CUARTA PARTE
LO QUE SE HA DE RECIBIR
Los Sacramentos en general. Los sacramentos son signos sensibles, instituidos por Jesucristo para darnos la gracia.
Los sacramentos, por medio de cosas sensibles, significan y producen la gracia divina en nuestras
almas.
Por ejemplo: en el bautismo el agua lava el cuerpo; esto significa la limpieza de toda mancha de pecado que al mismo tiempo la gracia divina produce en el alma.
Los sacramentos son siete:
El primero, Bautismo.El segundo, Confirmación.
El tercero, Penitencia.
El cuarto, Eucaristía o Comunión.
El quinto, Extremaunción.
El sexto, Orden Sagrado.
El séptimo, Matrimonio.
Para la vida natural son necesarias siete cosas, a saber: nacer, crecer, alimentarse, recobrar la salud perdida, reparar las fuerzas consumidas por la enfermedad, superiores que gobiernen y padres que conserven el género humano.
Así, para la vida espiritual:
por el Bautismo se nace;la Confirmación hace crecer y fortifica;
la Penitencia cura las enfermedades espirituales;
la Eucaristía alimenta;
la extremaunción quita las reliquias de los pecados;
el Orden perpetúa la sucesión de los ministros de la Iglesia;
y el Matrimonio proporciona hijos espirituales.
El Bautismo (de hecho o a lo menos de deseo) es necesario a todos.
La Penitencia (de hecho o de deseo) es necesaria a todos los que han cometido pecado mortal después del Bautismo.
Por la dignidad, el más grande de los sacramentos es el de la Eucaristía, porque contiene al mismo Señor Jesucristo, autor de la gracia y de los sacramentos.
Para un sacramento se requieren materia, forma y ministro que tenga la intención de hacer lo que hace la Iglesia.
Materia es la cosa sensible que se emplea para el sacramento, como el agua en el Bautismo.
Forma son las palabras que se profieren para hacer el sacramento.
Ministro es la persona que hace o confiere el sacramento.
La gracia es un don sobrenatural y gratuito que Dios infunde en nuestras almas, por los méritos de Jesucristo, para conseguir la vida eterna.
La gracia es actual o auxiliante, santificante o sacramental.
GRACIA ACTUAL
Dios concede a todos los hombres la gracia suficiente para salvarse.
El que no se salva, es porque ha resistido a la gracia.
La gracia no obliga a la voluntad; sólo la ayuda a obrar el bien, dejándola en completa libertad.
Debemos, pues, cooperar a la gracia y no resistir a ella.
GRACIA SANTIFICANTE Y SACRAMENTAL
La gracia santificante es un don sobrenatural que nos hace justos, hijos adoptivos de Dios y herederos de la gloria.
Más brevemente se puede decir que la gracia santificante es la amistad con Dios.
Nada hay más precioso que la gracia santificante.
Tener la gracia santificante es tener al mismo Dios por amigo y padre, y estar unidos con El.
Tiene la gracia santificante el que no tiene pecado mortal ni el original.
El pecado mortal y el original impiden tener la gracia santificante.
El pecado venial no impide tenerla.
En el Bautismo recibimos por primera vez la gracia santificante.
La gracia santificante se pierde cometiendo un pecado mortal.
Se recobra obteniendo el perdón del pecado mortal.
El que ha perdido la gracia de Dios no debe vivir tranquilo, porque en cualquier momento puede morir y condenarse.
Debe, pues, recobrar cuanto antes la gracia perdida.
La vida presente es el camino de la eternidad.
La eternidad para nosotros será el cielo o el infierno.
Sigue el camino del infierno el que vive en pecado mortal.
Cada uno va al lugar a que le conduce el camino que sigue.
Si queremos ir al cielo, debemos seguir el camino del cielo.
Querer ir al cielo y seguir el camino del infierno, es simplemente una necedad.
En esta necedad incurren desgraciadamente muchas personas.
La felicidad más grande que podemos tener en este mundo, es vivir y morir en gracia de Dios.
La desgracia más grande es vivir y morir en pecado mortal.
Luego, todo nuestro empeño debe ser vivir y morir en gracia de Dios.
El medio más seguro para vivir y morir en gracia de Dios es confesar y comulgar con mucha frecuencia y devoción.
Conviene mucho comulgar diariamente, o a lo menos una vez por semana.
Nunca es demasiado lo que se hace para asegurar la salvación del alma.
La salvación del alma es el asunto más importante que tenemos.
La gracia santificante es de dos maneras: primera y segunda.
Gracia primera es cuando el que tiene el pecado mortal o el original recibe la gracia santificante.
Gracia segunda es el aumento de gracia en el que ya la tiene.
Los sacramentos instituidos para dar la gracia primera son el Bautismo y la Penitencia.
Por esto se llaman sacramentos de muertos, porque dan la vida de la gracia a las almas muertas por el pecado.
Los otros cinco sacramentos se llaman de vivos porque deben recibirse en gracia de Dios.
Quien recibe un sacramento de vivos, sabiendo que no está en gracia de Dios, comete un grave sacrilegio.
Gracia sacramental es el derecho a las gracias especiales para conseguir el fin propio de cada sacramento.
Los sacramentos dan siempre gracia a quien los recibe con las debidas disposiciones.
Jesucristo es quien ha dado a los Sacramentos la virtud de conferir la gracia.
El carácter sacramental es una señal espiritual impresa en el ama, que no se borra jamás.
El Bautismo imprime el carácter de Cristiano; la Confirmación el de Soldado de Jesucristo, y el Orden Sagrado el de Ministro de Jesucristo.
Por el Bautismo nos hacemos miembros de la Iglesia, que es el cuerpo místico de Jesucristo.
El Bautismo quita toda pena merecida por los pecados, imprime el carácter de cristiano, y habilita para recibir los demás sacramentos.
Quien no ha recibido el Bautismo no puede recibir válidamente ningún otro sacramento.
La materia del Bautismo es el agua natural.
Cualquier agua, de pozo, cisterna, río, fuente, con tal que sea agua, propiamente dicha, sirve para el Bautismo.
La forma del Bautismo son las palabras:
“Yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”.
El ministro ordinario del Bautismo es el sacerdote.
En caso de necesidad puede bautizar cualquier hombre o mujer, aunque sea hereje o infiel, con tal que tenga la intención de hacer lo que hace la Iglesia.
“Yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”.
El mismo que derrama el agua debe pronunciar las palabras.
El agua debe correr por la cabeza y tocar la piel del que se bautiza.
Si no se puede derramar el agua sobre la cabeza debe derramarse en otra parte principal del cuerpo; después, si la criatura vive, debe derramarse el agua sobre la cabeza, diciendo: Si no estás bautizado, yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
Si se duda que la persona esté muerta, se debe bautizar bajo condición, diciendo:
“Si estás vivo, yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”.
Si hay varias personas presentes, deben bautizar: si hay eclesiásticos, el de orden superior; si no hay eclesiásticos, el varón con preferencia a la mujer, a no ser que la mayor pericia o la decencia exijan que sea la mujer quien bautice.
El Concilio Latino Americano manda que no se tarde más de dos, tres, o, a lo sumo, ocho días después del nacimiento.
La costumbre en tardar más es un abuso que debe eliminarse.
Ni aun por no estar los padrinos se debe diferir el Bautismo, pues en este caso se ponen representantes.
Un niño recién nacido está muy expuesto al peligro de muerte, y si muere sin el Bautismo no va al cielo.
Todo buen cristiano debe desear que sus hijos sean también hijos de Dios y herederos del cielo lo más pronto posible, y no lo son mientras no tienen el Bautismo.
Pecan los padres que no procuran que sus hijos sean bautizados en el tiempo debido.
Tardar en hacerlo es efecto de ignorancia o de indiferencia en materia de religión.
Un adulto, para poder ser bautizado, debe conocer los principales misterios y preceptos de la Santa Religión.
Si está en pecado mortal, debe hacer un acto de contrición, a lo menos imperfecta.
Si el adulto se bautiza sin ninguna contrición, recibe sólo el carácter de cristiano, pero no la gracia santificante.
El Bautismo es absolutamente necesario para salvarse.
Cuando no se puede recibir el Bautismo de agua, puede suplirse con el Bautismo de deseo o de sangre.
Bautismo de deseo es un acto de perfecto amor de Dios con el deseo (a lo menos implícito) del Bautismo.
Bautismo de sangre es derramar la sangre por la fe de Jesucristo.
Quien recibe el Bautismo está obligado a profesar siempre la fe y a guardar la ley de Jesucristo y de su Iglesia.
Cuando se recibe el santo Bautismo se renuncia para siempre al demonio, a sus obras y a sus pompas.
Por obras y pompas del demonio se entienden los pecados y las máximas del mundo contrarias al Santo Evangelio.
Al que se bautiza se le da el nombre de un Santo para que le sirva de protector y ejemplo en la vida cristiana.
Los padrinos son como padres espirituales: si los padres faltan, deben procurar que sus ahijados se instruyan en las cosas de religión.
Para poder ser padrino es necesario:
1º Ser bautizado y tener trece años cumplidos.
2º Ser designado por el padre o por el párroco.
3º Que en el momento del bautizo toque al bautizando por sí mismo, o por medio de un delegado, con intención de ser padrino.
No pueden ser padrinos:
los padres de sus hijos;
un cónyuge de otro cónyuge;
los no católicos;
y las personas que llevan vida públicamente escandalosa, contándose también como tales a los que viven como casados con la sola unión civil.
Los padrinos contraen parentesco espiritual con el ahijado.
Este parentesco produce impedimento para el matrimonio.
Por este sacramento se nos da el Espíritu Santo, esto es, la abundancia de su gracia y de sus dones.
La Confirmación nos hace cristianos perfectos y soldados de Jesucristo.
La materia de la Confirmación es el sagrado Crisma, bendecido por el Obispo el Jueves Santo.
El Crisma es una mezcla de aceite de oliva y bálsamo.
El aceite significa la suavidad, fuerza y abundancia de la gracia del Espíritu Santo que se infunde en el confirmado.
El bálsamo es una sustancia que despide un olor agradable, significando así el buen ejemplo que el soldado de Jesucristo debe dar en todas partes.
La forma de la Confirmación es: “Yo te signo con la señal de la Cruz, y te confirmo con el Crisma de la salud, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”.
El ministro ordinario de la Confirmación es el Obispo.
El simple sacerdote sólo puede confirmar por delegación especial de Papa.
La unción en forma de cruz, que se hace en la frente, significa que el confirmado no debe jamás avergonzarse de cumplir sus deberes de cristiano, ni tener miedo de los enemigos de la fe.
La ligera bofetada significa que el confirmado debe estar pronto a sufrir por la fe cualquier afrenta o trabajo.
La recepción de este sacramento no es de tanta necesidad y urgencia como la del Bautismo.
No hay tiempo señalado bajo precepto: basta tener la voluntad de recibirlo cuando se pueda cómodamente.
Conviene recibirlo al llegar al uso de razón, a fin de tener más fuerza para luchar contra los enemigos del alma.
En España, América Latina y Filipinas, por legítima costumbre, muchas veces se administra la Confirmación a los niños antes del uso de razón.
El que tiene uso de razón debe recibir este sacramento en gracia de Dios y saber los principales misterios de nuestra santa fe.
La Confirmación no se puede recibir más que una sola vez, porque imprime el carácter de soldado de Jesucristo.
En la Confirmación debe haber solamente un padrino o una madrina: padrino para los varones, madrina para las mujeres.
El padrino o madrina deben ser confirmados y tener trece años cumplidos; no pueden ser los mismos del Bautismo.
Deben ser buenos cristianos, para dar buen ejemplo y asistir espiritualmente a sus ahijados.
Contraen las mismas obligaciones y parentesco espiritual que los padrinos del Bautismo.
El sacramento de la Penitencia fue instituido por Jesucristo cuando dijo a los Apóstoles, y en ellos a sus sucesores:
“Recibid el Espíritu Santo: a los que perdonareis los pecados, perdonados les son y a los que se los retuviereis, les son retenidos”.
La materia del sacramento de la Penitencia es remota y próxima.
La remota son los pecados cometidos por el penitente después del Bautismo.
La próxima son los actos del penitente, a saber: contrición, acusación y satisfacción.
La forma es: “yo te absuelvo de tus pecados”.
El ministro es el sacerdote aprobado por el Obispo.
La absolución es la sentencia que el sacerdote pronuncia en nombre de Jesucristo, para perdonar los pecados al penitente que se ha confesado con las debidas disposiciones.
