jueves, 15 de julio de 2021

HOY EL CALENDARIO CATÓLICO TRADICIONAL CELEBRA A SAN ENRIQUE, EMPERADOR DEL SACRO IMPERIO ROMANO GERMÁNICO PATRONO DE LOS OBLATOS BENEDICTINOS



San Enrique II, Emperador del Sacro Imperio Romano y Patrón de los Oblatos Benedictinos



Orden de San Benito (en latínOrdo Sancti Benedicti) OSB (sigla)




En este día todos los OBLATOS BENEDICTINOS REGULARES, que viven en un Monasterio de vida contemplativa y los OBLATOS BENEDICTINOS SECULARES, que son seglares célibes o casados que viven en la vida secular, recordamos, honramos y celebramos a nuestro SANTO PATRONO SAN ENRIQUE.

Oremos.

Oh Dios, que en este día trasladaste al bienaventurado Enrique de lo más elevado del imperio de la tierra al reino eterno; te suplicamos humildemente que así como a él, prevenido por la abundancia de vuestra gracia, le concediste sobreponerse a las delicias del siglo, hagas que nosotros a imitación suya evitemos los halagos de esta vida y lleguemos a ti con pureza de alma.

Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo, Dios, por todos los siglos de los siglos.

R. Amén.

(S. Henrici Imperatoris Confessoris - Semiduplex   Scriptura: Feria quinta infra Hebdomadam VII post Octavam Pentecostes)


Breve biografía

Nacido el  6 de mayo de 973 y fallecido en 1024. Sus padres fueron Enrique II el Pendenciero, duque de Baviera, y Gisela, hija del duque Conrado de Borgoña. Nieto de Carlomagno y sucesor de los tres Otones, fue el más grande apóstol de la paz en el segundo decenio del siglo XI y uno de los más destacados promotores de la Civilización Cristiana Occidental, colaborando a la labor del Papado y de los monjes benedictinos de Cluny, de cuyo abad San Odilón fue gran amigo.

Seguramente, a la primera impresión nadie habría creído que bajo la pesada armadura de aquel caballero que cabalgaba con sus numerosas tropas por las grandes llanuras del imperio alemán, se escondía un santo.

Pasada ya la gloriosa restauración de Carlomagno, Europa, en el siglo x, vive una época de dejadez y brutalidad. Empiezan a aparecer los desastrosos efectos de la carencia de un orden político, la jerarquía eclesiástica está corroída por las investiduras y por doquier impera la ley del más fuerte.

Parece imposible que aún vivan personas santas, y menos aún que lo sea uno de los numerosos príncipes feudales. Nos hallamos en la corte del duque de Baviera Enrique el Batallador y de su esposa Gisela de Borgoña. En el castillo ducal se celebran grandes festejos porque ha nacido el príncipe heredero. Se le impone, como a su padre, el nombre de Enrique.

Los primeros años pasan plácidamente, pero pronto es víctima de la persecución; su padre ha sido vencido en una de las interminables guerras familiares y se ha visto obligado a huir. Sin embargo, las cosas volverán a su lugar; el padre recobrará el ducado con todas sus posesiones y Enrique podrá dedicarse al cultivo de las Letras, bajo la dirección de Wolfgang, el santo obispo de Ratisbona por encargo de su madre Gisela.

Wolfgang no sólo forma su inteligencia, sino también su voluntad, dándole una esmerada educación cristiana y una sólida piedad.

A la muerte de su padre, hereda el ducado y se convierte en uno de los príncipes de más porvenir de Alemania. Con su carácter recto y justiciero atiende a las necesidades de su pueblo, gobierna con mano al mismo tiempo fuerte y suave. Sabe comprender y no es vengativo. Prefiere perdonar que castigar y busca antes el provecho de sus súbditos que sus propios intereses.

En el año 1002, los electores del Sacro Imperio Romano-Germánico le nombran para el cargo imperial. Acaba de morir Otón III, sin sucesión directa.

La fama de Enrique, su sinceridad y nobleza, son reconocidas por todos, y saben que será el emperador ideal. La ascensión al trono imperial es para el duque de Baviera una empresa difícil. Surgen contrincantes que ha de vencer, sublevaciones para dominar, querellas entre los señores feudales, que ha de sofocar, pero Enrique con su fiel ejército atiende a todo.

