ARTÍCULO V
DESCENDIÓ A LOS INFIERNOS, AL TERCER DÍA
RESUCITÓ DE ENTRE LOS MUERTOS.
Descendió a los infiernos: significa que al morir Jesús, su alma santa fue al limbo de los justos o seno de Abrahán.
El limbo de los justos es el lugar donde iban las almas de los justos que murieron antes que Jesucristo.
Jesús fue a buscar aquellas almas santas para llevarlas consigo al cielo.
Ningún hombre podía entrar en el cielo antes que Jesucristo.
Jesús no fue al infierno de los condenados.
Jesús al tercer día después de su muerte, resucitó glorioso y triunfante para nunca más morir.
La resurrección tuvo lugar al alba del domingo.
Jesús estuvo resucitado cuarenta días sobre la tierra.
Confirmó en la fe a sus discípulos, a quienes se apareció muchas veces, hablándoles del reino de Dios.
ARTÍCULO VI
SUBIÓ A LOS CIELOS Y ESTA SENTADO A LA
DIESTRA DE DIOS PADRE TODOPODEROSO.
Jesús subió a los cielos cuarenta días después de su
resurrección.
La ascensión a los cielos se efectuó en el monte Olivete [o Monte de los Olivos] en presencia de María Santísima y de los discípulos.
Está sentado a la diestra de Dios Padre todopoderoso: significa que Jesús tiene igual gloria que el Padre en cuanto Dios, y más que ningún otro ser creado en cuanto hombre.
Jesús subió al cielo:
1º- Para tomar posesión del reino que conquistó con su muerte.
2º- Para prepararnos tronos de gloria.
3º- Para ser nuestro Medianero y Abogado delante del Padre Eterno.
Diez días después que Jesús subió a los cielos, envió al Espíritu Santo sobre los Apóstoles, en figura de lenguas de fuego.
El Espíritu Santo cambió a los Apóstoles de hombres ignorantes en sapientísimos, y de imperfectos en llenos de santidad.
Los Apóstoles predicaron el Evangelio en todas partes, confirmando el Señor su doctrina con milagros.
Sellaron con su sangre la doctrina que predicaron.
Jesús como Dios, está en todas partes.
Como hombre, está solamente en el cielo y en el Santísimo Sacramento del Altar.
ARTÍCULO VII
DESDE ALLI HA DE VENIR A JUZGAR A LOS
VIVOS Y A LOS MUERTOS.
Jesucristo volverá del cielo visiblemente al fin del mundo.
Vendrá a juzgar a todos los hombres.
La palabra vivos significa los buenos; y la palabra muertos, los malos.
Los Novísimos.
Los Novísimos o Postrimerías del hombre son: Muerte, Juicio, Infierno y Gloria.
Debemos recordar a menudo estos Novísimos, pues dice el Espíritu Santo:
“En todas tus obras acuérdate de tus Postrimerías y no pecarás jamás”. (Eclesiástico, cap. VII, v. 40).
La muerte.
Morir es separarse el alma del cuerpo.
Todos hemos de morir una sola vez; no sabemos cuándo, ni cómo, ni en dónde.
Si esta vez erramos el paso, lo hemos errado por toda la eternidad.
Debemos, pues, estar siempre bien preparados para morir en gracia de Dios.
El juicio.
Después de la muerte inmediatamente tendrá lugar el juicio.
El juicio es la cuenta que el hombre debe dar a Dios y la sentencia del Divino Juez.
Todos los hombres hemos de ser juzgados dos veces:
La primera en la hora de la muerte; la segunda al fin del mundo.
En estos juicios se examinarán todos los pensamientos, deseos, palabras, obras y omisiones de cada hombre, desde el primer instante del uso de razón hasta el momento de la muerte.
El juicio de la hora de la muerte se llama particular, porque es de una sola persona.
El juicio del fin del mundo se llama universal, porque será de todos los hombres.
La sentencia del juicio particular es irrevocable.
La sentencia del juicio universal será la confirmación de la del juicio particular.
Cuando uno muere, el alma va al cielo, o al purgatorio, o al limbo de los niños, o al infierno.