Si a la confesión le faltare alguna condición esencial, la absolución sería nula.
El Sacramento de la Penitencia:
Perdona pecados; conmuta la pena eterna por la temporal, y de ésta perdona más o menos según las disposiciones; restituye los méritos de las buenas obras hechas antes de cometer el pecado mortal; da al alma auxilios oportunos para no caer en la culpa; y devuelve la paz a la conciencia.
El sacramento de la Penitencia tiene virtud de perdonar todos los pecados, por muchos y enormes que sean, con tal que se reciba con las debidas disposiciones.
El que ha cometido pecado mortal, después del bautismo, no tiene otro medio para salvarse, sino la confesión de hecho, o, a los menos, de deseo.
Aunque llore amargamente sus pecados, dé todos los bienes a los pobres y para toda clase de buenas obras, sin la confesión no obtendrá el perdón.
1º Para cumplir con el precepto pascual.
2º En peligro de muerte.
3º Si se ha de comulgar.
No obstante, aunque no haya obligación, es una costumbre piadosa y general confesar antes de comulgar, cuando se ha pasado uno o dos meses sin confesarse.
El sacramento de la Penitencia, a más de borrar los pecados, da gracias oportunas para evitarlos en adelante.
Conviene mucho confesarse cada ocho o quince días, o cada mes, según aconseje el confesor.
Precisamente son las dos verdades que más nos apartan del pecado.
Con la confesión, el ladrón deja de robar y restituye lo robado; el deshonesto se hace casto; el mal hijo se hace bueno; en una palabra, de cualquier vicio se enmienda el que se confiesa bien.
Estos son los frutos de la confesión bien hecha.
Como por el fruto se conoce el árbol, debemos decir que la confesión es un árbol benditísimo, plantado por N. S. Jesucristo en su Iglesia.
La confesión nos hace practicar las virtudes más excelentes.
La Fe, creyendo que Dios ha dado al sacerdote el poder de perdonar los pecados.
La Esperanza, esperando el perdón por la confesión del pecado: en los demás tribunales quien confiesa se condena.
La Caridad, detestando el pecado, porque es ofensa a Dios, infinitamente bueno.
Humildad heroica, manifestando todas las propias faltas al confesor.
Obediencia, cumpliendo con lo que es tan contrario al amor propio.
Justicia, sujetándose, no por fuerza, sino voluntariamente, al juicio del confesor con ánimo de satisfacer por los pecados cometidos.
Fortaleza, venciéndose a sí mismo y a la vehemente inclinación que tienen lo hombres de encubrir sus culpas.
Muchas veces cuesta más confesar el pecado que resistir a la tentación: resultando así la confesión un gran preservativo del pecado.
El que se confiesa bien obtiene la justicia, la paz sobrenatural y el gozo en el Espíritu Santo.
La justicia, porque, si está en pecado mortal queda perdonado y se hace justo; si está en gracia se justifica más.
La paz sobrenatural, porque obtiene victoria completa sobre sus enemigos; destruye a unos (los pecados), hace huir a otros (los demonios y sus tentaciones), y sujeta a los demás (las pasiones de la carne).
Gozo en el Espíritu Santo, porque el perdón de los pecados disipa los temores y tristezas de la mala conciencia y llena el corazón de santa alegría.
¡Cuánto ha sufrido Jesucristo por nuestros pecados! Justo es que nosotros suframos algo también y hagamos de nuestra parte lo que El exige para perdonarnos.
Por los pecados merecemos infierno eterno. Si para obtener el perdón, Dios no exigiera cosas muy difíciles, deberíamos hacerlas; mucho más cuando nos pide tan poco.
El confesar sus propias faltas no gusta a nadie; pero se debe hacer, porque es necesario o útil; como cuando se toman las medicinas amargas, no porque gusten, sino porque hacen bien a la salud.
Para sanar las enfermedades del cuerpo, los hombres se sujetan a cosas mucho más difíciles y aún vergonzosas.
El sacerdote, como tal, no es un hombre como cualquier otro, sino que es ministro de Jesucristo.
El que encuentra difícil la confesión es porque no la conoce bien o ignora cuán grave mal es el pecado mortal.
Supóngase que un rey hiciera la siguiente propuesta a un reo condenado a muerte:
Te perdonaré y haré rey como yo, si te arrepientes de tu crimen y lo manifiestas en secreto a cualquiera de mis ministros, quien jamás por ningún motivo lo podrá revelar a nadie.
Ningún reo por cierto, encontraría demasiado difícil tal proposición; ni ha existido jamás rey alguno, tan bueno y piadoso, que la hiciera.
Sólo Dios, por medio de la confesión, usa de esta gran misericordia para con el pecador, reo de muerte eterna.
No es motivo para dejar la confesión, el que por su causa se haya cometido algún error o abuso.
Los hombres de todo abusan, aun de la comida y bebida; mas, porque haya quien abuse, no se deja de comer ni de beber.
Las personas de malas costumbres, que no quieren corregirse, no se confiesan, porque la confesión bien hecha exige una voluntad decidida a dejar todo vicio.
Si algunos se confiesan y no se corrigen, es porque les faltan las debidas disposiciones. Es, pues, muy necesario conocer bien las
COSAS NECESARIAS PARA HACER UNA BUENA CONFESIÓN
1º Examen de conciencia;
2º Dolor de los pecados;
3º Propósito de no cometerlos en adelante;
4º Confesión de los pecados;
5º Satisfacción o penitencia.
Modo de hacer el examen:
1º Se pide luz a Dios para conocer los pecados cometidos y gracia para arrepentirse de ellos y hacer una buena confesión.
2º Se discurre por los mandamientos de la ley de Dios, preceptos de la Iglesia y obligaciones del propio estado, averiguando si se ha faltado con el pensamiento, deseo, palabra, obra u omisión.
Cuando los pecados son mortales, se debe averiguar el número de veces que se han cometido.
Se debe fijar la atención, especialmente sobre la pasión dominante y las ocasiones de pecar.
Para el examen de conciencia se ha de emplear la diligencia que se emplea en un negocio importante.
Se ha de emplear más o menos tiempo, según el número, calidad de los pecados cometidos y el tiempo transcurrido desde la última confesión bien hecha.
El examen de conciencia se facilita mucho haciendo todas las noches el examen de las obras del día.
El dolor es de dos maneras: perfecto o de contrición; e imperfecto o de atrición.
Dolor perfecto, o contrición, es un pesar de haber ofendido a Dios, por ser infinitamente bueno y digno por Sí mismo de ser amado sobre todas las cosas.
El dolor de contrición se llama perfecto, porque nace del amor de Dios.
El que hace un acto de contrición perfecta obtiene inmediatamente el perdón de sus pecados, aun antes de la confesión; pero queda con la obligación de confesarlos a su debido tiempo.
El dolor perfecto perdona los pecados mortales, porque el que hace un acto de dolor perfecto, tiene en su alma el amor de Dios, el cual no puede estar junto con el pecado mortal.
Dolor imperfecto, o atrición, es un pesar de haber ofendido a Dios por temor de los castigos temporales y eternos, y por la fealdad del pecado.
La fealdad del pecado está en que priva al alma de toda su hermosura, que es la gracia, y la hace despreciable a los ojos de Dios.
La atrición es dolor imperfecto, porque nace del temor de Dios.
Con la atrición se perdonan los pecados al recibir el penitente la absolución.
Para la confesión basta el dolor de atrición, pero es mejor tener también el de contrición.
Aunque con la contrición perfecta se perdonan todos los pecados mortales antes de confesarlos, conviene mucho que a más del acto de contrición perfecta, se haga cuanto antes la confesión.
Así se asegura más el perdón de los pecados, pues es más fácil tener atrición que contrición perfecta.
Para que haya verdadero dolor de los pecados no es necesario un dolor sensible, como el que se siente por la muerte de una persona querida; basta que la voluntad deteste sencillamente el pecado por los motivos de atrición o contrición.
Sin dolor no hay perdón de los pecados.
En algunos casos, como en un naufragio, en una batalla, etc., se perdonan los pecados sin el examen de conciencia, sin la confesión íntegra, sin la satisfacción; pero sin dolor, los pecados no se perdonan jamás.
Hé aquí por qué, cuando hay un enfermo de gravedad, no se debe esperar a que pierda el conocimiento para recibir los auxilios espirituales, puesto que sin conocimiento no puede arrepentirse, y sin arrepentimiento no hay perdón de los pecados.
Debemos tener dolor de todos los pecados mortales.
Quien confiesa sólo pecados veniales, debe tener dolor al menos de alguno; pues si no tuviera dolor de ninguno, la confesión sería nula, y si esto fuera con advertencia, sería un grave sacrilegio.
Es muy bueno hacer a menudo el acto de contrición especialmente:
1º Antes de acostarse;
2º Cuando uno ha cometido un pecado mortal, o duda de haberlo cometido;
3º En peligro de muerte.
El propósito, tratándose de pecados mortales, debe ser universal, perpetuo y eficaz.
Universal: de todos los pecados.
Perpetuo: para toda la vida.
Eficaz: tener una voluntad del todo resuelta a huir de las ocasiones peligrosas y a desarraigar los malos hábitos.
Por ocasiones peligrosas se entienden todas aquellas circunstancias de tiempo, lugar, personas o cosas, que por su propia naturaleza o por nuestra fragilidad nos inducen a pecado.
Por hábito malo se entiende la disposición adquirida de caer con facilidad en aquellos pecados a que uno está acostumbrado.
Para corregir los malos hábitos, hemos de velar sobre nosotros mismos, hacer mucha oración, frecuentar la confesión, tener un buen director fijo y poner en práctica los consejos y remedios que nos diere.
El verdadero dolor de los pecados va siempre acompañado del verdadero propósito de enmienda.
Cuando uno, después de confesarse, comete en seguida los mismos pecados mortales, sin que se note ninguna enmienda, es muy de temer que las confesiones sean hechas sin dolor y sin propósito verdadero.
El enmendarse de los pecados es una buena señal de que la confesión ha sido bien hecha.
El dolor y el propósito deben preceder a la confesión, o, a lo menos, a la absolución.
Se debe procurar hacerlos anticipadamente y no esperar el momento mismo de la confesión.
La confesión es la acusación de nuestros propios pecados hecha al confesor, para obtener la absolución.
La confesión debe ser humilde, entera, sincera, prudente y breve.
Humilde, esto es, debe hacerse con verdadera humildad interior y exterior, estando de rodillas, si alguna enfermedad no lo impidiera.
Entera: deben manifestarse todos los pecados mortales.
Sincera: deben declararse los pecados como son; sin excusarlos, disminuirlos, ni aumentarlos.
Prudente: esto es, usando los términos más modestos y sin descubrir pecados ajenos.
Breve: no decir al confesor nada inútil.
Todos los pecados mortales; porque los veniales no hay obligación de confesarlos.
Es bueno y provechoso confesar los pecados veniales. Conviene que la gente poco instruida los confiese, pues, fácilmente cree ser pecado venial lo que es mortal.
No confesados; porque los pecados que se han confesado bien una vez, no hay obligación de confesarlos nunca más.
Aun cuando se hiciese confesión general no hay obligación de confesar cualquier pecado que ya se confesó bien.
Mal confesados; porque si están mal confesados, no han sido perdonados: se deben pues, confesar nuevamente.
No hay obligación de confesar un pecado mortal cuando se duda, con fundada razón, si se ha cometido, o si ya se ha confesado.
Para que haya obligación de confesar un pecado mortal, debe constar que ciertamente se ha cometido y que ciertamente no se ha confesado.
Para mayor tranquilidad de conciencia conviene confesar los pecados dudosos.
Los pecados ciertos, deben confesarse como ciertos, y, si se confiesan los dudosos, deben confesarse como dudosos.
Es necesario decir cuántas veces se ha cometido un pecado mortal, si se recuerda el número exacto.
Si no se recuerda el número exacto se debe decir el número aproximado, poco más o menos.
Se deben declarar las circunstancias que mudan la especie del pecado.
Estas circunstancias son:
1º Las que hacen que la acción mala de venial pase a mortal; por ejemplo, una mentira que cause un daño grave al prójimo.
2º Las circunstancias que añaden una nueva especie de pecado; por ejemplo, el robar cosas sagradas; pues, a más del pecado de hurto, hay el de sacrilegio.
Quien, sin querer, olvida algún pecado mortal, hace una buena confesión y le quedan perdonados todos los pecados mortales.
Si después recuerda el pecado olvidado, tiene la obligación de acusarlo la primera vez que se confiese.
