado «Cripto-herejías modernas: Naturalismo y Gnosis. La inversión antropocéntrica de la Fe católica». En ese artículo retomo un estudio del filósofo y politólogo católico italiano Augusto del Noce, que contiene lúcidas enseñanzas sobre catolicismo y política. Del Noce ha sido un crítico no sólo del marxismo y de su original concreción italiana, sino también de la actuación de los partidos demócrata cristianos europeos y en particular de la “Democrazia Cristiana” en Italia. 

Ese artículo, dio pie a que se me propusiera disertar sobre dos temas posibles: 1) Causas de la debilidad política de los católicos y 2) ¿Es totalitario el catolicismo?

¿Teologías deicidas? 

El artículo de la revista “Gladius” al que me he referido, es un capítulo de un libro «Teologías deicidas. El pensamiento de Juan Luis Segundo en su contexto. Reexamen, Informe crítico, evaluación». Se trata de un libro de crítica al pensamiento de un jesuita uruguayo que refleja en sus obras los principales errores teológicos de este siglo. Esos errores teológicos, principalmente el naturalismo y la gnosis, –que no son sino dos formas de las que se reviste la acedia teológica–, tienen por principal y desastroso efecto que destruyen la comunión del hombre con Dios.

Los errores de los teólogos de la muerte de Dios, o de los teólogos que proponen abiertamente un cristianismo sin religión, anuncian claramente su programa antiteo. En cambio los errores de otros, no son tan abiertos ni se dicen tan explícitamente, y son, por eso, quizás los más peligrosos y dañinos. Bajo las apariencias de un discurso cristiano y hasta teológico, en realidad, destruyen la fe. Se les puede adaptar la versión teológica del grito “¡El Rey ha muerto, viva el Rey!: ¡Dios ha muerto! ¡Viva Dios!”.  

Dediqué un capítulo de ese estudio, el séptimo, a trazar un bosquejo histórico de las herejías modernas. En ese capítulo, atendí particularmente a las que me parecen las dos herejías fontales: el naturalismo y la gnosis. Ese capítulo séptimo es, precisamente, el artículo publicado en “Gladius” que suscitó el deseo de oír de mí algo más sobre estos asuntos. Con la sola diferencia de que en ese artículo incluyo el tratamiento de dos hechos, que me parecen muy importantes e iluminadores y son: el fatalismo y el fanatismo modernos. Rasgos de la modernidad que van a caracterizar también su versión eclesiástica, el progresismo o, como voy a decir enseguida, el partido del mundo dentro de la Iglesia.

Modernismo y progresismo


El modernismo, que es la infiltración del idealismo moderno en la Iglesia católica, introduce en ella una visión fatalista propia del mito moderno del progreso, junto con el cual se desarrolla un fanatismo revolucionario y rupturista, que caracteriza al progresismo. El progresismo vive dentro de la Iglesia la mística de la mentalidad rupturista, revolucionaria, propia del espíritu moderno e internaliza ese espíritu revolucionario cuyo lema podría expresarse así: “hay que destruir lo existente para que venga lo mejor”. Donde lo existente, no por casualidad, es el orden cristiano existente o lo que va quedando de él.

El contexto teológico, filosófico y cultural, que describo en estos escritos, es –como se ve– imprescindible para comprender hechos de la interna eclesial, como las causas y la naturaleza del enfrentamiento entre los así llamados progresistas y conservadores y de la encarnizada persecución que han padecido los últimos a manos de los primeros.

Esta escisión, que es un cisma latente dentro del catolicismo, se debe al surgimiento en la Iglesia del partido del mundo que he descrito en «En mi sed me dieron vinagre». 

Sin duda que de estos estudios emana también cierta luz acerca de la división eclesial y de las diversas concepciones acerca de la acción política de los católicos. Permiten comprender, por ejemplo, que, lo que separa de hecho a progresistas y conservadores, es su filosofía de la historia, y su concepción acerca del sentido de la historia. Los progresistas comparten la filosofía evolucionista y optimista que ha ido plasmando la modernidad. Es lógico que, en consecuencia, tengan ideas opuestas acerca del rol de los católicos en la vida política.

Conservadores y progresistas


Los conservadores consideran que lejos de haber un progreso humano y moral paralelo al progreso técnico y científico en el hombre de la civilización que se desenvuelve desde el Renacimiento a aquí, ha habido más bien una involución y un retroceso. Como ello se debe a que se han abandonado los principios del orden humano natural y del orden sobrenatural, hay que volver a aquellos principios que se concretan precisamente en el orden social público cristiano –la civilización cristiana, la ciudad católica, la civilización del amor– que desde hace más de un siglo es la propuesta de los Papas en su magisterio ordinario al hombre contemporáneo. 

Y dado que la revolución mundial ha logrado descristianizar totalmente los antiguos pueblos cristianos, la cristianización del poder público, exige los deberes que le incumben al laico en transformar la sociedad según Cristo.