El cielo.
Va al cielo el que muere en gracia de Dios y no tiene deuda alguna de pena.
El que tiene alguna deuda de pena va antes al purgatorio.
El cielo es un lugar de suma y eterna felicidad; se ve
claramente a Dios; se goza de todo bien, sin mal alguno.
La gloria esencial consiste en ver claramente a Dios.
Es más dicha ver a Dios por un instante, que gozar eternamente de todas las riquezas, placeres y honores que se pueden imaginar en este mundo; porque el mundo entero comparado con Dios es como nada.
¡Qué dicha será, Dios mío, veros, no por un instante, sino por toda la eternidad!
Los buenos estarán eternamente en el cielo.
Todos hemos sido criados para el cielo.
Va al cielo todo el que quiere ir de veras, resueltamente, esto es, el que pone los medios necesarios para conseguirlo.
Todos los hombres quieren ir al cielo; pero algunos tienen sólo el querer del perezoso; quieren ir al cielo y no quieren poner los medios necesario para conseguir el más precioso de todos los bienes.
El cielo es el premio de valor infinito que Dios tiene reservado a los que le sirven fielmente en esta vida.
Es un premio tan precioso que para conseguírnoslo, el mismo Hijo de Dios dió toda su sangre y aún la vida.
Si para dárnoslo, Dios nos exigiera pedírselo de rodillas dos horas diariamente, o que hiciéramos durante un millón de años la más rigurosa penitencia, aun así el cielo fuera como regalado.
Pero Dios no nos pide tanto, sino sólo que observemos sus divinos mandamientos; cosa bien fácil de hacer con la divina gracia, que nunca falta.
Lo único que nos puede hacer perder el cielo es el pecado mortal.
Si los hombres para conseguir los bienes eternos, tuvieran, no digo tanto, sino la mitad del cuidado que tienen para conseguir los bienes de la tierra, todos serían santos, todos irían al cielo.
May ¡ay! Muchos hombres viven sobre la tierra como si tuvieran que permanecer en ella para siempre, sin cuidarse para nada de merecer la eterna felicidad.
En el cielo los premios son proporcionados a la cantidad y calidad de las obras buenas hechas en gracia de Dios.
Quien tiene menos premio no envidia al que tiene más; como un niño contento con su vestido chico no envidia al que lo tiene grande.
Cada obra buena que practicamos, estando en gracia de Dios, tiene su mérito y su premio en el cielo.
El premio correspondiente a cada obra buena, aún a las más insignificantes, es superior a todos los bienes materiales de la tierra y durará eternamente.
Procuremos aprovechar todos los días, y aún todos los instantes de nuestra vida, haciendo todo el bien que podamos para ir aumentando siempre nuestros méritos y premios de la gloria.
Si los que están en el cielo pudieran tenernos envidia de algo, la tendrían, porque nosotros, mientras vivimos, podemos aumentar siempre el tesoro de méritos y de premios para el cielo, y ellos no.
El purgatorio.
Va al purgatorio el que muere en gracia de Dios y tiene alguna deuda de pena.
Esta deuda de pena puede ser:
1º- Por pecados veniales; y
2º- Por no haber hecho la debida penitencia de los pecados mortales, perdonados en cuanto a la culpa y pena eterna.
Con la confesión bien hecha se perdonan siempre las culpas graves y la pena eterna, pero no siempre queda perdonada toda la pena temporal.
Dios, al perdonar el pecado mortal, ordinariamente conmuta la pena eterna en una pena temporal.
Esta pena temporal debe pagarse en esta vida o en el purgatorio.
En esta vida se paga haciendo obras buenas, especialmente cumpliendo la penitencia impuesta por el confesor.
El purgatorio es un lugar de expiación temporal.
Las almas del purgatorio, cuando han satisfecho del todo por sus pecados, van al cielo.
Dios, infinitamente justo, ninguna obra buena o mala deja sin premio o castigo, aunque se trate de cosas pequeñas.
Los que mueren con solos pecados veniales no merecen el infierno, ni pueden ir al cielo, porque nada manchado puede entrar en él.