Quien después de la última confesión no ha cometido ningún pecado, debe confesar alguno de los pecados ya confesados, para obtener la absolución.
El que tiene sólo pecados veniales, para que la confesión sea más segura, conviene que se acuse, además, con verdadero dolor, en general de todos los pecados cometidos en toda la vida, y en especial de alguno grave, aunque esté ya confesado.
Cuando uno confiesa pecados ya confesados, basta confesarlos en general contra algún mandamiento o virtud, sin necesidad de decir los pecados en particular.
Ejemplo: quien hubiese dicho alguna blasfemia contra Dios o los Santos, bastará que diga: Me acuso que en la vida pasada falté al segundo mandamiento de la ley de Dios.
Quien está en gracia de Dios y se confiesa, obtiene aumento de gracia.
Confesándose mal, ningún pecado le ha sido perdonado.
Para hacer una buena confesión, deberá manifestar cuántas veces se confesó mal, los pecados que calló, y aún todos los pecados que confesó en las confesiones mal hechas.
El que se sintiere tentado a callar un pecado grave en la confesión debe considerar:
1º Que no tuvo vergüenza de pecar delante de Dios, que todo lo ve;
2º Que es mejor descubrir los propios pecados al confesor en secreto, que vivir intranquilo en el pecado, tener una muerte desastrosa y ser por ello afrentado el día del juicio universal delante de todo el mundo.
3º Que el confesor está obligado al sigilo sacramental, bajo pecado gravísimo y con amenaza de severísimas penas temporales y eternas.
El confesor no desprecia sino que estima mucho más al que confiesa sus pecados:
1º Porque el penitente, al declarar sus pecados al confesor, le manifiesta la mayor confianza;
2º Porque el confesor ve en el penitente no a un pecador, sino a un alma santificada por la penitencia.
Antes de callar los pecados, búsquese más bien un confesor desconocido.
Mala es la vergüenza y confusión de haberlos cometido.
Precisamente esa vergüenza es causa de que la confesión sea un gran preservativo contra toda clase de pecados.
El tener que manifestar claramente al confesor cualquier pecado grave cometido, sea de pensamiento, palabra, obra u omisión, es un gran freno para la abstenerse de pecar.
Las personas escrupulosas deben atenerse a los consejos del confesor.
Conciencia timorata es tener mucho cuidado en no ofender a Dios.
No es lo mismo ser escrupuloso que timorato de conciencia.
Se escrupuloso es un mal: ser timorato de conciencia es un gran bien.
Conciencia laxa es juzgar, con razones insuficientes, que es lícito lo que no es; o que es pecado leve lo que es grave.
El que es de conciencia laxa corre gran peligro de eterna condenación.
Puede ser de toda la vida o de algún tiempo, v.gr.: de un año.
La confesión general puede ser necesaria, útil, inútil y aún nociva.
Es necesaria, cuando las confesiones han sido inválidas.
Es útil, cuando de ella se puede sacar un notable provecho espiritual.
Es inútil y aún nociva, cuando fuera causa de mayor perturbación de conciencia.
Bendecidme, Padre; he pecado: Hace la señal de la Cruz y luego:
Yo pecador me confieso a Dios Todopoderoso, a la Bienaventurada siempre Virgen María, a todos los Santos y a Vos, Padre, porque he pecado.
Me confesé en tal tiempo, por la gracia de Dios recibí la absolución, cumplí la penitencia y fui a comulgar; y se acusa de los pecados.
Terminada la acusación de los pecados cometidos desde la última confesión, o antes si alguno hubiera sido olvidad, el penitente dice:
Me acuso además de todos los pecados de la vida pasada, especialmente contra tal mandamiento o virtud; por ejemplo, contra el cuarto mandamiento o contra la pureza, etc.
De todos estos pecados y de los demás que no recuerdo, pido perdón a Dios de todo corazón, y a Vos, Padre mío espiritual, la penitencia y la absolución.
Cuando el confesor atiende, el penitente empieza la confesión, haciendo la señal de la santa cruz y dice:
Ave, María purísima. – Sin pecado concebida.
Hace tanto tiempo que me confesé.
Manifiesta los pecados cometidos y termina diciendo:
y me acuso de los pecados cometidos en toda mi vida, especialmente contra el … mandamiento de la ley de Dios, o contra la virtud de…
Me pesa de haber ofendido a Dios, infinitamente bueno, y propongo nunca más pecar.
Si no se recuerda el tiempo fijo en que se hizo la última confesión, se dice poco más o menos el que parezca más aproximado.
Conviene ordinariamente que las personas mayores manifiesten su estado y edad.
Para recordar mejor los pecados en la confesión, ayuda mucho seguir mentalmente el orden de los mandamientos.
Procure el penitente decirlo todo, sin necesidad de que el confesor le pregunte; si no sabe confesarse, pida al confesor que le haga las preguntas.
Manifiéstense al confesor las dudas que se tengan sobre la moralidad de algún acto y pídanse los consejos que se necesitan.
El confesor da sus consejos, que deben ser escuchados con mucha atención, e impone la penitencia.
Mientras el sacerdote da la absolución, se reza el Acto de contrición.
Los confesores no sólo pueden, sino que deben diferir o negar la absolución en ciertos casos, para no profanar el Sacramento.
Se debe negar la absolución a los que no quieran cumplir con alguna obligación grave.
A veces conviene diferir la absolución a los que, si bien parece que están arrepentidos, no se enmiendan nada y vuelven en seguida a cometer los mismos pecados.
El pecador, a quien se difiere o niega la absolución, no debe desesperarse, ni retirarse de la confesión; sino que debe humillarse, reconocer su deplorable estado, y aprovecharse de los buenos consejos que le dé el confesor, para de esta suerte ponerse lo más pronto posible en estado de merecer la absolución.
Es cosa muy buena decir alguna oración especial por el confesor.
El oficio de confesor es muy difícil y de mucha responsabilidad.
Decía San Francisco de Sales: “No son mártires solamente los que confiesan a Dios delante de los hombres, sino también son mártires los que confiesan a los hombres delante de Dios”.
Pídase a Dios la gracia de encontrar un confesor piadoso, docto y prudente, y de saber seguir siempre sus consejos.
5º SATISFACCIÓN O PENITENCIA
La penitencia sacramental debe cumplirse en el tiempo fijado por el confesor.
Si el confesor no ha fijado tiempo, conviene cumplirla cuanto antes, para evitar el peligro de olvidarse.
No es necesario cumplirla antes de la comunión, ni el mismo día de la confesión.
El que se confiesa debe tener la voluntad de cumplir la penitencia que se le impone.
Si el penitente no sabe, o no puede cumplir la penitencia que se le impone, debe manifestarlo al confesor para que le dé otra.
Con la confesión bien hecha, se perdonan siempre las culpas graves y la pena eterna; pero no siempre queda perdonada toda la pena temporal.
Dios, al perdonar el pecado mortal, ordinariamente conmuta la pena eterna en una pena temporal.
Esta pena temporal debe pagarse en esta vida o en el purgatorio.
En esta vida se paga haciendo obras buenas, especialmente cumpliendo la penitencia impuesta por el confesor.
La penitencia debe ser proporcionada a los pecados.
A pecados grandes corresponde penitencia grande; a pecados pequeños penitencia pequeña.
No obstante, algunas veces el confesor por justos motivos, a pecados grandes impone penitencia pequeña.
La penitencia que da el confesor ordinariamente no basta para pagar la deuda restante debida por los pecados, por lo cual se ha de procurar suplirla con otras penitencias voluntarias.
Aunque nos hayamos confesado bien y cumplido la penitencia, no hemos de olvidarnos de hacer muchas obras buenas en satisfacción de los pecados cometidos.
Si nos olvidáramos, nos expondríamos a estar mucho tiempo en el purgatorio.
Cuanto más perfecta es la contrición, tanta más pena temporal se perdona.
La penitencia, si es proporcionada a los pecados, perdona toda la pena temporal; si no es proporcionada, no.
Por esta causa, los cristianos bien instruidos desean que el confesor les imponga mucha penitencia, con tal que la puedan cumplir.
Un gran medio para satisfacer por los pecados propios y librar a las benditas ánimas del purgatorio, es ser muy diligentes en ganar indulgencias.
Este perdón es concedido por la Iglesia fuera del sacramento de la Penitencia.
La indulgencia es plenaria y parcial.
Indulgencia plenaria es el perdón de toda la pena.
Indulgencia parcial es el perdón de una parte de la pena.
Una indulgencia de cien días o de siete años, por ejemplo, no quiere decir que se perdonen cien días o siete años de purgatorio, sino que se obtiene el perdón de tanta pena temporal, como se obtendría haciendo cien días o siete años la penitencia prescrita antiguamente por la Iglesia.
En los primeros tiempos del Cristianismo la Santa Iglesia imponía penitencias muy rigurosas a los que había cometido públicamente pecados mortales.
La Iglesia concede las indulgencias para ayudarnos a expiar en este mundo la pena temporal debida por los pecados.
Jesucristo ha dado a su Iglesia la facultad de conceder indulgencias, cuando dijo a Pedro: “Lo que desatares en la tierra, desatado será en el cielo”.
El Papa puede conceder indulgencias en toda la Iglesia y el Obispo en su diócesis.
Por las indulgencias se nos aplican las satisfacciones sobreabundantes de Jesucristo, de María Santísima y de los Santos.
Estas satisfacciones sobreabundantes forman el tesoro de la Iglesia.
Hemos de apreciar mucho las indulgencias, pues por medio de ellas con muy poco trabajo satisfacemos mucho y fácilmente a la Divina Justicia por nosotros y por los difuntos.
2º Cumplir lo prescrito para ganarlas.
3º Tener intención de ganarlas. Basta la intención general de ganar todas las que uno pueda; es bueno renovarla cada día.
Para que se perdone la pena temporal es necesario tener perdonada la culpa a que la pena corresponde.
Por esta razón, para ganar una Indulgencia Plenaria, a más de estar en gracia de Dios, es necesario arrepentirse de todos los pecados veniales.
Si no se puede obtener la plenaria, se puede ganar parcialmente, según la disposición que se tenga.
Si en la concesión no se expresa lo contrario: la Indulgencia Plenaria por una misma obra puede obtenerse una sola vez por día, aunque la obra prescrita se repita.
La Indulgencia Parcial puede ganarse todas las veces que se repita la obra a la cual está concedida.
Todas las indulgencias concedidas por el Papa son aplicables a los difuntos.
El que ha hecho Voto de Animas tiene el privilegio de poder aplicar todas las Indulgencias en sufragio de las Benditas Animas del purgatorio.
No se puede aplicar una indulgencia a otra persona viviente.
Si en la concesión no se expresa lo contrario, no se puede ganar Indulgencia haciendo aquello a que uno está ya obligado por ley o precepto.
No obstante, cuando para cumplir la penitencia sacramental se efectúa una obra indulgenciada, se puede al mismo tiempo cumplir la penitencia y ganar las Indulgencias.
Cuando se requiere el orar según la intención del sumo Pontífice, no basta la sola oración mental, sino que es necesaria la vocal: y si no hay ninguna oración especial señalada, se deja al arbitrio de los fieles el elegir la oración vocal.
Las obras piadosas señaladas para ganar las indulgencias pueden ser conmutadas por el confesor, cuando hay un legítimo impedimento para practicarlas.
Las indulgencias anexas a los rosarios y a otras cosas cesan solamente cuando los objetos indulgenciados quedan inutilizados o se venden.
Jubileo es una Indulgencia Plenaria a la que van anexos muchos privilegios y particulares concesiones, como el poder obtener la absolución de algunos pecados reservados y de las censuras, y también la conmutación de algunos votos.
Ordinariamente el jubileo se concede cada veinte y cinco años.
Condiciones para ganar cualquier indulgencia que requiera confesión y comunión.
La confesión puede efectuarse en el mismo día fijado para ganar la indulgencia o en el día anterior.
Tanto la confesión como la comunión pueden efectuarse también en toda la octava subsiguiente.
Para ganar las indulgencias concedidas por piadosos ejercicios que duran tres días, una semana, etc.; la confesión y comunión pueden hacerse también dentro de la octava que sigue inmediatamente al ejercicio terminado.
Los que suelen confesarse dos veces por mes y los que comulgan dignamente todos los días, aunque se abstengan una o dos veces por semana, puede, sin confesarse, ganar todas las indulgencias que requieran la confesión, a excepción de las del Jubileo ordinario y extraordinario, o a modo de Jubileo.