Para los progresistas, por el contrario, desde el Renacimiento a acá el balance es positivo. La Modernidad ha traído el progreso que la Iglesia debe abrazar y una renovación del mundo al que deben adaptarse o sacrificarse los modos de ver de antes, deponiendo sus reparos y resistencias tradicionalistas. La Iglesia debe acompañar a la Humanidad en ese avance cuyo sentido es positivo y en el fondo va en la dirección del Reino. Los progresistas acusan a los conservadores de inmobilismo, de cerrarse a lo bueno que hay en el mundo moderno, y los suelen descalificar como tradicionalistas, fundamentalistas, restauracionistas. 

Desde filas conservadoras, se responde que se haría necesaria una acción política de los católicos en términos de oposición a todo lo que va en la dirección del deterioro humano y moral, pero que no se descalifican con ello los avances científicos y técnicos en sí. 

La objeción más seria que se le devuelve al progresismo es que da la espalda a la visión revelada de la historia, y cree de manera ingenua en un desarrollo histórico lineal y progresivo, en una evolución siempre ascendente. Sin embargo, los hechos lo desdicen y no es esa la visión revelada de la historia. Para los progresistas, las fuerzas políticas son en sí y sustancialmente buenas y lo que deberían hacer los católicos es colaborar con esas fuerzas políticas progresistas y contribuir a plasmar los ideales sociales y económicos de la modernidad. Conciben la conquista del bien como un proceso o evolución histórica progresiva. Son optimistas, aunque no tienen argumento alguno para probar su fe histórica en el progreso y el buen fin de la historia

Este es el flanco débil del progresismo ya que va contra la fe católica. Todo sueño de lograr la instalación del Reino de Dios en la tierra por vía progresiva, es descalificado por la doctrina católica.

Notemos de paso, que las etiquetas “progresista” y “conservador” han sido acuñadas en talleres de un pensamiento para el que la primacía la tiene el cambio y lo actual, más que la verdad. En el fondo resultan del enfrentamiento entre dos grandes corrientes filosóficas: la del primado del ser y la del primado del devenir. Por eso en la ideología moderna y progresista, no importa lo que es sino si es actual. (¡Ya fue!).

Quiero hacerles notar que esta pérdida de influencia en los centros de decisión política no es sólo de los católicos, sino en general de todos los hombres sometidos a la dictablanda o a la tiranía soft de la democracia tecnocrática y globalizadora. 

Todos los católicos tenemos el derecho y el deber –y debemos tratar de ejercitarlos para conservarlos– de pensar sobre nuestra responsabilidad política, sus posibilidades y sus límites.

Por otra parte, muchas veces, los que saben demasiado de una materia son, por eso mismo, poco aptos para divulgarla. A menudo han sido de tal manera enarbolados en los privilegios de su tecnocracia, y llegan a estar tan ensoberbecidos, que ya no se preocupan por perder el tiempo hablando con los despojados de sus derechos. Y se hacen intérpretes tiránicos del bien común, como los pseudoprofetas del rey, que dictaminan sin preguntar.

También en la Iglesia el pueblo quiere saber de qué se trata

Dos tesis que, a mi parecer, habría que preguntarse si son verdad, y que, a primera vista, me parece que no lo son: 1) ¿Son los católicos realmente políticamente débiles? y 2) ¿La debilidad política es un mal? O ¿En qué sentido y condiciones puede decirse que sea un mal?


¿Son los católicos realmente políticamente débiles?


Prescindamos por un momento de la situación del catolicismo en nuestro país, que es la que nos viene abrumando, se diría que históricamente, con una sensación de impotencia y debilidad. Miremos primero panorámicamente la historia de la Iglesia y tomemos después en consideración algunos casos concretos que parecen desmentir nuestra impresión local. 

Si se consideran globalmente nuestros dos mil años de historia, la Iglesia católica ha perdurado y ha sobrevivido a la ruina, decadencia y desaparición de todos los reinos y regímenes políticos. No hay ninguna otra institución histórica que haya sobrevivido como ella durante estos dos milenios. ¿Cómo decir que es débil el único organismo que sobrevive a los que presumiblemente habrían sido más fuertes? Esta observación nos exige por lo pronto hilar más fino con el concepto de debilidad.

Durante esos dos mil años, los tres primeros siglos fueron de persecución universal y violenta, primero por parte del judaísmo oficial y luego por parte del Imperio Romano. Establecida la paz con el Imperio sobrevinieron épocas de desgarramiento interior de los cristianos debido a las grandes herejías. Siguió la era de las invasiones bárbaras. Sobrevino luego la devastación musulmana de las Iglesias de África del Norte y Asia Menor. El primer milenio terminó con el gran Cisma, una ruptura catastrófica de la unidad de la Iglesia. Más tarde, en Occidente, surgieron cátaros, valdenses, husitas, que fueron brotes anticatólicos medievales. A partir de la Reforma protestante se instaló una rabia anticatólica que no ha cesado de inflamar ciertos espíritus y cuya difusión coincide con el primer mundo, sajón, opulento, y política, económica, tecnológica y militarmente hegemónico.

Si uno abre los ojos a esa historia de dos mil años y en particular a la segunda mitad del pasado milenio, desde la Reforma protestante, parece que los hechos hacen inaceptable la tesis de que los católicos sean políticamente débiles. 

Continuará en la parte N°2...



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