Debe, pues, existir un lugar para que las almas se purifiquen antes de entrar en el cielo.
En el purgatorio se padece la privación de la vista de Dios, el tormento del fuego y otras penas.
El mayor dolor de las benditas Ánimas es no poder ver a Dios y pensar que, siendo El infinitamente bueno, le han ofendido.
Las Almas benditas, al verse manchados con el pecado, con gusto se sumergen en aquellas llamas, y aun quisieran fueran más ardientes para purificarse más pronto.
Aprendamos de las benditas Ánimas a aborrecer el pecado, aún leve, sobre todo mal.
Los sufragios.
Podemos socorrer a las benditas Ánimas, y aún librarlas del purgatorio, con oraciones, indulgencias, limosnas y otras buenas obras, y, sobre todo, con la Santa Misa.
Se llaman Sufragios las obras buenas que se hacen a favor de las benditas Animas del purgatorio.
Los sufragios son sólo a manera de súplicas, que la divina justicia acepta en la medida que cree conveniente.
Por esto un alma no siempre obtiene infaliblemente todos lo efectos de los sufragios aplicados a ella especialmente.
La Santa Iglesia aprueba que se repitan los sufragios para un mismo difunto.
Hacen muy mal los que no se acuerdan de aliviar con sufragios a las almas de los difuntos.
Algunos sólo procuran que el entierro sea muy suntuoso, y nada o muy poco hacen para el alivio del alma.
El dogma de los sufragios es motivo de alegría, no sólo para los ricos, sino también para los pobres.
Los ricos hacen muy bien en ordenar sufragios; éstos les abreviarán mucho las penas en el purgatorio.
Los pobres tienen una madre tiernísima, que es la Santa Iglesia, la cual ruega especialmente por ellos, que son sus hijos queridísimos.
La devoción a las benditas Animas del purgatorio es utilísima, porque hace practicar muchas obras buenas, causa grande gozo en el cielo y ayuda en gran manera a conseguir la salvación de quien practica esta devoción.
El voto de Animas consiste en ceder para siempre a favor de las benditas Ánimas del purgatorio, toda la parte satisfactoria de nuestras buenas obras, y todos los sufragios que otros hicieren por nosotros.
Seamos, pues, muy devotos de las benditas Animas del purgatorio.
Procuremos socorrerlas, oyendo Misa y comulgando muy a menudo, aun diariamente, si nos es posible; recemos el Santo Rosario, el Via Crucis, etc.
Esta es devoción buena y práctica, con la cual libraremos a muchas almas del purgatorio y las haremos entrar en el cielo.
Limbo de los niños.
Va al limbo de los niños el que muere con el solo pecado original.
El que muere antes del uso de razón sin el bautismo, muere con el solo pecado original.
En el limbo no se sufre nada; se goza la felicidad natural.
Dios hizo, pues, un gran beneficio a los que están en el limbo, dándoles la existencia; podría haberles dejado en la nada de donde los sacó. Los que mueren después del uso de razón van al cielo o la infierno, según que hayan o no cumplido la ley de Dios.
El infierno.
Va al infierno el que muere con el pecado mortal.
El infierno es el lugar en donde se padecen penas eternas.
Estas penas son de daño y sentido.
La pena de daño es la privación de la vista de Dios, Sumo Bien.
Es la mayor pena de los condenados.
Cuando el alma se separa del cuerpo se dirige hacia Dios con un ímpetu irresistible, con mucha mayor vehemencia que el pez busca el agua o el que está en el fuego procura salir de él; pero Dios rechaza eternamente al alma que está en pecado mortal.
La pena de sentido es el tormento del fuego y todo mal, sin bien alguno.
En el infierno los demonios son los verdugos.
Basta un solo pecado mortal para merecer el infierno.
En el infierno la pena es proporcionada a la cantidad y calidad de los pecados cometidos.
Es cierto que hay infierno.
Nuestro Señor Jesucristo, que es Verdad infalible, lo dice muchas veces en el santo Evangelio.
Dios prohíbe el mal moral y debe castigar al que lo comete.
La ley, para que los hombres sean compelidos a cumplirla, debe tener señalada una pena a los transgresores.