Una sola confesión y comunión puede servir para ganar varias indulgencias que requieran cada una de por sí la confesión y comunión.
Medios para satisfacer por la
1º Oír Misa y comulgar lo más a menudo posible.
2º Rezar el Vía Crucis, el Santo Rosario y otras oraciones indulgenciadas.
3º Llevar puestos los escapularios del Carmen, de la Purísima y otros.
Para ganar las muchas indulgencias concedidas a los que llevan puestos los escapularios, es necesario haberlos recibido en debida forma de quien tenga facultad de imponerlos.
En vez de escapularios pueden usarse medallas bendecidas para este fin por quien tiene facultad de imponer los escapularios.
La Eucaristía es Sacramento y Sacrificio.
1- La Eucaristía como Sacramento.
La Eucaristía es el Sacramento que contiene realmente a Jesucristo, bajo las apariencias del pan y del vino, para alimento de las almas.
La materia de la Eucaristía es el pan de trigo y el vino de uva.
En la Eucaristía está verdaderamente presente el mismo Jesucristo, que estuvo durante treinta y tres años sobre la tierra, y que ahora reina glorioso y triunfante en el cielo.
Debemos creer que Jesucristo está verdaderamente en la Eucaristía, porque El mismo lo ha dicho y así nos lo enseña la Santa Iglesia.
La Sagrada Eucaristía se llama Misterio de fe.
En realidad es el misterio que más ejercita nuestra fe.
La forma de la Eucaristía son las palabras de la consagración.
“Este es mi Cuerpo”. “Este es el cáliz de mi Sangre”.
El ministro de la Eucaristía es el sacerdote.
La hostia antes de la consagración es pan.
Después de la consagración, la hostia es el verdadero cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo, bajo las apariencias de pan.
En el cáliz, antes de la consagración, hay un poco de vino con algunas gotas de agua.
Después de la consagración, en el cáliz hay la verdadera sangre de Nuestro Señor Jesucristo bajo las apariencias del vino.
En la Santa Misa, cuando el sacerdote pronuncia las palabras de la consagración, el pan se convierte en el Cuerpo, y el vino en la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo.
Esta maravillosa conversión se llama transubstanciación.
Jesucristo, que es Dios todopoderoso, es quien ha dado tanta virtud a las palabras de la consagración.
Para Dios nada hay imposible.
Después de la consagración nada queda del pan y del vino, sino sólo las especies o apariencias.
La hostia parece pan y no es pan, y lo que hay en el cáliz parece vino, y no es vino.
Especies o apariencias son las cualidades sensibles del pan y del vino, como el color, olor, sabor, etc.
Las especies del pan y del vino, después de la consagración, permanecen sin su substancia por virtud de Dios omnipotente.
Después de la consagración, todo Jesucristo está en la hostia y todo Jesucristo está en el cáliz.
En la hostia está bajo la apariencia del pan, y en el cáliz bajo la apariencia del vino.
Jesucristo en la Eucaristía, está vivo e inmortal como en el cielo.
Donde está su Cuerpo, allí está también su Sangre, Alma y divinidad; y donde está su Sangre, allí está también su Cuerpo, Alma y Divinidad.
En virtud de las palabras de la consagración, en la Hostia está el Cuerpo de Jesucristo; pero por concomitancia o compañía está también la Sangre, porque un cuerpo no puede estar vivo sin la sangre.
En virtud de las palabras de la consagración, en el Cáliz está la Sangre de Jesucristo; pero por concomitancia o compañía está también el Cuerpo, porque la sangre no puede estar viva sin el cuerpo.
Si se hubiera consagrado el pan y el vino cuando Jesús estaba muerto, puesto que entonces el Cuerpo y la Sangre estaban separados, bajo la apariencia del pan habría sólo el Cuerpo, y bajo la apariencia del vino habría sólo la Sangre.
Fue muy conveniente que la consagración fuera bajo las dos especies:
1º Porque así se representa más vivamente la Pasión y Muerte de Jesucristo en que su Sangre se separó del Cuerpo.
2º Porque la Eucaristía fue instituida para alimento de nuestras almas, y el perfecto alimento del cuerpo consiste en comida y bebida.
Jesucristo se halla al mismo tiempo en el Cielo y en todas las hostias consagradas.
Cuando se parte la Hostia, no se parte el Cuerpo de Jesucristo, sino sólo se parten las especies del pan.
El Cuerpo de Jesucristo permanece entero en todas las partes en que se halla dividida la Hostia.
La Santísima Eucaristía se conserva en las iglesias para que los fieles adoren a Jesucristo, lo reciban en la sagrada Comunión y experimenten su perpetua asistencia y presencia en la Iglesia.
Un templo en el cual no está el Santísimo Sacramento inspira poca devoción.
En cambio, en el templo donde está Jesús Sacramentado, el corazón del cristiano creyente se llena de respeto y fervor.
Debemos adorar la Sagrada Eucaristía, porque contiene verdadera, real y substancialmente a Nuestro Señor Jesucristo.
Cuando comulgamos, recibimos el Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo, con su Sangre, Alma y Divinidad, bajo las apariencias del pan.
En los primeros tiempos de la Iglesia los cristianos comulgaban bajo las dos especies.
Más tarde, aumentando el número de los cristianos, la comunión bajo la especie del vino ofrecía serias dificultades.
La Santa Iglesia ordenó que sólo los sacerdotes, cuando celebran el Santo Sacrificio de la Misa, comulguen bajo las dos especies.
Aunque se comulgue sólo bajo la apariencia del pan se recibe también la Sangre de Jesucristo; pues Jesucristo está todo en cada una de las dos especies.
“Yo soy el pan vivo, que descendí del cielo.
Si alguno comiere de este pan vivirá eternamente: y el pan que yo daré, es mi carne”.
Comenzaron entonces los judíos a altercar unos con otros, y decía: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?”.
Y Jesús les dice: “En verdad, en verdad os digo: Si no comiereis la carne del Hijo del hombre y bebiereis su sangre, no tendréis vida eterna.
El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré en el último día.
Porque mi carne verdaderamente es comida y mi sangre verdaderamente es bebida”.
Horrorizáronse los judíos al oír estas palabras, y hasta algunos discípulos de Jesús le abandonaron.
Entonces Jesús dijo a los apóstoles: ¿Y vosotros también queréis iros?
Pedro en nombre de todos contestó:
Señor ¿a quién iremos? Vos tenéis palabras de vida eterna.
Pedro pensaría: “Jesús nos dice que hemos de comer su cuerpo y beber su sangre. El sabrá la manera de poderlo efectuar fácilmente”.
Y a la verdad: bajo la apariencia del pan y del vino, bien fácil es comer el Cuerpo de Jesús y beber su Sangre.
Jesús instituyó la Eucaristía en la última Cena, antes de la Pasión.
Consagró el pan y el vino, diciendo:
Este es mi Cuerpo. Esta es mi Sangre: Haced esto en memoria mía.
Jesucristo instituyó la Santísima Eucaristía para tres fines principales:
1º Para que la Santa Misa fuese el sacrificio perpetuo del Nuevo Testamento.
2º Para alimentar las almas con un manjar divino, por medio de la comunión.
3º Para perpetuar la memoria de su pasión y muerte, y darnos una prenda la más preciosa de su amor y de la vida eterna.
Efectos principales que produce la Sagrada Eucaristía, en quien la recibe dignamente:
1º Conserva y aumenta la vida del alma, que es la gracia.
2º Perdona los pecados veniales y preserva de los mortales.
3º Consuela al alma y la fortalece, aumentando la caridad y la esperanza en la vida eterna de que es prenda.
Para hacer una buena comunión son necesarias tres cosas:
1º- Estar en gracia de Dios.
2º- Estar en ayunas desde la media noche hasta después de la comunión.
3º- Saber lo que se va a recibir, y comulgar con devoción.
El que comulga en pecado mortal comete un horrible sacrilegio.
El que ha cometido pecado mortal debe confesarse antes de comulgar.
No basta ponerse en gracia de Dios por medio de un acto de contrición perfecta, sino que es necesario confesarse antes de comulgar.
Así lo manda la Santa Iglesia para mayor reverencia y respeto a tan gran Sacramento.
Para recibir los demás sacramentos de vivos es suficiente un acto de contrición perfecta, aunque es más seguro confesarse.
Quien, después de haberse confesado bien, recordase algún pecado grave que ha olvidado en la confesión, puede ya comulgar; no necesita confesarse de nuevo antes de comulgar.
Deberá confesar el pecado olvidado en la primera confesión que hiciere.
No es necesario confesarse cada vez que uno comulga.
Para poder comulgar, la confesión es necesaria sólo cuando después de la última confesión se ha cometido algún pecado mortal.
Estando en gracia de Dios, uno puede comulgar siempre que quiera y aun todos los días.
No obstante, la piadosa costumbre es confesarse cada ocho o quince días, o cada mes, según lo que aconseje el confesor.
Quien tiene sólo pecados veniales, puede comulgar sin confesarse, pues tiene la gracia de Dios.
Conviene, no obstante, antes de comulgar, purificar bien el alma con actos de contrición.
Aunque hayan pasado algunos días sin comulgar, puede uno comulgar de nuevo sin confesarse.
Puede comulgar quien tragó algún residuo de comida que quedó entre los dientes, o alguna gota de agua al lavarse, pues estas cosas no se toman por modo de comida o bebida.
Pueden comulgar sin estar en ayunas los enfermos que están en peligro de muerte.
Esta comunión se llama Viático, porque es el mejor sustento del alma en su viaje a la eternidad.
Los tales enfermos pueden recibir el Santo Viático varias veces y aun diariamente, si así lo desean y tienen comodidad para ello.
Los enfermos que no están en peligro de muerte y no pueden estar en ayunas, pueden tomar algún alimento antes de comulgar, bajo las condiciones siguientes:
1º Que haya pasado un mes de enfermedad sin que exista esperanza cierta de sanar pronto, postrados en cama, aunque se levanten algunas horas al día, o que no puedan estar en cama por razón de la enfermedad.
2º Que se comulgue sólo una o dos veces por semana, según el consejo del confesor.
3º Que lo que se tome sea algo a modo de bebida, a saber: té, leche, caldo de carne, café u otro alimento líquido, al cual se pueden mezclar algunas otras sustancias, tales como azúcar, huevo batido, etc., con tal que al unirse no pierdan la naturaleza de alimento líquido.
También se puede tomar alguna medicina, aunque no sea líquida.
Comulgar con devoción quiere decir:
Acercarse a la Sagrada Comunión con humildad y modestia, así en la persona como en el vestido, y prepararse antes y dar gracias después de la Sagrada Comunión.
La preparación a la comunión consiste en considerar lo que vamos a recibir y en hacer actos de fe, esperanza, caridad, contrición, adoración, humildad y deseo de recibir a Jesucristo.
La acción de gracias después de la Comunión consiste en recogernos interiormente y honrar al Señor dentro de nosotros mismos, renovando los actos de fe, esperanza, caridad, adoración, agradecimiento, ofrecimiento y petición, sobre todo de aquellas gracias que son más necesarias para nosotros o para las personas de nuestra mayor obligación.
Conviene que la acción de gracias dure a lo menos un cuarto de hora.
La falta de tiempo para la preparación y acción de gracias no debe ser motivo para dejar la Comunión.
En este caso basta una breve oración; por ejemplo: ¡Jesús mío, creo en Vos, espero en Vos, Os amo sobre todas las cosas!
Un medio práctico para la preparación y acción de gracias es valerse de un devocionario, leyéndolo muy atentamente.
No obstante, es mejor, sobre todo en la acción de gracias, no valerse de ningún libro, sino entretenerse muy devotamente en conversar con Jesús.
Cuando comulgamos, Jesucristo permanece en nosotros con su real presencia, hasta que las especies sacramentales se han consumido.
La Sagrada Hostia se deja humedecer un poco en la boca y se traga lo más pronto posible.
No se debe masticar la Sagrada Hostia; pero aunque se toque con los dientes no es falta ninguna.
Si se pega al paladar, ha de despegarse con la lengua y no con los dedos.
La toalla o paño de la comunión se debe tener de manera que recoja la Sagrada Hostia, si por casualidad se cayere.
Hay obligación de comulgar todos los años por Pascua Florida o de Resurrección y cuando hubiere peligro de muerte.
Ordinariamente es a los siete años.
Cuando el niño llega al uso de razón debe recibir la primera Comunión; así lo declaró el Papa Pío X.