Vence al rey de Polonia, rechaza a los bizantinos, interviene en los Estados Pontificios depone por la fuerza a un Antipapa, Gregorio VI, defendiendo los derechos de Benedicto VIII, el legítimo sucesor de San Pedro. Con su prodigioso genio militar sabe triunfar, pero, diferente de muchos otros de su tiempo, no abusa de la victoria. La justicia rige todos sus actos.

Su actividad se extiende también a la reforma espiritual del clero.

En el año 1007 convoca, de acuerdo con las costumbres de su tiempo, un Concilio general en Francfort. Acuden los numerosos obispos del Imperio, que dictan severas normas disciplinarias. Después, Enrique procurará que se cumplan. Restablecido el orden en el Imperio y protegidas las fronteras, Enrique empezó a reinar con todo su poder. En el año 1014, junto con su esposa, fue ungido y coronado rey por el propio pontífice, en Roma.

El santo restauró con gran munificencia las sedes episcopales de Hildesheim, Magdeburgo, Estrasburgo y Meersburgo e hizo ricos presentes a las iglesias de Aquisgrán y Basilea, entre otras. 

En 1021, fue de nuevo a Italia en una expedición contra los griegos de Apulia. En el camino de vuelta cayó enfermo y fue transportado a Monte Cassino. Según se dice, fue milagrosamente curado por la intercesión de San Benito, pero quedó baldado para siempre.

Enrique sabía atender aun a los detalles de menor importancia, a pesar de los innumerables deberes de un jefe de Estado; por ello, al mismo tiempo que cumplía a la perfección sus obligaciones públicas, no olvidaba que su primer deber consistía en mirar por el bien de su alma. Apoyó con entusiasmo las ideas de reforma eclesiástica del gran monasterio de Cluny, como lo prueba el hecho de que se opuso a su pariente, amigo y antiguo capellán, Aribo, a quien el mismo había nombrado arzobispo de Mainz, cuando condenó en un sínodo a los que apelaban a Roma sin su permiso. Es muy conocida la leyenda de que, deseando san Enrique hacerse monje, prometió obediencia al abad del monasterio de Saint-Vanne, en Verdun, el cual le mandó por precepto de obediencia que siguiese gobernando el Imperio. En realidad, ésta y otras anécdotas semejantes cuadran mal con el carácter y la vida del emperador. San Enrique fue uno de los más grandes gobernantes del Sacro Romano Imperio y se santificó, precisamente, como soldado y jefe de Estado, cumpliendo con deberes muy diferentes a los que cumplen los monjes. Las leyes edificantes son un producto de la invención de los habitantes de Bamberga y las biografías del tipo de la que escribió Adalberto, no reflejan la verdadera personalidad de San Enrique. Lo que sabemos sobre él se refiere más bien a su actuación pública. San Enrique II no tuvo, como san Luis de Francia, un Joinville que describiese su vida íntima. El santo emperador promovió cuanto pudo la reforma eclesiástica, sobre todo por el cuidado con que elegía a los obispos y por el apoyo que prestó a monjes tan destacados como san Odilón de Cluny y Ricardo de Saint-Vanne.

Seguramente pocos reyes tuvieron, ya en vida, tan buena fama y muchos menos fueron venerados y gozaron del amor de sus súbditos como este nieto de Carlomagno.

Muestra de su gran virtud es este ejemplo: Al sentirse morir llamó junto a sí a los grandes del reino y, tomando la mano de su esposa Cunegunda, también santa, dijo a los padres de ésta: "He aquí a la que vosotros me habéis dado por esposa ante Cristo; como me la disteis virgen, virgen la pongo otra vez en las manos de Dios y vuestras". Sus restos reposan en la catedral de Bamberg.

San Enrique realizó lo que a muchos puede parecer imposible: ser emperador, vivir continuamente ocupado en los problemas públicos y entre guerras, y llegar a santo.

Si Enrique de Baviera lo llevó a término fue porque en el ejercicio de su cargo vio un servicio al prójimo y a nuestro Señor Jesucristo. La historia de Europa nos ofrece pocas vidas tan bellas y útiles como la de Enrique II, el Santo.

Fue canonizado en 1146 por el Papa Eugenio III. Y el Papa san Pio X le proclamó Patrono de los oblatos benedictinos.

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