Los transgresores de la ley humana son justamente castigados; con mayor razón deben ser castigados los transgresores de le ley divina.
Nadie puede quebrantar impunemente la ley de Dios.
Dios es infinitamente justo; así como premia a los buenos con felicidad eterna, castiga a los malos con pena eterna.
El pecado mortal es una ofensa grave a la majestad infinita de Dios; por consiguiente, merece un castigo infinito.
El pecador no puede sufrir un castigo infinito en la intensidad, pero sí en la duración.
Las penas del purgatorio son poco temidas porque son temporales.
Dios, como sabio legislador, debía establecer un castigo, que de veras apartase del pecado mortal; tal es el castigo eterno del infierno.
El temor del infierno es una de las causas de que se cumpla la ley de Dios y las almas se salven.
¿Por un solo pecado que se comete en un momento castiga Dios con una eternidad de penas?
El castigo se mide por la gravedad de la ofensa, no por el tiempo que se emplea en cometerla.
Aun la justicia humana castiga con cárcel perpetua, y hasta con la muerte, el crimen que se ejecuta en un momento.
Dios es Padre de misericordia para los buenos; mas, para los que mueren en pecado mortal, es juez terribilísimo.
Los pecadores no deben confiar en que por ser Dios bueno y misericordioso, no los ha de condenar al infierno, pues es también infinitamente justo.
Tan bueno y misericordioso como ahora era Dios cuando de un golpe arrojó al infierno a millares de ángeles.
Por ser Dios infinitamente bueno, ama infinitamente la virtud y aborrece infinitamente el pecado: por esto nadie premia o castiga tanto como Dios.
Si porque Dios es bueno y misericordioso no debiera castigar con el infierno, por la misma razón no debiera permitir los males sin número que existen sobre la tierra.
Dios, en el gobierno del universo, no se rige por el sentimentalismo de los hombres.
En este mundo, lugar de prueba y no precisamente de premios y castigos, Dios, con sabiduría y justicia infinitas, permite catástrofes horrendas, dolores acerbísimos, que alcanzan a buenos y malos.
N. S. Jesucristo, los santos mártires, hijos queridísimos de Dios, sufrieron tormentos tan atroces que horroriza el pensarlo.
¿Qué no exigirá la divina justicia que sufra el pecador rebelde obstinado en el mal?
Los que mueren en pecado mortal quedan reducidos a la misma condición que el demonio, de quien no sentimos compasión.
Va al infierno quien quiere, pues Dios a todos da gracia abundante para no caer en el pecado; y a los pecadores, mientras viven, les ofrece siempre generoso perdón.
Nadie se condena sino por su propia y libre voluntad, cometiendo culpa grave.
Aun los salvajes que nunca han oído hablar de la religión cristiana, si se condenan es por su culpa; pues a donde no llega la voz del hombre llega la voz de Dios.
¿Quieres que no haya infierno, sino cielo para ti?. Vive siempre en gracia de Dios; y si tienes la desgracia inmensa de perderla, procura recobrarla cuanto antes.
El fin del mundo.
Para cada uno de nosotros el mundo se acaba en el momento de la muerte; pero llegará un día en que el mundo se acabará para todos.
Nadie sabe cuándo será el fin del mundo. Nuestro Señor Jesucristo, preguntado sobre este punto, no lo quiso decir; no obstante, indicó algunas señales que lo precederán.
Las señales que han de preceder al fin del mundo son remotas y próximas.
Las remotas son:
1º- Apostasía general: la generalidad de los hombres se apartará de Dios, no haciendo caso de su divina ley.
2º- La predicación del Evangelio por todo el mundo.
Las señales próximas son:
Los judíos se convertirán a la religión cristiana.
Aparecerá el hombre del pecado, llamado Anticristo, quien, con sus palabras y falsos milagros, hará una guerra muy cruel a la Iglesia de Jesucristo y casi todo el mundo le seguirá.
Elías y Enoch vendrán a oponerse a este hombre perverso y serán martirizados.
El Anticristo perecerá miserablemente.