Para poder recibir la primera Comunión basta conocer los principales misterios de la fe, y las disposiciones necesarias para confesar y comulgar debidamente.
Después se debe continuar estudiando el catecismo hasta estar completamente instruido en todos los deberes del cristiano.
Los que, siendo por la edad capaces de ser admitidos a la Comunión, no comulgan, o porque no quieren, o porque no están instruidos por su culpa, cometen pecado.
Pecan, además, los padres y los que haces sus veces, si por su culpa se difiere la Comunión, y de ello tendrán que dar a Dios rigurosa cuenta.
Los que deben recibir la primer Comunión harán muy bien en pedir a sus padres que no sólo les acompañen a la Iglesia para un acto tan grande, sino también que comulguen.
Comulgar es el acto más sublime de nuestra vida, porque la Comunión nos hace una misma cosa con Jesucristo.
Siendo Dios infinitamente sabio, rico, bueno y poderoso, no supo, no tuvo, ni pudo darnos cosa mejor que la que nos da en la Sagrada Comunión.
Jesús manifestó el amor infinito que nos tenía dándose a Sí mismo para alimento de nuestra alma.
Desea que nos acerquemos a menudo a la Sagrada Comunión.
Por esto la instituyó bajo las apariencias del pan y del vino, para indicarnos que siendo éste el alimento más usado para la conservación de la vida corporal, así debe serlo la Sagrada Comunión para la conservación de la vida espiritual.
La Iglesia desea que todos los fieles oigan Misa y comulguen diariamente.
Así lo practicaban los primeros cristianos y actualmente muchos cristianos fervorosos también lo practican.
¿Por qué no hacerlo todos los que tienen posibilidad para ello?
Para excusarse de comulgar a menudo, algunos dicen que no son dignos de comulgar con frecuencia.
Pero la única indignidad para comulgar es tener el pecado mortal; el que lo tiene debe quitarlo cuanto antes y comulgar.
Otros alegan que la obligación de comulgar es solo una vez al año.
Pero deben advertir que para la vida corporal no nos contentamos con lo estrictamente necesario, por ejemplo: pan y sopa solamente para comer, una cueva para dormir, etc.
Buscamos muchas otras cosas sin las cuales podríamos vivir, pero nuestra vida sería un poco halagüeña.
Con más razón no debemos contentarnos con lo estrictamente necesario para la vida del alma, puesto que el alma vale imponderablemente más que el cuerpo.
Palabras del Concilio Tridentino sobre la comunión frecuente:
“El santo Concilio desearía con ardor que en cada Misa comulgasen los fieles presentes, no sólo espiritualmente, sino también sacramentalmente”.
Nuestro Señor Jesucristo, la Santa Iglesia, nuestro propio interés nos estimulan a comulgar diariamente, o lo más a menudo posible.
El que comulga a menudo tiene muy grandes ventajas.
PRINCIPALES VENTAJAS DE LA COMUNIÓN FRECUENTE
3º Satisfacer, del todo o en parte, por las penas temporales debidas por los pecados, y aliviar mucho a las Benditas Ánimas del Purgatorio.
Primera ventaja: Asegurar la salvación del alma.
Nuestro Señor Jesucristo dijo: “El que come mi carne y bebe mi sangre tendrá la vida eterna”.
Por consiguiente, cuanto más a menudo se comulgue, tanto más segura se tiene la vida eterna, esto es, la salvación del alma.
Esta sola ventaja debiera bastar para animarnos a comulgar todo lo más a menudo posible.
No estamos en este mundo para otra cosa que para salvar nuestra alma.
Dios nos concede la vida presente para que ganemos méritos y premios para la eternidad.
Todas las obras buenas son agradables a Dios; pero consideradas en sí mismas, unas son de mucho más valor que otras.
Como el diamante entre las piedras preciosas es la comunión entre las obras buenas.
Lo que ahora sembramos, después cosecharemos.
Cada vez que comulgamos ganamos un tesoro más precioso que todo el oro del mundo.
Los hombres mundanos buscan con mucha diligencia las riquezas de la tierra, que valen muy poco y pronto se han de acabar.
Con más razón nosotros debemos buscar las riquezas del cielo, que son de un valor infinito y para siempre han de durar.
Muchos envidian la suerte de los ricos millonarios y archimillonarios y quisieran poseer una fortuna igual.
Pues ¡están equivocados!
Los verdaderamente ricos y felices son los cristianos fervorosos que oyen Misa y comulgan diariamente.
Esta es la suerte que hemos de envidiar sanamente y procurar hacer lo posible para alcanzarla.
Enfermedades, reveses de fortuna, y otras desgracias en esta vida, y el purgatorio en la otra, son las penas temporales que nos pueden sobrevenir por los pecados veniales, y aun por los mortales perdonados en cuanto a la culpa y pena eterna, pero de los cuales no se ha hecho la debida penitencia.
Hemos de temer mucho más las penas del purgatorio que las de este mundo.
¡Cuánto se sufre en el purgatorio!... se merece por faltas muy pequeñas, ¡y cometemos tantas!...
Para satisfacer mucho y con poso trabajo por estas penas temporales y aliviar a las Benditas Animas del Purgatorio, el gran medio es oír Misa y comulgar todos los días, o lo más frecuentemente posible.
Cristiano, al oír Misa, examina tu conciencia: si no tienes pecado mortal y estás en ayunas, procura comulgar.
Si estás en pecado mortal, confiésate y acércate también a la sagrada comunión.
¡Ojalá amásemos tanto al Divino Redentor que procuráramos recibirle todos los días sacramentalmente; y, cuando esto no nos fuere posible, lo supliéramos con el deseo, esto es, con la comunión espiritual!
Puede hacerse diciendo: Jesús mío, deseo recibiros; venid a mí espiritualmente.
Para hacer la comunión espiritual es necesario estar en gracia de Dios.
Se puede comulgar sacramentalmente solo una vez por día, pero espiritualmente muchas veces.
La comunión espiritual es de mucha utilidad.
Conviene hacerla muy a menudo; especialmente cuando se oye Misa y no se puede comulgar sacramentalmente, y cuando se visita al Santísimo Sacramento.
Visitemos, pues, a Jesús Sacramentado diariamente.
En nuestras dudas, en nuestras penas, sea Jesús nuestro consejero, nuestro consolador; acudamos siempre a El con gran fe, confianza y amor.
Cuando pasamos cerca de una Iglesia, o vemos algún templo, aunque esté lejos, saludemos con una fervorosa jaculatoria al Divino Prisionero, encerrado por nuestro amor en el Santísimo Sacramento del altar.
2- La Eucaristía como Sacrificio.
Sacrificio es ofrecer a Dios una cosa sensible, y destruirla de alguna manera, en reconocimiento de su supremo dominio sobre todas las cosas.
A Dios solamente pueden ofrecerse sacrificios.
Desde el principio del mundo hubo sacrificios.
Los sacrificios de le Ley Antigua eran figura del sacrificio que Jesucristo ofreció muriendo en la Cruz.
En la Ley Nueva, la Santa Misa es el sacrificio perpetuo que representa el de la Cruz y nos aplica sus méritos.
La Santa Misa es el Sacrificio del Cuerpo y Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, ofrecido en nuestros altares, bajo las especies del pan y del vino, en memoria del Sacrificio de la Cruz.
En la Cruz y en la Misa el mismo Señor Jesucristo es el Sacerdote y la Víctima, esto es, quien ofrece el sacrificio y es ofrecido.
Por esta razón, la Misa, en su esencia, es el mismo sacrificio de la Cruz.
La diferencia está sólo en el modo de ofrecerse y en el fin porque se ofreció.
En el modo. En la Cruz Jesús se ofreció con derramamiento de sangre.
En la Misa Jesús se ofrece sin derramamiento de sangre; pero este derramamiento se representa místicamente, en cuanto, por virtud de las palabras de la consagración, en la Hostia está el Cuerpo y en el Cáliz está la Sangre de Jesucristo.
En el fin. En el sacrificio de la Cruz, Jesús satisfizo por los pecados de todo el mundo y nos mereció las gracias para salvarnos.
Estos merecimientos y satisfacción nos lo aplica Jesús por los medios que El ha instituido en la Iglesia, de los cuales el principal es el Santo Sacrificio de la Misa.
El primero y principal oferente de la Misa es el mismo Señor Jesucristo; el sacerdote es el ministro que en nombre de Jesucristo, ofrece el sacrificio al Eterno Padre.
Aunque en la Misa Jesús se vale del sacerdote, El es siempre el principal oferente: como quien da limosna por manos de otro, él es propiamente el que da la limosna y no aquél de quien se vale.
Jesucristo instituyó la Santa Misa, cuando en la última Cena consagró el pan y el vino, y mandó a los Apóstoles que hiciesen lo mismo en memoria de El.
La Santa Misa, porque es sacrificio, se ofrece solamente a Dios.
Se dice que se celebra la Misa en honor de la Santísima Virgen o de los Santos, para agradecer a Dios las mercedes que les hizo, y alcanzar por su intercesión, más copiosamente las gracias que necesitamos.
1º Adorar y honrar a Dios tanto, cuanto merece su divina grandeza.
2º Aplacar a Dios tanto, cuanto exige su infinita justicia, satisfacer por nuestros pecados y ofrecerle sufragios para las almas del purgatorio.
3º Dar gracias a Dios por los inmensos beneficios que nos concede.
4º Alcanzar de Dios todas las gracias que necesitamos.
Debemos honrar a Dios tanto, cuanto merece su infinita grandeza.
Aunque todos los seres criados nos convirtiéramos en lenguas para alabar a Dios, y nos consumiéramos por su amor como se consumen los cirios que arden en los altares, no le daríamos el honor que El merece.
Dios merece honor infinito, y la pura criatura sólo puede darle un honor limitado.
En la Santa Misa tributamos a Dios un honor infinito, porque se lo tributa N. S. Jesucristo en nombre nuestro.
Debemos aplacar a Dios tanto, cuanto exige su infinita justicia.
La malicia de un solo pecado mortal es tan grande, que aunque se derramaran por él más lágrimas de arrepentimiento que gotas de agua contiene el mar, no se daría a Dios la satisfacción debida; pues la ofensa es infinita.
En la Santa Misa N. S. Jesucristo mismo pide perdón por nuestros pecados y da satisfacción infinita a la infinita justicia de Dios.
Debemos dar gracias a Dios por los inmensos beneficios que nos hace.
Pero nuestra pequeñez es incapaz de agradecer debidamente ni el más pequeño de los beneficios que Dios nos dispensa.
En la Santa Misa N. S. Jesucristo los agradece infinitamente en nombre nuestro.
Debemos alcanzar de Dios todas las gracias que necesitamos.
De Dios viene todo bien, toda gracia para el cuerpo y para el alma, para el tiempo y para la eternidad.
Pero, por ser miserables pecadores, más bien merecemos castigos que gracias.
En la Santa Misa, N. S. Jesucristo pide por nosotros y nos alcanza todo lo que necesitamos.
El fruto general es para toda la Iglesia.
El especial es para los vivos o difuntos a favor de quienes se aplica la Misa y para los que asisten a ella.
El especialísimo es para el sacerdote que celebra la Misa.
Nada hay más santo, nada que dé más gloria a Dios que el Santo Sacrificio de la Misa.
Una sola Misa da más gloria a Dios que todos los méritos juntos de la Santísima Virgen y de los Santos.
¡Ah! Si los cristianos conocieran lo que vale una Misa, no sólo no faltarían jamás a ella en los días festivos, sino que harían todo lo posible para asistir todos los días.
Hay obligación de oír Misa todos los domingos y fiestas de guardar.
Es muy conveniente, muy laudable y muy provechoso oír Misa todos los días.
El acto que más agrada a Dios, y que más aprovecha a nuestra alma es la Santa Misa acompañada de la comunión.
Oír Misa cada día no es perder tiempo, sino aprovecharlo muy diligentemente.
San Isidro Labrador oía diariamente la Santa Misa, y mientras él oía Misa, un Ángel guiaba sus bueyes que araban.
Muchas veces falta, no el tiempo para oír Misa cada día, sino la voluntad, querer hacerlo resueltamente.
¡Cuántas personas podrían oír la Misa diariamente, haciendo el pequeño sacrificio de levantarse más temprano!
La pereza les roba un tesoro preciosísimo.
Conviene estar de rodillas durante toda la Misa, excepto en los Evangelios, en que se debe estar de pie.
Manifiestan no tener ninguna educación religiosa las personas que no se arrodillan ni siquiera en el solemne acto de la consagración y en la comunión, a no ser que alguna enfermedad les impida estar de rodillas.
VARIAS MANERAS DE OIR DEVOTAMENTE LA SANTA MISA
2º Acompañar al sacerdote en todas las oraciones y acciones del sacrificio.
3º Meditar la pasión y muerte de Jesucristo, y aborrecer de todo corazón los pecados que fueron causa de ellas.
4º Hacer la comunión sacramental, o a lo menos espiritual, cuando el sacerdote comulga.
5º Rezar el rosario u otras preces.
Para oír la Santa Misa, es de mucha utilidad un libro devocionario.
Es cosa muy buena rogar también por otros mientras se asiste a la Santa Misa, pues es el tiempo más oportuno para rogar a Dios por los vivos y difuntos.
Extremaunción o Santa Unción.
Extremaunción es el sacramento instituido especialmente para el auxilio espiritual y aun corporal de los enfermos que están en peligro de muerte.
Pueden y deben recibir la Extremaunción sólo los fieles que han llegado al uso de razón y están enfermos en peligro de muerte.
El ministro de la Extremaunción es el Párroco u otro sacerdote que tenga permiso.
En caso de necesidad, esto es, cuando no hay tiempo para llamar al Párroco o a otro sacerdote autorizado, todo sacerdote puede y debe administrar la Santa Unción.
Este sacramento se puede recibir una sola vez en la misma enfermedad; a no ser que el enfermo, después de haber recibido la Santa Unción, hubiese convalecido y cayere de nuevo en otro peligro de muerte.
El sacerdote administra la Extremaunción ungiendo en forma de cruz, con óleo bendecido por el Obispo, los órganos de los sentidos del enfermo, diciendo “por esta santa unción y por su piadosísima misericordia te perdone el Señor todo pecado cometido con la vista…con el oído… Amén”.
1º Tener el alma muy purificada, por si acaso el Señor le llama a la otra vida.
2º Mucha paciencia para sufrir las molestias de la enfermedad.
3º Gracia especial para resistir al demonio, quien, al ver que el tiempo se acaba, redobla, en cuanto está de su parte, las tentaciones.
4º La salud del cuerpo, si ha de ser para bien del alma.
La Extremaunción remedia todas esas necesidades, pues tiene los siguientes efectos:
1º Purifica el alma.
Borra los pecados veniales, y aún los mortales si el enfermo está arrepentido y no los puede confesar.
Quita también las reliquias de los pecados.
Reliquia de los pecados es la debilidad o falta de fuerzas para el bien, que estos, aun después de perdonados, dejan en el alma, del mismo modo que las enfermedades corporales dejan debilidad en el cuerpo.
2º Da paciencia para sufrir las molestias de la enfermedad.
3º Da gracia para vencer las tentaciones del demonio.
4º Da salud al cuerpo, si conviene al alma.
Recibiendo el sacramento con conocimiento, el enfermo podrá estar mejor dispuesto y sacar más fruto.
Además, este sacramento da la salud al cuerpo, si conviene al alma, ayudando a las fuerzas de la naturaleza; por lo cual, no debe esperar a recibirlo el enfermo cuando se halla cercano a la muerte.
Las principales disposiciones para recibir la Extremaunción son: estar en gracia de Dios, confiar en la virtud del Sacramento y de la divina misericordia, y resignarse a la voluntad de Dios.
El enfermo debe recibir con gusto, y aun pedir por sí mismo, si puede, los auxilios de la religión.
A la vista del sacerdote ha de tener sentimiento de gratitud para con Dios, por habérselo enviado.
De recibir o no recibir los Santos Sacramentos, depende muchas veces que un alma vaya para siempre al cielo o al infierno.
Es, pues, una obra de caridad muy grande procurar que los enfermos reciban los Santos Sacramentos.
Los parientes, amigos o vecinos son los que deben practicar dicha obra de caridad.
No se debe esperar a lo último, cuando el enfermo está muy grave o no tiene conocimiento.
Cuando la enfermedad reviste gravedad, hay que avisar al propio párroco; éste, u otro sacerdote, visitará al enfermo y con delicadeza y prudencia le preparará para recibir los Santos Sacramentos.
Así el enfermo cumplirá fácil y gustosamente con esta grave obligación.
No se tema espantar al enfermo; los Santos Sacramentos, en vez de empeorar al enfermo le darán la salud del alma y aun la del cuerpo, si fuese conveniente al alma.
Para conseguir que el enfermo arregle los asuntos referentes a los bienes de la tierra, no se tiene miedo de insinuárselo y aún de decírselo claramente, si es necesario.
Más necesario es insinuar y aún decir claramente al enfermo que arregle los asuntos del alma.
¡Qué cosa horrorosa es morir sin haberse reconciliado con Dios!
¡Qué remordimientos más grandes no tendrán aquellas personas que por su culpa han dejado morir a alguien sin Sacramentos!
¡Qué dulce es morir confortado con los Santos Sacramentos!¡Qué consuelo tan grande es para los parientes y amigos! Pues les da una gran confianza de que la persona fallecida goza o gozará muy pronto de las delicias inefables de la gloria celestial.
EN PELIGRO DE MUERTE, SI NO SE PUEDE OBTENER UN CONFESOR
Récese el acto de contrición con la mayor devoción posible.
Bueno será decir y repetir varias veces:
Dios mío, os amo sobre todas las cosas y me pesa de todo corazón haberos ofendido, porque vos sois infinitamente bueno: y propongo firmemente no pecar más y confesarme.
¡Jesús mío, tened piedad de mí!
¡Virgen Santísima, Madre mía, amparadme!
Cuando la persona que está en peligro de muerte no sabe rezar dichas oraciones, alguno de los circunstantes récelas poco a poco y repítalas al enfermo, si no puede con la boca, a lo menos con la mente y el corazón.
ORDEN SAGRADO
Sólo los varones pueden recibir este sacramento.
El ministro del Orden es el Obispo, el cual da el Espíritu Santo y la sagrada potestad con la imposición de las manos y entrega de los objetos sagrados, propios del Orden, diciendo las palabras de la forma prescrita.
Se llama Orden porque consiste en varios grados, de los cuales resulta la
Sagrada Jerarquía.
La Tonsura no es Orden, sino una preparación para el Orden.
Hay siete Órdenes: cuatro menores y tres mayores.
Las cuatro menores son: Ostiariado, Lectorado, Exorcistado y Acolitado.
Las Órdenes mayores son: Subdiaconado, Diaconado y Presbiterado.
Sagrado ministerio que puede ejercer cada uno de los ministros por razón del Orden:
El Ostiario: abrir y cerrar la puerta de la Iglesia, admitir a los dignos y rechazar a los indignos.
El Lector: leer los salmos y lecciones desde el púlpito en la Iglesia, e instruir al pueblo en las cosas de la fe.
El exorcista: echar a los demonios por medio de los exorcismos instituidos por la Iglesia. Actualmente, sólo el presbítero con licencia del Obispo puede exorcizar.
El Acólito: servir al Subdiácono en la Misa solemne, encender los cirios, preparar y entregar las botellitas del vino y del agua.
Subdiácono: servir al Diácono en la Misa solemne y cantar la Epístola en rito solemne.
El Diácono: asistir inmediatamente al celebrante en la Misa solemne, cantar el Evangelio, predicar con la debida licencia, y, con justa causa, bautizar solemnemente y distribuir la sagrada Comunión.
El Presbítero o Sacerdote: consagrar en la celebración de la Misa el Cuerpo y Sangre de Jesucristo, y perdonar los pecados.
El Episcopado no es Orden distinto del Sacerdocio, sino su plenitud o complemento.
El Obispo tiene la potestad de confirmar, conferir Órdenes, enseñar y gobernar a los fieles.
La Consagración Papal no es Orden.
El Papa es el Obispo de Roma, quien por razón del Primado, goza de la autoridad suprema sobre todos los fieles, aun sobre los obispos.
Jesucristo mismo instituyó el Episcopado y el Sacerdocio simple, y por medio de los Apóstoles el Diaconado, del que se derivan las demás Órdenes inferiores.
Jesús alabó la castidad diciendo: que es un don del cielo concedido a las almas escogidas (San Mateo, 19, 11).
San Pablo, en la Epístola 1ª a los Corintios (c. 7, v. 33 y 34), dice:
“El que no tiene mujer, está cuidadoso de las cosas que son del Señor, de cómo ha de agradar a Dios”.
“Mas el que está con mujer, está afanado en las cosas del mundo, de cómo ha de dar gusto a su mujer, y anda dividido”.
Por esto, la Santa Iglesia, regida y gobernada por el Espíritu Santo, obliga a los clérigos de Órdenes mayores a guardar el celibato, para que estén más libres y puedan atender mejor a las cosas de Dios y a la salvación de las almas.
Las obligaciones de los clérigos, no son una carga pesada, pues, Dios con su gracia la hace ligera.
El estado eclesiástico se abraza voluntariamente, no por fuerza; las Órdenes mayores se pueden recibir sólo en la edad en que uno es capaz de conocer bien y aceptar libremente las obligaciones anexas a las Órdenes.
Quien, después de haber recibido las Órdenes mayores, abandona el estado eclesiástico, es un apóstata, o sea, un vil desertor de la religión.
Nuestro Señor Jesucristo constituyó a la Iglesia sociedad perfecta; por consiguiente, debe haber en ella quien mande y quien obedezca.
Antes que Jesús subiera a los cielos, encargó a los Apóstoles la continuación de su obra; les trasmitió el sacerdocio y la facultad de comunicarlo a otros para perpetuarlo hasta el fin del mundo.
El sacerdocio se perpetúa por medio del Orden.
El sacerdocio es necesario en la Iglesia para que haya el santo sacrificio de la Misa, para la administración de los sacramentos y para la enseñanza de la religión.
El sacerdocio católico, no obstante la guerra que contra él mueve el infierno, durará hasta el fin de los siglos; porque Jesucristo ha prometido que las potestades del infierno no prevalecerán jamás contra su Iglesia.
El Sacerdote es un representante de Jesucristo.
Grande es, pues, el respeto que debe tenerse al sacerdocio.
El primero que debe respetar al sacerdocio es el mismo sacerdote, no haciendo jamás cosa alguna indigna de quien está investido de tan grande dignidad.
Decía Jesús a los Apóstoles, y en la persona de ellos a todos los sacerdotes: “Vosotros sois la sal de la tierra; sois la luz del mundo, etc.”.
Todos los cristianos deben ver en el sacerdote, no a un hombre como los demás, sino a un representante de Jesucristo, y como a tal respetarle.
Hay sacerdotes indignos, es cierto: entre los doce Apóstoles hubo un Judas; no es extraño que entre tantos millares de sacerdotes se encuentren algunos imitadores de aquel traidor.
Los Ángeles pecaron en el cielo, Adán y Eva en el Paraíso Terrenal; también puede suceder que algunos sacerdotes cometan pecados, y aún grandes pecados.
Pero, aun cuando haya sacerdotes malos, no es razonable dejar por esta causa de creer o practicar la santa religión.
El sacerdote no es la religión; el sacerdote es un hombre y como tal está sujeto a miserias, a cambios: el que hoy es bueno, mañana puede ser malo, o viceversa.
Nuestra fe debe estar puesta, no en el hombre, sino en Dios, quien nunca varía siempre es el mismo; así debe ser nuestra fe, firme, inquebrantable, sin fijarnos en lo que hacen o dicen los demás.
Los malos sacerdotes causan mucho mal a la religión, pues indudablemente el desprestigio de los sacerdotes redunda en desprestigio de la religión.
Por esta causa los enemigos de la religión publican las faltas de los sacerdotes (con verdad raras veces, con mentira casi siempre), no porque aborrezcan los vicios que los acusan, pues ellos suelen tener los mismos vicios u otros peores, sino por el odio que tienen a una religión tan pura y santa que condena toda iniquidad.
Es pecado gravísimo el desprecio y las injurias a los sacerdotes, porque son contra el mismo Jesucristo, quien dijo a los Apóstoles:
“El que a vosotros desprecia, a Mí me desprecia”.
Quien supiera alguna falta grave de algún sacerdote, procure dar conocimiento de ella al Obispo, para que tome las medidas que crea oportunas.
DISPOSICIONES PARA ABRAZAR EL ESTADO ECLESIÁSTICO
Para entrar en el estado eclesiástico es necesario ante todo la vocación divina.
Para conocer si Dios llama a uno al estado eclesiástico es necesario:
1º Rogar fervientemente al Señor que manifieste cuál es su voluntad.