Habrá una espantosa combinación de calamidades públicas, como hambre, peste, guerras, terremotos, inundaciones, etc.
Pero la señal más próxima será la descomposición de la naturaleza.
El sol se oscurecerá; la luna se teñirá de sangre; las estrellas caerán; la tierra temblará; abriéndose en muchas partes; el mar dará grandes bramidos; las fieras saldrán de los desiertos, y los hombres verán visiones espantosas y monstruos horrendos; tanto que a los infelices que presenciarán los últimos días del mundo se les secarán las carnes, horrorizados al ver a toda la naturaleza en agonía.
De las cuatro partes de la tierra saldrá un fuego tan terrible que en pocos momentos destruirá hombres, animales, bosques, ciudades y cuanto hallare a su paso, reduciéndolo todo a un montón de cenizas.
Resurrección.
Un ángel con una voz a manera de trompeta dirá: Levantaos, muertos, y venid a juicio!
Al fin del mundo, los buenos irán al cielo y los malos al infierno, con el cuerpo y con el alma.
Dios quiere que el cuerpo acompañe al alma en el premio o castigo eternos.
En la vida presente el cuerpo acompaña al alma en la práctica del bien o del mal; es muy justo que la acompañe también en el premio o castigo en la vida futura.
Ahora los buenos están en el cielo y los malos en el infierno solamente con el alma.
El alma, aunque esté sin el cuerpo, goza de la felicidad infinita del cielo, o sufre los tormentos horribles en el infierno.
En nosotros lo principal es el alma; un cuerpo sin alma no sufre ni goza.
Si el cuerpo sufre o goza, es por razón del alma; o mejor dicho, es el alma que sufre o goza en el cuerpo.
Jesús y María están en el cielo en cuerpo y alma.
Es creencia piadosa que también están San José y los santos que resucitaron, cuando resucitó Jesús.
Al fin del mundo todos hemos de resucitar.
Para Dios nada hay imposible.
Todos, buenos y malos, tendremos el mismo cuerpo que tenemos ahora.
El cuerpo de los buenos resucitará hermosísimo; el de los malos feísimo.
Después de la resurrección, los cuerpos de los buenos y de los malos serán inmortales, esto es, no podrán morir jamás.
Las dotes de los cuerpos bienaventurados son:
1ª- Impasibilidad: no podrán sufrir jamás pena alguna.
2ª- Claridad: resplandecerán como el sol y las estrellas del firmamento.
3ª- Agilidad: podrán trasladarse de un lugar a otro en un instante con el solo acto de la voluntad.
4ª- Sutileza: podrán pasar a través de los cuerpos sólidos sin obstáculo alguno.
La resurrección de los cuerpos de los bienaventurados es una de las causas porque la Iglesia trata con tanto respeto los cuerpos de los difuntos y prohíbe quemarlos.
Juicio universal.
Todos los hombres resucitarán y se reunirán en el valle de Josafat.
Jesucristo volverá del cielo con grande gloria y majestad.
Sentado en un trono de gloria, ordenará que los buenos se coloquen a su derecha y los malos a su izquierda.
Se abrirá el libro de las conciencias y se publicarán todos los pecados de los malos y todos los actos virtuosos de los bueno.
El divino juez dictará la sentencia.
A los malos les dirá: Apartaos de mí, malditos; id al fuego eterno, preparado para Satanás y sus ángeles.
Y a los buenos les dirá: Venid, benditos de mi Padre, a gozar del reino que os tengo preparado, desde el principio del mundo.
Dictada la sentencia, la tierra se abrirá y el infierno tragará a los réprobos, quienes en cuerpo y alma quedarán eternamente sepultados en los abismos infernales.
El fuego atormentará los cuerpos, pero no los consumirá ni les quitará la vida.
Jesucristo y los elegidos se elevarán a los cielos, en donde reinarán y gozarán delicias infinitas por toda la eternidad.
¡Qué fin tan horrible el de los malos!
¡Por un momento de placer, los malos se acarrean una eternidad de penas las más espantosas!
¡Qué fin tan dichoso el de los buenos!
¡Por un momento de trabajo, los buenos ganan una eternidad de gloria infinita!
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