2º Tomar consejo del propio Obispo o de un director sabio y prudente.
3º Examinar con diligencia si se tiene la aptitud necesaria para los estudios, ministerios y obligaciones de este estado.
Quien tomase el estado eclesiástico sin vocación divina, haría un grave mal y se expondría al peligro de condenación.
Los padres que por motivos temporales inducen a sus hijos a abrazar sin vocación el estado eclesiástico, cometen una culpa gravísima, porque usurpan el derecho que Dios se ha reservado a escoger sus ministros y ponen a sus hijos en peligro de eterna condenación.
Los fieles deben:
1º Dejar a sus hijos y subordinados en plena libertad para seguir la vocación de Dios.
2º Rogar a Dios que se digne proveer a su Iglesia de buenos pastores y celosos ministros, para lo cual han sido también instituidos los ayunos de las cuatro Témporas.
3º Tener un singular respeto a todos los que por medio de las Órdenes están consagrados al servicio de Dios.
Es frase propia de los impíos e ignorantes: En la Iglesia hay demasiado lujo.
Para el servicio, culto y honor de Dios hemos de emplear lo mejor.
El inocente Abel ofrecía a Dios lo mejor; el perverso Caín lo peor.
Jesús reprendió a los que criticaban a Magdalena, porque usó una substancia muy preciosa para honrar al mismo Divino Salvador.
EL MATRIMONIO
Es de suma importancia que todos conozcan la doctrina católica sobre el Matrimonio.
Del Matrimonio bien hecho depende el bienestar de los individuos, de las familias, y de la sociedad.
Matrimonio es el Sacramento que une al hombre y a la mujer indisolublemente: les confiere la gracia de formar juntos santamente una familia, y dar educación cristiana a sus hijos.
Dios instituyó el Matrimonio al principio del mundo, cuando crió a Adán y Eva.
Luego que el Señor hubo criado a Adán, dijo: “No es bueno que el hombre esté solo; hagámosle una ayuda semejante a él”.
Hizo, pues, caer a Adán en un profundo sueño y estando así dormido, le sacó una costilla, de la cual formó a la mujer y se la dio por consorte.
Bendíjolos Dios, diciendo: “Creced, y multiplicaos, y llenad la tierra”.
El fin primario del Matrimonio es la procreación y educación de la prole; el secundario es la ayuda mutua y el remedio a la concupiscencia.
El Sacramento del Matrimonio significa la indisoluble unión de Jesucristo con la santa Iglesia, su Esposa y Madre nuestra amantísima.
Ministros del Matrimonio son los esposos que lo contraen.
Los novios, al contraer Matrimonio, deben estar en gracia de Dios.
Se les recomienda muy encarecidamente que se preparen para este acto de tanta importancia, confesando y comulgando con las debidas disposiciones.
El Matrimonio se contrae expresando el consentimiento mutuo delante del Párroco, o del Ordinario del lugar, o de un sacerdote delegado por uno de los dos, y de dos testigos.
El párroco debe ser el de la parroquia en donde se efectúa el Matrimonio.
En cuanto sea posible, el Matrimonio debe efectuarse por la mañana con la Misa especial que hay para los esposos.
La fiesta de familia, debe realizarse de modo que a ella puedan asistir Jesús y María, como en las bodas de Caná en Galilea.
Jesús y María deben presidir dicha fiesta; lejos, pues, las diversiones y conversaciones que desdigan de la presencia de tan augustas personas.
Antes de casarse es necesario pensarlo mucho; pues del Matrimonio bien o mal hecho depende casi siempre la felicidad o desgracia en esta vida y en la otra.
Los novios, para no equivocarse en cosa de tanta importancia y para recibir con fruto el sacramento del Matrimonio, deben:
1º Encomendarse de corazón a Dios para conocer su voluntad y alcanzar de El las gracias necesarias a tal estado.
2º Consultar a sus respectivos padres antes de hacer ninguna promesa, como lo exige la obediencia y el respeto que se les debe.
3º Apartarse de toda familiaridad peligrosa en el trato mutuo, tanto de palabra como de obra.
Quien contrae Matrimonio ha de tener intención:
1º De hacer la voluntad de Dios, que le llama a tal estado.
2º De procurarse en él la santificación del alma.
Desde el primer domingo de Adviento hasta el día de Navidad, y desde el primer día de Cuaresma hasta el domingo de Pascua.
Esta solemnidad prohibida consiste en la Misa especial en que se da la bendición nupcial a los desposados y en la pompa extraordinaria de las bodas.
Las demostraciones de pompa no dicen bien con el Adviento y la Cuaresma; porque éstos son tiempos especialmente consagrados a la penitencia y oración.
1º Han de guardarse inviolablemente fidelidad conyugal, y portarse siempre en todo cristianamente.
2º Han de amarse, llevarse bien y tenerse paciencia mutuamente, viviendo en paz y concordia.
3º Si tienen hijos, han de pensar seriamente en proveerles de todo lo necesario, en darles cristiana educación y dejarles en libertad de elegir el estado a que Dios los llama.
4º No traspasar los límites de lo lícito.
Las palabras dichas por Dios a Adán y Eva: “Creced y multiplicaos” manifiestan claramente que el fin primario del matrimonio es la propagación del género humano.
Faltan, pues, muy gravemente los que maliciosamente impiden este fin.
Este pecado atrae sobre los culpables grandes castigos del cielo: enfermedades, muertes prematuras y desgracias sin número son sus funestas consecuencias en esta vida, y el tormento eterno del infierno en la otra.
Dios castigó con muerte repentina y condenó a perpetua deshonra a un nieto del Patriarca Jacob, porque cometió esta iniquidad.
Las uniones voluntaria y criminalmente estériles, dice Bossuet, merecen la maldición de Dios y de los hombres: son un verdadero peligro social.
No hay nada que justifique y excuse semejante abominación; ni aun la falta de salud, ni la pobreza.
Todo casado, buen cristiano, debe decir: Gustoso acepto todos los hijos que Dios quiera darme, y en El pongo toda mi confianza.
Los padres de familia numerosa merecen las bendiciones de Dios y de la sociedad.
Muchas veces Dios les premia ya en esta vida, dándoles hijos que los sustenten en la vejez, y sean su consuelo, honor y gloria.
Pero, principalmente en el cielo Dios recompensa muy abundantemente todos los trabajos y desvelos ocasionados por el cuidado de la vida, manutención y educación de los hijos.
Todo lo que los padres hacen a favor de sus hijos, Dios lo tiene como hecho a Sí mismo.
BENDICIÓN DE LA MADRE
Aunque esto no sea obligatorio, se practica desde muy antiguo, a ejemplo de la Santísima Virgen, que fue al Templo a cumplir la ley de la Purificación.
PROPIEDADES DEL MATRIMONIO
Unidad: un solo hombre con una sola mujer.
Indisolubilidad: unión indisoluble hasta la muerte.
Sólo cuando ha muerto uno de los cónyuges, el otro puede contraer nuevas nupcias.
Nuestro Señor Jesucristo, al elevar el matrimonio a la dignidad de Sacramento, dio peculiar firmeza a sus dos propiedades esenciales; unidad e indisolubilidad.
El divorcio permitido y el no permitido según la ley cristiana.
Cuando las circunstancias de los cónyuges son tales, que hacen necesaria la separación para evitar mayores males, entonces la Iglesia permite la separación simplemente; pero no permite que ninguno de los dos cónyuges contraiga nuevo matrimonio, mientras viva el otro.
La separación de los cónyuges puede producirse también por mutuo acuerdo, para mejor servir a Dios, o por otra causa justa.
La autoridad civil no puede desatar el vínculo del matrimonio cristiano, porque no tiene poder en materia de Sacramentos ni tampoco puede separar lo que Dios unió.
Aun cuando la ley civil autorizara el divorcio absoluto, esto es, declarara roto el vínculo conyugal y permitiera a los divorciados contraer nuevas nupcias, la ley cristiana no lo permitirá jamás.
Recordemos lo que San Jerónimo decía a Océano: “No según las leyes civiles te ha de juzgar Dios en el gran día de la cuenta, sino según las leyes que El mismo ha dado”.
N. S. Jesucristo dijo: “El hombre que deja a su mujer y toma otra, comete adulterio. Lo que Dios unió, no lo separe el hombre”.
El divorcio absoluto conduce a la ruina entera del matrimonio y es causa de innumerables males individuales y sociales.
¿Qué debe hacer, pues, quien se ve obligado a separarse de su consorte?
Tener paciencia y recordar que esta vida es muy breve, y que será premiado eternamente el que sepa sufrir y vencer pasiones.
IMPEDIMENTOS PARA CONTRAER MATRIMONIO
Hay impedimentos impedientes y dirimentes.
Los impedientes hacen ilícito el matrimonio, pero no inválido; los dirimentes lo hacen ilícito e inválido.
IMPEDIMENTOS IMPEDIENTES
1º El voto simple de virginidad, de castidad perfecta, de no casarse, de recibir las Órdenes sagradas, y de abrazar el estado religioso.
2º El parentesco legal, nacido de la adopción, es impedimento impediente en aquellas regiones en que lo es por ley civil.
3º Religión mixta: La Iglesia prohíbe el matrimonio entre dos personas bautizadas, de las cuales una es católica y otra está adherida a una secta herética y cismática.
Está prohibido aún por derecho divino, si hay peligro de perversión del cónyuge católico y de la prole.
Se puede obtener la dispensa de los impedimentos de derecho eclesiástico, existiendo una causa justa.
Para la dispensa del impedimento de religión mixta se requiere:
1º Que urjan causas justas graves.
2º Que la parte no católica dé promesa formal de evitar todo peligro de que el cónyuge católico abandone la religión católica, o de que no la practique; y que los dos cónyuges prometan que harán bautizar y educar católicamente a todos los hijos de ambos sexos.
Ni antes ni después del matrimonio pueden presentarse al ministro no católico, en su carácter de tal, para prestar o renovar el consentimiento matrimonial.
Guárdense los fieles de contraer matrimonio con personas que han dejado notoriamente la fe católica, aunque no hayan pasado a una secta herética o cismática, o que pertenecen a sociedades condenadas por la Iglesia, como los Masones, Socialistas, Anarquistas, etc.
Para que el matrimonio se pueda efectuar con tales personas, deben existir cusas graves y tomarse las mismas precauciones exigidas en el caso de la religión mixta.
¿Qué debe hacer la novia si el novio le dice que después de casados no le permitirá ir a misa o cumplir con cualquier otro deber religioso?
En este caso, ella debe manifestarle resueltamente que desiste de contraer matrimonio, si él no le da formal promesa de que la dejará en completa libertad, para cumplir con todo lo que prescribe la santa religión.
IMPEDIMENTOS DIRIMENTES
2º Condición servil (ser esclavo), ignorándolo la otra parte.
3º El voto solemne de castidad, emitido en una Orden religiosa; el simple, cuando por prescripción pontificia tiene fuerza de anular el matrimonio.
4º Parentesco, Es triple: natural, espiritual y legal.
El parentesco natural o consanguinidad es impedimento: en línea recta, siempre; en línea colateral hasta el 3er. grado (inclusive).
En línea colateral, el 1er. grado es entre hermanos, el 2º es entre primos-hermanos, y el 3º entre primos segundos.
El parentesco espiritual es impedimento sólo por el Bautismo.
Lo contrae el bautizado con el que bautiza y los padrinos.
Parentesco legal. Nace de la adopción hecha en forma legal, esto es, con intervención de juez competente.
Es impedimento dirimente sólo en las regiones donde lo es por ley civil.
5º Crimen. Contraen este impedimento:
a) Los que cometieren adulterio entre sí con mutua promesa de matrimonio, o atentaron contraerlo aún por el solo acto civil, si el adulterio y la mutua promesa de matrimonio han tenido lugar durante el mismo legítimo matrimonio.
b) Los que, durante el mismo legítimo matrimonio, cometieron adulterio entre sí, y uno de los dos mató al cónyuge.
c) Aun sin adulterio, los que por mutua ayuda física o moral dieron muerte al cónyuge.
6º Disparidad de culto. Entre una persona no bautizada y otra bautizada en la Iglesia Católica, o convertida a la misma del cisma o herejía.
8º El orden. Sólo las Órdenes mayores.
9º Estar ligado en matrimonio.
10º Pública honestidad. Nace de todo matrimonio inválido y del concubinato público y notorio.
Hace nulo el matrimonio en 1º y 2º grado en línea recta entre el varón y las consanguíneas de la mujer, y entre la mujer y los consanguíneos del varón.
11º No tener la edad debida. Deben tener cumplidos, la mujer catorce años y el varón dieciséis.
12º Afinidad. El parentesco que tiene un cónyuge con los consanguíneos del otro. La afinidad nace de todo matrimonio válido.
Hace nulo el matrimonio, en línea recta, en cualquier grado; en línea colateral, hasta el 2º inclusive.
13º Clandestinidad. Para que el matrimonio sea válido debe efectuarse en presencia del Párroco o del Ordinario del lugar, o de un sacerdote delegado por uno de los dos, y de dos testigos.
Cuando no puede obtenerse la presencia del Párroco, Ordinario, o Sacerdote delegado, sin grave incomodidad (como la mucha distancia u otra causa), el matrimonio es válido y lícito delante de sólo dos testigos.
1º Si alguno de los contrayentes se halla en peligro de muerte.
2º Aun fuera de este peligro, cuando se prevé prudentemente que ese estado de cosas ha de durar un mes.
Si encuentra fácilmente otro sacerdote no autorizado que pueda estar presente, debe ser llamado y asistir al matrimonio, junto con los testigos, pero el matrimonio será válido con los testigos solamente, aunque dicho sacerdote no asista, ni se le invite.
El sacerdote, o de lo contrario los testigos junto con los contrayentes, están obligados a procurar que el matrimonio efectuado se registre cuando antes en los libros prescriptos.
14º Impotencia para cumplir con el deber conyugal. Para que sea impedimento debe preceder al matrimonio y no existir esperanza de que cese.
15º Rapto. Es impedimento entre el raptor y la mujer que ha sufrido el rapto violento con el fin del matrimonio.
Cesa el impedimento, si la mujer ha sido separada del raptor y puesta en lugar seguro y libre.
Hay también impedimento cuando el hombre, con la mira del matrimonio, detiene violentamente a la mujer en el domicilio de ella, o en un lugar al cual ella misma fue libremente.
Todos tienen por fin el bien de la familia y de la sociedad.
Los impedimentos de derecho eclesiástico pueden ser dispensados por el Papa, o por quien ha recibido su delegación.
Es muy conveniente que, al advertir el impedimento dirimente, se desista de llevar a cabo el matrimonio; y no se acuda a las dispensas, a no ser que causas graves obliguen a ello.
La Iglesia concede las dispensas sólo mediante causas justas y para evitar mayores males.
Los fieles están obligados a manifestar a la autoridad eclesiástica los impedimentos del matrimonio que conocen; por esta causa publican los párrocos las amonestaciones o proclamas.
Sólo la Iglesia tiene la potestad de poner impedimentos, de juzgar de la validez del matrimonio y de dispensar de los impedimentos que ella ha puesto; porque el matrimonio cristiano es sacramento.
A la Iglesia solamente confirió Jesucristo el derecho de legislar y decidir en cosas sagradas.
La autoridad civil puede legislar sólo en cuanto a los efectos civiles del matrimonio, como son las herencias, testamentos, etc.
El concubinato es un crimen ante Dios, una abominación ante la Iglesia y un escándalo público ante la sociedad.
En el matrimonio, entre cristianos, el contrato no puede separarse del Sacramento; porque el matrimonio es el mismo contrato natural elevado por Jesucristo a la dignidad de Sacramento.
No puede haber, pues, verdadero matrimonio que no sea Sacramento.
Para los cristianos es válido solamente el matrimonio religioso, y quien no se casa por la Iglesia no está casado.
Por consiguiente, el llamado matrimonio civil no es matrimonio válido, y es nulo aún considerado como simple contrato.
El vicario de Jesucristo en la tierra, el Papa Pío IX, en una Alocución lo dijo bien claramente con estas palabras:
“Toda otra unión del varón y la mujer, fuera del sacramento, hecha en virtud de cualquier ley civil, no es matrimonio entre cristianos, y está absolutamente condenada”.
Por tanto, los cristianos que unidos sólo civilmente viven como casados, viven en continuo pecado mortal.
Deben casarse por la Iglesia o separarse, pues si la muerte los sorprende en ese estado, sus almas serán condenadas al infierno por toda la eternidad.
Los hijos de los cristianos, unidos sólo civilmente, son ilegítimos ante Dios, ante la Iglesia y ante las personas de recta conciencia.
En donde la ley lo exige, debe hacerse la inscripción del matrimonio en el registro civil, para dar y asegurar los efectos civiles a los casados y a su prole.
Pero el cristiano instruido en las cosas de religión, al inscribirse en el registro civil, no intenta contraer matrimonio civil, sino cumplir una formalidad impuesta por la ley.
La ley del matrimonio civil, en la forma establecida en algunas naciones, es contraria y ofensiva a la Religión Católica.
Es un vejamen para los católicos obligarles a efectuar el matrimonio civil, puesto que no pueden reconocer otro matrimonio que el religioso.
Sólo un católico ignorante o impío (el impío ya no es católico, sino un renegado) puede reconocer el matrimonio civil como verdadero matrimonio.
El estado podría, con razón, exigir que celebrado el matrimonio religioso se fuera inmediatamente a inscribirlo en el Registro Civil.
Pero el estado no puede en manera alguna, sin ofender los sentimientos religiosos de los católicos conscientes, considerar el acto de registro civil como celebración de matrimonio.
Aun en naciones no católicas, si en ellas se respetara la libertad de conciencia, el estado no debería tener otra exigencia para los católicos que la inscripción del matrimonio en el Registro Civil.
En toda escuela, particular y del estado, la instrucción religiosa debe considerarse como lo más importante.
La Santa Madre Iglesia tiene derecho y obligación de procurar que todos sus hijos reciban la debida instrucción religiosa; el medio práctico para conseguirlo es la escuela cristiana.
Pocos niños recibirán instrucción religiosa suficiente, si ésta no se da en la escuela.
LA ESCUELA LAICA
Para que Dios no reine en la familia, en el hogar, con el matrimonio civil se da patente de verdadero matrimonio a lo que ante la religión es una unión ilícita y detestable.
Para que Dios no reine en el corazón de los niños, con la escuela laica oficial se destierra a Dios de la escuela.
Para conseguir que todos los niños y jóvenes pasen por el molde del ateísmo oficial, se persigue todo lo que se puede a las escuelas particulares y aun se procura abierta o solapadamente su absoluta extinción.
La escuela laica se llama así, no porque sean laicos los maestros, sino porque en ella se prescinde completamente de la religión; es la escuela atea o sin Dios.
La Iglesia Católica condena la escuela laica, sea particular o del estado, por muy justas razones.
La escuela del estado laica para todos constituye un atentado a la libertad de conciencia y a la justicia.
En efecto, se obliga a los católicos a costear una escuela condenada por la religión y tienen que mandar a ella sus hijos, y si quieren educarlos en una escuela cristiana, deben costear dos veces la educación, lo cual es una verdadera injusticia.
Con la escuela laica los niños se forman sin instrucción religiosa y, por consiguiente, sin religión.
Precisamente eso es lo que pretenden los defensores de la escuela laica, pues, son tales sólo los impíos sectarios que desean destruir la religión, y saben que el gran medio para conseguirlo es la escuela sin religión.
Las escuelas sin religión son prácticamente escuelas contra la religión; así lo demuestra la experiencia.
Generalmente los hombres son lo que eran las escuelas que frecuentaron; puesto que la escuela forma al hombre; las escuelas sin religión forman hombres sin religión.
Los ejemplos y enseñanzas de los maestros sin religión, constituyen siempre un gran peligro para la fe de los niños cristianos.
Mas; en los textos y explicaciones sobre historia y otros ramos de ciencias naturales fácilmente se dan nociones falsas y contrarias a la religión.
Aun cuando se prescindiera de atacar directamente a la religión, el excluir a Dios de la escuela constituye ya un crimen gravísimo, un desprecio a la religión y un ejemplo de impiedad sumamente perjudicial.
Sí, la escuela laica forma una generación de hombres sin religión, y, por consiguiente, sin moral; porque sólo la religión puede hacer al hombre verdaderamente moral.
Todo católico consciente debe detestar la escuela laica, y hacer todo lo que esté a su alcance para que en todas las escuelas se enseñe a amar y servir a Dios.
La lengua latina en la Misa y en las demás funciones litúrgicas.
Cuando el sacerdote o el simple fiel católico se encuentra en país extranjero, al entrar en un templo católico le parece hallarse en su propio país; pues, todo el culto litúrgico es igual.
En la práctica, resultarían muchas y muy grandes dificultades, si se usara la lengua vulgar de cada pueblo para la Misa y demás funciones litúrgicas.
El latín, por lo mismo que es lengua muerta, esto es, no hablada ya por ningún pueblo, no está sujeto a variaciones, lo que constituye una gran ventaja.
El latín fue la lengua de Roma, en donde San Pedro estableció su cátedra, y desde allí han sido enviados a todas partes los predicadores de nuestra santa fe.
La Iglesia católica griega usa el griego antiguo, y en otros pueblos orientales se usa la lengua del país, por ser de los primeros siglos del cristianismo.
La mayor devoción que podrían inspirar al pueblo la Misa y demás funciones litúrgicas en lengua vulgar, no compensaría en manera alguna las grandes ventajas del uso de una sola lengua.
A más, la devoción del pueblo se satisface muy bien por las instrucciones religiosas y libros de devoción.
Al abandonar los protestantes la lengua latina para usar la vulgar, resultó, en vez de aumento, la grandísima disminución de piedad y fervor.
Es muy necesario fomentar el estudio del latín, para que esta lengua sea conocida, no solamente por los eclesiásticos, sino también, en cuanto sea posible, por los seglares.
Algunas oraciones se suelen rezar en latín.
Conviene conocer el significado de las palabras para obtener más fácilmente la atención de la mente.
Amen y aleluya son palabras hebreas incorporadas a nuestra liturgia.
Amen significa Así sea o Así es.
Aleluya significa: Alabad con alegría al Señor.
Modo de leer el latín con la pronunciación romana.
El latín se lee del mismo modo que el castellano, con las siguientes excepciones:
Nunca se acentúa la última sílaba de las palabras; en las palabras de dos sílabas, pues, el acento recae siempre sobre la primera.
Generalmente, las palabras de más de dos sílabas tienen escrito el acento en la sílaba correspondiente.
ae, oe se lee e. Ejemplos: vitae, moeror, se lee vite, meror.
aë, oë, (con diéresis) se lee ae, oe, como poeta, aer.
ae, oe, (sin diéresis) se suelen escribir formando una sola letra:
æ, œ
ce, cæ, cœ, se lee che; ci, se lee chi. Ejemplos : Cecilia, cœlum se lee Chechilia, chelum.
ch se lee k. Ejemplo: chérubim se lee kérubim.
ge, gi, y una sola s entre dos vocales no tienen pronunciación adecuada en castellano: se lee como en francés, italiano y catalán.
Ejemplo: Geórgia, musa.
ghe, ghi, se lee gue, gui.
gue, gui, se lee güe, güi. Ejemplos: inguen, sanguis, se lee ingüen, sangüis.
gn se lee ñ. Ejemplo: agnus se lee añus.
h se lee k en mihi, nihil y sus derivados: se lee miki, nikil.
j se lee i. Ejemplo: jejúnium se lee ieiúnium.
ll se lee l-l. Ejemplo: ille se lee il-le.
ph se lee f. Ejemplo: philosophía se lee filosofía.
La t en medio de dicción, seguida de i y de otra vocal se lee como la s castellana. Ejemplos: cognítio, grátia, initium, se lee coñisio, grásia, inísium.
Conserva el sonido de t:
1º Si tiene antes de ella la s o la x. Ejemplos: quoestio, mixtio.
2º Si después de la t está la h: como Pythia.
3º En las palabras Antíopa, Antíochus y sus derivados.
La u precedida de q se pronuncia siempre: pero suavemente, sin cargarle el acento. Ejemplo: qua, quem, quaenam, qui, quosque, quum, se lee cuá, cuém, cuénam, cuí, cuóscue, cuúm.
Cui se pronuncia con acento sobre la u: se lee cúi, cúilibet.
la z, al principio de dicción, se pronuncia ds. Ejemplo: Zea se lee dsea.
En medio de dicción, la z se lee ts. Ejemplo: Gaza se lee gatsa.
La b y la v deben pronunciarse con los sonidos propios de cada una.
La m, al final de las palabras, debe pronunciarse m y no n: tantum no debe leerse tantun.
La s seguida de consonante al principio de dicción se pronuncia sin la e. Ejemplos: spíritus, stábilis.
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